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Biblioteca:Historia de Cuba. La Colonia. Tomo I, Primera Parte Evolución socioeconómica y formación nacional de los orígenes hasta 1867/Conquista y colonización de la isla de Cuba (1492-1553)

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La Europa de la época del descubrimiento

En los años finales del siglo XV, cuando los europeos llegan al Nuevo Mundo, se está produciendo en el viejo continente la diso­lución de la formación económico-social feudal.

Desde el siglo XI, ese sistema había comenzado a debilitarse cuando comenzó la decadencia de los señores feudales, agobia­dos por los enormes gastos que les habían ocasionado las Cruzadas. A esta situación se sumaron, durante los siglos XIII y XIV, las luchas intestinas entre los dueños de los diferentes feudos y las sublevaciones de los campesinos que vivían en la miseria.

En el siglo XV los reyes, señores feudales por excelencia, se oponen a la fragmenta­ción feudal y comienzan a centralizar el po­der a través del control de la justicia, del establecimiento del sistema de impuesto y de la protección del comercio. Durante este proceso la burguesía —beneficiada por las medidas que se adoptaban—, se convirtió en un poderoso aliado de los monarcas.

Paulatinamente la economía comercial fue permeando y transformando el sistema feudal. Los señores feudales, necesitados de dinero para sus crecientes gastos, transi­taron de la renta en trabajo y en especie a la renta en dinero y poco a poco se fueron convirtiendo en modernos terratenientes. A partir de entonces se produjo una alianza coyuntural entre los reyes, los nuevos terra­tenientes y la burguesía para compartir los beneficios del poder político centralizado.

El siglo XV europeo se caracterizó por el desarrollo sistemático de la producción agraria que incrementó el excedente de producción destinado al intercambio. De igual forma se desarrollaron y adquirieron carácter permanente las rutas comerciales y las ferias para la exposición y venta de pro­ductos, lo que propició alianzas y tratados pero también guerras y rivalidades entre las diversas regiones europeas inmersas en el proceso de su definición como estados o na­ciones.

En ese lapso adquirieron fisonomía pro­pia los burgos, característicos de las ciuda­des emergentes de la Edad Media tardía. Paulatinamente se fueron incrementando los oficios con cierto detrimento de la agri­cultura y la consecuente concentración de los artesanos en las ciudades que se desa­rrollaron como centros de relaciones co­merciales.

Si bien la mayoría de la población no abandonaba absolutamente las labores agrícolas por el ejercicio de algún oficio o el comercio menor, estos iban requiriendo más dedicación a medida que aumentaba la demanda. En los oficios fueron evidenciándose diferencias económicas y sociales cuando los maestros, debido al inicio de la descomposición de los gremios, ocuparon posiciones más importantes que los oficia­les y los aprendices, quienes, en muchas ocasiones, quedaron en la condición per­manente de asalariados.

En las ciudades, ubicadas al inicio en cru­ces de caminos importantes, se practicaba el comercio. En algunos casos este era de mercancías caras y exóticas provenientes del Oriente, pero igualmente se intercam­biaban productos locales, tanto agropecua­rios como artesanales.

En los burgos y ciudades no solo se incre­mentó la producción artesanal en medio de la evidente contradicción entre los gremios y cofradías y aquellos que intentaban rom­per sus leyes y organización, sino que se de­sarrollaron los sistemas usurarios y los nú­cleos de comerciantes, de forma tal que co­menzó a definirse un tipo de burguesía ca­racterizado por realizar su acumulación dineraria sobre la base de la usura y el comer­cio. Esta nueva clase social fue el germen disolvente de la tradicional estructura me­dieval europea. En sus afanes comerciales financió empresas y contribuyó decidida­mente a sentar las bases de los futuros mer­cados nacionales con moneda única y sin barreras arancelarias, y a definir fronteras y estados supeditados hasta entonces a los grandes señores feudales, al prestar su apoyo al surgimiento de monarquías cen­tralizadas de las cuales fue una aliada cir­cunstancial.

Si bien durante este siglo se mantuvieron las grandes hambrunas, las epidemias gene­ralizadas y las guerras de corte feudal, tam­bién es cierto que disminuyeron en relación con los siglos anteriores. Las guerras en el Mediterráneo o en los mares del norte se caracterizaron por la búsqueda del predo­minio comercial. Las republiquetas italia­nas como Génova, Venecia y Florencia ri­valizaron entre sí por el dominio del Medi­terráneo; también se esforzó en esa direc­ción la zona catalana de la península Ibérica. Los más atrevidos viajes fuera de Euro­pa no estuvieron encubiertos por motivos eminentemente religiosos sino por las más claras intenciones de buscar rutas comer­ciales. La rivalidad europea con los otoma­nos se vinculó con el dominio de los cami­nos hacia los productos del Lejano Oriente. La caída de Constantinopla si bien no supri­mió totalmente el comercio con esa región sí lo encareció.

La nueva cultura ciudadana, impulsada por el activo desarrollo de la burguesía usu­rero-mercantil, implicó profundos cambios en las concepciones sobre la sociedad, la política y la ciencia. Desiderio Erasmo co­locó al individuo como centro de preocupa­ción intelectual con lo que sentó las bases del humanismo renacentista; el sacerdote franciscano Guillermo de Ocam se opuso a la teoría tomista de los Universales al colo­car el conocimiento en lo particular y expe­rimental y enfrentarse a la autoridad papal en lo relativo a las cuestiones terrenales; Nicolás Maquiavelo recepcionó la expe­riencia política de finales del siglo XV y le­gó al siglo siguiente una nueva concepción de la práctica política; los mercaderes retor­naban a Europa con una visión real del mundo asiático.

Mientras tanto, el papado se sumergía en una profunda crisis durante la cual la silla de San Pedro fue disputada por diversos países europeos que aspiraban a colocar en ella a sus partidarios. El desmembramiento del sacro imperio romano-germánico, la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, la ruptura de la concepción de in­tegridad de la cristiandad y el desarrollo del individualismo en el plano conceptual, sen­taron las bases para una nueva visión del mundo, que se apoyó en el desarrollo de nuevas técnicas y concepciones en las múl­tiples esferas del conocimiento.

A fines del siglo XV, se empiezan a arti­cular en Europa, a través de monarquías centralizadas, estados capaces de integrar sus diferentes grupos étnicos a partir de una misma estructura administrativa muy superior a la detentada hasta entonces por las ciudades estado italianas, que fueron pro­gresivamente superadas por una nueva or­ganización político-estatal. A este proceso evolutivo se incorporaron Castilla, Portu­gal, Francia e Inglaterra que lograron, gra­cias a la organización de sus monarquías, acaparar mayores recursos económicos co­mo consecuencia de la aplicación de la teo­ría mercantilista, de un rígido derecho su­cesorio y de la integración de la nobleza a su séquito al hacerle abandonar sus feudos an­cestrales e incorporarse a la nueva política.

En contraposición con el surgimiento de las monarquías centralizadas en Europa occidental, en las orientales se mantuvo la estructura anterior aunque influida por las demandas y posibilidades que el mercanti­lismo llevaba a otras zonas del mundo. Es­tos fueron los casos de los ducados de Varsovia y Moscovia. Las monarquías centrali­zadas, no obstante, no lograron imponerse en amplias zonas de Europa donde, a pesar del desarrollo de fuertes burguesías usure­ro-mercantiles, la especificidad de sus te­rritorios y economías no propiciaba aún esa integración. En ellas, las estructuras impe­riales, poco efectivas para el control regio­nal, o las republiquetas, ciudades de amplio control comercial pero no territorial, se mantuvieron. Ejemplo de esta tendencia fueron Alemania e Italia.

Las nuevas posibilidades de las monar­quías centralizadas quedaron demostradas con el hecho de que los portugueses prime­ro y los españoles después, estuvieran en condiciones de vencer los límites que, para la navegación, el comercio y la expansión en general, representaba el Atlántico. Ello se pudo realizar mediante la aplicación de nuevas técnicas y el avance científico de la época.

La España que arribó al Nuevo Mundo

En el transcurso de los siglos XI al XV, se fueron desarrollando y afianzando en Castilla instituciones de importancia. Esta re­gión resultó la promotora en las zonas cen­tral y oriental de la península Ibérica, junto con Portugal, del proceso de centralización que permitió emprender las exploraciones oceánicas y las conquistas ulteriores. Am­bas poseían los recursos materiales y técni­cos y los conocimientos científicos necesa­rios para realizar tales empresas.

A pesar de que en algunas zonas de Espa­ña comenzaban a desarrollarse relaciones económicas que se correspondían con el ca­pitalismo comercial y se iniciaba una lenta evolución en torno a la mesta[1] y a las activi­dades marítimas realizadas por los gallegos, vascos y andaluces, la base de su economía era esencialmente agropecuaria. Su insuficiencia para producir mercancías capaces de permitir el intercambio con el Oriente la obligaba a realizar pagos directos en oro y plata, circunstancia que provocaba una gran demanda de estos metales a la vez que acrecentaba el afán de buscar fuentes que le permitiera abastecerse de ellos.

La posibilidad para el desarrollo de una política de intercambio comercial y de ocu­pación territorial a favor de una metrópoli estuvo vinculada en España a las nuevas condiciones surgidas a partir de 1474 y 1479, fechas en que Isabel y Fernando, ca­sados desde 1469, detentaron respectiva­mente las coronas de Castilla y Aragón. De esta forma se establecieron las bases para una política de gobierno unitaria en la que influyeron concepciones feudales y modernas, de las cuales se desprendieron muchas de las definiciones y variantes de la colonización hispánica en los territorios america­nos.

Si bien el gobierno de los llamados Reyes Católicos[2] implicó formalmente un triunfo de la nobleza y el clero frente a la naciente burguesía citadina y a las capas y sectores medios, este se desarrolló sobre la base de una lucha de clases diferente al fortalecerse las posiciones de los comerciantes en las ciudades a la vez que se reorganizaban las finanzas y las rentas reales. Los monarcas también estimularon el proceso de renova­ción que se venía gestando en el seno de la nobleza castellana al elevar a altos cargos a personas de nuevo linaje, vinculadas a los intereses mercantilistas, a la vez que relega­ban a la antigua nobleza.

