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Biblioteca:Historia de Cuba 1492 - 1898. Formación y liberación de la nación/Las patrias de los criollos

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Del imperio universal, al imperio español, a la decadencia

A mediados del siglo XVI se manifiesta en Cuba un lento pero sistemático reajuste y reorientación de la sociedad colonial. Las nuevas condiciones definirán la evolución y las tendencias de la economía de la Isla durante más de dos siglos (desde mediados del siglo XVI hasta mediados del XVIII). Es la época en que se asientan los estratos profundos, los componentes sociales y humanos, que van a servir de definición y diferenciación a los hombres de la Isla. Se trata del período de formación, dentro de los cánones de las sociedades premodernas –-con todas sus simbolizaciones esencialmente religiosas-–, de un pueblo que va creando una cultura nueva. Es, también, la época en que la economía y la sociedad de la Isla quedan insertadas dentro del sistema de relaciones imperiales y, más aún, en el debate y combate militar y comercial que va dibujando el mapa político del mundo moderno. El período se divide en dos etapas: la de formación de la sociedad criolla (1545-1697) y la de su consolidación (1697-1762).

Para 1545 la primitiva colonia había fracasado. Los elementos que la animaron estaban en proceso de desaparición. El agotamiento del oro, el fin del sistema de encomienda, la extinción masiva del indio, el abandono por la mayoría de los españoles de la Isla y la pérdida del centro de la colonización hispana provocaron la crisis. Para entonces era evidente que los remanentes de indios, africanos, españoles y sus descendientes -–unos 2 600 según fuentes de la época–- eran insuficientes tanto para articular una economía comercial como para su defensa.

En estas circunstancias varios factores incidieron en la reanimación de la colonia. En 1556, después de sostener constantes guerras, Carlos I de España y V de Alemania divide su Imperio Europeo: traspasa a su hermano Fernando la parte austro-alemana; a su hijo Felipe, las coronas ibéricas y, con ellas, los territorios americanos pertenecientes a Castilla, Italia y los Países Bajos (Holanda y Bélgica). El sueño del monarca de crear un Imperio Católico Universal se había desvanecido. En su lugar, su hijo Felipe II sembró una nueva aspiración: la creación del Imperio Hispano. Surgió así el "interés imperial español", el cual se proyectó en cuatro direcciones:

1) la consolidación de España como la gran potencia europea;

2) el dominio del mar Mediterráneo, nexo entre Europa, Asia y África;

3) la reafirmación de España como la elegida de Dios para combatir a todos los enemigos del catolicismo;

4) la creación de las grandes rutas comerciales atlánticas, la consolidación y avance de sus conquistas en América y la preservación de su exclusividad en el Nuevo Mundo.

Con esta perspectiva, Cuba pasaba a ocupar un primer plano estratégico.

Los inicios fueron triunfales. En 1557 los tercios españoles derrotaban a las tropas francesas, sus rivales por la hegemonía europea, en San Quintín; en 1571, la armada española obtiene la victoria naval de Lepanto, que significó el fin del peligro turco y la garantía de su dominio en el Mediterráneo. Para completar sus aspiraciones, Felipe II incorpora, en 1580, a Portugal y sus colonias al imperio hispano. Al fin asumía todas las coronas ibéricas un solo rey y, en América, territorios castellanos y lusitanos quedaban bajo "su real soberanía". No obstante, el nuevo imperio era débil.

Desde los tiempos de Carlos I hasta los de su hijo Felipe II se fueron gestando las condiciones que harían del siglo XVII el de la decadencia española. En 1521 Carlos I derrota a los gérmenes de la burguesía castellana –-los comuneros de las ciudades-– en la batalla de Villalar, lo cual acentuó el dominio de la monarquía absoluta, estrechó su alianza con la aristocracia agraria y militar, laica y religiosa, y profundizó los rasgos feudales en todos los aspectos de la sociedad contrarios al ideal burgués. A lo anterior se añadió el costo de las guerras imperiales de Carlos I y Felipe II. Ni el constante incremento de los tributos, ni las remesas americanas, ni el dinero de los particulares intervenido a cambio de los llamados juros -–una renta concedida sobre la base del tesoro público–-, ni los empréstitos de los banqueros extranjeros, pudieron cubrir los gastos de las aventuras épicas de los monarcas.

La intolerancia religiosa llevó también a medidas perjudiciales. En 1609 se inicia la expulsión de la Península de medio millón de moros, con lo que se privó a la agricultura de estos trabajadores calificados. Las consecuencias fueron una rápida caída de la producción, que incidió en la disminución del comercio, en especial con América. Este último descendió en un 75 %. Desabastecidas las posesiones americanas por parte de España, hizo su entrada en ellas el contrabando o comercio ilegal con sus enemigos. En 1596, la economía española quebró totalmente; en 1640 Portugal nuevamente se independiza de España.

El punto más débil del imperio hispano estaba en sus posesiones americanas y en las extensas rutas marítimas que las unían con España. Desde el comienzo, ninguno de sus rivales europeos aceptaron la exclusividad española sobre el Nuevo Mundo. Débiles aún y enfrascados en pugnas internas o europeas, sus métodos fueron los ataques de corsarios -–hombres con patente de corso o autorización de sus reyes para ello–- y piratas que, en pequeñas flotas de navíos rápidos y bien artillados, saqueaban naves y poblaciones españolas. Los primeros en aparecer fueron los franceses, seguidos de ingleses y holandeses. Para contrarrestarlos, desde 1543 las naves que efectuaban el recorrido entre América y España lo hacían en grupos de no menos de diez embarcaciones. La Habana ya era el puerto de recalada obligada antes de partir para la Península. Felipe II dio forma, entre 1561 y 1566, al sistema de flotas y, paralelamente, al sistema de fortificaciones de las principales plazas americanas. Las flotas eran dos, la de Nueva España (México) y la de Tierra Firme (Suramérica). Ambas debían reunirse en La Habana para su regreso a España. Así, la capital de la Isla pasó a convertirse en el punto estratégico fundamental en el comercio américo-hispano. Como obligado puerto-escala de "las rutas de Indias", comenzó a llamársele Llave del Nuevo Mundo y Antemural de las Indias Occidentales. Aunque se suponía que las flotas sólo estarían en la ciudad unas semanas del mes de julio, los constantes retrasos prolongaban estas estancias varios meses. Su papel estratégico hacía que sobre La Habana, y en menor medida, sobre Santiago de Cuba, se concentrase el interés oficial.

