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Biblioteca:Historia de Cuba. La Colonia. Tomo I, Primera Parte Evolución socioeconómica y formación nacional de los orígenes hasta 1867/Las comunidades aborígenes de Cuba

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La presencia del hombre en Cuba es mucho más antigua de lo que se estimaba hasta hace algunas décadas. Diez mil años antes de que Cristóbal Colón arribase a sus costas, el 28 de octubre de 1492, ya habían llegado a ellas los primeros pobladores. Cuando los españoles desembarcaron en la isla, de es­tas primeras culturas solo quedaban huellas diseminadas, que la ciencia arqueológica tardaría más de cuatro centurias en descu­brir. Por esta razón ni el Gran Almirante, ni posteriormente los cronistas de Indias pu­dieron referirse a nuestros primeros pobla­dores. Sin embargo, sí pudieron escribir so­bre los hombres que habitaban el territorio al momento de su llegada, pues estos correspondían a asentamientos muy posterio­res. Por sus vividos relatos sobre estas gen­tes y sus costumbres se destacaron, entre otros cronistas, fray Bartolomé de las Casas y Román Pané.

Las narraciones sobre los aborígenes, su medio ambiente y el encuentro entre cultu­ras con grado tan diverso de desarrollo, han sido, pese a la exageración propia de los colonizadores europeos de la época, que pro­curaban engrandecer sus hazañas, de gran utilidad para la reconstrucción del proceso histórico inicial de la isla.

A partir de las informaciones suministra­ das por los cronistas de Indias, los primeros historiadores cubanos solo distinguieron tres grupos aborígenes. El primero era el más numeroso, sus integrantes practicaban la agricultura como medio de subsistencia fundamental y también explotaban, com­plementariamente, otros recursos natura­les, mediante la caza, la pesca y la recolec­ción marina y terrestre. Además, elabora­ban recipientes y otras piezas de barro y sa­bían dar formas especiales a las piedras y a las conchas por medio del desmenuzamien­to en fragmentos y del pulimento. Habita­ban en poblados ubicados en mesetas y cer­canos a fuentes de agua. Fueron denomina­dos taínos.

Un segundo grupo vivía en las costas. Tenían la pesca como medio fundamental de subsistencia, y como actividades complementarias la caza y la recolección. También sabían tallar la piedra y fabricaban con ella rudimentarios útiles de trabajo, pero no la pulimentaban. Estos fueron llamados ciboneyes.

El tercero era el más atrasado y el menos numeroso. Habitaban en cuevas, no se entendían con los restantes grupos y solo eran capaces de fabricar toscos artefactos de concha y emplear guijarros; vivían de la re­colección, caza y pesca. A estos se les deno­minó guanahatabeyes.

El desarrollo alcanzado en la actualidad por la arqueología y la etnografía permite realizar un estudio científico de las culturas aborígenes y lograr una reconstrucción his­tórica más acertada.

Desde la mitad del siglo XX la arqueología ha ido perfeccionando sus méto­dos particulares de investigación. También ha aplicado novedosas técnicas y metodolo­gías de trabajo de las ciencias naturales. Es­te desarrollo alcanzado le ha permitido au­mentar el conocimiento sobre los hombres de la comunidad primitiva a través de re­construcciones históricas más precisas, en las diferentes regiones del globo terráqueo. Resultados y conclusiones que hasta hace un escaso número de años eran considera­dos válidos, han sido superados y reformulados. Ejemplo de ello es lo referente a la antigüedad del hombre americano. En la tercera década del siglo XX se calculaba en 7 milenios; en los años 30 investigadores osados la estimaban entre 11 y 13 milenios. La respuesta científica contemporánea es que la presencia del hombre en América da­ta de 40 a 50 milenios.

Algo similar ocurre con la antigüedad del hombre en Cuba, y con la datación de sus medios de trabajo, en particular lo relativo a las industrias de la piedra tallada. La anti­güedad de los aborígenes cubanos se ha ido aumentando gradualmente. En 1966 se esti­maba, aproximadamente, en 3 000 años; en 1970 en algo más de 4 000 y actualmente se ubica en unos 10 000. En cuanto a las indus­trias de la piedra tallada en la isla, puede afirmarse que con anterioridad a 1966 estas no habían sido estudiadas de modo siste­mático. Tampoco se utilizaban para su in­vestigación los métodos tecnológicos y ti­pológicos estadísticos, la traceología expe­rimental y la computación, como se hace actualmente. El avance de las ciencias ha permitido cambiar conceptos sobre el origen y desarrollo socioeconómico alcanzado por las diferentes culturas que poblaron nuestro archipiélago.