Esta situación exacerbó las luchas inter­nas entre los diferentes componentes de la aristocracia y entre esta y los municipios, y propició el triunfo de las fuerzas centralizadoras.

La nueva monarquía centralizada pro­movió la paulatina formación de un clero comprometido con sus intereses políticos y no con los de Roma, creó las instituciones comunes para Castilla y Aragón, aunque sin lograr una administración unitaria; estable­ció una estrategia encaminada a reducir los beneficios alcanzados por Portugal en el Atlántico, y revitalizó en el Mediterráneo una política expansiva sobre la base de una estrategia defendida por la burguesía y los nuevos linajes, que fue el resultado de un equilibrio de fuerzas cuyas modificaciones influyeron, como tendencia, en la política que se empezó a formar durante el reinado de los Reyes Católicos.

Paralelamente a este proceso, durante los siglos XI al XV, España desarrolló su Gue­rra de Reconquista contra los moros. La centralización de recursos, su uso más ra­cional y la apertura de nuevas fuentes de in­greso, facilitaron a los Reyes Católicos po­ner fin a la Reconquista con la toma de Gra­nada en enero de 1492. Al finalizar esta lar­ga guerra, quedaron sin empleo millares de hidalgos —especie de nobleza menor que despreciaba el trabajo por su condición so­cial—, cuya única profesión era la de las ar­mas. Estos hombres, como postulaba un re­frán de la época, solo tenían tres vías para ganarse la vida: Iglesia, mar o casa real. Sentían un particular desprecio por la vida propia y mucho más por la ajena y deseaban ansiosamente poseer tierras que les permi­tieran alcanzar el nivel social de los primo­génitos de sus familias. Las expediciones a ultramar les significarían una nueva vía pa­ra actividades militares.[3]

Se inició entonces la expansión comer­cial y la colonización de varias islas del ar­chipiélago canario,[4] empresa en la que se destacó Castilla a través del fuerte espíritu guerrero que muchos de sus hombres, de­seosos de adquirir tierras sin exponerse a las contrariedades que implicaba su valida­ción por parte de la Corona, habían adquiri­do durante la Reconquista.

La expansión hacia las Islas Canarias, concluida en 1496, implicó el fortaleci­miento de los intereses mercantiles y la apertura hacia el Atlántico, antecedente de la ruta hacia el Occidente utilizada por la Corona y por Cristóbal Colón a partir de las Capitulaciones de Santa Fé. Como expresa Morison, aquella empresa fue el "ensayo general" de la conquista de América.[5]

Las monarquías centralizadas de España y Portugal fueron las promotoras, tras la cri­sis del siglo XIV, del hallazgo de una vía pa­ra el comercio directo con el Oriente que, al eliminar a los intermediarios árabes, esta­bleciese las bases para una participación de sectores más amplios en el consumo de azúcar, especias y otras mercancías que hasta ese momento solo podían obtenerse a través de las ciudades italianas. La expan­sión de este intercambio y la llegada del oro a la península, africano primero y ame­ricano después, convirtieron a estos dos rei­nos en las sedes receptivas e intermediarias de la recién iniciada acumulación originaria del capital en Europa.

La empresa colombina

Tras el largo período de la Edad Media, durante el cual la cultura y los conocimien­tos científicos eran exclusivos de algunos eclesiásticos y de escasos laicos provenien­tes de la clase dominante, durante el siglo XV, en Europa comenzaron a ampliarse los horizontes de la filosofía, las ciencias y las artes. Los hombres despertaban de un letar­go secular y se interesaban por renovar y transformar el mundo en que vivían.

Mientras que en Europa, sobre todo en las ciudades italianas, florecían la econo­mía y la cultura, los turcos se ocupaban de expandirse hacia dicho continente. Este proceso llegó a su punto culminante con la toma de Constantinopla en 1453, que impli­có la ruina de los venecianos, genoveses, florentinos y todos aquellos que vivían del comercio de las especias. El enorme consu­mo europeo de productos provenientes del Asia a través del Mediterráneo quedó en manos de los turcos.

El comercio con el Oriente era una pieza clave en la fase usurero-mercantil del emergente desarrollo capitalista que se pro­ducía en Europa, razón por la cual resultaba de imperiosa necesidad la localización de una nueva ruta que, eludiendo la media­ción turca, permitiese comerciar directa­mente con los territorios asiáticos.

Comerciantes, marinos, banqueros y hombres de ciencia, sobre la base de los re­lativos conocimientos que existían de las rutas marítimas y los recientes descubrimientos científicos, se dedicaron a encon­trar una nueva vía que los condujera al Oriente. Uno de estos hombres fue Cristó­bal Colón, quien hizo todo lo posible por demostrar que la idea de llegar al Asia cru­zando el Atlántico no era un sueño. Para esto debía conseguir que su proyecto fuera fi­nanciado.[6]

A fines de 1483 y principios de 1484, Colón presentó su proyecto al rey Juan II de Portugal. Este fue rechazado, pues los sec­tores gobernantes del país se inclinaban a buscar el camino hacia las Indias mediante la circunnavegación del continente africa­no, criterio que la historia demostró era acertado. El futuro almirante partió enton­ces hacia el puerto de Palos acompañado por su hijo Diego.

Ya en España Colón se dirigió al conven­to de la Rábida donde se encontró con el pa­dre Antonio de Marchena, cosmógrafo y as­trólogo, quien lo apoyó decisivamente en sus gestiones ante la corte. El 20 de enero de 1486, el marino genovés fue recibido, por vez primera, por los soberanos españo­les a los cuales, ante una junta de eruditos, expuso su proyecto y dio a conocer sus sin­gulares teorías cosmográficas basadas en li­bros antiguos y textos sagrados, con el obje­tivo de impresionar a sus interlocutores. No obstante, la decisión fue negativa al consi­derarse el proyecto riesgoso e inseguro. La Corona, además, estimaba que el genovés aspiraba a un poder exagerado y pretendía reservarse una parte notable de las posibles ganancias.

El padre Marchena aconsejó a Colón per­manecer en el territorio y le viabilizó la re­lación con el rico y poderoso duque de Me­dina Sidonia. Esta gestión también resultó infructuosa. Se dirigió entonces el marino al puerto de Santa María, donde expuso su proyecto al duque Luis de la Cerca Medinacelli quien simpatizó con sus ideas y le pro­metió ayuda. El duque intercedió en la cor­te y ofreció financiar la empresa. La reina aceptó recibir nuevamente a Colón, pero aclaró que de realizarse el proyecto el Con­sejo de Castilla dispondría de los gastos so­bre la base de que este sería de la exclusiva competencia de sus soberanos.

Colón fue recibido nuevamente en el ve­rano de 1489, pero se le planteó esperar has­ta que concluyese la campaña contra los moros. Durante ese lapso se le permitía vi­vir en la corte.

Durante el otoño de 1491 el marino visitó nuevamente el convento de la Rábida. Allí conoció al padre Juan Pérez, quien había si­do confesor de la reina. Este se entusiasmó con el proyecto colombino y prometió su ayuda partiendo hacia la corte, ubicada en ese momento en Santa Fé.

Los monjes de la Rábida encaminaron sus gestiones por vías paralelas, pero más seguras: la de los acaudalados comercian­tes. Estos se presentaron ante la reina a fin de convencerla de las ventajas económicas del proyecto para el cual prometían un im­portante préstamo capaz de sufragar los gastos de la expedición.

El cambio de opinión de los reyes fue ra­dical. Si a fines de 1491 habían participado del fallo negativo de la comisión que estu­dió la propuesta, ahora, a pesar de la deci­sión nuevamente negativa del Consejo de Castilla, prefirieron atender las razones de la burguesía comercial y usuraria y partiendo de los préstamos que esta ofrecía a la Co­rona, reconsideraron aceleradamente su fa­llo anterior. Para la empresa, Colón solo pe­día a los soberanos 1 000 000 de maravedíes y a cambio prometía convertirlos en los reyes más poderosos de la cristiandad. El resto del dinero debía correr a cargo de ban­queros y comerciantes genoveses, florenti­nos y hebreos. Ante estos nuevos elemen­tos Fernando e Isabel hicieron regresar a Colón quien se encaminaba hacia la corte francesa para ofrecer su proyecto. Entre el fallo y su aceptación por la corte, solo mediaron cuatro meses. El 17 de abril de 1492, el rey y la reina habían aprobado el docu­mento contractual que debían suscribir con Colón, conocido con la denominación de Capitulaciones de Santa Fé. El contrato fue firmado en la población de este nombre, frente a la ciudad de Granada y no pasaba de ser una minuta "de acuerdo mutuo".[7]

Aunque en las Capitulaciones[8] no se ex­presa cuáles eran las islas y tierras a las que navegaría Colón, esto se aclaró al entregar­le un documento y cartas credenciales diri­gidas al Gran Khan. El propio Colón lo con­firmaría en su Diario[9] con continuas refe­rencias a este personaje, y a localizaciones geográficas como Cipango, Kinsay, Mangi, etc., todas del Asia y el Pacífico.

El documento se expresa por sí mismo y de él se deduce claramente el objetivo fun­ damental del primer viaje: establecer nexos comerciales y económicos con países del Lejano Oriente, China e India principal­mente, y no el de realizar operaciones mili­tares de conquista ni ocupación permanen­te. Los elementos objetivos que llevan a es­ta conclusión, además de lo expresado en el texto de las Capitulaciones son el hecho de que la expedición traía un armamento débil y escasa tripulación, y que, como se conoce, en las carabelas viajaba un hebreo bautiza­do, como traductor, que por sus conoci­mientos del árabe podía entenderse con los habitantes de los países musulmanes. A pe­sar de eso, el contrato no excluye la posibilidad de que se pudieran adquirir nuevas tie­rras hasta entonces desconocidas.