Paralelo al sistema de flotas se creó el sistema de fortificaciones de las principales plazas de las rutas de Indias. Así surgió el primer sistema defensivo de la Isla, centrado en La Habana. Entre 1558 y 1577 se construye el Castillo de la Real Fuerza; en 1589 el de San Salvador de la Punta. En el propio año se inicia el de los Tres Reyes del Morro. A ellos se añaden los fortines de la Chorrera (1645), Cojímar (1645) y San Lázaro (1665). La construcción de la muralla de la ciudad fue, desde entonces, una obra permanente. El Castillo de San Pedro de la Roca del Morro se edificó en Santiago de Cuba entre 1639 y 1661.

Los ataques de corsarios y piratas, cada vez mejor organizados y en mayor escala, seguían haciéndose sentir. Los ingleses, rivales de religión y de aspiraciones americanas, lo hicieron con más fuerza. El más destacado de ellos, Francis Drake, ya afamado por su circunnavegación del mundo, atacó Santo Domingo en 1583 y saqueó la propia Cádiz en 1587. Fue entonces que Felipe II organizó, contra Inglaterra, la Armada Invencible la más poderosa conocida hasta entonces. En 1588 la invencible armada es destruida. Los ingleses llegan a más, vuelven a atacar, saquear y destruir el centro mismo del comercio español americano, Cádiz. En 1628 el holandés Piet Heyn tomó por asalto la flota de Nueva España cuando se dirigía hacia La Habana. La respuesta española fue crear una fuerza naval pequeña pero temible, la Armada de Barlovento, para proteger la región caribeña. Se desarrolló entonces el astillero de La Habana, que llegaría a ser el mayor de la América hispana. En él se formaría el mestizo Díaz de Pimienta, primer criollo que llegó a ser almirante de la armada española.

Si bien los rivales de España no podían establecerse o combatirla en los centros de su colonización, sí lo podían hacer en las zonas marginadas de la misma. El Caribe y Norteamérica fueron los lugares de las pugnas imperiales y del nacimiento de otra América de religiones, idiomas y culturas diferentes. Ya en 1584, el inglés Sir Walter Raleigh funda la colonia de Virginia en Norteamérica. Entre esa fecha y 1681, en que William Penn establece Pensilvania, nacen las Trece Colonias Inglesas de Norteamérica, las que un siglo después constituirían los Estados Unidos. En 1608 el francés Samuel Champlain funda Quebec en el actual territorio de Canadá y en 1699 los franceses establecen su prometedora colonia de la Louisiana. Las Antillas Menores son disputadas entre ingleses, franceses y holandeses; en 1630 piratas de estas nacionalidades toman la isla de La Tortuga, desde donde desarrollan el comercio de contrabando entre Europa y las colonias hispanas; los franceses se establecen en el oeste de la isla de La Española fomentando su colonia de Santo Domingo (Haití); 25 años después, los ingleses toman Jamaica. Así nació, paralela al comercio de las rutas oficiales, la llamada ruta del contrabando, que dio vida a las otras zonas cubanas marginadas del comercio legal.

Cuando en 1697 se firma el Tratado de Ryswick por Francia, Inglaterra, Holanda, España y Austria, no sólo se confirmó el nuevo mapa político de Europa, con la consolidación de Francia e Inglaterra como potencias, y la presencia de los nuevos estados, Holanda y Prusia, sino, también, con el reconocimiento de una América que ya no sólo era española, en la cual se librarían batallas imperiales decisivas en el siglo XVIII . Las bases fundamentales del mundo colonial estaban creadas. La capitalización de Europa se haría sobre la base de la descapitalización del resto del planeta.

La formación de la sociedad criolla

La reanimación económica de la Isla vino por un camino no previsto: el ganado cimarrón. Fue en tiempos de Diego Velázquez cuando se comenzó la introducción en Cuba de diversos tipos de ganado (vacuno, porcino, equino) y aves de corral. Algunas de estas especies no lograron adaptarse al clima; otras, por el contrario, lo hicieron de manera extraordinaria. Ya fuese por la ausencia de sus dueños, ya por la imposibilidad de controlar ese ganado mediante cercados efectivos, lo cierto es que una gran parte del mismo logró escapar de las estancias y encontrar su hábitat ideal en los amplios y virginales montes y sabanas del interior de la Isla. La existencia de ríos y vegetación frondosa en estos parajes, la inexistencia de animales agresivos y la escasa presencia humana hizo que se procrease el ganado cimarrón (llamado así porque había escapado de las poblaciones a los montes). Las propias características del paisaje natural creó una cierta especialización. El ganado vacuno encontró su medio natural en las amplias sabanas mientras que el porcino lo halló en los frondosos montes. Hacia la cuarta década de la presencia española en la Isla era tal la abundancia de ganado cimarrón, que en la Península mostraban incredulidad ante las cifras de 10 000 cabezas en espacios donde allí sólo albergaban 1 000.

Coincidía este crecimiento de la masa ganadera con un incremento de la demanda de cueros en Europa, debido a sus múltiples empleos, especialmente militares. Los cueros o corambres se convirtieron en el primer renglón económico de la Isla y su medio más eficaz de intercambio comercial, no sólo con el comercio oficial español sino también con el de contrabando o rescate[1] con los proscritos franceses, holandeses e ingleses, los famosos bucaneros (palabra derivada del francés boucan que a su vez proviene del fonema aruaco moukem [tupi moukem] que significa carne ahumada. Este término se comenzó a utilizar en 1578. Su uso se generalizó a fines del siglo XVI para designar a un tipo de comerciante ilegal que traficaba con carne ahumada o salada y, por lo general, con cueros. Éstos establecían relaciones con los naturales de una zona del imperio español. Fueron los creadores de las primeras rutas del contrabando. De la palabra francesa boucan también se deriva el vocablo inglés bacon).

Como para la captura del ganado cimarrón se requería de poca gente y de muy baja inversión económica, la tendencia natural de la población fue dedicarse a esta actividad. El comercio con las flotas y con los contrabandistas de otras naciones se convirtió en un constante incentivo. Asociado a esta actividad de caza de ganado, se produjo el proceso de apropiación de las tierras del interior de la Isla por los vecinos más poderosos de las villas y ciudades. Este proceso tuvo tres aspectos importantes: la ilegalidad, la exclusión y la formación de la estructura latifundista del país. Fue necesario violentar normas establecidas para llevar a cabo la apropiación territorial. Tuvo lugar entonces, una verdadera batalla entre el comunalismo y el individualismo; es decir, entre el aprovechamiento común de los pastos por los habitantes de las villas o su uso exclusivo por particulares.

Desde el inicio los reyes habían establecido que las tierras para pasto fuesen declaradas comunales en beneficio de los habitantes de las villas. Por ello arraigó en los pobladores de la Isla, no sólo de origen peninsular, el sistema conocido como "monterías comunales". Éstas consistían en "montear" (buscar por los montes) al ganado cimarrón. El objetivo, una vez que se mataba el animal, era quitarle el cuero y una parte de las carnes para salar, dejándole a las aves de rapiña la mayor parte.