La isla de Cuba se halla estrechamente vinculada con el Caribe y los territorios limítrofes, según han demostrado las inves­tigaciones arqueológicas. Los elementos aportados por el estudio de las diversas tra­diciones en la elaboración de artefactos líti­cos —piedra tallada y pulimentada—, de concha, de cerámica, de hueso, etc., así co­mo por los sistemas específicos de explota­ción racional de los nichos arqueológicos de las culturas aborígenes, han permitido seguir las huellas de estas culturas en el tiempo y en el espacio.

Por otra parte, nuevos descubrimientos relativos a la geografía, el clima, la flora, la fauna y los sucesivos cambios en el nivel del mar del área antillana han contribuido, jun­to con los elementos anteriores, a dilucidar las vías seguidas para el poblamiento de Cu­ba en las distintas épocas y la interrelación hombre-medio, reflejada en las diferentes especies animales y vegetales que existie­ron y sucumbieron en los diversos perío­dos.

Para estas investigaciones resulta muy importante la aplicación de la nueva visión del etnos, tanto en lo relativo a las comuni­dades aborígenes de Cuba, como en lo refe­rido a las que habitaban el área antillana.

El etnos o comunidad étnica es un organismo que ocupa un territorio, le corres­ponde una comunidad de lengua, rasgos co­munes de cultura y modo de vida, comuni­dad de religión o creencias y unidad social o cruce de componentes, determinantes de una combinación que rebasa los elementos que antes se distinguían. Estos aspectos de­ben ser considerados objetivamente de acuerdo con las circunstancias, pues el surgimiento del etnos y de su autoconciencia no se integran en la aglomeración de sus as­pectos componentes.

Los grupos humanos que vivieron en el archipiélago cubano en épocas diferentes, con igual o distinto nivel de desarrollo socioeconómico, incluso provenientes tal vez de variados rincones del Nuevo Mundo, no pueden ser considerados como partícipes de un mismo etnos. Esto solo es posible en aquellos casos en que los procesos de transculturación generaran modalidades cultu­rales nuevas, en territorios específicos de una tribu, unidad a que se determina el et­nos en la comunidad primitiva.

En relación con los pueblos agricultores esta perspectiva cambia, pues estos poseen comunidad de lengua, de cultura, de raza —el tronco aruaco—, y de creencias, aunque en estos casos es necesario analizar la situa­ción específica de las tribus. La confedera­ción de cacicazgos reconocida en Santo Do­mingo, por ejemplo, cumplía con el requisi­to de la unidad política organizativa del et­nos, pero esta probablemente no existía en las Antillas Mayores ni en Cuba. Las dife­rencias tipológicas entre los ajuares de los diferentes asentamientos en las Antillas: cerámica ostionoide, meillacoide, chicoide, y en Cuba los ajuares de las variantes culturales Baní, Jagua y otras, argumenta­ rían también contra la inclusión de estos grupos humanos en el mismo etnos. No es posible considerar como de una misma tri­bu las mencionadas variantes de las comu­nidades agricultoras en Cuba, ubicadas en distintas regiones del país, alejadas unas de otras. Igualmente las diferencias entre los agricultores del este de Santo Domingo y los de Cuba representan un caso para anali­zar.

El problema de la unidad cultural del área antillana en la época precolombina es necesario remitirlo, no al nivel de comuni­dad étnica sino más bien al nivel de comu­nidad lingüística, en este caso como refe­rencia al tronco aruaco originario de los grupos agricultores. La existencia de uno o varios etnos entre los grupos agricultores asentados en las Antillas Mayores en el mo­mento del contacto entre el Nuevo y el Viejo Mundo, es un aspecto sobre el que no se ha dicho aún la última palabra.

Para los colonizadores todas las comuni­dades aborígenes poseían una organización política y de distribución del trabajo simi­lar; sin embargo, el estudio de estos aspec­tos ha revelado la existencia de particulari­dades en la jerarquización económica y política, especialmente en lo relativo a las comunidades neolíticas (también llamadas agroalfareras en Cuba).

Con respecto a la cuantía de la población aborigen en el momento de la conquista, solía expresarse que existían entre 60 000 y 100 000 habitantes en el archipiélago, pero estas cifras necesitan ser revisadas a la luz de los conocimientos actuales. El número de sitios conocidos y las áreas de implanta­ción de las comunidades ofrecen un monto poblacional superior a los 200 000 indivi­duos.