No obstante la Corona consideró siem­pre que esta era una empresa riesgosa y lo que la decidió a participar en ella fue la pre­sión ejercida por los prestamistas y la in­fluyente Iglesia quienes, con su aporte eco­nómico y respaldo moral, aseguraron el éxi­to en las gestiones finales que Colón debía realizar ante la Corona. Resueltos los pro­blemas financieros iniciales, comenzó la preparación práctica de la expedición, esca­sa en el aspecto pecuniario porque la Coro­na, a pesar de los préstamos recibidos, con­tinuaba viéndola con bastante recelo inver­sionista.[10]

El aporte oficial alcanzó solamente para sufragar la armazón de dos naves, pero co­mo en opinión de Colón era necesaria una tercera, cuyo apresto debía representar, aproximadamente, la octava parte de la in­versión total, se vio obligado a gestionar por sí mismo más dinero. Diversos investigado­res discrepan sobre la forma en que lo obtu­vo: si las autoridades y pobladores de la vi­lla de Palos aportaron algo o no; si Colón obtuvo financiamiento de la familia Pin­zón, marinos influyentes y experimentados que tenían múltiples relaciones con merca­deres y banqueros sevillanos; o si lo logró de Juanoto Berardi, factor o agente en Sevi­lla de los Médici, quienes gobernaban en aquellos momentos en Florencia y cuyos intereses financieros se confundían con los de esa república italiana, lo cierto es que consiguió lo que necesitaba. Lo más lógico es pensar que, teniendo en cuenta las cir­cunstancias, Colón no vacilara en aceptar cuanto aporte económico redundara en be­neficio de sus proyectos. Finalmente la ex­pedición se armó con tres naves —una nao y dos carabelas— la primera de poco más de 100 toneladas y otras dos que no rebasaban las 60 toneladas cada una, tripuladas por 87 hombres.

Según consta en los documentos de la época, las tripulaciones estaban integradas por experimentados marineros de la costa andaluza y algunos del mar Cantábrico. Además, por hombres libres pertenecientes a los estratos pobres ya mencionados, prin­cipalmente labriegos sin tierras e hidalgos. También embarcó para América otro discu­tido grupo: los sancionados a quienes se les amnistiaba o conmutaba la pena por la de destierro a Ultramar. Pero es preciso deli­mitar cuál es el verdadero alcance que tiene el concepto de "delincuente" en la España del siglo XV porque un error de apreciación puede llevar a confundir la verdadera índo­le de los delitos en aquella época[11] regida aún por arcaicos códigos medioevales co­mo el Fuero Viejo de Castilla, promulgado en 1356.[12]

Con esta expedición, modesta y heterogénea, se hizo Colón a la vela en la villa de Palos el 3 de agosto de 1492 y, tras una escala de breves días en las Canarias, arribó el 12 de octubre del propio año a una isla del archipiélago de las actuales Bahamas llamada por sus habitantes Guanahaní y rebautiza­da por él como San Salvador. Actualmente la opinión generalizada es que se trata de la isla de Watling.

Son bien conocidos los incidentes surgi­dos con la tripulación durante el trayecto desde España hasta San Salvador, controla­dos trabajosamente por los jefes, principal­mente Colón, por lo que no nos detendre­mos en ellos. Continuemos, pues, navegan­do entre las Bahamas, donde supo Colón de la existencia de una gran isla hacia el sur, nombrada Cuba, la que aparentemente aso­ció con Japón. Siguiendo las indicaciones de los lucayos que había incorporado a bor­do, avistaron las costas de dicho territorio al anochecer del 27 de octubre.

La mañana siguiente fondeaba Colón en un puerto que denominó San Salvador, ac­tual bahía de Bariay; y el día 29 zarpó rum­bo al oeste, pasó ante la boca de Jururú (Río de Luna) y entró en Gibara llamándola Río de Mares[13] de donde salió el 30 hacia el no­roeste, hasta divisar un "cabo lleno de pal­mas" por lo que lo designó como Cabo de Palmas, ahora punta de Uvero. Habiendo comenzado a soplar un norte, regresó el día 31 a Gibara, donde permaneció hasta el 12 de noviembre, carenando sus naves y reco­nociendo el interior del país.

Exploración colombina de Cuba en 1492.

En aquel momento Colón creía encon­trarse en las costas de China, por lo que el 2 de noviembre despachó al intérprete de la expedición, el converso Luis de Torres, acompañado por el marinero Rodríguez de Jerez, con las credenciales que había recibido de los Reyes Católicos para el Gran Khan. Después de caminar 12 leguas, los "em­bajadores" llegaron a una aldea grande en la actual región de Holguín. El único resul­tado práctico de esa empresa fue, al parecer, el descubrimiento del tabaco por los eu­ropeos.

Colón salió de Gibara la mañana del 12 de noviembre, siguió la costa en un rumbo próximo al este y bautizó la boca de Samá como Río del Sol. Navegó hasta el crepúsculo, que los sorprendió frente a un cabo (el actual cabo Lucrecia), al que puso por nom­bre Cabo de Cuba. Al día siguiente reconoció punta de Mulas y el acceso de la extensa bahía de Nipe que, por su tamaño, le pare­ció un estrecho. Puso proa al este, en busca de una isla a la que llamaban Babeque, pero fue obligado por un fuerte viento del no­roeste a buscar refugio; el día 14, viró hacia el sur, arribó cerca de cayo Moa; llegó a la bahía de Tánamo que llamó Mar de Nues­tra Señora y a la rada que se encuentra junto a su boca, donde estuvo hasta el día 19 de noviembre en que se hizo a la vela en direc­ción noroeste, en busca de Babeque. Des­pués de varias indecisiones y cambios de rumbos debidos probablemente a los vien­tos variables, en la mañana del 24 volvió a recalar en cayo Moa, que bautizó como Puerto de Santa Catalina, allí se mantuvo hasta el 26, que zarpó hacia el sureste. Des­pués divisó otro saliente costero al que de­nominó Cabo de Campana (punta de Plata) junto al cual le anocheció y al amanecer es­taba a 5 o 6 leguas al sureste de donde se ha­bía detenido la noche anterior. Retrocedió y avistó la costa entre punta Rama y punta Canas. En su recorrido por la costa, a partir de Cabo Campana, el ya Almirante recono­ció varios entrantes y los ríos Toa y Duaba. Al sureste del último halló un poblado grande que parece haber estado situado cerca de la punta Duaba. Remontada esta, en­contró la entrada al puerto de Baracoa, don­de fondeó el propio 27 y, como acostumbra­ba, lo colmó de elogios, llamándolo Puerto Santo. Permaneció en él a causa del tiempo, hasta el 4 de diciembre, que siguió reco­rriendo la costa hacia el sureste donde avis­tó otros salientes y entrantes así como la ba­hía del Yumurí. Al amanecer del día 5, des­cubrió la punta de Fraile, más tarde las es­calonadas terrazas de Maisí y la punta de este nombre, la que designó Cabo Alfa y Omega, "para indicar que era el principio o el fin del continente euroasiático, equiva­lente al Cabo de San Vicente en Europa".[14]

Dejando atrás Maisí, Colón intentó al­canzar Babeque y navegó hasta divisar las costas de Haití. En aguas haitianas encalló y perdió la nave Santa María la noche del 24 de diciembre; con sus maderos se cons­truyó un fuerte, La Navidad, donde perma­necieron, al regresar Colón a España, 39 vo­luntarios. Algunos historiadores estiman que en la permanencia de muchos influyó la circunstancia de que eran conversos, ra­zón por la cual preferían quedarse en las nuevas tierras antes que enfrentarse a la In­quisición en España. Este es el primer lugar en que se establecieron los españoles en América.

El 16 de enero de 1493, emprendió Colón el viaje de regreso, pero en vez de hacerlo por la misma vía que lo trajo a las Antillas tomó otra ruta que lo condujo a la zona de los contralisios, vientos que le empujaron hacia el viejo continente. De haber regresa­do por la ruta inicial, el retorno habría sido probablemente imposible. Este modo de efectuar el regreso es uno de los principales argumentos que esgrimen los partidarios de la teoría del predescubrimiento.

La vuelta de Colón con algunas muestras de oro —se ignora la cantidad— tan escaso en aquella época y el pequeño grupo de "indios" con rasgos mongoloides que había secuestrado, unido a los optimistas relatos del Almirante, despertaron entusiasmo en la corte y rápidamente se organizó otra expe­dición. El documento que orientó el segun­do viaje fue la Instrucción del Rey de la Reyna para Don Chist. Colón dado en Bar­celona el 29 de mayo de 1493.[15] El proyecto contemplaba el establecimiento de una co­lonia en La Española que serviría de base para futuras exploraciones. Se armó una flota de 17 naves aproximadamente, anima­les de crianza, semillas, herramientas y víveres para seis meses. Ninguna nación europea había realizado, hasta entonces, una expedición colonizadora ultramarina de tal envergadura, que requería gran cantidad de dinero. Fue el florentino Berardi quien aportó gruesas sumas, dirigiéndose posible­mente al rey Fernando, en un memorial donde trazaba una política de colonización y comercio.

Colón partió de Cádiz el 25 de septiem­bre para un segundo viaje y luego de llegar a las Antillas Menores y Puerto Rico, arribó a las proximidades del fuerte La Navidad el 28 de noviembre, lo encontró destruido y muerta su guarnición. Posteriormente, fun­dó más al este la ciudad de La Isabela, de donde zarpó el 24 de abril de 1494 "para explorar la tierra firme de las Indias",[16] es decir, Cuba.

Tras reconocer la punta de Maisí y su Ca­bo de Alfa y Omega, Colón comenzó a nave­gar a lo largo de la costa sur y entró en la ba­hía de Guantánamo, que llamó Puerto Grande. A partir de ahí —como dice Morison al referirse a la fase occidental de este viaje— se hace difícil descubrir su ruta por­que las dos obras en que los colombistas han basado su reconstrucción parecen ser apócrifas. La Historia de los Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel, atribuida a un supuesto e identificado Andrés Bernáldez[17] y la Historia del Almirante Cristóbal Colón, achacada a su hijo Hernando[18] han resulta­do falsas fuentes que contienen inexactitu­des y fábulas que impiden seguir con preci­sión la ruta del Almirante por la costa meri­dional de Cuba.