En esta etapa se violenta el sistema en favor del interés particular de algunos vecinos. El método utilizado para ello fue una libre interpretación del conocido como "mercedes de tierras". Con él se daba inicio a la posesión privada de tierras que servían de pastizales al ganado cimarrón, excluyendo al resto de la población. Este proceso permitió el inicio del reparto de las tierras de los espacios geográficos del interior de la Isla entre un reducido grupo de vecinos. Hasta entonces sólo habían sido entregadas las tierras cercanas a las villas pero en forma de estancias o pequeñas y medianas propiedades agroganaderas.

La mercedación de tierras era un procedimiento mediante el cual, y a nombre del rey, los ayuntamientos de las villas otorgaban –-merced–- a determinados individuos terrenos para la cría y ceba de ganado. No precisaba su versión original ni la extensión ni la forma de las tierras entregadas. En el caso de Cuba, aunque las tierras fueron otorgadas para entrar en producción, como estaba establecido, se usaron inicialmente para apropiarse de una riqueza ganadera que ya existía. Otra diferencia con el proceso español era que no implicaba su poblamiento, antes al contrario, muchas permanecieron inactivas durante siglos al estar excluida la entrada en ellas. El interés no radicaba en la tierra sino en la apropiación del ganado que se encontraba en ella, con la abierta intención de excluir de sus beneficios a los demás habitantes. Para 1547, aparecen los primeros nombres de estos nuevos usufructuarios, a quienes se les llama señores de ganado. La audiencia de Santo Domingo prohíbe las monterías en sus territorios so pena de 100 azotes.

Las características de los repartos también fue singular. Desde el principio surgió una diferenciación entre las entregas de tierras de ganado mayor o vacuno ubicado en las amplias sabanas, y las del ganado menor o porcino, que se encontraba en los montes. Las tierras repartidas tenían, por lo general, forma circular y no pocas veces incluía sabanas y montes. Hasta entonces era más generalizado hablar de la tierra en términos de sabanas, y del conjunto del ganado vacuno que pastaba en ellas, de hato. A partir de los deslindes se trasladó el término hato a la tierra donde pastaba el ganado. De ahí que a los "señores de ganado" se les empezase a llamar "señores de hatos" o hateros. Son éstos los que constituyen el núcleo original de las oligarquías terratenientes regionales. De igual forma se sustituyó el concepto de monte por el de corral para referirse al territorio donde se encontraba el ganado menor o porcino. De este modo los términos hato y corral se referían a extensiones territoriales diferentes. Por lo general el hato tenía 1 684 caballerías cubanas (22 606 ha) y el corral unas 421 (5 606 ha). Como estos repartos se hacían en formas circulares, entre ellos quedaban espacios sin otorgamiento; éstos fueron denominados realengos.

Las mercedes de tierras no daban el derecho de propiedad sobre la tierra. Para ello se requería de la confirmación del rey a través de las audiencias y de los virreyes. Lo cierto es que para 1540 sin la presencia de estas autoridades, surgió la idea bastante extendida de que el rey había autorizado a los cabildos a conceder las mercedes de tierra con la particularidad de considerar esta acción una potestad o facultad delegada por el soberano. De este modo fueron los cabildos o ayuntamientos de las distintas villas -–formados por los vecinos más poderosos–- los que se atribuyeron el derecho, y de hecho lo ejercieron, a repartir los grandes espacios territoriales de la Isla sin que existiera ninguna disposición expresa ni ninguna ratificación real para tales repartos. Es este proceso el que va creando la estructura agraria, basada en el latifundio y, con él, van tomando forma las oligarquías regionales. Este sistema no permitió, porque no estaba concebido para ello, el poblamiento de la Isla ni la conversión de los grandes espacios geográficos en regiones económicas productivas. Las villas y ciudades delimitaban su área geográfica, el territorio bajo su jurisdicción, sobre el cual ejercían su control. Así, social y económicamente, las ocho primeras villas, incluida Remedios (a las que se añadieron en el siglo XVII , Matanzas y Santa Clara), actuaban con bastante autonomía entre sí y con respecto al gobernador que, por lo general, centraba su interés en los problemas de La Habana.

Cuando en 1573 el oidor de la Audiencia de Santo Domingo, Alonso de Cáceres, visita La Habana, se encontró los hechos consumados, la mayor parte del territorio del occidente de la Isla ya había sido repartido. Dictó, entonces, las primeras Ordenanzas o regulaciones con que contó la ciudad y, aunque prohibió el otorgamiento de hatos y corrales en un radio de ocho leguas en torno a La Habana, ratificó las mercedes otorgadas dándoles así el respaldo legal que les faltaba.

Durante toda esta etapa, las villas y ciudades constituyeron los núcleos incipientes de la formación de las regiones económico-sociales del país; su población, la mayor parte nacida en la Isla y fuertemente mestizada, definió sus perfiles humanos. Alrededor de aquellas, y sin penetrar mucho en el espacio geográfico que siguió estando despoblado, se crearon los cinturones productivos que las abastecían de alimentos y a la vez completaban sus actividades comerciales. En estos espacios se concentró la agricultura. Si en los primeros tiempos la siembra de yuca y la fabricación del casabe habían caracterizado a las estancias, ahora se observa una especialización mayor.

Tres renglones productivos crecerán con fuerza y marcarán toda la posterior historia agraria de Cuba. Una parte de las estancias se especializaron en el tabaco. Fue un producto que, oriundo de la Isla, rápidamente se asimiló por los españoles. El cambio del tipo de inmigración peninsular, que ahora se basó en agricultores canarios y de las zonas del norte de España, propició el nacimiento del campesinado, es decir, los hombres que cultivaban directamente la tierra en pequeños espacios. Estos campesinos utilizaron también el trabajo esclavo pero en proporciones menores que para el azúcar. A estas fincas se les llamaron vegas, porque se organizaron siguiendo el trazo de los ríos, en terrenos arenosos, fértiles, formados por los propios cauces.

La otra especialización fue la caña de azúcar. Ésta se basó en el trabajo esclavo aunque utilizó otras formas de explotación. Si bien la caña de azúcar había sido introducida desde los inicios de la conquista, no es hasta 1540 cuando se observa un interés de la Corona por incentivar esta producción. Para ello era necesaria una inversión para la cual no existían suficientes recursos económicos. No es hasta principios del siglo XVII , en 1600, que la Corona otorga un crédito para que se desarrolle este cultivo.