Desde el primer cuarto del siglo XX, las comunidades de Cuba han sido clasificadas a través de diversos esquemas o periodizaciones básicas: por culturas, grupos cultura­les, complejos y etapas de desarrollo so­cioeconómico. Se han empleado diferentes términos de tipo etnológico y convencio­nal, generados tanto por investigadores na­cionales como extranjeros. Paralelamente a estas clasificaciones, las etapas de de­sarrollo económico de los aborígenes de Cuba se han equiparado con las denomina­ciones usadas en América: Paleoindio, Mesoindio y Neoindio, a partir de la existencia de una tipología de carácter arqueológico que se corresponde con un determinado ni­vel de desarrollo socioeconómico, sin que esto implique su equiparación cronológica con etapas o períodos similares en otras re­giones del globo terráqueo. También se compara con las dos etapas fundamentales de la Comunidad Primitiva: economía de apropiación y economía de producción.

De esta forma las comunidades aboríge­nes de Cuba pueden ser enmarcadas en el contexto de las caribeñas desde una etapa cercana al octavo milenio a.n.e.

Cuba en el contexto caribeño. Paisaje y poblamiento

La historia de Cuba está, de modo gene­ral, indisolublemente ligada a la de Améri­ca desde sus etapas más tempranas. Su te­rritorio, ubicado a la entrada del golfo de México, tiene aproximadamente 110 922 km2,[1] y ha sido lugar de asentamiento y tránsito de diversas culturas de ambas Américas y de las Antillas.

Para comprender mejor la etapa inicial de su proceso histórico resulta necesario tener un conocimiento elemental del paisaje y de los cambios ocurridos en él a partir de las transformaciones climáticas y de la forma­ción del territorio donde estas culturas se asentaron.

Se ha comprobado que hace aproximada­mente 18 000 años se produjo una máxima intensidad glacial al congelarse los casque­tes polares. Esta provocó el descenso del ni­vel del mar aproximadamente en 100 me­tros por debajo del actual. Unos 10 000 años después, la situación comenzó a variar pau­latinamente y el nivel se incrementó, hasta alcanzar unos 18 metros por debajo del ac­tual.

Como resultado de estos cambios climá­ticos, y en un período estimado entre 13 000 y 8 000 años atrás, con respecto a la actuali­dad, se formó una gran isla que ocupó todo lo que es hoy el Gran Banco de Bahamas. Esta medía 610 km de sudeste a noroeste, y 390 km de este a oeste y distaba alrededor de 70 km de la costa floridana. Sesenta kiló­metros al norte de esa isla se encontraba otra más pequeña que ocupaba lo que se co­noce hoy como Pequeño Banco de Baha­mas, incluidas las islas de Gran Bahamas y Gran Ábaco. Sus dimensiones eran de 240 km de sudeste a noroeste y 90 km de norte a sur.

En este período las costas de Cuba tam­bién sufrieron alteraciones. La costa norte, desde la península de Hicacos hasta el norte de Nuevitas, había emergido y con ella la cayería de las actuales bahías de Cárdenas, Santa Clara y Buenavista, así como Cayo Coco, Cayo Romano y otros, que penetra­ban aproximadamente 35 km en el Canal Viejo de Bahamas. De este modo, la distan­cia entre Cuba y la isla del Gran Banco de Bahamas era de solo 18 km.

En igual período las costas de Honduras y Nicaragua también habían emergido, por lo que penetraron en el mar unos 45 km. Para­lelamente, desde sus costas orientales hasta las de Jamaica, habían surgido unas 25 islas de tamaño apreciable, las cuales formaban una especie de puente entre ambos territo­rios. La mayor distancia entre estas islas era de 70 km.

En el Holoceno temprano, es decir, entre 7 000 y 5 000 años atrás, se produjo un calen­tamiento general en la Tierra que se conoce como Óptimo Climático. Los casquetes polares se derritieron, el nivel del mar subió rápidamente unos tres metros por encima del mar actual y todas las áreas que habían emergido quedaron nuevamente cubiertas por las aguas. Posteriormente se han suce­dido períodos de enfriamiento y de calenta­miento, pero ninguno de ellos ha ocasiona­do cambios sustanciales en la configura­ción del territorio que nos rodea.[2]

Las condiciones climáticas no solo in­ fluyeron en la configuración de estos territorios sino también en los cambios ocurri­dos en la flora y la fauna.

Durante este largo período también se sucedieron diversas migraciones hacia Cu­ba y, desde luego, el desarrollo de sus cultu­ras en el archipiélago.

Corrientes de poblamiento

Las corrientes migratorias que poblaron el archipiélago fueron varias y se produje­ron en etapas muy diversas y distanciadas.