Exploración colombina de Cuba en 1494.

Podemos decir que navegó frente a las costas orientales, viró al sur y arribó a Ja­maica; más tarde retornó a Cuba, divisó ca­bo Cruz el 14 de mayo; penetró en el golfo de Guacanayabo hasta la boca del Cauto y se internó en su cayería. Exploró el Labe­rinto de las Doce Leguas y al parecer, fon­deó en cayo Caballones el 22 de mayo. Pro­siguió rumbo y entró en la bahía de Jagua, la que bautizó como Puerto de Misas. Al abandonarla, el 29 de mayo, siguió la costa hasta la bahía de Cochinos, avistó punta Palmillas en el talón de la península de Za­pata. Siguió al oeste por el golfo de Cazones, se adentró en la cayería al sur de la ciénaga y para escapar de ella, en busca de "la mar ancha" se desatracó de la costa y encontró la Isla de Pinos, que bautizó como Evan­gelista, el 3 de junio. Al dejar Isla de Pinos parece haber navegado hacia el noroeste, recalado por Guanímar, explorado poste­riormente el golfo de Batabanó y la ensena­da de la Broa, y tomado nuevamente hacia Occidente. Llegó a la actual ensenada de Cortés y vio que de ahí en adelante la costa iba hacia el mediodía por lo que creyó en­contrarse en el fondo de un gran golfo, for­mado por Cuba e Isla de Pinos, como lo muestra el mapa de Juan de la Cosa, que participó en este viaje, en el que ambas islas aparecen unidas.

El hecho de que desde Maisí "su navega­ción pasaba de trescientas treinta y cinco le­guas" le reafirmó a Colón la idea de que se encontraba frente a un continente que para él, partiendo de sus concepciones geográfi­cas, solo podía ser Asia. El 12 de junio, hizo al escribano de a bordo levantar un acta, que debieron asentir las tripulaciones, en la que afirmaba que se encontraba en "la Tie­rra firme del comienzo de las Indias y fin a quien en estas partes quisiere venir de Es­paña por Tierra". El Almirante creía —o si­mulaba creer—que había arribado a las cer­canías de la península de Malaca.[19] Al día siguiente iniciaba el viaje de retorno a La Española, con la desventaja de hacerlo con­tra viento y corriente, por lo que le tomó 25 días navegar 200 millas hacia barlovento, arribó a la bahía de Jagua el 7 de julio, de donde salió el día 8. Entrando en alta mar, reconoció el cabo Cruz el 18, desde donde puso proa hacia Jamaica con el propósito de bojearla, quizás pensando que esta isla era parte de su imaginado continente.

El Almirante no volvería a surcar aguas cubanas hasta su desastroso cuarto viaje en 1503, en que lo hizo en dos ocasiones. En la segunda de ellas insistiría en que Cuba era parte de Catay.

La noticia de la supuesta lle­gada de Colón al Asia, voló por Europa des­de su primer viaje. Por distintas razones, go­bernantes, humanistas y mercaderes se en­tusiasmaron ante aquella nueva. El Almi­rante había arribado a Lisboa el 6 de marzo de 1493 al regreso de su primer viaje y ya en la última semana de ese mes la Señoría de Florencia, aún en manos de los Médici, ha­bía sido informada de su regreso. La base de aquella conmoción fue una carta escrita por Colón a sus protectores Sánchez y Santágel, donde narraba con vivos colores y el estilo imaginativo que le caracterizaba, las asiáti­cas maravillas que había encontrado. Dicha carta fue impresa en breve tiempo en caste­llano, catalán y latín y publicada no solo en España e Italia, sino además fue repetida varias veces en París, Amberes y Basilea. Las más o menos abundantes muestras de oro que llevó Colón, unidas a sus exagera­dos relatos sobre ríos que arrastraban gran­des cantidades de ese metal, encandilaron a Europa, ávida de metales, particularmente a sus hombres de negocios, siempre limita­dos por la escasez de metálico. Más tarde, las minas de La Española, Cuba y Castilla del Oro y el saqueo de México y Perú convirtieron los sueños en realidad y contri­buyeron a acelerar el desarrollo de las so­ciedades europeas. Contradictoriamente, una de las primeras consecuencias políticas del "descubrimiento" en el ámbito europeo fue la caída de los Médici y el comienzo de la decadencia de su república. A pesar de que al inicio la casa bancaria de los Médici financió modestamente las empresas de Colón a través de Berardi, los genoveses, ri­vales económicos de los florentinos, ante el éxito del primer viaje, salieron de la inac­ción y además de continuar financiando las empresas portuguesas como antes, se traza­ron una estrategia de alta política para pre­cipitar la caída del banco florentino. La oca­sión les fue propicia cuando comenzaba a prepararse el segundo viaje de Colón —to­davía respaldado económicamente por Be­rardi— cuya sola organización ya dejaba uti­lidades. Esta situación coincidió con que el rey de Francia Carlos VIII pretendía invadir Italia con la intención de conquistar el rei­no de Nápoles. Pero él, como todos los mo­narcas europeos de aquella época, carecía de dinero y necesitaba gruesas sumas para reclutar un ejército. Los mercaderes geno­veses se lo facilitaron con un interés del 42%[20] y posiblemente con algunas otras condiciones políticas y económicas pues el paso de las tropas francesas por la Toscana no solo provocó la caída de los Médici sino que además precipitó la de su banco y dejó la vía libre a sus rivales genoveses, que se adueñaron del comercio americano.

Viendo los viajes hacia América en un sentido más limitado, se observa que como consecuencia de ellos, surgieron para España nuevas complicaciones económicas en el ámbito internacional, las que a su vez re­percutieron posteriormente en América. Algunos banqueros de Alemania y de Italia, que participaron en la empresa, fueron los que posterior y alternativamente se convir­tieron en partícipes de las riquezas que per­sonalmente llevaban a España los primeros conquistadores. La incapacidad económica de la metrópoli obraba en detrimento de sus colonias. Los cargamentos que arriba­ban a puerto español procedentes de Amé­rica, comenzaron a ser revendidos en parti­das menores a diversos mercaderes euro­peos quienes los transportaban a los más importantes mercados de Europa septen­trional, especialmente a la rica ciudad de Amberes, en los Países Bajos, que se convir­tió en el centro comercial de los tesoros que provenían de América en el siglo XVI tem­prano.

Las coronas francesa e inglesa, a pesar de que no eran el centro del comercio con América, se fortalecieron por ventajas indi­rectas de ese tráfico comercial. Obviamente también la Corona española. El resultado fue que rivalizaron entre sí y ello provocó costosas guerras que entablaron unos con­tra otros a todo lo largo del siglo XVI. Estos hechos repercutieron posteriormente en Cuba y se manifestaron, entre otros aspec­tos, en las actividades del corso, la piratería y el contrabando.

En Europa las monarquías pedían gran­des sumas a las casas comerciales y bancarias para poder sufragar los gastos que ocasionaban los conflictos bélicos, présta­mos que a menudo no podían pagar; llegó a establecerse un constante intercambio entre los monarcas deudores y los presta­mistas acreedores en el que, por supuesto, se beneficiaban los últimos. Luego, como consecuencia del "descubrimiento" de América, se desarrollaron el comercio y la industria y también se organizó el crédito. Es decir, que a partir del inicial tráfico de las riquezas de América, en especial del oro y la plata, se enriquecieron comer­ciantes y banqueros.

También se acrecentó la circulación de mercancías y se desarrolló la relación mercancía-dinero. El colonialismo impulsó los sistemas de créditos comerciales y proteccionistas y el endeudamiento de las casas reinantes europeas, de modo que consti­tuyó uno de los eslabones fundamentales en la acumulación originaria de capital en Europa occidental; en la creación de estruc­turas económicas que tendían a reducir la fragmentación regional, económica y so­cial, al viabilizar formaciones nacionales; y en la creación de sistemas mundiales colo­niales, bases sobre las que se desarrolló el sistema capitalista que se afianzó en Euro­pa. Obviamente la situación internacional de Europa repercutió en Cuba por sus ne­xos con la metrópoli y sus consecuencias se hicieron evidentes para los posteriores contingentes de colonizadores.

El colonialismo, a través de la llegada de metales preciosos a Europa, intensificó las relaciones monetarias que favorecieron el desarrollo de las condiciones mercantiles propiciadas por la paulatina transición del feudalismo al capitalismo.

Se produjo otra consecuencia más: un alza repentina de los precios, ya que la ulte­rior afluencia de grandes cantidades de oro y plata extraídas de las minas americanas acarreó el abaratamiento de los metales preciosos y el alza de los precios de las mer­cancías, aun de los artículos de primera ne­cesidad. El oro y la plata del continente americano convirtieron a España en el esta­do más poderoso de Europa en el siglo XVI desde los puntos de vista político y militar pero, paradójicamente, la hundieron en la pobreza, a consecuencia de la "revolución de los precios".[21] América significó un merca­do en expansión para los productos europeos y al mismo tiempo, una fuente de materias primas, sustancias medicinales y productos alimenticios. Simultáneamente la intro­ducción de distintas plantas americanas, como el ají o pimiento, el tomate, la calaba­za, el aguacate, la papa y el maíz, particularmente estas dos últimas, contribuyeron a aminorar las periódicas hambrunas que azotaron a Europa durante la Edad Media y aceleraron el crecimiento demográfico.