Tabaco y azúcar forman el famoso contrapunteo de la agricultura cubana: el primero significa el campesinado libre, aunque poseedor de esclavos, y la pequeña propiedad agraria; la segunda, la esclavitud, hubo otras formas de trabajo, y el latifundio. El tabaco no implica una alta inversión económica; el azúcar, en maquinarias y esclavos, requería de capital. La producción de esta última fue también el resultado de la evolución de la técnica. Al principio se utilizaba un aparato rudimentario llamado cunyaya; después se fueron perfeccionando los trapiches que utilizaban como fuerza motriz la animal, hidráulica e, incluso, humana. Al principio la producción de estas instalaciones no fue el azúcar sino, más bien, una especie de raspadura que fue cambiando en turrones, y por último, en diversas formas de mieles, melaza y azúcar crudo.

La tercera especialización fueron los sitios de labor dedicados a la producción de alimentos para las villas y ciudades, las flotas y el comercio de contrabando. Los sitieros formaron, junto a los vegueros, el campesinado.

El desarrollo de las villas estuvo directamente vinculado a la actividad comercial. A ésta también estuvo asociado el poblamiento. La intensa actividad de La Habana la convirtió en el centro mismo del crecimiento demográfico pero la villa de Bayamo alcanzó un auge inusitado gracias a la ruta del contrabando a pesar de haber sido marginada del comercio legal. A este proceso también estuvo unido el modesto nacimiento de las manufacturas. A finales del siglo XVI las más importantes son las tenerías dedicadas al curtido de los cueros. También vinculada con el ganado se desarrolló la fabricación de tocinos y tasajos, que tienen buena venta en las flotas y en los bucaneros. El astillero y el sistema de fortificaciones contribuyeron a desarrollar diferentes oficios como los de carpinteros, constructores, fábricas de tejas, etc. Éstos se organizaron en las hermandades y cofradías, casi todas bajo una advocación religiosa.

Los hombres de esta tierra: los criollos

Durante la etapa el crecimiento poblacional de Cuba fue lento pero de indudable recuperación si se le compara con la situación anterior. En 145 años (1544-1689) la población sólo creció en 29 603 habitantes. La misma había nacido mayoritariamente en el país y estaba fuertemente mestizada. Otra característica es la desigualdad en la ubicación de esta población. La Habana y su cinturón agrario albergaba el 60,3 % de los habitantes de la Isla. Le siguen en importancia Bayamo, Puerto Príncipe y Santiago de Cuba. Las otras villas tienen desarrollos proporcionales mucho menores.

Es en esta etapa que presenta sus perfiles iniciales el criollo, un nuevo tipo social diferente a sus progenitores españoles, africanos e indios. Éste es el resultado de la mezcla, selección y creación de los elementos humanos y culturales que convergen en la Isla. Sus rasgos definitorios irían tomando forma a través de su relación con un medio natural, social y espiritual diferente al de sus padres. Nacidos en Cuba, no tienen memoria histórica ni nexo emocional con el lugar de origen de sus progenitores. Gustos, costumbres, tradiciones, hábitos, modos de pensar y de actuar responden a sus necesidades espirituales y a los intereses específicos surgidos de su medio social y cultural. El modo de vestir, el tipo de alimentación y los hábitos de vida, los sentimientos y sus manifestaciones son el resultado de lo que la naturaleza tropical y su sociedad en germen les ofrece o de la adaptación de lo que se trae desde afuera. De sus propias experiencias nacen sus nuevas tradiciones que tienden a reafirmar su pertenencia a la tierra que los vio nacer y a conformar su propia personalidad frente a lo externo. El lenguaje y el modo de expresión, lleno de nuevos conceptos, muchos tomados del acervo indio o negro, conforman no sólo un nuevo modo de pensar, y consecuentemente, de decir y de definir. La espiritualidad, como ocurre en todas partes en el siglo XVII , se expresa a través de simbolizaciones religiosas pero éstas ya no responden a lo externo español. Todas las villas se colocan bajo un nuevo símbolo religioso. Santiago de Cuba lo hace con una imagen grabada en una tabla, el Santo Ecce Homo, a la que le atribuyen sudoraciones en caso de peligro para la ciudad; La Habana, si bien mantiene a San Cristóbal, tiene ahora una virgen negra y marítima, la de Regla, que adquiere nuevos atributos. El caso más significativo es el de la virgen del Cobre. En las minas de Santiago del Prado o del Cobre, su administrador, el peninsular Sánchez de Moya, impone la virgen de Toledo, protectora de los herreros españoles. Poco después, en 1612, tres trabajadores -–dos indios y un negro–- hallan en la bahía de Nipe una imagen de bulto -–no se trata de ninguna aparición-–, probablemente perteneciente a un barco hundido por una tempestad, y la trasladan a las minas del Cobre. Durante cierto tiempo la de Toledo se mantuvo en el centro del lugar y la del Cobre en las afueras. Por fin se impuso el símbolo criollo sobre el español.[2]

El concepto de criollo se aplicó a los naturales de la Isla desde el propio siglo XVI. Por ello, los identificaba, definía y unía más allá de los factores étnicos, raciales, religiosos o de origen de sus padres. Se le llamaba peninsular al español que llegaba desde Europa y criollo al nacido aquí; bozal al africano y criollo al negro nacido en la Isla. Los criollos (palabra que significa el "pollo criado en casa" para diferenciarlo del otro, del que viene desde afuera) comienzan a constituir un pueblo nuevo que de un origen multicultural, elabora, transculturando, es decir, mezclando, seleccionando, modificando, abandonando elementos culturales de las diversas raíces originarias y creando otros, una cultura nueva, tanto material como espiritual. Son los puntos de partida sobre los que se asentará la configuración del cubano y su cultura.

Unido al concepto de criollo nació el de patria. Este último expresa la unidad de esa comunidad humana dentro de la heterogeneidad imperial hispana. El concepto de patria no sólo designa la región o localidad donde se nace sino, también, los intereses y el destino común de los hombres que la habitan. Más antiguo que el concepto de nación, el de patria o "tierra de los padres" tiene un sentido más emocional y estable y adquiere toda su dimensión en los llamados rellollos o hijos de criollos. El primer cubano que alcanzó la dignidad de Obispo, Dionisio Rezino y Ormachea, coloca con orgullo, tres P en su escudo que son las iniciales de la frase Primer Prelado de la Patria. Por entonces el concepto se aplicó al lugar o región donde se nace. No existe, debido a la fragmentación regional, un concepto nacional de patria ni una explicación racional de este sentimiento del criollo. Las patrias locales (La Habana, Santiago de Cuba, Bayamo, etc.) constituyen, al final del período, comunidades estables con una alta definición de sus criollos y de sus culturas.