Los pobladores más tempranos llegaron a Cuba hace aproximadamente 10 000 años, en el 8000 a.n.e. En esa época la escasa dis­tancia entre las áreas continentales y el archipiélago cubano permitió que grupos de cazadores paleolíticos —en Cuba también se les denomina protoarcaicos—, provenientes del territorio continental del norte, pasaran a la gran isla del archipiélago de las Bahamas, y después a Cuba, donde encon­traron condiciones climáticas favorables y animales relativamente grandes que les proporcionaron vestuario y alimentación.

Por esta época habitaban las costas de Cuba y las Antillas la foca tropical (Monachus tropicalis) y el manatí (Trichechus manatus), que abundaba en la desembocadura de los ríos y en los esteros cenagosos; el pe­rezoso gigante (Megalognus rodens), así co­mo otros animales más pequeños entre los cuales se destacaban el nesophonte (Nesophontes major) y el almiquí (Solenodon cubanus), especies diversas de jutías (Capromys sp.), ofidios, saurios y aves.

Una segunda corriente migratoria se produjo hace aproximadamente 4 500 años. Procedían de Venezuela, Nicaragua y Hon­duras. Sus integrantes se asentaron en la ciénaga de Zapata, la península de Guanahacabibes y la Isla de la Juventud (Isla de Pinos). Su estadio de desarrollo se corres­pondía con el mesolítico temprano. A su llegada, los grandes animales que habían servido de sustento a los cazadores paleolí­ticos se hallaban en extinción, sin embargo, proliferaban los animales pequeños, así co­mo una rica fauna característica de las re­giones cenagosas y de manglar: moluscos, crustáceos y aves. Estos hombres se dedica­ron a la pesca de plataforma, así como a la captura y la recolección litoral.

A partir del 500 a.n.e., llegan a Cuba tres tipos diferentes de pobladores, uno de ellos compuesto por comunidades mesolíticas tardías (también llamadas en Cuba protoagricultoras) procedentes de la península de la Florida y del valle del Mississippi. Estas llegaron a los bajos fondos de la bahía de Santa Clara, se asentaron en diversos lugares de la costa norte de Matanzas y desde allí se extendieron hacia el este y el oeste.

El otro grupo estaba integrado por comunidades neolíticas (en Cuba también se les denomina agricultores-ceramistas) del tronco étnico aruaco que, procedentes de la isla La Española, se asentaron en la región oriental, especialmente en Banes, en el si­ glo VI de nuestra era. Trajeron consigo va­rios cultígenos importantes como el maíz (Zea mays), la yuca amarga (Manihot esculenta) y el tabaco (Nicotiana tabacum).

Siglos más tarde, en las primeras décadas del siglo XV d.n.e., otros grupos neolíticos, oriundos del mismo tronco aruaco y procedentes de las mismas áreas, arribaron a la región de Maisí, en el extremo más oriental de Cuba. Su desarrollo económico-social fue truncado por la llegada de los europeos. Estos grupos de población, asentados en el territorio del archipiélago cubano, dieron lugar a diferentes culturas, cuyos rasgos esenciales serán sintetizados en este capítulo.

Etapa de la economía de apropiación: las comunidades paleolíticas

Dentro de la etapa de economía de apropiación de las comunidades aborígenes de Cuba, el período paleolítico ocupa un lapso mayor. Los primeros grupos de cazadores paleolíticos, denominados aquí protoarcaicos, arribaron a Cuba probablemente nave­gando en balsas construidas con troncos fuertemente amarrados con cintas hechas de cuero curtido, o en canoas rústicas. Procedían del territorio continental del norte, en particular de culturas del oeste de Nor­teamérica, representadas por la tradición lítica del oeste, según reflejan las caracterís­ticas de los medios de trabajo elaborados en piedra tallada descubiertos y estudiados en ambas regiones.[3] Se desplazaron desde sus lugares de origen hasta la costa este del continente y desde allí, a través de la gran isla del archipiélago de las Bahamas hacia Cu­ba, y se asentaron primeramente en las cuencas de los ríos Mayarí y Levisa, en la actual provincia de Holguín, lugar donde vivieron hasta el 2500 a.n.e.

Entre los años 8000 y 5000 a.n.e., estos grupos, principalmente los que se movían por la cuenca media del río Mayarí, comen­zaron su desplazamiento hacia La Españo­la; algunos de los que permanecieron en Cuba perecieron en la lucha por la obten­ción de recursos alimenticios, mientras que otros, entre los años 5000 y 3000 a.n.e. re­montaron los dos grandes ríos y penetraron hasta el nacimiento de estos en la Sierra Cristal. Allí se asentaron en distintos lugares como, por ejemplo, las márgenes del río Naranjo, donde la caza menor era abundan­te, y desarrollaron otras técnicas de elabo­ración de útiles de trabajo de piedra tallada, como las puntas de proyectil de impacto —tanto de lanza como de dardo— para la caza de pequeños animales, también in­crementaron la recolección terrestre y fluvial.

