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Biblioteca:Historia de Cuba. La Colonia. Tomo I, Primera Parte Evolución socioeconómica y formación nacional de los orígenes hasta 1867/Conquista y colonización de la isla de Cuba (1492-1553)

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La Europa de la época del descubrimiento

En los años finales del siglo XV, cuando los europeos llegan al Nuevo Mundo, se está produciendo en el viejo continente la diso­lución de la formación económico-social feudal.

Desde el siglo XI, ese sistema había comenzado a debilitarse cuando comenzó la decadencia de los señores feudales, agobia­dos por los enormes gastos que les habían ocasionado las Cruzadas. A esta situación se sumaron, durante los siglos XIII y XIV, las luchas intestinas entre los dueños de los diferentes feudos y las sublevaciones de los campesinos que vivían en la miseria.

En el siglo XV los reyes, señores feudales por excelencia, se oponen a la fragmenta­ción feudal y comienzan a centralizar el po­der a través del control de la justicia, del establecimiento del sistema de impuesto y de la protección del comercio. Durante este proceso la burguesía —beneficiada por las medidas que se adoptaban—, se convirtió en un poderoso aliado de los monarcas.

Paulatinamente la economía comercial fue permeando y transformando el sistema feudal. Los señores feudales, necesitados de dinero para sus crecientes gastos, transi­taron de la renta en trabajo y en especie a la renta en dinero y poco a poco se fueron convirtiendo en modernos terratenientes. A partir de entonces se produjo una alianza coyuntural entre los reyes, los nuevos terra­tenientes y la burguesía para compartir los beneficios del poder político centralizado.

El siglo XV europeo se caracterizó por el desarrollo sistemático de la producción agraria que incrementó el excedente de producción destinado al intercambio. De igual forma se desarrollaron y adquirieron carácter permanente las rutas comerciales y las ferias para la exposición y venta de pro­ductos, lo que propició alianzas y tratados pero también guerras y rivalidades entre las diversas regiones europeas inmersas en el proceso de su definición como estados o na­ciones.

En ese lapso adquirieron fisonomía pro­pia los burgos, característicos de las ciuda­des emergentes de la Edad Media tardía. Paulatinamente se fueron incrementando los oficios con cierto detrimento de la agri­cultura y la consecuente concentración de los artesanos en las ciudades que se desa­rrollaron como centros de relaciones co­merciales.

Si bien la mayoría de la población no abandonaba absolutamente las labores agrícolas por el ejercicio de algún oficio o el comercio menor, estos iban requiriendo más dedicación a medida que aumentaba la demanda. En los oficios fueron evidenciándose diferencias económicas y sociales cuando los maestros, debido al inicio de la descomposición de los gremios, ocuparon posiciones más importantes que los oficia­les y los aprendices, quienes, en muchas ocasiones, quedaron en la condición per­manente de asalariados.

En las ciudades, ubicadas al inicio en cru­ces de caminos importantes, se practicaba el comercio. En algunos casos este era de mercancías caras y exóticas provenientes del Oriente, pero igualmente se intercam­biaban productos locales, tanto agropecua­rios como artesanales.

En los burgos y ciudades no solo se incre­mentó la producción artesanal en medio de la evidente contradicción entre los gremios y cofradías y aquellos que intentaban rom­per sus leyes y organización, sino que se de­sarrollaron los sistemas usurarios y los nú­cleos de comerciantes, de forma tal que co­menzó a definirse un tipo de burguesía ca­racterizado por realizar su acumulación dineraria sobre la base de la usura y el comer­cio. Esta nueva clase social fue el germen disolvente de la tradicional estructura me­dieval europea. En sus afanes comerciales financió empresas y contribuyó decidida­mente a sentar las bases de los futuros mer­cados nacionales con moneda única y sin barreras arancelarias, y a definir fronteras y estados supeditados hasta entonces a los grandes señores feudales, al prestar su apoyo al surgimiento de monarquías cen­tralizadas de las cuales fue una aliada cir­cunstancial.

Si bien durante este siglo se mantuvieron las grandes hambrunas, las epidemias gene­ralizadas y las guerras de corte feudal, tam­bién es cierto que disminuyeron en relación con los siglos anteriores. Las guerras en el Mediterráneo o en los mares del norte se caracterizaron por la búsqueda del predo­minio comercial. Las republiquetas italia­nas como Génova, Venecia y Florencia ri­valizaron entre sí por el dominio del Medi­terráneo; también se esforzó en esa direc­ción la zona catalana de la península Ibérica. Los más atrevidos viajes fuera de Euro­pa no estuvieron encubiertos por motivos eminentemente religiosos sino por las más claras intenciones de buscar rutas comer­ciales. La rivalidad europea con los otoma­nos se vinculó con el dominio de los cami­nos hacia los productos del Lejano Oriente. La caída de Constantinopla si bien no supri­mió totalmente el comercio con esa región sí lo encareció.

La nueva cultura ciudadana, impulsada por el activo desarrollo de la burguesía usu­rero-mercantil, implicó profundos cambios en las concepciones sobre la sociedad, la política y la ciencia. Desiderio Erasmo co­locó al individuo como centro de preocupa­ción intelectual con lo que sentó las bases del humanismo renacentista; el sacerdote franciscano Guillermo de Ocam se opuso a la teoría tomista de los Universales al colo­car el conocimiento en lo particular y expe­rimental y enfrentarse a la autoridad papal en lo relativo a las cuestiones terrenales; Nicolás Maquiavelo recepcionó la expe­riencia política de finales del siglo XV y le­gó al siglo siguiente una nueva concepción de la práctica política; los mercaderes retor­naban a Europa con una visión real del mundo asiático.

Mientras tanto, el papado se sumergía en una profunda crisis durante la cual la silla de San Pedro fue disputada por diversos países europeos que aspiraban a colocar en ella a sus partidarios. El desmembramiento del sacro imperio romano-germánico, la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, la ruptura de la concepción de in­tegridad de la cristiandad y el desarrollo del individualismo en el plano conceptual, sen­taron las bases para una nueva visión del mundo, que se apoyó en el desarrollo de nuevas técnicas y concepciones en las múl­tiples esferas del conocimiento.

A fines del siglo XV, se empiezan a arti­cular en Europa, a través de monarquías centralizadas, estados capaces de integrar sus diferentes grupos étnicos a partir de una misma estructura administrativa muy superior a la detentada hasta entonces por las ciudades estado italianas, que fueron pro­gresivamente superadas por una nueva or­ganización político-estatal. A este proceso evolutivo se incorporaron Castilla, Portu­gal, Francia e Inglaterra que lograron, gra­cias a la organización de sus monarquías, acaparar mayores recursos económicos co­mo consecuencia de la aplicación de la teo­ría mercantilista, de un rígido derecho su­cesorio y de la integración de la nobleza a su séquito al hacerle abandonar sus feudos an­cestrales e incorporarse a la nueva política.

En contraposición con el surgimiento de las monarquías centralizadas en Europa occidental, en las orientales se mantuvo la estructura anterior aunque influida por las demandas y posibilidades que el mercanti­lismo llevaba a otras zonas del mundo. Es­tos fueron los casos de los ducados de Varsovia y Moscovia. Las monarquías centrali­zadas, no obstante, no lograron imponerse en amplias zonas de Europa donde, a pesar del desarrollo de fuertes burguesías usure­ro-mercantiles, la especificidad de sus te­rritorios y economías no propiciaba aún esa integración. En ellas, las estructuras impe­riales, poco efectivas para el control regio­nal, o las republiquetas, ciudades de amplio control comercial pero no territorial, se mantuvieron. Ejemplo de esta tendencia fueron Alemania e Italia.

Las nuevas posibilidades de las monar­quías centralizadas quedaron demostradas con el hecho de que los portugueses prime­ro y los españoles después, estuvieran en condiciones de vencer los límites que, para la navegación, el comercio y la expansión en general, representaba el Atlántico. Ello se pudo realizar mediante la aplicación de nuevas técnicas y el avance científico de la época.

La España que arribó al Nuevo Mundo

En el transcurso de los siglos XI al XV, se fueron desarrollando y afianzando en Castilla instituciones de importancia. Esta re­gión resultó la promotora en las zonas cen­tral y oriental de la península Ibérica, junto con Portugal, del proceso de centralización que permitió emprender las exploraciones oceánicas y las conquistas ulteriores. Am­bas poseían los recursos materiales y técni­cos y los conocimientos científicos necesa­rios para realizar tales empresas.

A pesar de que en algunas zonas de Espa­ña comenzaban a desarrollarse relaciones económicas que se correspondían con el ca­pitalismo comercial y se iniciaba una lenta evolución en torno a la mesta[1] y a las activi­dades marítimas realizadas por los gallegos, vascos y andaluces, la base de su economía era esencialmente agropecuaria. Su insuficiencia para producir mercancías capaces de permitir el intercambio con el Oriente la obligaba a realizar pagos directos en oro y plata, circunstancia que provocaba una gran demanda de estos metales a la vez que acrecentaba el afán de buscar fuentes que le permitiera abastecerse de ellos.