Como la formación de las patrias de los criollos se dio dentro del contexto de las políticas imperiales españolas y del reto de sus rivales, los criollos se vieron sometidos a varios factores internos y externos. Primó en ellos, como es lógico, la defensa de sus intereses regionales, de los de sus patrias locales, frente e independiente de los imperiales, o los de sus rivales. El absolutismo político del Consejo de Indias y el monopolio comercial de la Casa de Contratación de Sevilla estrangulaban la vida económica de las villas a excepción de La Habana y Santiago de Cuba por las que circulaba el sistema comercial imperial. El surgimiento de las rutas del contrabando puso en contacto a estas zonas con los proscritos bucaneros. Sus economías se desarrollaron sobre la base de este libre comercio sin reglas ni leyes.

Los gobernadores trataron de combatir esta tendencia. Villas como Bayamo mostraban tal prosperidad económica que hasta los obispos querían trasladar la catedral para esa villa. El gobernador Pedro de Valdés decidió acabar con el contrabando de los bayameses, en 1603, enviando una tropa bajo el mando de Melchor Suárez de Poago pero ésta fue cercada y obligada a regresar a la capital sin conseguir sus propósitos. Entonces se envió al obispo de la Isla, Juan de las Cabezas Altamirano, para, por medios persuasivos, convencer a los bayameses de abandonar las actividades de contrabando. El obispo, al conocer que la iglesia de Bayamo era una de las principales participantes en esas actividades, de la cual obtenía sus más importantes ingresos, los mayores en la Isla, se compromete activamente en estos negocios. El bucanero Gilberto Girón lo rapta porque la iglesia de Bayamo no le había pagado las mercancías que él le había entregado. La acción de Girón creó una incómoda situación a los bayameses pues se hacía evidente el clandestino comercio. Así se decide atacar al bucanero que muere junto con sus hombres.

El obispo y el alcalde le escriben sendas cartas al rey para presentar la acción como un hecho heroico contra los infieles y "enemigos" del rey y de la religión. A pedidos del obispo, uno de los contrabandistas, Silvestre de Balboa, escribe la recreación estética que debe ocultar las verdaderas causas que motivaron el problema. Así surge la obra literaria más antigua con que contamos de la cultura del criollo, Espejo de Paciencia. A pesar de la motivación que tiene Balboa para escribir la obra, lo más importante de ella es que transmite la mentalidad del criollo y la fuerza que ya tiene en él el sentimiento de la patria. Más aún, la obra recoge varios sonetos escritos por otros tantos autores en que se constata el noble orgullo que éstos sienten por su tierra: "mancebo galán de amor doliente, / criollo del Bayamo, que en la lista / se llama y escribe Miguel Batista, / [...] Recibe de mi mano buen Balboa, / este soneto criollo de la tierra / en señal de que soy tu tributario".[3] El héroe de la obra, quien da muerte a Girón, es el negro criollo Salvador Golomón.

Los criollos también se vieron obligados a defenderse de los enemigos de España. Piratas y corsarios, provenientes de Haití o Jamaica, siguieron hostigando las poblaciones criollas que sólo tenían como defensa la capacidad y habilidades militares de sus propios habitantes. La Habana y Santiago de Cuba quedaron bajo el buen abrigo de sus fortalezas.

La consolidación de la sociedad criolla

El siglo XVIII español se inició con un importante cambio político. Después del Tratado de Ryswick, suscrito por las principales potencias europeas, la pugna planetaria quedó centrada entre Francia, la potencia continental, e Inglaterra, la potencia marítima. Esta última había concentrado su estrategia en el dominio de los puntos claves del comercio mundial y aspiraba, más que a un extenso imperio territorial, como el español, al dominio del comercio y, a través de éste, de las producciones del naciente mundo colonial.

En la continuación de los enfrentamientos entre Inglaterra y España, ahora colocados como los principales rivales americanos, dos posesiones del imperio hispano eran claves en todo proyecto comercial de la época; éstas eran Gibraltar, para el dominio del comercio Mediterráneo, y La Habana, para el americano. En el nuevo siglo, las luchas por América ya no serán los ataques aislados de piratas y corsarios sino las operaciones de gran envergadura de los ejércitos y armadas de los estados en pugna. Si el siglo anterior fue el de la acumulación originaria del capital europeo éste será el de las grandes guerras comerciales y de reajuste de las concepciones, reparto y explotación coloniales. La pugna por América, dirimida entre España, Inglaterra y Francia, tendrá en este siglo varias confrontaciones militares: la Guerra por la Sucesión Española (1702-1713); la conocida con el nombre de Oreja de Jenkins (1739-1748); la de los Siete Años (1756-1763); y la de independencia de las Trece Colonias de Norteamérica (1776-1782).

La decadencia española había llegado a su máximo grado durante el reinado de Carlos II (1665-1700). A su muerte se inició un importante cambio político que tendría espaciosas consecuencias en la historia de España y sus colonias. El monarca, antes de morir, designó como su sucesor a Felipe de Anjou, nieto del rey francés Luis XIV. Reconocido éste por la nobleza castellana como nuevo monarca con el nombre de Felipe V, se inició la época de la dinastía borbónica. Reclamados los derechos a la Corona por los Hansburgos, apoyados por Inglaterra, se inició la Guerra de Sucesión (1702-1713) que terminaría con el triunfo de la alianza francoespañola, aunque a un alto costo. La importancia de este cambio no estribó en una simple sustitución de monarca y de casa reinante. El nuevo rey Borbón trajo consigo una nueva concepción política y económica, basada en el modelo francés de Luis XIV y de su ministro Juan Bautista Colbert, y sentó las bases de los llamados Pactos de Familia o alianza entre los reyes franceses y españoles.

El modelo económico colbertista implicaba una mayor centralización y cambios en la economía para robustecer el poder absoluto de los reyes pero, también, significaba un intento de modernización. En la concepción mercantilista, el dominio del comercio y de las producciones coloniales constituía una pieza clave para el desarrollo de la metrópoli. Entre las medidas tomadas estuvo el fortalecimiento de los mecanismos comerciales, políticos y administrativos con América y una acción más directa contra el comercio ilegal. Con ese objetivo, se limitaron las facultades del Consejo de Indias a los asuntos judiciales, se creó la Secretaría de Marina e Indias y se restringieron las funciones de la Casa de Contratación que, en 1717, fue trasladada de Sevilla a Cádiz. En Cuba, se fortaleció la autoridad de los gobernadores frente a los cabildos locales, a los cuales se les prohibió mercedar tierras, una de las fuentes de su poder.

Dada la efectividad demostrada por las grandes compañías comerciales creadas en Holanda, Inglaterra y Francia, que descargaba sobre accionistas privados la organización monopólica del comercio colonial, se creó, en 1728, la Real Compañía Güipuzcuana de Caracas. Contrariamente al interés de la Corona, ésta fortaleció el contrabando en Cuba y la red intercaribeña de comercio más allá de las pugnas e intereses imperiales. Los puertos del sur de la Isla, fundamentalmente Manzanillo, Santa Cruz del Sur y Casilda, se convirtieron en reexportadores de los azúcares producidos en el Santo Domingo francés y en la Jamaica inglesa. En 1732 el cabildo de Santiago de Cuba anunciaba la ruina de sus ingenios, si Bayamo, Trinidad y Puerto Príncipe continuaban actuando como intermediarios entre las colonias inglesas y francesas, y las españolas.