Entre los años 3000 y 2500 a.n.e., los gru­pos protoarcaicos que quedaban se asenta­ron en lugares relativamente cercanos a la costa como las cuevas y abrigos rocosos de farallones de Seboruco, los farallones de Levisa, la cueva de Santa Rita, donde co­menzaron gradualmente a explotar el lito­ral para obtener recursos subsistenciales complementarios de la caza. Ello se refleja en los cambios que se producen en la elabo­ración de medios de trabajo, fundamentalmente en los de piedra tallada y de conchas de moluscos marinos univalvos, exhuma­dos en las excavaciones arqueológicas jun­to con restos alimentarios de recolección y captura. De esta forma iniciaron el proceso de tránsito hacia una economía de pescado­res-recolectores sobre la base de la evolu­ción cultural y el contacto con otros grupos humanos conocedores de la explotación de los recursos del litoral.

Sus contactos con otros grupos culturales en el territorio mencionado fueron pocos y tardíos, mientras que en otras regiones ex­ternas fueron menores.[4]

Fuera de Cuba, se asentaron primera­mente en el oeste de La Española, actual República de Haití (residuarios Courí, Ca­baret, y otros). Más tarde se dirigieron a la Cordillera Central, en la actual República Dominicana (residuarios Mordán, El Por­venir y otros).

También en la isla de Antigua y en otras de las Antillas Menores, se han encontrado talleres con útiles de trabajo de piedra talla­da con características tecnológicas y tipoló­gicas similares a aquellas de los protoarcai­cos de Cuba y La Española.

Estos cazadores paleolíticos desarrolla­ron su vida a cielo abierto y solo utilizaron las cuevas eventualmente. Sus restantes si­tios de habitación han sido localizados en las márgenes de los ríos. En ellos disponían de áreas para elaborar sus medios de trabajo líticos y de madera, preparar alimentos, y construir sus refugios temporales para abri­garse del viento y la lluvia. Estos debieron consistir en paredes hechas con finas ramas y troncos ajustados por medio de cintas de cuero curtido, de bejucos (fibras vegetales), o de la corteza de algunos árboles, cubiertas de hojas de palmáceas y convenientemente inclinadas sobre troncos verticales, en la parte desde donde, generalmente, soplaba el viento. Cada refugio tenía una sola pared.

Durante sus actividades de caza, recolección y reconocimiento del medio fueron seleccionando, como paraderos habituales, aquellos lugares que les ofrecían mayores ventajas por poseer materias primas de sílex, de rocas tenaces, una rica fauna y una abundante flora.[5]

Los hombres protoarcaicos tendrían los rasgos característicos del indio americano de origen mongoloide: caras anchas, pómulos prominentes, estatura media y cráneo sin deformación artificial, con una capaci­dad craneana promedio de 1 345 centíme­tros cúbicos.[6]

Dominaban el fuego y conocían las técnicas de la talla del sílex para confeccionar sus útiles de trabajo. Estas eran herramientas[7] de tres clases fundamentales: para la caza y la defensa personal y del colectivo; para la preparación de alimentos y pieles, y para trabajar la madera (embarcaciones, refu­gios temporales, viviendas). También fabri­caban otros artefactos que utilizaban para complementar la caza y la defensa.[8]

En Cuba encontraron un tipo de sílex con características físico-químicas y naturales diferentes a las otras variedades del conti­nente.[9]

Para la caza y la defensa elaboraron pun­tas de lanzas y de dardos, las cuales enmangaban en ástiles de madera. Unas eran de penetración, para la caza de grandes anima­les costeros, como la foca tropical y el ma­natí, y de tierra adentro, como el perezoso gigante, mientras que otras eran de impac­to, para animales pequeños, como las varie­dades de jutías, edentados, ofidios e insectí­voros.[10] Para preparar los productos de la caza —descuartizar y desollar animales, cor­tar carne, tendones y otras tareas— usaban como cuchillos las láminas y lascas filosas de sílex, así como raspadores y raederas pa­ra tratar el cuero de los animales. Para tra­bajar la madera desarrollaron una notable variedad de herramientas masivas para de­rribar troncos de árboles y ramas de diver­sos grosores y dureza, y alisar las ramas, cu­ñas para rajar, raspadores, cepillos y cuchillos para astillar. Además, rectificadores de ástiles de madera y denticulados para se­ rrar, y ya a finales de la fase media aparecen los buriles para hacer incisiones y cortar por fricción.