La fase insular de la colonización española. Su primera etapa

Cuando Colón arribó a España, su confirmación de que había llegado al Oriente por una vía más corta a la practicada por los portugueses, determinó que los reyes se apresuraran a tomar medidas, antes que otros reinos obtuvieran el dominio exclusivo de la nueva ruta comercial y de los territorios a ella vinculados. Para esto emprendieron maniobras dilatorias con la corte de Portu­gal, obtuvieron nuevas bulas papales que, sobre la base del derecho canónigo, redis­tribuyeron los territorios descubiertos en­tre Portugal y Castilla,[22] y aceleraron la or­ganización del segundo viaje colombino, destinado, entre otros objetivos, a convertir en una factoría el asentamiento de La Española.[23]

En los meses que mediaron entre el arribo de Colón a España el 15 de marzo de 1493 y su rápido retorno a América el 26 de noviembre del propio año, los reyes perfila­ron, en lo esencial, la estrategia ideológica, política y económica que debía empezarse a aplicar en la etapa inicial de la colonización. Una de las decisiones que tomaron fue que a diferencia de lo ocurrido en Canaria —donde se había propiciado la eliminación de la población—, en los territorios conquis­tados o por conquistar, se pondrían en prác­tica los patrones establecidos en Granada para someter la comunidad no católica a partir de las concesiones que, para ese em­peño, había establecido el Real Patronato Eclesiástico al permitir a la Corona de España proponer a los religiosos que desempe­ñarían los altos puestos eclesiásticos y dis­poner de los diezmos para el desarrollo de su política de conquista ideológica, justificación de su empresa asimiladora.[24] Los monarcas, por su parte, trabajaron con gran premura. Interrelacionaron las gestiones para la promulgación de las bulas alejandri­nas con la organización de una embajada que iría a Lisboa. Esta trataría de demorar, a través de conversaciones dilatadas, una po­sible utilización de la ruta occidental por los portugueses. De forma paralela y apre­surada prepararon una expedición de 16 navíos y 1 500 hombres con municiones, arti­llería, trigo, semillas, yeguas, caballos, he­rramientas y otras mercaderías que partiría hacia La Española para crear, bajo la direc­ción de Cristóbal Colón, la primera factoría española en América.

Para tal objetivo se contó con el concurso de hidalgos, campesinos, artesanos y funcionarios reales que dispondrían de un sueldo, fijado por la Corona con anteriori­dad, a fin de asegurar la supeditación de los intereses de los colonizadores a los de la monarquía y el Almirante.

Dicha proyección monopólica fue ratifi­cada en la Instrucción de Barcelona de 20 de mayo de 1493, cuyo objetivo fue ganar precisión en todo lo relacionado con la nue­va empresa mediante una ampliación de las Capitulaciones de Santa Fé. En lo pragmá­tico, por tanto, se confirmaba la doble con­dición de esta factoría para, por un lado, lo­grar beneficios con los que resarcir a los reyes, a Colón y a sus acreedores, de los gas­tos en que habían incurrido y, por otro, priorizar los viajes de exploración que de­bían acelerar el arribo al Asia.

La demora en alcanzar esta vía de comer­cio, unida al escaso oro que se obtenía y a la ausencia de una producción mercantilizable minó rápidamente las bases sobre las que se fundamentaba la creación de una factoría, razón por la cual Colón intentó po­ner en práctica otras vías de ganancias me­diante el envío de aborígenes a Europa (1494) para que fueran vendidos como es­clavos.[25] Esta alternativa, aceptada en un principio por los reyes, fue posteriormente rechazada por Isabel que consideraba el procedimiento contrario al interés de la Co­rona, la cual, según había precisado en 1493, pretendía convertir a los pobladores de América en vasallos de la monarquía.

La agobiante situación económica volvió a ponerse de manifiesto al fracasar, algo después, el intento del Almirante por esta­bilizar en La Española una recaudación anual de unos 10 000 000 de maravedíes a partir de tributos en oro, algodón y produc­tos de subsistencia. La imposibilidad de co­brar el total de las asignaciones, unida a la merma que ya empezaba a notarse entre la población aborigen y las consecuencias de la sublevación de una buena parte de los súbditos españoles capitaneados por Fran­cisco Roldan, llevaron a Colón a intentar en 1498, una modificación sustancial de las ba­ses sobre las que se sostenía la factoría; para esto ordenó —en contra de las anteriores ins­trucciones—, que se le entregasen tierras e indios a cada uno de los sublevados, con au­torización para utilizarlos en las siembras y en la búsqueda de oro.

La violación de las regulaciones sobre las que se había erigido la factoría, implicaba un reconocimiento por parte del Almirante de la imposibilidad de aplicar este tipo de economía a la realidad del territorio insular americano. A partir de este momento se ini­ciaron transformaciones que, además de cambiar el carácter de la colonia, modifica­ban la exclusividad que a favor de la Corona y Colón se había establecido desde la pro­mulgación de las Capitulaciones de Santa Fé en 1492. La Corona tuvo por tanto que abandonar su anterior estatismo intransi­gente y dar cauce a fórmulas capaces de per­mitir la participación de los particulares en la empresa, a partir del reconocimiento de la autoridad real, materializada en la po­testad de esta para repartir minas, hombres y territorios, a través del cobro de un quinto de los beneficios obtenidos.

La liquidación oficial del proyecto de la factoría fue consumada en 1499, por el juez pesquisidor Francisco de Bobadilla, encar­gado de investigar los desórdenes de la colonia. Este aprovechó su condición como delegado de la autoridad real para enviar a Colón de regreso a España, preso y encade­nado, y generalizar, simultáneamente, el sistema de repartimiento de indios y tierras que el Almirante había constreñido, hasta ese momento, a los complotados. Se inicia­ba así el desarrollo de una concepción de explotación agro-ganadera y minera basa­da en una relación comercial entre las futu­ras colonias y la metrópoli.

Los cambios que desde 1499 se introdujeron, al darles participación a hidalgos, labriegos y representantes de los sectores medios en la empresa colonizadora, se extendieron rápidamente a las empresas de exploración, al permitirles a pilotos y capitanes que promovieran, con la debida autorización real, viajes para ensanchar el horizonte de las tie­rras conocidas por los españoles allende la "Mar Océana".

No obstante, el nuevo estilo de la colonia no logró imponerse ipsofacto al desconocer los reyes algunas de las disposiciones de su juez pesquisidor que, en ocasiones, actuó por iniciativa propia, lo que originó distur­bios que no fueron del agrado de Isabel y Fernando. En 1501, se juzgó indispensable publicar una ordenanza especial que impo­nía severas sanciones a las personas que desde La Española, Gran Canaria o Sevilla intentaran, sin permiso especial, lanzarse a descubrir nuevas tierras. La estructuración de una nueva fórmula colonizadora no lo­gró consolidarse hasta 1502 cuando, con ese objetivo, arribó a La Española Nicolás de Ovando, con las potestades que le otorgaba el recién creado cargo de gobernador a él conferido.[26]

Inicios de la colonia por poblamiento

El nuevo tipo de colonia por poblamien­to, caracterizada por el traslado de un nú­mero importante de habitantes de la metró­poli a los territorios a ocupar, que se formó en Cuba a partir de 1510, se había estructurado previamente en La Española a partir de 1502, cuando Nicolás de Ovando llegó a la isla en una expedición de 30 naves y 1 200 hombres para dar una orientación definiti­va a dicha colonia sobre la base de una su­peditación de los intereses particulares a los específicos de la Corona. A tal efecto Ovan­do reguló las encomiendas y perfeccionó el funcionamiento de la Real Hacienda en consonancia con la creación de la Casa de Contratación de Sevilla, primera institución dirigida exclusivamente a los asuntos americanos.

La gestión de Ovando marcó el inicio de un tipo de colonización por poblamiento que resultó característico de la expansión española enmarcada en la etapa usurero-mercantil de la formación del capitalismo, en la que estaban presentes varias tenden­cias, y se destacaban entre ellas tanto el es­píritu de la baja edad media española como los alientos metalistas presentes en el auge de las ciudades y en el equilibrio que, a par­tir de sus posibilidades, logró establecer la monarquía centralizada entre los intereses de la nueva nobleza y los comerciantes.

La colonia de poblamiento provocó cambios sustanciales en las formas de ocupa­ción territorial que hasta ese momento se habían promovido en La Española. Al inte­rés inicial de establecer pocas concentra­ciones de habitantes y un mayor número de fuertes, sucedió ahora una clara confirma­ción de la nueva tendencia al incremento en el número de villas que se elevaron de 4 a 14. A esto se unió la generalización del sis­tema imperante "de repartir indios a los es­pañoles para que trabajen forzadamente pa­ra estos últimos en las minas y estancias, con la única condición de que (...) les ense­ñaran las cosas tocantes a la fe católica",[27] vertiente que se oficializó con el permiso otorgado en 1503 para que se extendiera el sistema de encomiendas. Este sistema ca­racterizó la forma de explotación de la fuer­za de trabajo aborigen y se desplegó en me­dio de la contradicción entre los intereses de la Corona y los de los colonizadores. Caracterizaba a la encomienda la dualidad en­tre su formulación jurídica y la realidad. Desde el punto de vista legal era un meca­nismo para cristianizar y para organizar el trabajo de la población aborigen. La inten­ción de la Corona era, una vez cristianiza­dos y convertidos a la cultura productiva española, transformarlos en vasallos. Pero en la práctica la encomienda fue un sistema de esclavización encubierta que dio apariencia legal a la más despiadada explotación de unos hombres por otros. A tenor de ella mi­les de indios fueron entregados a españoles cuyo interés no era cristianizar ni enseñar, sino utilizarlos en el trabajo de las minas, la agricultura y en otras labores.

La encomienda, como sistema de explotación de la fuerza de trabajo indígena, se formó debido a la imposibilidad de trasla­dar a los territorios ocupados las relaciones de producción feudales existentes en la metrópoli, no obstante, su implantación re­forzó las características medievales de la mentalidad de los conquistadores, quienes pretendían adquirir y acumular riquezas sin trabajar, utilizando para ello a otros hom­bres que debían atar de una u otra forma a la tierra a fin de que se ocuparan de las labores agrícolas y mineras. De este modo la enco­mienda se convirtió en una especie de es­clavización sui generis que mantenía la fic­ción legal de la libertad jurídica del indio, preconizada por la Corona, a la par que se correspondía con el esquema real que interesaba a los conquistadores. Las limitaciones de su concepción no solo se expresaron en el bajo nivel productivo logrado sino en su incapacidad para convertirse en un me­canismo permanente del sistema colonial. Los excesos cometidos con los aborígenes, constituyeron factores decisivos para su de­saparición como grupo social en las Anti­llas.