Otra importante ruta del comercio ilegal se fue desarrollando con las Trece Colonias de Norteamérica. A través de La Florida y de la Louisiana se exportaba azúcares, melaza, cueros y se obtenía esclavos, harinas, implementos y telas, en su mayor parte para reexportar a otras colonias españolas. En otro sentido, las intenciones monopólicas de la Corona tenían fuertes fisuras. Como consecuencia de la Guerra de Sucesión, tuvo que admitir cierta presencia francesa en el comercio y concederle a los ingleses la autorización del navío de permiso que viajaba anualmente con su cargamento principal: esclavos. Las fuentes principales de capitalización se le escapaba a la metrópoli mientras que las oligarquías criollas obtenían recursos que servirían de base a su poderío posterior.

Un nuevo paso tuvo consecuencias trascendentes. En 1740 se creó la Real Compañía de Comercio de La Habana. A ella se le otorgó el privilegio del control y conducción del tabaco, los azúcares y el corambre de Cuba a España. A cambio debía trasladar tropas, abastecer la Armada de Barlovento, construir naves en el astillero habanero, talar bosques y crear un sistema de guardacostas para impedir el comercio ilegal. Casi la mitad de los accionistas de la Compañía eran habaneros. Su dirección radicaba en La Habana y su presidente era el rico criollo Martín de Aróstegui. La empresa abandonó al resto de la Isla, lo que provocó un auge del comercio intercaribeño; fue especialmente protegida por la Corona; y obtuvo un capital, una gran parte no declarada, que provocó reclamaciones, tanto en España como en Cuba. De estos negocios, una parte de su capitalización benefició a la oligarquía de la colonia en lugar, como estaba previsto, de la metrópoli.

Las urgencias de los productos alimenticios para las poblaciones, el surgimiento de una fuerza de trabajo concentrada en las construcciones y la demanda del comercio que ahora colocaba al tabaco y al azúcar como los renglones de mayor demanda, provocaron un cambio notable en la estructura económica. Fueron los cinturones agrarios y las ciudades los que ocuparon los nuevos espacios productivos. Cerca de las zonas urbanas, los hatos y corrales empezaron a ser subdivididos para estancias, vegas, huertos y trapiches azucareros; con ello se produjo un aumento del campesinado, ya natural del país o llegado de España, y de la esclavitud. Así se desarrollaron las dos formas de utilización de la tierra por las oligarquías regionales: la entrega de tierras a campesinos a cambio de un por ciento de su ganancia o de sus productos y su utilización para la producción azucarera bajo la explotación directa de la masa de esclavos. Las monterías disminuyeron. El aumento poblacional estuvo asociado a la transformación de la economía ganadera en agrícola.

Para el siglo XVIII casi todas las tierras estaban repartidas en la Isla, particularmente las de Occidente y las de las grandes sabanas, pero se mantenían improductivas y despobladas. La producción de tabaco se incrementó entre 1713 y 1720 multiplicándose los molinos para la fabricación de polvo de tabaco o rapé. Si bien las tierras se les entregaba a los campesinos, los molinos pertenecían a los propietarios de las haciendas. Era tal el auge que iba adquiriendo esta producción que desde 1717 la Corona estableció la factoría para controlar, fiscalizar y racionalizar su producción y venta.

Paralelo al proceso tabacalero se dio el azucarero. Las nuevas fábricas o trapiches se ubicaron en las proximidades de los centros urbanos que contaban con puertos importantes como es el caso de La Habana y Santiago de Cuba. En 1717 la fabricación del dulce recibió un incentivo debido al navío de permiso inglés que abastecía con cierta regularidad a los propietarios de negros bozales y al incremento de las introducciones ilegales. Un ingenio tipo, entonces, poseía entre 10 y 25 esclavos. Hacia 1750 había 62 fábricas de azúcar en los alrededores de la ciudad de La Habana y 21 en construcción. Aunque su producción era de alrededor de 93 000 arrobas, ésta resultaba muy baja si se le compara con las de Las Antillas inglesas o francesas. El problema estaba en que aún era insuficiente el número de esclavos, debido a que España no tenía factorías en la costa africana como sus competidores.

En la medida en que las villas y ciudades fueron adquiriendo una actividad mayor y, con ella, aumentaba su población, se desarrollaron en sus cinturones productivos las estancias. Forraje para los animales de carga y de montar, aves de corral y ganado menor, yuca, boniato y otros tubérculos unidos a frutales, platanales y otros productos alimenticios para completar la dieta de la población urbana, dieron vida a las estancias que nutrían el comercio de las plazas y de los vendedores ambulantes.

El desarrollo de las ciudades y villas fue marcadamente desigual debido a que estaba asociado a sus posibilidades comerciales. La Habana, que a diferencia de México, no tuvo como base a las ciudades imperiales prehispánicas, llegó a ser, a mediados del siglo, la tercera urbe y el primer puerto del Nuevo Mundo con una activa y bulliciosa vida portuaria y comercial. Destacaba en ella el Real Astillero, el mayor de América, que había sido reactivado en 1725. Naves de hasta 120 cañones se fabricaron en él y algunas de ellas participaron exitosamente en batallas famosas como la de Trafalgar. En sus instalaciones trabajaban entre 2 000 y 3 000 hombres, muchos de ellos esclavos. Las actividades artesanales y los oficios mostraron un auge notable. Gracias a la existencia del astillero y a las construcciones militares, religiosas y palaciegas, oficios tales como los de herreros, carpinteros, talladores de piedra, constructores y plateros proporcionaron una producción variada, una masa trabajadora urbana calificada y un lento pero notable surgir de un arte manual que expresaba una sensibilidad nueva y se adaptaba al clima, a la fuerte claridad del sol y a las necesidades de la vida cotidiana, el cual aún hoy se observa al recorrer las estrechas calles de los núcleos históricos de nuestras ciudades.

El hecho más notable de la vida urbana en este período es un cierto adecentamiento. En particular, surge la primera red educacional del país. De acuerdo con la legislación española ésta era responsabilidad de la Iglesia. En 1728 se funda la Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo de La Habana, regentada por los dominicos, cuyos rectores y profesores fueron criollos hasta su secularización en 1842. También surge el colegio de San José de la Compañía de Jesús que, junto a los conventos de Belén y San Francisco, imparten la enseñanza en la capital, aunque con orientaciones diferentes, y el Seminario de San Basilio el Magno en Santiago de Cuba.