Resulta indudable que construían balsas de troncos o canoas, prueba de esto es su llegada por mar a Cuba y las masivas herra­mientas de piedra tallada encontradas, principalmente en lugares relativamente cercanos a la bahía de Nipe, y en las estriba­ciones de la Sierra Cristal. Había sitios de preparación para la navegación costera o para remontarse por los grandes ríos y tras­ladarse por aquellos afluentes que lo permi­tieran, y lugares de renovación o repara­ción de embarcaciones para regresar río abajo.

Organización social y manifestaciones mágico-religiosas

Desde las épocas remotas, el hombre pa­ra sobrevivir tuvo necesidad de la compañía de otros. La reproducción de la especie y la supervivencia del grupo dependían del es­fuerzo colectivo y de su organización alre­dedor de un núcleo gentilicio. El protoarcaico de Cuba no es una excepción; sus for­mas de organización se corresponden con la comunidad gentilicia primitiva, con for­mas de cooperación simple y una división natural del trabajo por sexos y edades.

Los estudios realizados sobre los medios de trabajo hallados in situ, los aportes de la etnografía comparada y otros elementos del registro arqueológico, así como la aplica­ción de los medios cibernéticos, permitie­ron definir características particulares de la comunidad y la familia de los cazadores protoarcaicos.[11] Estos grupos reunían, aproximadamente, de 10 a 25 individuos y se movían a lo largo de las cuencas de los ríos, en un desplazamiento simultáneo de sitios principales y dependientes, hecho que coincide con la cercanía existente entre unos y otros sitios en cada tramo. Ellos te­nían zonas de caza, otras para la elabora­ción de materias primas y para la prepara­ción y cocción de alimentos, y otras para la elaboración de medios de trabajo (talleres). Los sitios se caracterizan por presentar ras­gos de homogeneidad que indican una uni­dad tecnotipológica con una connotación social determinada. Es presumible que la residencia descansase en una filiación de ti­po unilineal: matrilocal,[12] a causa de las ac­tividades femeninas de preparación de ali­mentos asociadas con los útiles de los cazadores, la corta distancia existente entre las estaciones, y el desplazamiento simultáneo de los grupos componentes de la comuni­dad. Las características de una economía cazadora, atenuadas por la necesidad del in­cremento de las actividades recolectoras en una región con escasa fauna de grandes di­mensiones, debe haber provocado también un mayor equilibrio de sexos y edades en la división natural del trabajo propia de este estadio.

Estas características de los asentamien­tos, que coinciden con un tipo de residencia afín a la filiación unilineal, hablan de una convivencia clánica en las comunas protoarcaicas, lo cual hace pensar, como es ló­gico, en el predominio de la relación entre las gens primitivas en la organización social de los grupos cazadores. Esto permite com­prender, a su vez, la homogeneidad tecnoti­pológica del ajuar de piedra tallada de esas comunidades, la existencia en ellas de se­ries de artefactos dentro de las dimensiones y los tipos característicos de los grupos pa­leolíticos y su permanencia en un hábitat no clásicamente favorable para esa econo­mía. Las estructuras colectivistas de los clanes regirían la confección de los útiles se­gún las tradiciones propias de las sociedades cazadoras. Esta situación debió influir en el mantenimiento de una organización del trabajo típica de cazadores en un medio y ante unos recursos naturales —la fauna— al principio escasamente apropiados e incluso después, con la desaparición de esas condi­ciones en el transcurso de varios siglos. El cambio tecnotipológico que es apreciable en los ajuares protoarcaicos más tardíos de­bió imponer a la larga el cambio de la eco­nomía cazadora o en caso contrario provo­car la desaparición de esos grupos humanos por emigrar a otras islas o por mezcla con grupos humanos de economía mesolítica llegados al archipiélago cubano en los alre­dedores del 2500 a.n.e.

En las comunas protoarcaicas la división natural del trabajo debió tener sus particularidades, pues el bajo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas permitiría una distribución de actividades por sexos y eda­des de carácter relativo. Las actividades ca­zadoras serían masculinas y la recolección femenina, pero habría cooperación en otras tareas extractivas y de elaboración de mate­rias primas. La presencia en los residuarios de artefactos de sílex de tipología semejante y dimensiones distintas, hace pensar en la equiparación de sexos y edades en esas faenas. Su matrilocalidad debió estar con­dicionada en buena medida por una permanencia de los individuos en las casas o áreas de campamento de sus propios clanes (natolocalidad), por la cercanía de estos. O sea, que las alianzas mediante el matrimonio por grupos debieron tener un carácter más bien efímero. La cooperación simple en el trabajo, en aquellos asentamientos nóma­das que se desplazaban simultáneamente, matizaría formas de trabajo y alianzas ma­trimoniales mediadas por el gregarismo.