La posibilidad para el desarrollo de una política de intercambio comercial y de ocu­pación territorial a favor de una metrópoli estuvo vinculada en España a las nuevas condiciones surgidas a partir de 1474 y 1479, fechas en que Isabel y Fernando, ca­sados desde 1469, detentaron respectiva­mente las coronas de Castilla y Aragón. De esta forma se establecieron las bases para una política de gobierno unitaria en la que influyeron concepciones feudales y modernas, de las cuales se desprendieron muchas de las definiciones y variantes de la colonización hispánica en los territorios america­nos.

Si bien el gobierno de los llamados Reyes Católicos[2] implicó formalmente un triunfo de la nobleza y el clero frente a la naciente burguesía citadina y a las capas y sectores medios, este se desarrolló sobre la base de una lucha de clases diferente al fortalecerse las posiciones de los comerciantes en las ciudades a la vez que se reorganizaban las finanzas y las rentas reales. Los monarcas también estimularon el proceso de renova­ción que se venía gestando en el seno de la nobleza castellana al elevar a altos cargos a personas de nuevo linaje, vinculadas a los intereses mercantilistas, a la vez que relega­ban a la antigua nobleza.

Esta situación exacerbó las luchas inter­nas entre los diferentes componentes de la aristocracia y entre esta y los municipios, y propició el triunfo de las fuerzas centralizadoras.

La nueva monarquía centralizada pro­movió la paulatina formación de un clero comprometido con sus intereses políticos y no con los de Roma, creó las instituciones comunes para Castilla y Aragón, aunque sin lograr una administración unitaria; estable­ció una estrategia encaminada a reducir los beneficios alcanzados por Portugal en el Atlántico, y revitalizó en el Mediterráneo una política expansiva sobre la base de una estrategia defendida por la burguesía y los nuevos linajes, que fue el resultado de un equilibrio de fuerzas cuyas modificaciones influyeron, como tendencia, en la política que se empezó a formar durante el reinado de los Reyes Católicos.

Paralelamente a este proceso, durante los siglos XI al XV, España desarrolló su Gue­rra de Reconquista contra los moros. La centralización de recursos, su uso más ra­cional y la apertura de nuevas fuentes de in­greso, facilitaron a los Reyes Católicos po­ner fin a la Reconquista con la toma de Gra­nada en enero de 1492. Al finalizar esta lar­ga guerra, quedaron sin empleo millares de hidalgos —especie de nobleza menor que despreciaba el trabajo por su condición so­cial—, cuya única profesión era la de las ar­mas. Estos hombres, como postulaba un re­frán de la época, solo tenían tres vías para ganarse la vida: Iglesia, mar o casa real. Sentían un particular desprecio por la vida propia y mucho más por la ajena y deseaban ansiosamente poseer tierras que les permi­tieran alcanzar el nivel social de los primo­génitos de sus familias. Las expediciones a ultramar les significarían una nueva vía pa­ra actividades militares.[3]

Se inició entonces la expansión comer­cial y la colonización de varias islas del ar­chipiélago canario,[4] empresa en la que se destacó Castilla a través del fuerte espíritu guerrero que muchos de sus hombres, de­seosos de adquirir tierras sin exponerse a las contrariedades que implicaba su valida­ción por parte de la Corona, habían adquiri­do durante la Reconquista.

La expansión hacia las Islas Canarias, concluida en 1496, implicó el fortaleci­miento de los intereses mercantiles y la apertura hacia el Atlántico, antecedente de la ruta hacia el Occidente utilizada por la Corona y por Cristóbal Colón a partir de las Capitulaciones de Santa Fé. Como expresa Morison, aquella empresa fue el "ensayo general" de la conquista de América.[5]

Las monarquías centralizadas de España y Portugal fueron las promotoras, tras la cri­sis del siglo XIV, del hallazgo de una vía pa­ra el comercio directo con el Oriente que, al eliminar a los intermediarios árabes, esta­bleciese las bases para una participación de sectores más amplios en el consumo de azúcar, especias y otras mercancías que hasta ese momento solo podían obtenerse a través de las ciudades italianas. La expan­sión de este intercambio y la llegada del oro a la península, africano primero y ame­ricano después, convirtieron a estos dos rei­nos en las sedes receptivas e intermediarias de la recién iniciada acumulación originaria del capital en Europa.

La empresa colombina

Tras el largo período de la Edad Media, durante el cual la cultura y los conocimien­tos científicos eran exclusivos de algunos eclesiásticos y de escasos laicos provenien­tes de la clase dominante, durante el siglo XV, en Europa comenzaron a ampliarse los horizontes de la filosofía, las ciencias y las artes. Los hombres despertaban de un letar­go secular y se interesaban por renovar y transformar el mundo en que vivían.

Mientras que en Europa, sobre todo en las ciudades italianas, florecían la econo­mía y la cultura, los turcos se ocupaban de expandirse hacia dicho continente. Este proceso llegó a su punto culminante con la toma de Constantinopla en 1453, que impli­có la ruina de los venecianos, genoveses, florentinos y todos aquellos que vivían del comercio de las especias. El enorme consu­mo europeo de productos provenientes del Asia a través del Mediterráneo quedó en manos de los turcos.

El comercio con el Oriente era una pieza clave en la fase usurero-mercantil del emergente desarrollo capitalista que se pro­ducía en Europa, razón por la cual resultaba de imperiosa necesidad la localización de una nueva ruta que, eludiendo la media­ción turca, permitiese comerciar directa­mente con los territorios asiáticos.

Comerciantes, marinos, banqueros y hombres de ciencia, sobre la base de los re­lativos conocimientos que existían de las rutas marítimas y los recientes descubrimientos científicos, se dedicaron a encon­trar una nueva vía que los condujera al Oriente. Uno de estos hombres fue Cristó­bal Colón, quien hizo todo lo posible por demostrar que la idea de llegar al Asia cru­zando el Atlántico no era un sueño. Para esto debía conseguir que su proyecto fuera fi­nanciado.[6]

A fines de 1483 y principios de 1484, Colón presentó su proyecto al rey Juan II de Portugal. Este fue rechazado, pues los sec­tores gobernantes del país se inclinaban a buscar el camino hacia las Indias mediante la circunnavegación del continente africa­no, criterio que la historia demostró era acertado. El futuro almirante partió enton­ces hacia el puerto de Palos acompañado por su hijo Diego.

Ya en España Colón se dirigió al conven­to de la Rábida donde se encontró con el pa­dre Antonio de Marchena, cosmógrafo y as­trólogo, quien lo apoyó decisivamente en sus gestiones ante la corte. El 20 de enero de 1486, el marino genovés fue recibido, por vez primera, por los soberanos españo­les a los cuales, ante una junta de eruditos, expuso su proyecto y dio a conocer sus sin­gulares teorías cosmográficas basadas en li­bros antiguos y textos sagrados, con el obje­tivo de impresionar a sus interlocutores. No obstante, la decisión fue negativa al consi­derarse el proyecto riesgoso e inseguro. La Corona, además, estimaba que el genovés aspiraba a un poder exagerado y pretendía reservarse una parte notable de las posibles ganancias.

El padre Marchena aconsejó a Colón per­manecer en el territorio y le viabilizó la re­lación con el rico y poderoso duque de Me­dina Sidonia. Esta gestión también resultó infructuosa. Se dirigió entonces el marino al puerto de Santa María, donde expuso su proyecto al duque Luis de la Cerca Medinacelli quien simpatizó con sus ideas y le pro­metió ayuda. El duque intercedió en la cor­te y ofreció financiar la empresa. La reina aceptó recibir nuevamente a Colón, pero aclaró que de realizarse el proyecto el Con­sejo de Castilla dispondría de los gastos so­bre la base de que este sería de la exclusiva competencia de sus soberanos.

Colón fue recibido nuevamente en el ve­rano de 1489, pero se le planteó esperar has­ta que concluyese la campaña contra los moros. Durante ese lapso se le permitía vi­vir en la corte.

Durante el otoño de 1491 el marino visitó nuevamente el convento de la Rábida. Allí conoció al padre Juan Pérez, quien había si­do confesor de la reina. Este se entusiasmó con el proyecto colombino y prometió su ayuda partiendo hacia la corte, ubicada en ese momento en Santa Fé.

Los monjes de la Rábida encaminaron sus gestiones por vías paralelas, pero más seguras: la de los acaudalados comercian­tes. Estos se presentaron ante la reina a fin de convencerla de las ventajas económicas del proyecto para el cual prometían un im­portante préstamo capaz de sufragar los gastos de la expedición.