Es en esta etapa que comienzan a observarse las primeras luchas sociales en la historia de Cuba como consecuencia de las medidas monopólicas tomadas por la Corona. Los movimientos se concentran principalmente en los vegueros y en los cobreros. Como la factoría de tabaco prohibía la venta del producto a particulares, colocaba el precio arbitrariamente y establecía las cantidades a comprar, el disgusto fue general. Un primer movimiento, en el que se asociaron la oligarquía y la Iglesia a los vegueros, obligó al gobernador Vicente Raja a marchar para España. Su sustituto, Gregorio Guazo Calderón, arrestó y deportó a regidores del cabildo de La Habana bajo la acusación de promover las revueltas. En 1720 el gobernador tuvo que pactar con los vegueros que nuevamente se habían amotinado porque las tropas también se habían declarado en rebeldía a causa de no haber recibido su paga. Hasta ese momento, hacendados, dueños de molinos de procesar tabaco y la Iglesia habían apoyado a los campesinos pero, debido a las concesiones que recibieron de la Corona, se alejaron del movimiento. Tres años después, los vegueros efectuaron la mayor de todas sus insurrecciones, ahora tanto contra la Corona como contra la oligarquía. Esta vez el cabildo habanero contempló en silencio. Los vegueros avanzaron sobre la capital y se enfrentaron al ejército. En el encuentro de Calabazar murieron varios. El 23 de enero de 1723 fueron ahorcados en Jesús del Monte 12 prisioneros. Éstas eran las primeras insurrecciones campesinas de nuestra historia y marcan la división entre tres intereses diferentes: los de la Corona, los de la oligarquía y los de los hombres de la tierra.

Si bien el movimiento campesino de los vegueros ha sido conocido, el de los esclavos del Cobre ha sufrido un lamentable silencio. Casi paralelo al enfrentamiento de los vegueros se produce, en el extremo opuesto de la Isla, en las minas de Santiago del Prado o del Cobre, una fuerte agitación que estalla el 24 de julio de 1731 al sublevarse los esclavos que trabajaban en las minas. Las causas eran las medidas tomadas por el gobernador para aumentar las jornadas de trabajo, y "el rigor conque los ha tratado", entre otras. El futuro obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, quien intervino para evitar mayores consecuencias, describió la magnitud del problema: "ha sido tan apreciable que, sin discurrir melancólicamente, podía perderse toda la isla manteniéndose en su obstinación dichos esclavos; pues siendo crecido el número de los que hay en cada lugar y tan común la aversión que tienen a sus amos, a muy poca distancia se sublevaran todos y se harían señores de las poblaciones. Para confirmación de esto, después que los del cobre se redujeron a la obediencia, oí decir que cincuenta negros fugitivos habían pasado a su real a ofrecérseles con sus lanzas, prometiéndoles que dentro de dos horas pondrían a su disposición hasta trescientos".[4]

Si algo unía a los criollos, independientemente de los conflictos internos, status social o estamento racial, fue el peligro externo. Dada la nueva configuración de los conflictos entre las potencias europeas, Felipe V reorganizó el sistema defensivo imperial basado en la doctrina de que las fuerzas militares dedicadas a la defensa de un territorio debían estar compuestas por los naturales de éste y sostenidas por la economía de la región. En los ejércitos fueron sustituidos los clásicos tercios por los modernos regimientos. En América éstos se organizaron como unidad táctica básica y móvil para la defensa de las plazas fuertes, hasta entonces puertos fortificados. Por la importancia estratégica de La Habana, el primer regimiento de fijos fue el de esta plaza creado en 1719. Santiago de Cuba contaba, en 1741, con cinco compañías de tropas regulares. A estas fuerzas se añadían las milicias. De estas últimas, en 1740, un memorial afirmaba: "cubren la costa con 10 000 hombres montados y armados, manteniéndose a sus expensas mientras dure el riesgo de alguna invasión [...] de cuya correlación dependen absolutamente los dos reinos de la Nueva España y del Perú, la seguridad de flotas y galeones, sus comercios, y los navíos de la Real Armada que en los continuos accidentes del mar y la guerra no tienen otro refugio que el de La Habana".[5]

Los criollos, por otra parte, desarrollaron el corso para hostigar el comercio intercolonial británico. Sólo entre 1715 y 1739 capturaron 55 barcos ingleses. Los estragos que causaron dieron lugar a la Guerra de la Oreja de Jenkins. Fue la primera guerra motivada por razones americanas; no sólo por esta causa sino también por el conflicto en torno a la trata negrera. Los españoles habían suprimido el asiento inglés en beneficio de franceses y holandeses.

En este conflicto se demostró que las fuerzas militares criollas eran capaces de derrotar importantes agrupaciones de tropas que intentasen ocupar su territorio. En 1741 la armada y el ejército británicos, al mando del almirante Edward Vernon y del general Thomas Wentworth, intentaron tomar Santiago de Cuba y establecerse en Guantánamo. La expedición británica contaba con 9 395 hombres, de los cuales 600 procedían de las Trece Colonias de Norteamérica. Entre estos últimos se encontraba el capitán Washington, hermano del posterior líder independentista. Después de 134 días de enfrentamientos, los ingleses abandonaron Guantánamo, donde habían intentado crear la colonia Cumberland, con más de 1 000 muertos entre ellos 205 oficiales.

Otra historia fue el ataque inglés a La Habana en 1762. Al estallar la Guerra de los Siete Años (1756-1763), entre Francia e Inglaterra, era evidente para esta última que España entraría en ella a tenor del Tercer Pacto de Familia suscrito entre los reyes galos e hispanos. Era la oportunidad que tanto había esperado el ministro inglés William Pitt para ocupar La Habana, llave de América, como antes lo habían hecho los británicos, en 1704, con Gibraltar, llave del Mediterráneo.

Desde mucho antes el vicealmirante Charles Knowles había hecho un estudio de la plaza y un plan estratégico para su ocupación. Había observado que la loma de La Cabaña estaba desguarnecida y era un punto estratégico básico para hacer rendir la ciudad. A las mismas conclusiones había llegado el capitán general de la Isla, Francisco Cajigal y de la Vega, quien con anterioridad había dirigido la defensa de Santiago de Cuba, llevaba en la Isla cerca de treinta años, y tenía una concepción de la guerra irregular con la utilización, como fuerzas de desgaste y enfrentamiento al enemigo, de las milicias. El nuevo monarca español, Carlos III, recién llegado de Italia, nombró a uno de sus acompañantes, Juan del Prado Portocarrero, en sustitución de Cajigal, cuando ya era evidente el enfrentamiento. Este error costó caro.