Las condiciones climáticas de su territo­rio de origen y el conocimiento de la prepa­ración de pieles de animales con herramientas de piedra tallada (raspadores y rae­deras) probablemente influyeron para que los protoarcaicos trasmitieran a sus descen­dientes el uso de pieles de animales para protegerse, en ciertas épocas del año, del frío y la humedad de Cuba. También debieron usar adornos corporales como amuletos para preservar la vida, obtener buena caza, y otras manifestaciones de sus creencias mágico-religiosas, más que por su carácter estético. Las evidencias halladas en este as­pecto son exiguas y solo se ha encontrado un colmillo de foca tropical con perforación bicónica en un extremo, en el residuario de farallones de Seboruco. También es proba­ble que se pintaran el cuerpo, pero solo se han hallado escasas porciones de coloran­tes minerales, ocre rojo y ocre amarillento pardo, en dos sitios.

Los protoarcaicos tenían indudablemen­te ideas animistas y cosmogónicas. La práctica de enterrar a los muertos y colocar ofrendas hace suponer que quisieron garan­tizar en la otra vida la mejor situación a los fallecidos. Buscaban la explicación a los fe­nómenos de la naturaleza y la vida y es pro­bable que entre el 5000 y el 3000 a.n.e., tu­vieran un lugar dedicado a estas prácticas. En farallones de Seboruco se han encontra­do varios entierros asociados con ofrendas líticas y uno de ellos, de una niña de 13 años aproximadamente, con los huesos teñidos con ocre rojo, así como porciones de este colorante mineral y de ocre amarillo pardo. También se han hallado cinco pictogramas en la cueva de los Cañones, tres de carácter abstracto, uno zoomorfo y el último de ca­rácter naturalista figurativo; todos fueron ejecutados en color negro y están situados en la pared izquierda de la espelunca.

En Cuba la mayoría de los dibujos parie­tales de carácter abstracto se adjudican a comunidades ubicadas en el mesolítico, fase transicional en la cual el arte naturalista se halla en vías de transformación hacia la abs­tracción. Sin embargo, es probable que los cazadores paleolíticos, y en particular la cultura denominada Seboruco, poseyeran un arte de carácter naturalista más acorde con el período en que vivían.

El pictograma naturalista figurativo pue­de interpretarse como la imagen de un ha­cha o maza enmangada con un carácter simbólico; su ubicación en la parte más pro­funda de la cueva debió estar, probable­mente, asociada con cultos de iniciación, practicados por las sociedades ágrafas tradi­cionales. Los conocimientos actuales per­miten concluir que este pictograma corres­ponde a comunidades paleolíticas ubicadas en la fase media mientras que los restantes probablemente corresponden a otras co­munidades de la fase tardía, tal vez en sus inicios.

Etapa de la economía de apropiación: las comunidades mesolíticas

(...)