El cambio de opinión de los reyes fue ra­dical. Si a fines de 1491 habían participado del fallo negativo de la comisión que estu­dió la propuesta, ahora, a pesar de la deci­sión nuevamente negativa del Consejo de Castilla, prefirieron atender las razones de la burguesía comercial y usuraria y partiendo de los préstamos que esta ofrecía a la Co­rona, reconsideraron aceleradamente su fa­llo anterior. Para la empresa, Colón solo pe­día a los soberanos 1 000 000 de maravedíes y a cambio prometía convertirlos en los reyes más poderosos de la cristiandad. El resto del dinero debía correr a cargo de ban­queros y comerciantes genoveses, florenti­nos y hebreos. Ante estos nuevos elemen­tos Fernando e Isabel hicieron regresar a Colón quien se encaminaba hacia la corte francesa para ofrecer su proyecto. Entre el fallo y su aceptación por la corte, solo mediaron cuatro meses. El 17 de abril de 1492, el rey y la reina habían aprobado el docu­mento contractual que debían suscribir con Colón, conocido con la denominación de Capitulaciones de Santa Fé. El contrato fue firmado en la población de este nombre, frente a la ciudad de Granada y no pasaba de ser una minuta "de acuerdo mutuo".[7]

Aunque en las Capitulaciones[8] no se ex­presa cuáles eran las islas y tierras a las que navegaría Colón, esto se aclaró al entregar­le un documento y cartas credenciales diri­gidas al Gran Khan. El propio Colón lo con­firmaría en su Diario[9] con continuas refe­rencias a este personaje, y a localizaciones geográficas como Cipango, Kinsay, Mangi, etc., todas del Asia y el Pacífico.

El documento se expresa por sí mismo y de él se deduce claramente el objetivo fun­ damental del primer viaje: establecer nexos comerciales y económicos con países del Lejano Oriente, China e India principal­mente, y no el de realizar operaciones mili­tares de conquista ni ocupación permanen­te. Los elementos objetivos que llevan a es­ta conclusión, además de lo expresado en el texto de las Capitulaciones son el hecho de que la expedición traía un armamento débil y escasa tripulación, y que, como se conoce, en las carabelas viajaba un hebreo bautiza­do, como traductor, que por sus conoci­mientos del árabe podía entenderse con los habitantes de los países musulmanes. A pe­sar de eso, el contrato no excluye la posibilidad de que se pudieran adquirir nuevas tie­rras hasta entonces desconocidas.

No obstante la Corona consideró siem­pre que esta era una empresa riesgosa y lo que la decidió a participar en ella fue la pre­sión ejercida por los prestamistas y la in­fluyente Iglesia quienes, con su aporte eco­nómico y respaldo moral, aseguraron el éxi­to en las gestiones finales que Colón debía realizar ante la Corona. Resueltos los pro­blemas financieros iniciales, comenzó la preparación práctica de la expedición, esca­sa en el aspecto pecuniario porque la Coro­na, a pesar de los préstamos recibidos, con­tinuaba viéndola con bastante recelo inver­sionista.[10]

El aporte oficial alcanzó solamente para sufragar la armazón de dos naves, pero co­mo en opinión de Colón era necesaria una tercera, cuyo apresto debía representar, aproximadamente, la octava parte de la in­versión total, se vio obligado a gestionar por sí mismo más dinero. Diversos investigado­res discrepan sobre la forma en que lo obtu­vo: si las autoridades y pobladores de la vi­lla de Palos aportaron algo o no; si Colón obtuvo financiamiento de la familia Pin­zón, marinos influyentes y experimentados que tenían múltiples relaciones con merca­deres y banqueros sevillanos; o si lo logró de Juanoto Berardi, factor o agente en Sevi­lla de los Médici, quienes gobernaban en aquellos momentos en Florencia y cuyos intereses financieros se confundían con los de esa república italiana, lo cierto es que consiguió lo que necesitaba. Lo más lógico es pensar que, teniendo en cuenta las cir­cunstancias, Colón no vacilara en aceptar cuanto aporte económico redundara en be­neficio de sus proyectos. Finalmente la ex­pedición se armó con tres naves —una nao y dos carabelas— la primera de poco más de 100 toneladas y otras dos que no rebasaban las 60 toneladas cada una, tripuladas por 87 hombres.

Según consta en los documentos de la época, las tripulaciones estaban integradas por experimentados marineros de la costa andaluza y algunos del mar Cantábrico. Además, por hombres libres pertenecientes a los estratos pobres ya mencionados, prin­cipalmente labriegos sin tierras e hidalgos. También embarcó para América otro discu­tido grupo: los sancionados a quienes se les amnistiaba o conmutaba la pena por la de destierro a Ultramar. Pero es preciso deli­mitar cuál es el verdadero alcance que tiene el concepto de "delincuente" en la España del siglo XV porque un error de apreciación puede llevar a confundir la verdadera índo­le de los delitos en aquella época[11] regida aún por arcaicos códigos medioevales co­mo el Fuero Viejo de Castilla, promulgado en 1356.[12]

Con esta expedición, modesta y heterogénea, se hizo Colón a la vela en la villa de Palos el 3 de agosto de 1492 y, tras una escala de breves días en las Canarias, arribó el 12 de octubre del propio año a una isla del archipiélago de las actuales Bahamas llamada por sus habitantes Guanahaní y rebautiza­da por él como San Salvador. Actualmente la opinión generalizada es que se trata de la isla de Watling.

Son bien conocidos los incidentes surgi­dos con la tripulación durante el trayecto desde España hasta San Salvador, controla­dos trabajosamente por los jefes, principal­mente Colón, por lo que no nos detendre­mos en ellos. Continuemos, pues, navegan­do entre las Bahamas, donde supo Colón de la existencia de una gran isla hacia el sur, nombrada Cuba, la que aparentemente aso­ció con Japón. Siguiendo las indicaciones de los lucayos que había incorporado a bor­do, avistaron las costas de dicho territorio al anochecer del 27 de octubre.

La mañana siguiente fondeaba Colón en un puerto que denominó San Salvador, ac­tual bahía de Bariay; y el día 29 zarpó rum­bo al oeste, pasó ante la boca de Jururú (Río de Luna) y entró en Gibara llamándola Río de Mares[13] de donde salió el 30 hacia el no­roeste, hasta divisar un "cabo lleno de pal­mas" por lo que lo designó como Cabo de Palmas, ahora punta de Uvero. Habiendo comenzado a soplar un norte, regresó el día 31 a Gibara, donde permaneció hasta el 12 de noviembre, carenando sus naves y reco­nociendo el interior del país.

Exploración colombina de Cuba en 1492.

En aquel momento Colón creía encon­trarse en las costas de China, por lo que el 2 de noviembre despachó al intérprete de la expedición, el converso Luis de Torres, acompañado por el marinero Rodríguez de Jerez, con las credenciales que había recibido de los Reyes Católicos para el Gran Khan. Después de caminar 12 leguas, los "em­bajadores" llegaron a una aldea grande en la actual región de Holguín. El único resul­tado práctico de esa empresa fue, al parecer, el descubrimiento del tabaco por los eu­ropeos.

Colón salió de Gibara la mañana del 12 de noviembre, siguió la costa en un rumbo próximo al este y bautizó la boca de Samá como Río del Sol. Navegó hasta el crepúsculo, que los sorprendió frente a un cabo (el actual cabo Lucrecia), al que puso por nom­bre Cabo de Cuba. Al día siguiente reconoció punta de Mulas y el acceso de la extensa bahía de Nipe que, por su tamaño, le pare­ció un estrecho. Puso proa al este, en busca de una isla a la que llamaban Babeque, pero fue obligado por un fuerte viento del no­roeste a buscar refugio; el día 14, viró hacia el sur, arribó cerca de cayo Moa; llegó a la bahía de Tánamo que llamó Mar de Nues­tra Señora y a la rada que se encuentra junto a su boca, donde estuvo hasta el día 19 de noviembre en que se hizo a la vela en direc­ción noroeste, en busca de Babeque. Des­pués de varias indecisiones y cambios de rumbos debidos probablemente a los vien­tos variables, en la mañana del 24 volvió a recalar en cayo Moa, que bautizó como Puerto de Santa Catalina, allí se mantuvo hasta el 26, que zarpó hacia el sureste. Des­pués divisó otro saliente costero al que de­nominó Cabo de Campana (punta de Plata) junto al cual le anocheció y al amanecer es­taba a 5 o 6 leguas al sureste de donde se ha­bía detenido la noche anterior. Retrocedió y avistó la costa entre punta Rama y punta Canas. En su recorrido por la costa, a partir de Cabo Campana, el ya Almirante recono­ció varios entrantes y los ríos Toa y Duaba. Al sureste del último halló un poblado grande que parece haber estado situado cerca de la punta Duaba. Remontada esta, en­contró la entrada al puerto de Baracoa, don­de fondeó el propio 27 y, como acostumbra­ba, lo colmó de elogios, llamándolo Puerto Santo. Permaneció en él a causa del tiempo, hasta el 4 de diciembre, que siguió reco­rriendo la costa hacia el sureste donde avis­tó otros salientes y entrantes así como la ba­hía del Yumurí. Al amanecer del día 5, des­cubrió la punta de Fraile, más tarde las es­calonadas terrazas de Maisí y la punta de este nombre, la que designó Cabo Alfa y Omega, "para indicar que era el principio o el fin del continente euroasiático, equiva­lente al Cabo de San Vicente en Europa".[14]

Dejando atrás Maisí, Colón intentó al­canzar Babeque y navegó hasta divisar las costas de Haití. En aguas haitianas encalló y perdió la nave Santa María la noche del 24 de diciembre; con sus maderos se cons­truyó un fuerte, La Navidad, donde perma­necieron, al regresar Colón a España, 39 vo­luntarios. Algunos historiadores estiman que en la permanencia de muchos influyó la circunstancia de que eran conversos, ra­zón por la cual preferían quedarse en las nuevas tierras antes que enfrentarse a la In­quisición en España. Este es el primer lugar en que se establecieron los españoles en América.