Con la estructuración definitiva de la colonia de poblamiento también tuvo lugar la formación del primer grupo social hegemónico gestado en esta parte del mundo. Su núcleo inicial estuvo integrado por los segundones —hidalgos— de la nobleza venidos a América y por miembros de los sectores medio de la sociedad castellana que, supe­ditados inicialmente a los rígidos moldes organizativos de la factoría, no habían podi­do lograr lo que a partir de la nueva etapa, por su propia gestión, comenzaban a procu­rarse: integrar el grupo primitivo de con­quistadores encomenderos al resultar be­neficiados por la entrega de tierras e indios.

Las posibilidades de una colonización semiestatal con la participación de los colo­nos hispanos residentes en América y los nuevos que vendrían de la península triun­fó, al incrementarse en forma apreciable el monto del oro que se extraía de La Españo­la, al punto de convertir en rentable una empresa que, hasta ese momento, poco o ningún beneficio había brindado a sus fun­dadores.[28]

El aumento de la producción por la generalización del sistema de encomiendas propició el decrecimiento de la población aborigen con el consecuente peligro de que se despoblara el enclave disponible para continuar la búsqueda de una nueva ruta a la tierra de las especias, dificultad que comen­zó a ser resuelta mediante la organización de huestes destinadas a capturar indígenas en otras islas, a fin de sustituir a los que mo­rían en los lavaderos de oro. Estas expedi­ciones permitieron conocer mejor las regio­nes circundantes y establecer las bases de lo que más tarde serían las huestes conquista­doras, encargadas de expandir el dominio español por el resto de las Antillas Mayores y del continente.

Al principio la posibilidad de propagar la colonización estuvo frenada tanto por los reyes como por el propio Cristóbal Colón, interesados ambos en establecer una línea de comercio estable con el Oriente y no en extender un proceso de asentamiento que, en La Española, les había procurado relati­vos dividendos. No obstante, desde 1495 los Reyes Católicos, sin desconocer los privile­gios fiscales del Almirante, autorizaron la participación de particulares en nuevos viajes de exploración y abrieron el acceso a nuevas tierras a todos aquellos que, sobre la base de su propio esfuerzo, intentaran po­blarlas.

Los viajes tercero y cuarto de Colón, uni­dos a los llamados viajes menores de Juan Díaz de Solís, Vicente Yáñez Pinzón, Américo Vespucio, Pedro Alonso Niño y a las exploraciones portuguesas, permitieron, a partir de 1502, disponer de información su­ficiente para concluir que no se había llega­do al Asia sino a un continente desconocido hasta entonces para los europeos, que debía ser sorteado para poder llegar a los reinos orientales. La aceptación de esta realidad propició un cambio en la táctica española, que alentó la expansión hacia otros territo­rios y se interesó en lograr el dominio de aquellos ubicados en la zona caribeña. Esta circunstancia dio inicio a un segundo mo­mento en la fase insular de la colonización hispánica al propagarse esta a partir de su primitivo asentamiento en La Española, al resto de las Antillas Mayores y a una por­ción del continente vinculada al extremo suroccidental del mar Caribe.

Evidencias del interés colonial por Cuba. Bojeo y exploración de la isla

Desde 1504 y posteriormente en reitera­das ocasiones, el rey Fernando se había di­rigido al gobernador de La Española, Nico­lás de Ovando para expresarle su interés por Cuba a la vez que se preocupaba por su con­dición insular y sus posibilidades económi­cas. Incluso ordenó la exploración de la isla para conocer la realidad, pero esta orienta­ción no fue cumplida hasta un lustro des­pués cuando, ante la insistencia, el gober­nador Ovando decidió enviar dos carabelas bajo el mando de Sebastián de Ocampo pa­ra recorrer sus costas.

No obstante, Cuba había sido objeto de varios reconocimientos con anterioridad. El primero en realizar este tipo de explora­ción había sido, como ya vimos, el propio Cristóbal Colón. Las penalidades por él su­fridas y la configuración de la costa sur fue­ron la causa de que se extendiera la tesis de que el país estaba lleno de pantanos, de que era insalubre y no existía oro. Afirmaciones estas que posiblemente influyeron para que Cuba fuera la última de las grandes Antillas en ser conquistada.

A estas exploraciones se sumaron posteriormente las de otros navegantes; unos se dedicaron a la caza de aborígenes para venderlos en La Española, y otros arribaron forzosamente a las costas cubanas al per­derse en el derrotero habitual de regreso a la primera colonia de América. Ejemplo de estas constantes visitas, muchas de ellas no registradas por los cronistas, fueron los via­jes de Juan Caboto y de Vicente Yáñez Pin­zón; en la nave de este último debió viajar Juan de la Cosa cuyo mapa muestra —como ya vimos— a Cuba como una isla y no como parte integrante del continente.

El bojeo de Cuba, aunque orientado, co­mo ya se expresara, por el rey Fernando du­rante el mandato de Nicolás de Ovando, no llegó a realizarse hasta que Diego Colón ocupó la dignidad de virrey, en cumpli­miento de las potestades concedidas a su fa­milia en las Capitulaciones de Santa Fé. En 1509, Sebastián de Ocampo, con el concur­so de dos carabelas, emprendió la circunnavegación del territorio para "tentar si por vía de paz se podría poblar de cristianos la isla de Cuba, y para sentir lo que se debía pre­ver, si caso fuese que los indios pusiesen en resistencia".[29]

Según la opinión de Fernández de Ovie­do, en los ocho meses que duró su periplo, Ocampo hizo muy poco salvo dejar cons­tancia oficial de la insularidad de Cuba, y referirse a la buena calidad de su suelo, a la condición pacífica de sus habitantes y a las posibilidades de someterla, sin mayores complicaciones, a un proceso de conquista. Es realmente escasa la información que te­nemos de su derrotero, excepción hecha de sus arribos a La Habana y Jagua. En la pri­mera alabó la existencia de pez con la cual calafateó sus embarcaciones —de ahí la de­nominación inicial de puerto de Carenas— y, en la segunda, resaltó la buena acogida de que fue objeto por parte de los aborígenes. Su viaje se relaciona con la pronta organiza­ción de una expedición que, para la con­quista de la isla, envió Diego Colón en 1510.

Segunda etapa de la fase insular de la colonización española

La política de expansión comercial y colonial definida por España en las Capitulaciones de Santa Fé y en las Instrucciones de Barcelona, empezó a variar desde 1508, debido a las dificultades para establecer una línea comercial con el Oriente por la vía oc­cidental y la certeza cada vez mayor, de la inmensidad de las regiones descubiertas. La priorización de la búsqueda de un paso interoceánico que permitiera arribar a Chi­na y Japón (Catay y Cipango) provocó que la presencia hispánica, hasta ese momento constreñida a la isla de La Española se ex­tendiera a todas las Antillas Mayores y a una porción de los actuales territorios de Colombia y Panamá, lo que dio inicio a un nuevo momento de la colonización española que, en sus perspectivas más generalizadoras, se extendió desde 1508 a 1522, etapa durante la cual Cuba fue incorporada al proceso de la conquista.

La expansión de la colonización a otros cinco espacios americanos, pese a supedi­tarse a los objetivos comerciales ya mencio­nados, tuvo para la metrópoli el inconve­niente de generalizar el carácter semiestatal que había adquirido la empresa coloni­zadora desde 1502. La autorización para so­juzgar nuevos territorios, a partir funda­mentalmente de los particulares y enco­menderos de La Española, implicaba favo­recer a estos grupos, capaces de articular objetivos diferentes a los propiciados por España. Para evitar el descubrimiento exce­sivo de estos, Fernando el Católico concibió un bien definido plan de prioridades, según el cual la conquista de nuevos territo­rios debía quedar limitada al área caribe­ña.[30] Por esa razón, el nuevo proceso de conquista que se inició en 1508 con el arribo de Juan Ponce de León a Puerto Ri­co, se extendió en 1509 a Veragua (Pana­má), Nueva Andalucía (Colombia) y Jamai­ca, por intermedio de Diego de Nicuesa, Alonso de Ojeda y Antonio Esquivel, res­pectivamente, y culminó en 1510 con la lle­gada de Diego Velázquez de Cuéllar a Cu­ba, con la finalidad de dominar el arco noroccidental y sur del mar Caribe mediante la ocupación de las Antillas Mayores y de una porción del litoral caribeño de la Amé­rica Central y del Sur.

La reina Isabel murió en 1504. Tras la regencia del cardenal Francisco Jiménez de Cisneros en el reino de Castilla, Fernando de Aragón asumió el gobierno centralizado de España (1507) para el cual se auxilió fundamentalmente de consejeros aragoneses: el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, el comendador Lope de Conchillos y el tesorero Manuel de Pasamonte. A partir de este mo­mento la política colonial siguió otros de­rroteros.

El rey estableció un sistema de priorida­des bien definido pero en la práctica este afrontó dificultades debido a la incapacidad de la estructura administrativa para asimi­lar el control de un mayor número de terri­torios eficientemente. Tampoco existían las definiciones programáticas capaces de integrar los cambios que se producían en una estrategia colonial. La necesidad de reorganizar los mecanismos administrati­vos de la Casa de Contratación, las aduanas y la Real Hacienda, de regular las enco­miendas de forma más precisa y de crear una legislación capaz de garantizar la posi­ción predominante de la Corona en Améri­ca con respecto a los grupos y estamentos que empezaban a formarse en los nuevos territorios, se hizo evidente.

Pese a todas estas medidas la Corona re­cibía una retribución en oro que era insignificante en relación con lo que había inverti­do. Esto se evidenció aún más ante el éxito de los portugueses en el Oriente tras el regreso, en 1503, de la expedición de Vasco de Gama.

Se imponía pues establecer procedimien­tos que permitieran a la Corona ir sortean­do las apetencias de los conquistadores en­comenderos, a los que tácitamente había que contentar y al mismo tiempo frenar, controlando su principal fuente de rique­zas: las encomiendas.

Con vista a resolver la situación se suscitaron en España amplios debates. Un pri­mer resultado fue la promulgación en 1512 de las Leyes de Burgos, primer cuerpo legal destinado a regir en los territorios america­nos y a normar en estos la actuación de los españoles.