  1. Esta cifra será la utilizada en todos los capítulos para los cálculos que la necesiten. Se incluye la cayería.
  2. Ernesto Tabío: Introducción a la arqueología de las Antillas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1988, pp. 14-24.
  3. Jorge Febles: El protoarcaico de Cuba: distribución espacial, tecnología y tipología de sus industrias de la piedra tallada. (En prensa.)
  4. Los residuarios protoarcaicos descubiertos y estudiados en las cuencas mencionadas son 52. Los hallazgos aislados de estos cazadores en otros territorios de Cuba son esporádicos y los constituyen medios de trabajo de piedra tallada: una gran punta de sílex de 18 centímetros de longitud en el sitio mesolítico playa de Damajayabo, sur de Santiago de Cuba, y un buril de una sola cicatriz en el residuario mesolítico de cueva Funche, en la península de Guanahacabibes. Estos elementos aislados no significan necesariamente un contacto, ya que pueden haber sido recogidos por otros aborígenes en épocas posteriores para reutilizarlos.
  5. Es muy poco lo llegado a nosotros de estas comunidades cazadoras, a pesar de exploraciones sistemáticas y excavaciones rigurosamente controladas, así como un trabajo cuidadoso de laboratorio. Solamente en tres residuarios se han descubierto restos dietarios, pero en todos (52) están presentes las herramientas de pie­dra tallada, las cuales se cuentan por miles. Por los métodos de tecnología y tipología estadística, y traceología experimental se han podido hacer recons­trucciones del proceso productivo con la determina­ción de los tipos de herramientas y sus funciones.
  6. Solamente en el residuario farallones de Seboruco han sido hallados restos humanos del protoarcaico, pero en cantidad limitada. Los fechados absolutos de los restos se corresponden con los finales de la fase media (5000-3000 a.n.e).
  7. El término herramientas empleado aquí, es una deno­inación genérica usada por los arqueólogos mundialmente para designar los medios de trabajo de sílex, otras rocas, concha, hueso, hasta madera en los casos de artefactos complejos como los perforadores de arcos y otros. Se les llama tools en inglés; outilsn en francés; orudia en ruso, etcétera. También para denominar los tipos específicos de me­dios de trabajo de los aborígenes, se usan convencionalmente nombres de las herramientas actuales, como buriles, cuchillos, taladros, raederas, azuelas, ha­chas, y otras.
  8. Las herramientas fundamentales de los cazadores paleolíticos eran: raspadores en lascas gruesas; grandes láminas y cuchillos retocados; muescas clactonienses; grandes y variadas puntas de proyectil (de lanza y de dardo, ya sean de penetración o de impacto); gran­des herramientas en lascas, principalmente las tajade­ras; lascas con muescas clactonienses, todas las herramientas de núcleo y las cuñas o piezas esquiriadas, es­tas últimas masivas. Las espigas más usuales de las puntas de proyectil son: aquellas poco destacadas por retoques abruptos o semiabruptos en uno o dos bor­des junto a la base; aquellas con retoque semiaplanado ventral, y las que poseen grandes muescas en uno o dos bordes y lascados profundos en la superficie dor­sal junto a la base. Los percutores especializados para la talla de herramientas masivas son de dos tipos fun­damentales: cilindroides y cubiformes, ambos ligera­mente aplanados y con pesos que van de 1 a 2 kilogramos y de 2 a 4 kilogramos, que utilizaban generalmen­te por un solo lado y un solo extremo aunque hay ex­cepciones que tienen huellas de percusión longitudi­nales en los dos lados.
  9. En la cuenca del Mayarí, sobre todo en la margen izquierda (oeste), hay cientos de miles de guijarros y cantos rodados de silicita tipo Mayarí de variadas dimensiones y formas, corteza carmelita o roja con to­nos variados de estos colores. Sus propiedades los ha­cen particularmente diferente de otras variedades de sílex del propio territorio insular, de América, de Eurasia, es decir que no facilita retoques superficiales fi­nos como en las puntas foliáceas de Norteamérica (Clovis, Folsom, Sandia), ni un lascado regular en muchos casos.
  10. Febles y Rives han descubierto y comprobado que las puntas de lanza y dardo de penetración de los caza­dores protoarcaicos son más abundantes en los resi­duarios cercanos a la costa, mientras que las de impac­to son más frecuentes en los de tierra adentro. Véase: Jorge Febles y Alexis Rives: "Las puntas de lanza y de dardo del protoarcaico de Cuba. Funcionalidad y dis­tribución espacial". (En prensa.)
  11. Estudios estadísticos mediante métodos computarizados realizados en yacimientos arqueológicos de grupos cazadores han permitido comprobar que sitios de características y dimensiones variadas se repiten en tramos consecutivos del curso del río Mayarí. Ade­más, un estudio de las terrazas en que se encuentran ubicados esos residuarios permite suponer que sean isócronos. Jorge Febles, Alexis Rives y Frank García: Atlas arqueológico: estudio histórico-social de las co­munidades protoarcaicas en la provincia de Holguín. (En prensa.)
  12. La residencia matrilocal supone la convivencia de marido, mujer y descendientes por línea materna y es­tá relacionada con actividades apropiadoras combina­das. Caza y pesca con hombres y recolección con mu­jer, o bien actividades apropiadoras con hombre y ac­tividades agrícolas con mujer. Véase: Robín Fox: Sis­temas de parentesco y matrimonio. Alianza, Madrid, 1972, p. 80. En la convivencia clánica tiene aún máximas posibilidades de expresión. Está relacionada con la filiación matrilineal. Se plantea que los grupos cazadores en gran escala poseen una residencia patrilocal, lo cual supone una descendencia patrilineal. Esto último es discutible pues en las comunidades históricas que nos muestra la arqueología la convivencia neolocal puede confundirse con la residencia patrilocal. Además, por las características de las comunidades protoarcaicas de Cuba —conjuntos poco numerosos y economía ca­zadora atenuada— no parece la solución más adecua­da.