El 16 de enero de 1493, emprendió Colón el viaje de regreso, pero en vez de hacerlo por la misma vía que lo trajo a las Antillas tomó otra ruta que lo condujo a la zona de los contralisios, vientos que le empujaron hacia el viejo continente. De haber regresa­do por la ruta inicial, el retorno habría sido probablemente imposible. Este modo de efectuar el regreso es uno de los principales argumentos que esgrimen los partidarios de la teoría del predescubrimiento.

La vuelta de Colón con algunas muestras de oro —se ignora la cantidad— tan escaso en aquella época y el pequeño grupo de "indios" con rasgos mongoloides que había secuestrado, unido a los optimistas relatos del Almirante, despertaron entusiasmo en la corte y rápidamente se organizó otra expe­dición. El documento que orientó el segun­do viaje fue la Instrucción del Rey de la Reyna para Don Chist. Colón dado en Bar­celona el 29 de mayo de 1493.[15] El proyecto contemplaba el establecimiento de una co­lonia en La Española que serviría de base para futuras exploraciones. Se armó una flota de 17 naves aproximadamente, anima­les de crianza, semillas, herramientas y víveres para seis meses. Ninguna nación europea había realizado, hasta entonces, una expedición colonizadora ultramarina de tal envergadura, que requería gran cantidad de dinero. Fue el florentino Berardi quien aportó gruesas sumas, dirigiéndose posible­mente al rey Fernando, en un memorial donde trazaba una política de colonización y comercio.

Colón partió de Cádiz el 25 de septiem­bre para un segundo viaje y luego de llegar a las Antillas Menores y Puerto Rico, arribó a las proximidades del fuerte La Navidad el 28 de noviembre, lo encontró destruido y muerta su guarnición. Posteriormente, fun­dó más al este la ciudad de La Isabela, de donde zarpó el 24 de abril de 1494 "para explorar la tierra firme de las Indias",[16] es decir, Cuba.

Tras reconocer la punta de Maisí y su Ca­bo de Alfa y Omega, Colón comenzó a nave­gar a lo largo de la costa sur y entró en la ba­hía de Guantánamo, que llamó Puerto Grande. A partir de ahí —como dice Morison al referirse a la fase occidental de este viaje— se hace difícil descubrir su ruta por­que las dos obras en que los colombistas han basado su reconstrucción parecen ser apócrifas. La Historia de los Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel, atribuida a un supuesto e identificado Andrés Bernáldez[17] y la Historia del Almirante Cristóbal Colón, achacada a su hijo Hernando[18] han resulta­do falsas fuentes que contienen inexactitu­des y fábulas que impiden seguir con preci­sión la ruta del Almirante por la costa meri­dional de Cuba.

Exploración colombina de Cuba en 1494.

Podemos decir que navegó frente a las costas orientales, viró al sur y arribó a Ja­maica; más tarde retornó a Cuba, divisó ca­bo Cruz el 14 de mayo; penetró en el golfo de Guacanayabo hasta la boca del Cauto y se internó en su cayería. Exploró el Labe­rinto de las Doce Leguas y al parecer, fon­deó en cayo Caballones el 22 de mayo. Pro­siguió rumbo y entró en la bahía de Jagua, la que bautizó como Puerto de Misas. Al abandonarla, el 29 de mayo, siguió la costa hasta la bahía de Cochinos, avistó punta Palmillas en el talón de la península de Za­pata. Siguió al oeste por el golfo de Cazones, se adentró en la cayería al sur de la ciénaga y para escapar de ella, en busca de "la mar ancha" se desatracó de la costa y encontró la Isla de Pinos, que bautizó como Evan­gelista, el 3 de junio. Al dejar Isla de Pinos parece haber navegado hacia el noroeste, recalado por Guanímar, explorado poste­riormente el golfo de Batabanó y la ensena­da de la Broa, y tomado nuevamente hacia Occidente. Llegó a la actual ensenada de Cortés y vio que de ahí en adelante la costa iba hacia el mediodía por lo que creyó en­contrarse en el fondo de un gran golfo, for­mado por Cuba e Isla de Pinos, como lo muestra el mapa de Juan de la Cosa, que participó en este viaje, en el que ambas islas aparecen unidas.

El hecho de que desde Maisí "su navega­ción pasaba de trescientas treinta y cinco le­guas" le reafirmó a Colón la idea de que se encontraba frente a un continente que para él, partiendo de sus concepciones geográfi­cas, solo podía ser Asia. El 12 de junio, hizo al escribano de a bordo levantar un acta, que debieron asentir las tripulaciones, en la que afirmaba que se encontraba en "la Tie­rra firme del comienzo de las Indias y fin a quien en estas partes quisiere venir de Es­paña por Tierra". El Almirante creía —o si­mulaba creer—que había arribado a las cer­canías de la península de Malaca.[19] Al día siguiente iniciaba el viaje de retorno a La Española, con la desventaja de hacerlo con­tra viento y corriente, por lo que le tomó 25 días navegar 200 millas hacia barlovento, arribó a la bahía de Jagua el 7 de julio, de donde salió el día 8. Entrando en alta mar, reconoció el cabo Cruz el 18, desde donde puso proa hacia Jamaica con el propósito de bojearla, quizás pensando que esta isla era parte de su imaginado continente.

El Almirante no volvería a surcar aguas cubanas hasta su desastroso cuarto viaje en 1503, en que lo hizo en dos ocasiones. En la segunda de ellas insistiría en que Cuba era parte de Catay.

La noticia de la supuesta lle­gada de Colón al Asia, voló por Europa des­de su primer viaje. Por distintas razones, go­bernantes, humanistas y mercaderes se en­tusiasmaron ante aquella nueva. El Almi­rante había arribado a Lisboa el 6 de marzo de 1493 al regreso de su primer viaje y ya en la última semana de ese mes la Señoría de Florencia, aún en manos de los Médici, ha­bía sido informada de su regreso. La base de aquella conmoción fue una carta escrita por Colón a sus protectores Sánchez y Santágel, donde narraba con vivos colores y el estilo imaginativo que le caracterizaba, las asiáti­cas maravillas que había encontrado. Dicha carta fue impresa en breve tiempo en caste­llano, catalán y latín y publicada no solo en España e Italia, sino además fue repetida varias veces en París, Amberes y Basilea. Las más o menos abundantes muestras de oro que llevó Colón, unidas a sus exagera­dos relatos sobre ríos que arrastraban gran­des cantidades de ese metal, encandilaron a Europa, ávida de metales, particularmente a sus hombres de negocios, siempre limita­dos por la escasez de metálico. Más tarde, las minas de La Española, Cuba y Castilla del Oro y el saqueo de México y Perú convirtieron los sueños en realidad y contri­buyeron a acelerar el desarrollo de las so­ciedades europeas. Contradictoriamente, una de las primeras consecuencias políticas del "descubrimiento" en el ámbito europeo fue la caída de los Médici y el comienzo de la decadencia de su república. A pesar de que al inicio la casa bancaria de los Médici financió modestamente las empresas de Colón a través de Berardi, los genoveses, ri­vales económicos de los florentinos, ante el éxito del primer viaje, salieron de la inac­ción y además de continuar financiando las empresas portuguesas como antes, se traza­ron una estrategia de alta política para pre­cipitar la caída del banco florentino. La oca­sión les fue propicia cuando comenzaba a prepararse el segundo viaje de Colón —to­davía respaldado económicamente por Be­rardi— cuya sola organización ya dejaba uti­lidades. Esta situación coincidió con que el rey de Francia Carlos VIII pretendía invadir Italia con la intención de conquistar el rei­no de Nápoles. Pero él, como todos los mo­narcas europeos de aquella época, carecía de dinero y necesitaba gruesas sumas para reclutar un ejército. Los mercaderes geno­veses se lo facilitaron con un interés del 42%[20] y posiblemente con algunas otras condiciones políticas y económicas pues el paso de las tropas francesas por la Toscana no solo provocó la caída de los Médici sino que además precipitó la de su banco y dejó la vía libre a sus rivales genoveses, que se adueñaron del comercio americano.

Viendo los viajes hacia América en un sentido más limitado, se observa que como consecuencia de ellos, surgieron para España nuevas complicaciones económicas en el ámbito internacional, las que a su vez re­percutieron posteriormente en América. Algunos banqueros de Alemania y de Italia, que participaron en la empresa, fueron los que posterior y alternativamente se convir­tieron en partícipes de las riquezas que per­sonalmente llevaban a España los primeros conquistadores. La incapacidad económica de la metrópoli obraba en detrimento de sus colonias. Los cargamentos que arriba­ban a puerto español procedentes de Amé­rica, comenzaron a ser revendidos en parti­das menores a diversos mercaderes euro­peos quienes los transportaban a los más importantes mercados de Europa septen­trional, especialmente a la rica ciudad de Amberes, en los Países Bajos, que se convir­tió en el centro comercial de los tesoros que provenían de América en el siglo XVI tem­prano.