Debido a lo dilatadas que resultaron las deliberaciones para la consecución de di­chas leyes, la Corona debió tomar algunas medidas con anterioridad a su aprobación, por ejemplo, la relativa a la inmediata fun­dación de obispados en las diferentes po­blaciones.[31] Tanto la creación de estos co­mo la de la Audiencia, en La Española, ini­ciaron el desarrollo de aquellas institucio­nes destinadas a frenar el paulatino fortale­cimiento de la tendencia a que la conquista de los nuevos territorios se desarrollase so­bre la base de empresas particulares y a que incrementasen los gérmenes sociales autó­nomos capaces de fortalecer y de reprodu­cir una vocación descentralizadora similar a la existente en España, tanto entre la no­bleza como en las municipalidades. La enorme distancia entre la metrópoli y sus territorios coloniales hacía más peligrosa aún esta inclinación.

Es en este segundo momento de la colonización insular, que la Corona define la porción del territorio americano en que va a empezar a incidir directamente, por lo cual puede considerarse que es a partir de 1508 cuando comienza realmente el proceso de conquista. Los efectos de este se extendie­ron a Cuba en 1510, cuando el antiguo te­niente del gobernador Ovando, Diego Velázquez de Cuéllar, organizó en la primera colonia de América la hueste que se encar­garía de promover la ocupación del territo­rio de la isla de Cuba, con todas las conse­cuencias que de este hecho se derivaron.

La conquista de Cuba. Diego Velázquez y su hueste

La supervivencia de la unión dinástica en­tre Aragón y Castilla, una vez que Fernando recuperó en 1507 la regencia de los reinos hispanos de manos de su hija Juana,[32] permitió, como ya expresamos, que los asuntos ameri­canos volviesen a reactivarse después de cier­to período de pasividad.

No obstante haber revitalizado su políti­ca centralista, la Corona empezó a tener di­ficultades apenas reinstalado Fernando el Católico en la regencia de Castilla, debido a que Diego Colón presentó un recurso para que se cumplieran, en su beneficio, las cláu­sulas que en las Capitulaciones de Santa Fé contemplaban concesiones a favor de su fa­milia, entre ellas, que se le concediera el cargo de virrey y gobernador perpetuo de las tierras "descubiertas" o por "descubrir" de las Indias, usar el oficio de almirante con la preeminencia y jurisdicción de que dis­frutaban los almirantes de Castilla, recibir la décima de oro, plata, perlas y otras cosas de valor, así como que no se nombrasen jueces de apelación, porque esto iba en per­juicio del virreinato y de la superioridad que solo él debía tener.

La formulación de estas demandas fue presentada a la fiscalía, y el pleito se ventiló ante el Consejo de Castilla que reconoció el derecho que asistía a Diego Colón para de­tentar la gobernación y administración de justicia en esta parte del mundo. Aunque el fallo del Consejo fue determinante para el nombramiento del segundo almirante, el monarca logró limitar las prerrogativas del cargo. Sobre este particular se emitió una Real Cédula (Arévalo, agosto de 1508), en la que se deja constancia de que la Corona continuaría el pleito judicial al acceder de hecho y no de derecho a las pretensiones de Diego Colón. A fines de diciembre la cédu­la fue refrendada, y en julio de 1509 Colón sustituyó a Nicolás Ovando en la gobernación de La Española.[33]

Las disposiciones de Fernando el Católi­co no arredraron a Diego Colón, quien, una vez en el cargo, tomó medidas dirigidas a hacer valer todas sus potestades y acrecen­tar la importancia del virreinato. Para lograr este objetivo sustituyó a los que en su de­marcación habían sido designados por Ovando, e incluso, por el propio rey, dando lugar a la formación de dos grupos antagó­nicos: el de los fernandistas, partidarios del rey y sus funcionarios y el de los seguidores de Diego Colón.

Una tirantez inusitada cobraron estas fuerzas cuando fue necesario organizar la expedición para la conquista de Cuba, a causa de las ventajas que pretendió obtener Diego Colón de todo lo relacionado con la empresa conquistadora. Con este objetivo apresuró el bojeo de la isla y promovió lo concerniente a la ocupación de sus tierras. Pero sus proyectos se estancaron a la hora de escoger a la persona encargada de orga­nizar la hueste de conquistadores. Mientras el virrey propuso a su tío Bartolomé Colón, el tesorero Miguel de Pasamonte optó por Diego Velázquez.

La mediación real favoreció finalmente a Velázquez, por lo cual al virrey no le quedó otra alternativa que aceptarlo, pero simultáneamente nombró a Francisco de Morales, hombre de su confianza, como segundo jefe de la expedición.

La hueste velazquista, integrada por unos 300 individuos, partió de la villa de Salvatierra de la Sabana en un día no precisado de 1510, para arribar a Cuba por el puerto de la Palma, en las inmediaciones de la actual bahía de Guantánamo, con el obje­tivo de establecerse y crear un comercio de rescate con los aborígenes.

El uso y abuso sobre los recursos natura­les y humanos, incrementó la resistencia armada de la población aborigen de Cuba y dificultó a Velázquez y sus seguidores la conquista del territorio. En ello tuvo un pa­pel destacado un cacique de la zona de Guahabá en La Española, quien se trasladó a la zona de Maisí para alertar a sus herma­nos; Hatuey o Yahatuey, calificado de pru­dente y esforzado por el clérigo Bartolomé de las Casas, disponía de informantes que desde Xaraguá le comunicaron con antela­ción la partida de los españoles. En Cuba organizó a grupos de aborígenes para en­frentar un posible desembarco por la zona en que se encontraban. A pesar de estar organizados, poco pudieron hacer contra la superioridad de la técnica, la organización y la cultura militar del español.

Tres meses después del desembarco, a los indígenas de Maisí no les quedó otra opción que replegarse ante sus pertinaces perseguidores. Los españoles consolidaron su triunfo inicial al apresar a Hatuey. Una vez en sus manos, y a manera de escarmiento, este cacique fue condenado a morir quema­do vivo en la hoguera por haberse opuesto a los designios de su majestad el rey de Espa­ña y haber presentado resistencia férrea e inclaudicable a la invasión europea. Hatuey quedó inscrito en los anales de nuestra his­toria como el primer héroe, el primer mártir y el primer organizador de la resistencia al colonialismo.

Fundación de Baracoa

La ocupación militar de la zona de Maisí por parte de los españoles no significó, de hecho, el fin de la resistencia indígena ni la solución de los problemas estratégico-económicos que afrontaba el grupo guerrero para consolidar su presencia en el área. Prueba de ello fue lo tardía que resultó la fundación de la villa de Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa, en el asentamiento escogido por Velázquez. Este emplazamiento estaba situado en un punto de la costa norte, favorecido por la presencia de los ríos Miel y Macaguanigua, y por la proximidad de un cerro que permitía su más eficaz defensa en caso de un ataque por tierra. Su fácil comunicación con La Espa­ñola y la localización de lavaderos de oro en las inmediaciones, completaban el conjun­to de condicionantes que influyeron en el teniente de gobernador para escoger esa zo­na como la más propicia para el primer esta­blecimiento de los hispanos en Cuba.

Aunque la elección del sitio data de finales de 1510, o principios de 1511, su transformación en villa —con todas las regulaciones que para ello existían— se produjo algo después, debido, entre otras razones, al plan estratégico concebido por Velázquez para estos años. La dispersión de la mayor parte de los indígenas de la zona de Maisí, la falta de autoridad del teniente de gober­nador para emprender la inmediata distri­bución de los aborígenes entre los conquis­tadores y, sobre todo, el temor a que la organización del trabajo forzado produjera la fuga de los pocos indígenas que permanecían en el territorio, determinaron que el hábil castellano demorara la conversión de Bara­coa en villa, hasta tanto sus tenientes Fran­cisco de Morales y Pánfilo de Narváez lograran la "pacificación" de los cacicazgos de Maniabón y Bayamo y, con ello, el re­torno de los aborígenes que, procedentes de Maisí, permanecían en esas tierras.

Mientras, en Baracoa, Velázquez comen­zó a tomar las medidas organizativas de acuerdo con el esquema habitual para em­presas de esa naturaleza.[34] Desde allí prepa­ró la segunda campaña de ocupación, dirigi­da ahora a otros dos objetivos militares muy importantes porque constituían las zonas más densamente pobladas de Cuba: al nor­te, las regiones llamadas por los aborígenes Baní, Maniabón y Barajagua; al sur las de Macaca, Guacanayabo y Bayamo. Todas es­taban situadas en la región más oriental de Cuba.[35]

La primera columna iba al mando de Francisco de Morales quien, como ya expu­simos, respondía a los intereses de Colón; la segunda, al de Pánfilo de Narváez. La re­sistencia indígena en ambas zonas fue dura­mente sofocada pero el ensañamiento y las indisciplinas de Morales sirvieron de pre­texto a Velázquez para librarse de un subordinado hostil a quien envió preso para La Española. En su sustitución designó como segundo a su adepto Narváez.

El interés de la metrópoli por culminar con rapidez la conquista de Cuba se relacio­na estrechamente con su objetivo de con­trolar la ruta marítima que se empezaba a definir. Para esto era imprescindible evitar que otra potencia, ignorando las bulas pa­pales, pudiese ocupar el territorio. Paralela­mente la Corona mantenía el interés por in­crementar las remesas de oro a partir de los posibles lavaderos de la isla. La interrelación entre estos objetivos y los de los con­quistadores aceleró la fundación de villas capaces de asegurar la permanencia en la localidad y sus contornos de todos aquellos que desearan obtener beneficios.

Estos objetivos fueron favorecidos en 1513 por la decisión del Consejo de Castilla de desestimar los reclamos de Diego Colón. Como resultado el rey obtuvo la autoridad exclusiva sobre los aborígenes y pudo con­ceder a Diego Velázquez el cargo de repar­tidor de indios. Entre 1513 y 1515, el Ade­lantado estuvo en condiciones de elaborar planes más ambiciosos y de expandir a todo el territorio de Cuba el esquema de domi­nio puesto en práctica en Maisí, Maniabón y parte de Bayamo, mediante la fundación de nuevas villas. Para este fin decidió obte­ner información antes de fundar enclave al­guno.