La mayor armada que había cruzado el océano hasta entonces, partió del puerto de Spithead. La integraban 34 barcos de línea y de carga bajo la dirección del almirante Sir Jorge Pockock. El jefe del ejército de operaciones era el conde de Albemarle. Las fuerzas se componían de 10 000 hombres de tropas y 8 000 de tripulación. A ellos se agregaron refuerzos de las Trece Colonias de Norteamérica y 2 000 peones negros de Jamaica. Más de 20 000 hombres en total.

En los primeros días de junio de 1762 hizo su aparición frente a la ciudad habanera, la flamante armada británica. Albemarle no hizo muestras, precisamente, de una capacidad militar destacada, pero Portocarrero, acostumbrado a dirigir operaciones al estilo italiano, subestimó el valor de las milicias. Mientras las fuerzas regulares de defensa eran 2 330 efectivos, las milicias las superaban con 4 753 hombres. La ineptitud de Portocarrero se hizo evidente en todo el proceso de defensa. Por el contrario, las milicias y voluntarios dirigidos por jefes criollos como el regidor de Guanabacoa, José Antonio Gómez y Bullones (Pepe Antonio), Luis de Aguiar, Agustín de Cárdenas y Lauriano Chacón hicieron gala de destreza y valentía. Hazañas como las de Luis de Aguiar, quien dirigió la defensa de la Chorrera y de la zona de San Lázaro y atacó a las tropas inglesas la noche del 18 de julio con 500 milicianos y 150 negros esclavos, destruyéndoles los cañones, son muestras de la capacidad de estas tropas. La caída de La Cabaña en manos inglesas le permitió colocar bajo sus baterías a la ciudad. Poco después, y pese a la heroica resistencia dirigida por don Luis de Velasco, era tomado El Morro por asalto. El 12 de agosto se firmó la capitulación de la ciudad pese a la oposición de muchos de los jefes de milicias. Al día siguiente entraban triunfantes las tropas británicas en la ciudad. La diferencia entre los jefes militares que rodeaban a Portocarrero y los de las milicias estribaban en que, mientras el primero y sus asesores españoles lo veían todo desde una óptica militar europea, los jefes milicianos habaneros no sólo defendían el pabellón de Castilla sino, más que todo, su patria.

Las diferencias entre unos y otros se constatarán en numerosos incidentes. En uno de ellos, el coronel del ejército regular Carlos Caro ofendió al héroe de Guanabacoa, Pepe Antonio, y le ordenó retirar de Jesús del Monte a sus 300 milicianos. A Luis de Aguiar, el más combativo de los jefes criollos, le ordenaron retiradas inexplicables. Éste, como otros jefes criollos, se negó a participar en la capitulación. Una valoración hecha en la época, expresaba, haciendo justicia a una de las fuerzas más destacadas, la formada por los negros criollos: "dicen que no se pudo hacer mejor la defensa, porque la gente del país era de poca, o ninguna confianza [...] a excepción de lo que obró Velasco en el Morro, todo lo demás de alguna gloria, fue hecho por los paisanos [...] Más de 7 000 bombas, cascajos y granadas vinieron a la plaza [...] pero tan lejos estuvo de amedrentarse nuestra gente, que antes demandaban a gritos por salir a la campaña, de que todos los Señores sacaron el cuerpo [...] la razón que tuvo el inglés para pasar a cuchillo negros y mulatos, consistió en odio de las correrías que hicieron bárbaramente: 20 se descolgaron del mismo fuerte, en una ocasión sólo con sus machetes y a pesar de los fusiles se entraron en una de las trincheras, matando a los que no hirieron".[6] Las mujeres habaneras no fueron menos heroicas. Escribieron el primer documento, que se conozca, acusando a los jefes militares españoles por sus negligencias, y exaltando la capacidad de los criollos profundamente ofendidos por la forma en que se rindió la plaza.

A mediados del siglo XVIII la sociedad criolla había logrado consolidarse. Estaban sentadas las bases para el desarrollo productivo de sus renglones fundamentales. En sus ciudades había un activo artesanado y numerosos trabajadores calificados. Los criollos habían logrado más: resistir con éxito las medidas restrictivas del poder colonial y evitar que la Isla fuese dominada por potencias que impondrían otra cultura. Habían aprendido a defender su patria y esto era su orgullo. Por ello las primeras expresiones intelectuales del país serían obras que tenían por objetivo crear la memoria histórica de los orígenes y evolución del pueblo de la Isla. Éstas fueron La Historia de la Isla y Catedral de Cuba, de Pedro Agustín de Morell de Santa Cruz y Llave del Nuevo Mundo. Antemural de las Indias Occidentales, de José Martín Félix de Arrate. Este último inscribe en su obra estos versos: "Aquí suelto mi pluma ¡ó patria amada, / Noble Habana, ciudad esclarecida!"

Si en 1689 sólo habitaban la Isla 34 803 personas, para 1757 ya existían 145 877. La Habana y su cinturón productivo albergaba a 72 745 personas para un 49,9 % del total. Le seguían en importancia, Bayamo con 12 653 habitantes, Puerto Príncipe (Camagüey) con 12 000 y Santiago de Cuba con 11 793. No hay dudas de que el activo comercio de contrabando de Puerto Príncipe y Bayamo permitieron que se mantuviesen como los dos núcleos poblacionales que seguían en importancia a la capital. Pero en castigo a la rebeldía de Bayamo, la Corona no le otorgaba el título de ciudad. La toma de La Habana por los ingleses fue un impás en el conflicto interimperial, también fue una experiencia que traería consecuencias inmediatas; se asumió como una afrenta que debía ser cobrada.

  1. Al comercio de contrabando se le dio el nombre de "rescate" para encubrir su verdadero sentido. El término "rescate" debía usarse para referir el precio que había que pagar para recuperar a una persona o cosa (incluyendo ciudades) que se encontraban en manos del atacante. Al utilizarse este término, se encubría ante las autoridades de la Corona el comercio ilegal con los enemigos de España.
  2. Eduardo Torres-Cuevas: Historia de la Iglesia y de la religiosidad católicas en Cuba (Inédito).
  3. Silvestre de Balboa: "Espejo de Paciencia", en Pedro Agustín Morell de Santa Cruz: Historia de la Isla y Catedral de Cuba, Cuba Intelectual, La Habana, 1929.
  4. Hortensia Pichardo: Documentos para la Historia de Cuba, t. I, Ed. de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, p.154.
  5. Eduardo Torres-Cuevas: "Lo que le debe la independencia de los Estados Unidos a Cuba. Una ayuda olvidada", en revista Casa de las Américas, No. 218, enero-marzo del 2000, pp. 28-63.
  6. Citado por Olga Portuondo Zúñiga: "La consolidación de la sociedad criolla", Instituto de Historia de Cuba: La Colonia, Ed. Política, La Habana, 1994, pp. 209-210.