Las coronas francesa e inglesa, a pesar de que no eran el centro del comercio con América, se fortalecieron por ventajas indi­rectas de ese tráfico comercial. Obviamente también la Corona española. El resultado fue que rivalizaron entre sí y ello provocó costosas guerras que entablaron unos con­tra otros a todo lo largo del siglo XVI. Estos hechos repercutieron posteriormente en Cuba y se manifestaron, entre otros aspec­tos, en las actividades del corso, la piratería y el contrabando.

En Europa las monarquías pedían gran­des sumas a las casas comerciales y bancarias para poder sufragar los gastos que ocasionaban los conflictos bélicos, présta­mos que a menudo no podían pagar; llegó a establecerse un constante intercambio entre los monarcas deudores y los presta­mistas acreedores en el que, por supuesto, se beneficiaban los últimos. Luego, como consecuencia del "descubrimiento" de América, se desarrollaron el comercio y la industria y también se organizó el crédito. Es decir, que a partir del inicial tráfico de las riquezas de América, en especial del oro y la plata, se enriquecieron comer­ciantes y banqueros.

También se acrecentó la circulación de mercancías y se desarrolló la relación mercancía-dinero. El colonialismo impulsó los sistemas de créditos comerciales y proteccionistas y el endeudamiento de las casas reinantes europeas, de modo que consti­tuyó uno de los eslabones fundamentales en la acumulación originaria de capital en Europa occidental; en la creación de estruc­turas económicas que tendían a reducir la fragmentación regional, económica y so­cial, al viabilizar formaciones nacionales; y en la creación de sistemas mundiales colo­niales, bases sobre las que se desarrolló el sistema capitalista que se afianzó en Euro­pa. Obviamente la situación internacional de Europa repercutió en Cuba por sus ne­xos con la metrópoli y sus consecuencias se hicieron evidentes para los posteriores contingentes de colonizadores.

El colonialismo, a través de la llegada de metales preciosos a Europa, intensificó las relaciones monetarias que favorecieron el desarrollo de las condiciones mercantiles propiciadas por la paulatina transición del feudalismo al capitalismo.

Se produjo otra consecuencia más: un alza repentina de los precios, ya que la ulte­rior afluencia de grandes cantidades de oro y plata extraídas de las minas americanas acarreó el abaratamiento de los metales preciosos y el alza de los precios de las mer­cancías, aun de los artículos de primera ne­cesidad. El oro y la plata del continente americano convirtieron a España en el esta­do más poderoso de Europa en el siglo XVI desde los puntos de vista político y militar pero, paradójicamente, la hundieron en la pobreza, a consecuencia de la "revolución de los precios".[21] América significó un merca­do en expansión para los productos europeos y al mismo tiempo, una fuente de materias primas, sustancias medicinales y productos alimenticios. Simultáneamente la intro­ducción de distintas plantas americanas, como el ají o pimiento, el tomate, la calaba­za, el aguacate, la papa y el maíz, particularmente estas dos últimas, contribuyeron a aminorar las periódicas hambrunas que azotaron a Europa durante la Edad Media y aceleraron el crecimiento demográfico.

La fase insular de la colonización española. Su primera etapa

Cuando Colón arribó a España, su confirmación de que había llegado al Oriente por una vía más corta a la practicada por los portugueses, determinó que los reyes se apresuraran a tomar medidas, antes que otros reinos obtuvieran el dominio exclusivo de la nueva ruta comercial y de los territorios a ella vinculados. Para esto emprendieron maniobras dilatorias con la corte de Portu­gal, obtuvieron nuevas bulas papales que, sobre la base del derecho canónigo, redis­tribuyeron los territorios descubiertos en­tre Portugal y Castilla,[22] y aceleraron la or­ganización del segundo viaje colombino, destinado, entre otros objetivos, a convertir en una factoría el asentamiento de La Española.[23]

En los meses que mediaron entre el arribo de Colón a España el 15 de marzo de 1493 y su rápido retorno a América el 26 de noviembre del propio año, los reyes perfila­ron, en lo esencial, la estrategia ideológica, política y económica que debía empezarse a aplicar en la etapa inicial de la colonización. Una de las decisiones que tomaron fue que a diferencia de lo ocurrido en Canaria —donde se había propiciado la eliminación de la población—, en los territorios conquis­tados o por conquistar, se pondrían en prác­tica los patrones establecidos en Granada para someter la comunidad no católica a partir de las concesiones que, para ese em­peño, había establecido el Real Patronato Eclesiástico al permitir a la Corona de España proponer a los religiosos que desempe­ñarían los altos puestos eclesiásticos y dis­poner de los diezmos para el desarrollo de su política de conquista ideológica, justificación de su empresa asimiladora.[24] Los monarcas, por su parte, trabajaron con gran premura. Interrelacionaron las gestiones para la promulgación de las bulas alejandri­nas con la organización de una embajada que iría a Lisboa. Esta trataría de demorar, a través de conversaciones dilatadas, una po­sible utilización de la ruta occidental por los portugueses. De forma paralela y apre­surada prepararon una expedición de 16 navíos y 1 500 hombres con municiones, arti­llería, trigo, semillas, yeguas, caballos, he­rramientas y otras mercaderías que partiría hacia La Española para crear, bajo la direc­ción de Cristóbal Colón, la primera factoría española en América.

Para tal objetivo se contó con el concurso de hidalgos, campesinos, artesanos y funcionarios reales que dispondrían de un sueldo, fijado por la Corona con anteriori­dad, a fin de asegurar la supeditación de los intereses de los colonizadores a los de la monarquía y el Almirante.

Dicha proyección monopólica fue ratifi­cada en la Instrucción de Barcelona de 20 de mayo de 1493, cuyo objetivo fue ganar precisión en todo lo relacionado con la nue­va empresa mediante una ampliación de las Capitulaciones de Santa Fé. En lo pragmá­tico, por tanto, se confirmaba la doble con­dición de esta factoría para, por un lado, lo­grar beneficios con los que resarcir a los reyes, a Colón y a sus acreedores, de los gas­tos en que habían incurrido y, por otro, priorizar los viajes de exploración que de­bían acelerar el arribo al Asia.

La demora en alcanzar esta vía de comer­cio, unida al escaso oro que se obtenía y a la ausencia de una producción mercantilizable minó rápidamente las bases sobre las que se fundamentaba la creación de una factoría, razón por la cual Colón intentó po­ner en práctica otras vías de ganancias me­diante el envío de aborígenes a Europa (1494) para que fueran vendidos como es­clavos.[25] Esta alternativa, aceptada en un principio por los reyes, fue posteriormente rechazada por Isabel que consideraba el procedimiento contrario al interés de la Co­rona, la cual, según había precisado en 1493, pretendía convertir a los pobladores de América en vasallos de la monarquía.

La agobiante situación económica volvió a ponerse de manifiesto al fracasar, algo después, el intento del Almirante por esta­bilizar en La Española una recaudación anual de unos 10 000 000 de maravedíes a partir de tributos en oro, algodón y produc­tos de subsistencia. La imposibilidad de co­brar el total de las asignaciones, unida a la merma que ya empezaba a notarse entre la población aborigen y las consecuencias de la sublevación de una buena parte de los súbditos españoles capitaneados por Fran­cisco Roldan, llevaron a Colón a intentar en 1498, una modificación sustancial de las ba­ses sobre las que se sostenía la factoría; para esto ordenó —en contra de las anteriores ins­trucciones—, que se le entregasen tierras e indios a cada uno de los sublevados, con au­torización para utilizarlos en las siembras y en la búsqueda de oro.

La violación de las regulaciones sobre las que se había erigido la factoría, implicaba un reconocimiento por parte del Almirante de la imposibilidad de aplicar este tipo de economía a la realidad del territorio insular americano. A partir de este momento se ini­ciaron transformaciones que, además de cambiar el carácter de la colonia, modifica­ban la exclusividad que a favor de la Corona y Colón se había establecido desde la pro­mulgación de las Capitulaciones de Santa Fé en 1492. La Corona tuvo por tanto que abandonar su anterior estatismo intransi­gente y dar cauce a fórmulas capaces de per­mitir la participación de los particulares en la empresa, a partir del reconocimiento de la autoridad real, materializada en la po­testad de esta para repartir minas, hombres y territorios, a través del cobro de un quinto de los beneficios obtenidos.

La liquidación oficial del proyecto de la factoría fue consumada en 1499, por el juez pesquisidor Francisco de Bobadilla, encar­gado de investigar los desórdenes de la colonia. Este aprovechó su condición como delegado de la autoridad real para enviar a Colón de regreso a España, preso y encade­nado, y generalizar, simultáneamente, el sistema de repartimiento de indios y tierras que el Almirante había constreñido, hasta ese momento, a los complotados. Se inicia­ba así el desarrollo de una concepción de explotación agro-ganadera y minera basa­da en una relación comercial entre las futu­ras colonias y la metrópoli.

Los cambios que desde 1499 se introdujeron, al darles participación a hidalgos, labriegos y representantes de los sectores medios en la empresa colonizadora, se extendieron rápidamente a las empresas de exploración, al permitirles a pilotos y capitanes que promovieran, con la debida autorización real, viajes para ensanchar el horizonte de las tie­rras conocidas por los españoles allende la "Mar Océana".

No obstante, el nuevo estilo de la colonia no logró imponerse ipsofacto al desconocer los reyes algunas de las disposiciones de su juez pesquisidor que, en ocasiones, actuó por iniciativa propia, lo que originó distur­bios que no fueron del agrado de Isabel y Fernando. En 1501, se juzgó indispensable publicar una ordenanza especial que impo­nía severas sanciones a las personas que desde La Española, Gran Canaria o Sevilla intentaran, sin permiso especial, lanzarse a descubrir nuevas tierras. La estructuración de una nueva fórmula colonizadora no lo­gró consolidarse hasta 1502 cuando, con ese objetivo, arribó a La Española Nicolás de Ovando, con las potestades que le otorgaba el recién creado cargo de gobernador a él conferido.[26]

Inicios de la colonia por poblamiento

El nuevo tipo de colonia por poblamien­to, caracterizada por el traslado de un nú­mero importante de habitantes de la metró­poli a los territorios a ocupar, que se formó en Cuba a partir de 1510, se había estructurado previamente en La Española a partir de 1502, cuando Nicolás de Ovando llegó a la isla en una expedición de 30 naves y 1 200 hombres para dar una orientación definiti­va a dicha colonia sobre la base de una su­peditación de los intereses particulares a los específicos de la Corona. A tal efecto Ovan­do reguló las encomiendas y perfeccionó el funcionamiento de la Real Hacienda en consonancia con la creación de la Casa de Contratación de Sevilla, primera institución dirigida exclusivamente a los asuntos americanos.

La gestión de Ovando marcó el inicio de un tipo de colonización por poblamiento que resultó característico de la expansión española enmarcada en la etapa usurero-mercantil de la formación del capitalismo, en la que estaban presentes varias tenden­cias, y se destacaban entre ellas tanto el es­píritu de la baja edad media española como los alientos metalistas presentes en el auge de las ciudades y en el equilibrio que, a par­tir de sus posibilidades, logró establecer la monarquía centralizada entre los intereses de la nueva nobleza y los comerciantes.

La colonia de poblamiento provocó cambios sustanciales en las formas de ocupa­ción territorial que hasta ese momento se habían promovido en La Española. Al inte­rés inicial de establecer pocas concentra­ciones de habitantes y un mayor número de fuertes, sucedió ahora una clara confirma­ción de la nueva tendencia al incremento en el número de villas que se elevaron de 4 a 14. A esto se unió la generalización del sis­tema imperante "de repartir indios a los es­pañoles para que trabajen forzadamente pa­ra estos últimos en las minas y estancias, con la única condición de que (...) les ense­ñaran las cosas tocantes a la fe católica",[27] vertiente que se oficializó con el permiso otorgado en 1503 para que se extendiera el sistema de encomiendas. Este sistema ca­racterizó la forma de explotación de la fuer­za de trabajo aborigen y se desplegó en me­dio de la contradicción entre los intereses de la Corona y los de los colonizadores. Caracterizaba a la encomienda la dualidad en­tre su formulación jurídica y la realidad. Desde el punto de vista legal era un meca­nismo para cristianizar y para organizar el trabajo de la población aborigen. La inten­ción de la Corona era, una vez cristianiza­dos y convertidos a la cultura productiva española, transformarlos en vasallos. Pero en la práctica la encomienda fue un sistema de esclavización encubierta que dio apariencia legal a la más despiadada explotación de unos hombres por otros. A tenor de ella mi­les de indios fueron entregados a españoles cuyo interés no era cristianizar ni enseñar, sino utilizarlos en el trabajo de las minas, la agricultura y en otras labores.

La encomienda, como sistema de explotación de la fuerza de trabajo indígena, se formó debido a la imposibilidad de trasla­dar a los territorios ocupados las relaciones de producción feudales existentes en la metrópoli, no obstante, su implantación re­forzó las características medievales de la mentalidad de los conquistadores, quienes pretendían adquirir y acumular riquezas sin trabajar, utilizando para ello a otros hom­bres que debían atar de una u otra forma a la tierra a fin de que se ocuparan de las labores agrícolas y mineras. De este modo la enco­mienda se convirtió en una especie de es­clavización sui generis que mantenía la fic­ción legal de la libertad jurídica del indio, preconizada por la Corona, a la par que se correspondía con el esquema real que interesaba a los conquistadores. Las limitaciones de su concepción no solo se expresaron en el bajo nivel productivo logrado sino en su incapacidad para convertirse en un me­canismo permanente del sistema colonial. Los excesos cometidos con los aborígenes, constituyeron factores decisivos para su de­saparición como grupo social en las Anti­llas.

Con la estructuración definitiva de la colonia de poblamiento también tuvo lugar la formación del primer grupo social hegemónico gestado en esta parte del mundo. Su núcleo inicial estuvo integrado por los segundones —hidalgos— de la nobleza venidos a América y por miembros de los sectores medio de la sociedad castellana que, supe­ditados inicialmente a los rígidos moldes organizativos de la factoría, no habían podi­do lograr lo que a partir de la nueva etapa, por su propia gestión, comenzaban a procu­rarse: integrar el grupo primitivo de con­quistadores encomenderos al resultar be­neficiados por la entrega de tierras e indios.

Las posibilidades de una colonización semiestatal con la participación de los colo­nos hispanos residentes en América y los nuevos que vendrían de la península triun­fó, al incrementarse en forma apreciable el monto del oro que se extraía de La Españo­la, al punto de convertir en rentable una empresa que, hasta ese momento, poco o ningún beneficio había brindado a sus fun­dadores.[28]

El aumento de la producción por la generalización del sistema de encomiendas propició el decrecimiento de la población aborigen con el consecuente peligro de que se despoblara el enclave disponible para continuar la búsqueda de una nueva ruta a la tierra de las especias, dificultad que comen­zó a ser resuelta mediante la organización de huestes destinadas a capturar indígenas en otras islas, a fin de sustituir a los que mo­rían en los lavaderos de oro. Estas expedi­ciones permitieron conocer mejor las regio­nes circundantes y establecer las bases de lo que más tarde serían las huestes conquista­doras, encargadas de expandir el dominio español por el resto de las Antillas Mayores y del continente.

Al principio la posibilidad de propagar la colonización estuvo frenada tanto por los reyes como por el propio Cristóbal Colón, interesados ambos en establecer una línea de comercio estable con el Oriente y no en extender un proceso de asentamiento que, en La Española, les había procurado relati­vos dividendos. No obstante, desde 1495 los Reyes Católicos, sin desconocer los privile­gios fiscales del Almirante, autorizaron la participación de particulares en nuevos viajes de exploración y abrieron el acceso a nuevas tierras a todos aquellos que, sobre la base de su propio esfuerzo, intentaran po­blarlas.

Los viajes tercero y cuarto de Colón, uni­dos a los llamados viajes menores de Juan Díaz de Solís, Vicente Yáñez Pinzón, Américo Vespucio, Pedro Alonso Niño y a las exploraciones portuguesas, permitieron, a partir de 1502, disponer de información su­ficiente para concluir que no se había llega­do al Asia sino a un continente desconocido hasta entonces para los europeos, que debía ser sorteado para poder llegar a los reinos orientales. La aceptación de esta realidad propició un cambio en la táctica española, que alentó la expansión hacia otros territo­rios y se interesó en lograr el dominio de aquellos ubicados en la zona caribeña. Esta circunstancia dio inicio a un segundo mo­mento en la fase insular de la colonización hispánica al propagarse esta a partir de su primitivo asentamiento en La Española, al resto de las Antillas Mayores y a una por­ción del continente vinculada al extremo suroccidental del mar Caribe.

Evidencias del interés colonial por Cuba. Bojeo y exploración de la isla

Desde 1504 y posteriormente en reitera­das ocasiones, el rey Fernando se había di­rigido al gobernador de La Española, Nico­lás de Ovando para expresarle su interés por Cuba a la vez que se preocupaba por su con­dición insular y sus posibilidades económi­cas. Incluso ordenó la exploración de la isla para conocer la realidad, pero esta orienta­ción no fue cumplida hasta un lustro des­pués cuando, ante la insistencia, el gober­nador Ovando decidió enviar dos carabelas bajo el mando de Sebastián de Ocampo pa­ra recorrer sus costas.

No obstante, Cuba había sido objeto de varios reconocimientos con anterioridad. El primero en realizar este tipo de explora­ción había sido, como ya vimos, el propio Cristóbal Colón. Las penalidades por él su­fridas y la configuración de la costa sur fue­ron la causa de que se extendiera la tesis de que el país estaba lleno de pantanos, de que era insalubre y no existía oro. Afirmaciones estas que posiblemente influyeron para que Cuba fuera la última de las grandes Antillas en ser conquistada.

A estas exploraciones se sumaron posteriormente las de otros navegantes; unos se dedicaron a la caza de aborígenes para venderlos en La Española, y otros arribaron forzosamente a las costas cubanas al per­derse en el derrotero habitual de regreso a la primera colonia de América. Ejemplo de estas constantes visitas, muchas de ellas no registradas por los cronistas, fueron los via­jes de Juan Caboto y de Vicente Yáñez Pin­zón; en la nave de este último debió viajar Juan de la Cosa cuyo mapa muestra —como ya vimos— a Cuba como una isla y no como parte integrante del continente.

El bojeo de Cuba, aunque orientado, co­mo ya se expresara, por el rey Fernando du­rante el mandato de Nicolás de Ovando, no llegó a realizarse hasta que Diego Colón ocupó la dignidad de virrey, en cumpli­miento de las potestades concedidas a su fa­milia en las Capitulaciones de Santa Fé. En 1509, Sebastián de Ocampo, con el concur­so de dos carabelas, emprendió la circunnavegación del territorio para "tentar si por vía de paz se podría poblar de cristianos la isla de Cuba, y para sentir lo que se debía pre­ver, si caso fuese que los indios pusiesen en resistencia".[29]

Según la opinión de Fernández de Ovie­do, en los ocho meses que duró su periplo, Ocampo hizo muy poco salvo dejar cons­tancia oficial de la insularidad de Cuba, y referirse a la buena calidad de su suelo, a la condición pacífica de sus habitantes y a las posibilidades de someterla, sin mayores complicaciones, a un proceso de conquista. Es realmente escasa la información que te­nemos de su derrotero, excepción hecha de sus arribos a La Habana y Jagua. En la pri­mera alabó la existencia de pez con la cual calafateó sus embarcaciones —de ahí la de­nominación inicial de puerto de Carenas— y, en la segunda, resaltó la buena acogida de que fue objeto por parte de los aborígenes. Su viaje se relaciona con la pronta organiza­ción de una expedición que, para la con­quista de la isla, envió Diego Colón en 1510.

Segunda etapa de la fase insular de la colonización española

La política de expansión comercial y colonial definida por España en las Capitulaciones de Santa Fé y en las Instrucciones de Barcelona, empezó a variar desde 1508, debido a las dificultades para establecer una línea comercial con el Oriente por la vía oc­cidental y la certeza cada vez mayor, de la inmensidad de las regiones descubiertas. La priorización de la búsqueda de un paso interoceánico que permitiera arribar a Chi­na y Japón (Catay y Cipango) provocó que la presencia hispánica, hasta ese momento constreñida a la isla de La Española se ex­tendiera a todas las Antillas Mayores y a una porción de los actuales territorios de Colombia y Panamá, lo que dio inicio a un nuevo momento de la colonización española que, en sus perspectivas más generalizadoras, se extendió desde 1508 a 1522, etapa durante la cual Cuba fue incorporada al proceso de la conquista.

La expansión de la colonización a otros cinco espacios americanos, pese a supedi­tarse a los objetivos comerciales ya mencio­nados, tuvo para la metrópoli el inconve­niente de generalizar el carácter semiestatal que había adquirido la empresa coloni­zadora desde 1502. La autorización para so­juzgar nuevos territorios, a partir funda­mentalmente de los particulares y enco­menderos de La Española, implicaba favo­recer a estos grupos, capaces de articular objetivos diferentes a los propiciados por España. Para evitar el descubrimiento exce­sivo de estos, Fernando el Católico concibió un bien definido plan de prioridades, según el cual la conquista de nuevos territo­rios debía quedar limitada al área caribe­ña.[30] Por esa razón, el nuevo proceso de conquista que se inició en 1508 con el arribo de Juan Ponce de León a Puerto Ri­co, se extendió en 1509 a Veragua (Pana­má), Nueva Andalucía (Colombia) y Jamai­ca, por intermedio de Diego de Nicuesa, Alonso de Ojeda y Antonio Esquivel, res­pectivamente, y culminó en 1510 con la lle­gada de Diego Velázquez de Cuéllar a Cu­ba, con la finalidad de dominar el arco noroccidental y sur del mar Caribe mediante la ocupación de las Antillas Mayores y de una porción del litoral caribeño de la Amé­rica Central y del Sur.

La reina Isabel murió en 1504. Tras la regencia del cardenal Francisco Jiménez de Cisneros en el reino de Castilla, Fernando de Aragón asumió el gobierno centralizado de España (1507) para el cual se auxilió fundamentalmente de consejeros aragoneses: el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, el comendador Lope de Conchillos y el tesorero Manuel de Pasamonte. A partir de este mo­mento la política colonial siguió otros de­rroteros.

El rey estableció un sistema de priorida­des bien definido pero en la práctica este afrontó dificultades debido a la incapacidad de la estructura administrativa para asimi­lar el control de un mayor número de terri­torios eficientemente. Tampoco existían las definiciones programáticas capaces de integrar los cambios que se producían en una estrategia colonial. La necesidad de reorganizar los mecanismos administrati­vos de la Casa de Contratación, las aduanas y la Real Hacienda, de regular las enco­miendas de forma más precisa y de crear una legislación capaz de garantizar la posi­ción predominante de la Corona en Améri­ca con respecto a los grupos y estamentos que empezaban a formarse en los nuevos territorios, se hizo evidente.

Pese a todas estas medidas la Corona re­cibía una retribución en oro que era insignificante en relación con lo que había inverti­do. Esto se evidenció aún más ante el éxito de los portugueses en el Oriente tras el regreso, en 1503, de la expedición de Vasco de Gama.

Se imponía pues establecer procedimien­tos que permitieran a la Corona ir sortean­do las apetencias de los conquistadores en­comenderos, a los que tácitamente había que contentar y al mismo tiempo frenar, controlando su principal fuente de rique­zas: las encomiendas.

Con vista a resolver la situación se suscitaron en España amplios debates. Un pri­mer resultado fue la promulgación en 1512 de las Leyes de Burgos, primer cuerpo legal destinado a regir en los territorios america­nos y a normar en estos la actuación de los españoles.

Debido a lo dilatadas que resultaron las deliberaciones para la consecución de di­chas leyes, la Corona debió tomar algunas medidas con anterioridad a su aprobación, por ejemplo, la relativa a la inmediata fun­dación de obispados en las diferentes po­blaciones.[31] Tanto la creación de estos co­mo la de la Audiencia, en La Española, ini­ciaron el desarrollo de aquellas institucio­nes destinadas a frenar el paulatino fortale­cimiento de la tendencia a que la conquista de los nuevos territorios se desarrollase so­bre la base de empresas particulares y a que incrementasen los gérmenes sociales autó­nomos capaces de fortalecer y de reprodu­cir una vocación descentralizadora similar a la existente en España, tanto entre la no­bleza como en las municipalidades. La enorme distancia entre la metrópoli y sus territorios coloniales hacía más peligrosa aún esta inclinación.

Es en este segundo momento de la colonización insular, que la Corona define la porción del territorio americano en que va a empezar a incidir directamente, por lo cual puede considerarse que es a partir de 1508 cuando comienza realmente el proceso de conquista. Los efectos de este se extendie­ron a Cuba en 1510, cuando el antiguo te­niente del gobernador Ovando, Diego Velázquez de Cuéllar, organizó en la primera colonia de América la hueste que se encar­garía de promover la ocupación del territo­rio de la isla de Cuba, con todas las conse­cuencias que de este hecho se derivaron.

La conquista de Cuba. Diego Velázquez y su hueste

Fundación de Baracoa

Fundación de las siete primeras villas

Características socioeconómicas de la etapa: villas, vecindades y repartimientos de tierras

Evolución y características de la explotación aurífera

Encomiendas, exterminio y rebeldía indígena. Iniciación de la explotación del negro

Los cambios en la política colonial y su incidencia en la conquista continental. Papel de Cuba

El fin de la colonización insular. Cuba en la conquista de México

Panorama de la situación de Cuba durante la fase continental de la conquista (1524-1555)

Características socioeconómicas de la etapa continental. El reparto de la tierra

Las rebeliones de los indios y los negros

La organización del gobierno colonial en España y Cuba

Notas

  1. La mesta era una asociación de grandes ganaderos de Castilla, León y Extremadura —particularmente ovejeros—, que pretendían el libre paso de sus rebaños a través de los campos de cultivo, y ejercía el derecho de justicia, pues tenía legislación propia y Gran Consejo. Como se comprenderá, estos privilegios eran sumamente perjudiciales para la agricultura. Fue muy favorecida por los Reyes Católicos con el fin de estimular la producción lanera, tanto con vista a la confección de paños de Castilla como para la exportación a Flandes e Inglaterra. Las recaudaciones por concepto de la mesta constituyeron, durante mucho tiempo, una de las principales fuentes de riqueza de los reyes.
  2. Este título les fue conferido por el papa Alejandro VI en 1496.
  3. Estrella E. Rey Betancourt: España en los finales del siglo XV; la época de los descubrimientos. (En prensa.)
  4. Las Islas Canarias eran conocidas desde la antigüedad clásica. En 1312 el genovés Lancelloto Melocello las "redescubrió", y se estableció en la que hoy día lleva su nombre: Lanzarote. En ese archipiélago habitaba el pueblo de los guanches, perteneciente al tronco bereber. En 1339 sus territorios se encontraban totalmente explorados y en 1402 un noble normando, Juan de Bethencourt, inició su conquista, y encontró una dura resistencia. Estas islas pasaron posteriormente a la familia Herrera, a la que, luego de reconocérsele sus derechos sobre el archipiélago, se le compró la partici­pación en la conquista de Gran Canaria, Tenerife y Las Palmas.
  5. Samuel Elliot Morison: Admiral of the Ocean Sea. A life of Christopher Colombus, Sittle Brown, Boston, 1942, vol. 1, p. 114.
  6. Desde fines del siglo XV hasta nuestros días, algunos contemporáneos e historiadores de Colón han sostenido que este conocía la existencia de tierras al oeste del Atlántico y que había unas islas a 700 leguas mari­nas de la península Ibérica que él identificaba con la actual Indonesia. Se ha expresado que Colón obtuvo ese informe de un marino que, traído hasta las Anti­llas por una tormenta, pudo hallar la ruta de regreso y arribar moribundo. Se dice que antes de fallecer entregó a Colón el derrotero y la carta que había hecho. Juan Manzano: Colón y su secreto. El predescubrimiento. Editorial Culturas Hispánicas, Madrid, 1982.
  7. Estrella E. Rey Betancourt: Ob. cit.
  8. Hortensia Pichardo: Documentos para la historia de Cuba. Editorial Universitaria, La Habana, 1965, 1.1, p. 32.
  9. Martín Fernández de Navarrete: Colección de los viajes y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde fines del siglo XV. Editorial Guaranía, Bue­nos Aires, 1945, t. III, pp. 503-506.
  10. Estrella E. Rey Betancourt: Ob. cit.
  11. Ibídem.
  12. Antonio Ma. Fabié: Ensayo histórico de la legislación española en sus estados de Ultramar. Editorial Rivadeneyra, Madrid, 1896.
  13. Cristóbal Colón: Diario de navegación (1492-1506). Comisión Cubana de la UNESCO, La Habana, 1961.
  14. J. Van der Gucht y S. M. Parajón: Ruta de Cristóbal Colón por la costa norte de Cuba. La Habana, 1943, p. 362.
  15. Luis Torres y otros (editores): Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de América y Oceanía, sacados de los archivos del Reino y muy especialmente del de Indias. Imprenta de I. M. Pé­rez, 42 vol., Madrid (1864-1884), Segunda Serie, t. V, Doc. Leg. I, p. XV.
  16. Samuel Elliot Morison: Ob. cit., p. 362.
  17. Filiberto Ramírez Corría: Excerta de una isla mágica o biografía de un latifundio. México D. F., 1959, pp. 76 y ss.
  18. Antonio Rumeo de Armas: Hernando Colón, historiador del descubridor de América. Instituto de Cultura Hispánica, Madrid, 1973.
  19. Samuel Elliot Morison: Ob. cit., vol. II, p. 140.
  20. D. F. Young: The Medici. The Modern Library, New York, 1933, p. 229.
  21. Earl J. Hamilton: El tesoro americano y la revolución de los precios en España (1501-1650). Editorial Ariel, Barcelona, 1983.
  22. En el siglo XV el derecho canónigo debía ser recono­cido por todos los reyes, y las bulas papales eran consi­deradas la máxima expresión de este. Martino V, Ni­colás VI y Eugenio IV, en su condición de papas, hi­cieron sucesivas concesiones a los reyes de Portugal, por las cuales estos disponían con exclusividad de la vía de navegación hacia el Oriente por la costa africana. El descubrimiento de Colón obligó a los reyes de Castilla a gestionar un cambio en esa distribución. En 1492 ocupaba la silla pontificia el papa español Alejan­dro VI de la familia de los Borgia. Ese fue el origen de las bulas alejandrinas que fueron cinco: Primera Ínter Coetera, Examinae Devotionia, Segunda ínter Coetera, Piis Fidelium y Duduin Siquidem, emitidas entre mayo y septiembre de 1493. La circunstancia de que dos de estas bulas fuesen desconocidas durante cua­tro siglos, condujo a los estudiosos del tema a diversas hipótesis, se destacan entre ellas la de Manuel Jimé­nez Fernández sobre la concesión sucesiva y la de Alfonso García Gallo sobre la simultánea. Por estas bulas se donaron, concedieron y asignaron "todas y cada una de las tierras e islas" desconocidas, no sujetas a dominio cristiano a Castilla y se estableció una nueva división del mundo en un norte castellano y un sur portugués, a través de una línea "desde el polo ártico que es el septemptrión, hasta el polo antártico que es el mediodía (...) la cual línea dista de las islas que vulgarmente llaman Azores y Cabo Verde cien le­guas hacia el occidente y mediodía". Por ellas se daba a los reyes de España la exclusividad de las nuevas tie­rras con el compromiso de efectuar en ellas una cam­paña de evangelización. Eduardo Torres Cuevas: Los orígenes jurídicos de la Iglesia Católica en Cuba. (Iné­dito.)
  23. Al regresar a España después de su primer viaje. Co­lón dejó en La Española el fuerte La Navidad, a mane­ra de centro desde donde iniciar futuras empresas, por lo cual esta fundación no se debió solamente a la sim­ple casualidad de que zozobrara la Santa María. En su segundo viaje encontró el fuerte destruido y a sus hombres muertos, pero eso no aminoró el interés por establecer otra fundación, razón por la cual fundó La Isabela, que subsistió aproximadamente hasta 1500. Colón deseaba centralizar las riquezas que obtuviera y tener a la vez un punto de partida y regreso para futu­ros viajes exploratorios.
  24. Uno de los componentes del proceso de conquista y colonización fue el carácter de empresa que asumía la expansión de la cristianidad dentro de la concepción católica. En esta dirección los Reyes Católicos conta­ron con las reformas religiosas del cardenal Cisneros de la orden Franciscana, con el desarrollo de la orden teológica Dominica y con otras de fuerte presencia en ese territorio, como la de los Jerónimos y consiguie­ron, a través de un fuerte litigio con los papas, el Real Patronato sobre la Iglesia en América. Las concesio­nes obtenidas se manifiestan ya en las bulas de Ale­jandro VI, pero adquieren su fisonomía definitiva en las de Julio II. Por el Real Patronato los reyes propo­nían a aquellos que debían ocupar las altas jerarquías eclesiásticas, redistribuían los diezmos, establecían la demarcación de las diócesis y daban carácter legal a cualquier documento religioso que pasase a América. Eduardo Torres-Cuevas: Los orígenes del Real Patro­nato de la Iglesia Católica en América. (Inédito.)
  25. Otra motivación menos piadosa que movió los "descubrimientos" fue el deseo de adquirir esclavos, comercio ya muy lucrativo porque suministraba fuerza laboral barata. En Castilla la esclavitud parece haber tenido un peso económico superior al que general­mente se le atribuye. A pesar de lo expresado por los Reyes Católicos en las cédulas y órdenes reales en re­lación con la esclavitud, la realidad es que en esa épo­ca, tanto en Castilla como en el sur de la península, principalmente en Andalucía, proliferaban los escla­vos entre los que había muchos negros. "En Castilla provenían de los moros comprados, cambiados u obtenidos como botín de guerra, pero en ge­neral procedían de la trata que ya tenían establecida los portugueses en la zona costera noratlántica del África desde los tiempos de Enrique el Navegante. Los cargamentos de esclavos que traían con destino a España eran descargados por Sevilla, principal merca­do de esclavos negros en tiempo de los Reyes Católi­cos". Sabemos, por las interpretaciones de Azurara recogi­das por Barrios y adicionadas por Las Casas, que los moriscos tenían esclavos negros a su servicio y que las aparentemente ingenuas expediciones portuguesas por las costas de África eran, en realidad, verdaderas cacerías de esclavos. Estos comenzaron a penetrar en España en pequeña escala y aumentaron gradualmen­te hasta alcanzar cifras considerables. Aunque la prio­ridad de este negocio estaba en manos de los portu­gueses, los españoles también lo realizaban en algu­nas costas africanas, pero sus pretensiones eran mu­cho más modestas, no precisamente por humanidad sino porque en opinión de Navarrete los Reyes Católi­cos decidieron no entrar a discutir ese mercado a Por­tugal cuando el Nuevo Mundo podía ser también fuente de suministro de esclavos. Estrella E. Rey Betancourt: Génesis del colonialismo español en Cuba. (Inédito.)
  26. Arturo Sorhegui D’Mares: Historia de Cuba I. (Inédi­to.)
  27. Frank Moya Pons: Manual de historia dominicana. Santo Domingo R. D., 1977.
  28. Eduardo Torres-Cuevas: Ob. cit.
  29. Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés: Historia ge­neral y natural de las Indias. Imprenta de la Real Aca­demia de Historia, Madrid, 1851, p. 495.
  30. Eduardo Torres-Cuevas: Ob. cit.
  31. No era usual crear obispados en territorios de evangelización. Ello solo se explica por el interés de la Corona en establecer una presencia permanente en América y crear una estructura que garantizase la de­pendencia de estos de la corona de Castilla. En: Eduardo Torres-Cuevas: "El obispado de Cuba: gé­nesis, primeros pobladores y estructura". Revista San­tiago, No. 26-27, Universidad de Oriente. Santiago de Cuba, 1977, pp. 61-100.