La difícil tarea fue encargada a Pánfilo de Narváez, quien tuvo a Juan de Grijalva co­mo segundo y al clérigo Bartolomé de las Casas como asesor. Cien españoles y más de 1 000 aborígenes partieron del valle del Cauto con la misión de reconocer los sitios favorables para la proliferación de lavade­ros de oro y ganar el compromiso de lealtad al rey de España de todas las tribus y comu­nidades diseminadas en las zonas a que se extendiera su desplazamiento. La hueste, a la que posteriormente se unieron 52 solda­dos, tenía la orden de Velázquez de que el reconocimiento de la autoridad de los espa­ñoles debía ser por métodos pacíficos. Esta orientación se debía a la concepción de que la mayor riqueza de la isla era la masa de in­dios que producía los artículos necesarios y debía ser convertida en fuerza de trabajo para los lavaderos de oro y para el cultivo de la tierra, en tanto los españoles no consti­tuían fuerza productiva alguna, sino que so­lo eran usufructuarios de los beneficios ob­tenidos.

No obstante, la limitada comprensión de estos objetivos por parte de las fuerzas en­viadas a adentrarse en el territorio de Cuba, produjo efectos diferentes. En primer lugar los conquistadores no los respetaron y co­menzaron a cometer violaciones, asesina­tos y todo tipo de desmanes por medio de la fuerza, sin establecer distinciones entre los grupos que les ofrecían resistencia y aquellos que los recibían pacíficamente. Ejem­plo de ello fue lo ocurrido en Camagüey, donde los españoles abusaron de las muje­res y tomaron por la fuerza bienes y alimen­tos. Ante tales abusos, capaces de dar al traste con la misión encomendada, Narváez aceptó poner en práctica la sugerencia de Las Casas de crear un destacamento de van­guardia, que adelantándose al grueso de la tropa lograra, mediante métodos persuasivos, evitar la resistencia de los naturales y los excesos de los conquistadores. Tales precauciones resultaron infructuosas y en el poblado de Caonao, por ejemplo, los con­quistadores arremetieron contra unos 2 000 aborígenes sin que mediara causa justifica­da alguna, y perpetraron un verdadero ge­nocidio que ha quedado grabado en nuestra historia.

Estos acontecimientos ocasionaron en la zona centro-occidental de Cuba los mis­mos efectos que en Oriente provocó la eje­cución de Hatuey. El homicidio de Caguax y la mayor parte de sus hombres, suscitó la dispersión de los pobladores que huyeron hacia el mar para refugiarse en unas peque­ñas islas. Esta acción punitiva allanó el ca­mino para el rápido avance de los hombres de Narváez sobre la base de la superioridad de las armas españolas, aunque no impidió que los aborígenes implantaran nuevos mé­todos de resistencia a la hueste que avanzó por la costa hacia el occidente y centro de Cuba. En este periplo se hizo un alto en las inmediaciones de Caibarién donde encontraron algún oro y fueron informados de que más al sur, en las elevaciones del Escambray, podrían encontrar mayor canti­dad del precioso metal. Durante su estancia en la zona, Las Casas envió mensajeros indígenas a La Habana con el fin de rescatar a varios españoles que permanecían cauti­vos. De regreso fueron entregadas al clérigo dos mujeres, sobrevivientes de una expedi­ción de 27 personas, eliminadas en el puer­to que, debido a este hecho, se conoce co­mo Matanzas.

Una vez concluido su itinerario costero, este grupo llegó a La Habana, donde fueron recibidos con alimentos por los principales jefes de las tribus del territorio. Debido a la cercanía de las costas norte y sur, los espa­ñoles organizaron correrías por uno y otro litoral sin que encontraran evidencias apreciables de oro. Ocupados en esa labor reci­bieron noticias de que en la actual bahía de La Habana había recalado un bergantín, cuya tripulación les informó que debían in­terrumpir su ya casi finalizada exploración y trasladarse a Jagua, donde debían reunir­se con Diego Velázquez.

Posibles rutas de ocupación de Cuba.

Fundación de las siete primeras villas

En octubre de 1513, Velázquez abandonó Baracoa para consolidar la labor iniciada por Narváez mediante la fundación de nue­vas villas. Con la unión de las fuerzas de ambos jefes en Jagua, se dieron por conclui­das, en lo esencial, las exploraciones desarrolladas por este último. La fundación de seis nuevas villas se extendió hasta el vera­no de 1515 y estableció las bases para una dominación que, con modalidades distin­tas, perduró hasta finales del siglo XIX.

Las sabanas y los bosques cercanos a las costas, fueron los dos paisajes geográficos escogidos por los españoles para erigir sus primeras villas. En la selección de esos lu­gares tuvieron en cuenta diversos factores, entre los que se destacan: la facilidad para una rápida comunicación con La Española, Nueva Andalucía y Veragua; las peculiari­dades estratégicas que permitieran evitar, con la ocupación total de la isla, el posible arraigo de una población extranjera; la pre­sencia de minerales preciosos, en especial del oro; y la existencia de fuerza de trabajo abundante para poner en explotación los recursos naturales y asegurar la estabilidad del asentamiento.[36]

Siguiendo los criterios apuntados partió Velázquez de Nuestra Señora de la Asun­ción de Baracoa el 4 de octubre de 1513. El primer lugar escogido fue Bayamo, situado en una zona de fuerte asentamiento indíge­na que permitiría a los conquistadores do­minar la importante cuenca del Cauto y, a través de ella, un extenso territorio. Ade­más resultaba propicia para el desarrollo de actividades económicas debido a la existen­cia de lavaderos de oro y suelos favorables para la cría de ganado y la siembra de cultivos de subsistencia.[37]

En el momento en que Velázquez fundó Baracoa poseía, como expresamos anterior­mente, la autoridad para repartir directa­mente los indios, sin necesidad de recurrir al subterfugio del sistema de demora antes utilizado, que permitía ocuparlos en el tra­bajo durante cierto tiempo. Gracias a un conjunto de provisiones reales las concesio­nes de Velázquez tenían el rango de enco­miendas. Esta facultad fue utilizada profusamente en la fundación de los restantes enclaves. En enero de 1514, los conquistadores iniciaron la fundación de la villa de la Santísima Trinidad en una de las riberas del río Arimao, zona de oro y buenos suelos. Aun sin concluir las labores correspondien­tes al establecimiento permanente de una población en la primitiva Trinidad (Jagua), dos grupos de hombres salieron de la de­marcación con el objetivo de establecer nuevas villas. Uno, al mando de Narváez, se dirigió hacia el occidente. El otro grupo, su­peditado directamente a Velázquez, se diri­gió a la parte central del país.

Ubicación tentativa de las primeras villas.

Entre abril y mayo de 1514, ambas expediciones habían materializado sus objetivos. Narváez fundó la villa de San Cristóbal de La Habana y, casi simultáneamente, Ve­lázquez estableció la de Sancti Spíritus. No ha podido precisarse cuál de ellas fue la pri­mera en erigirse.

Con respecto a la fundación de La Haba­na existen contradicciones en relación con el primer lugar de su emplazamiento en la costa sur. El asentamiento se realizó junto a un río o su desembocadura y no quedaron restos de este. Años más tarde, alrededor de 1519, surgieron otras motivaciones estraté­gicas y económicas y la villa de San Cristó­bal de La Habana se trasladó a la costa nor­te, para esto se tuvo en cuenta la necesidad de disponer de un asentamiento español en la dilatada región que mediaba entre la villa de Trinidad y el cabo de San Antonio, y se prefirió para ello una porción del territorio al que arribaban constantemente embarca­ciones procedentes de Castilla del Oro que, al desviarse de su ruta, encallaban en esta costa. La ubicación de La Habana permiti­ría utilizarla como frontera o zona de ex­pansión para extender la colonización hacia las regiones aledañas al golfo de México.[38]

Después de las fundaciones de La Haba­na y Sancti Spíritus, el proceso de estableci­miento de nuevas poblaciones sufrió una interrupción de un año.

Entre junio y julio de 1515, se recibió la orden del monarca de erigir la villa de Santa María del Puerto del Príncipe en la norteña y bien ubicada rada de Nuevitas. Con esta decisión fue posible disponer de un enclave más propicio que el de Baracoa para la reca­lada de los buques que, usando la ruta del Paso de los Vientos, se dirigían al Canal Viejo de Bahamas para emprender el cami­no de regreso a España.

En julio de 1515, Velázquez se dirigió a la zona oriental de la isla donde, a finales de agosto, en un lugar aún no precisado, fundó la séptima y última villa, Santiago de Cuba, que fue escogida como sede del gobierno y del quintado del oro. De esta forma culmi­nó el proceso de conquista del territorio que se había iniciado en octubre de 1513.

Posteriormente, algunas de las villas fundadas fueron trasladadas de su ubicación geográfica inicial, solo Santiago de Cuba y Baracoa permanecieron, aproximadamen­te, en los sitios donde fueron fundadas. Las restantes cambiaron de lugar en diversas ocasiones, bien para aproximarse a las mi­nas, bien para hacerlo a concentraciones de población aborigen, o para mejorar su posi­ción geográfica.

Poco tiempo después, comenzó a surgir al norte de la actual provincia de Villa Clara otro centro poblacional, El Cayo o la Zavana, que más tarde se convirtió en la villa de Remedios.

Estos ocho núcleos poblacionales crearon sus zonas de cultivo en los terrenos cir­cundantes y fueron constituyendo, paulati­namente, puntos de irradiación que en un largo proceso convirtieron el espacio geo­gráfico de la isla en diversos complejos re­gionales socioeconómicos.

A estos asentamientos españoles debe añadirse la permanencia de asentamientos aborígenes que, con otro estadio evolutivo y diferentes características, dieron origen a otras poblaciones, según muestran recien­tes hallazgos arqueológicos realizados por la Academia de Ciencias de Cuba.[39]

Características socioeconómicas de la etapa: villas, vecindades y repartimientos de tierras

Los procesos de conquista y colonización efectuados en América tuvieron peculiari­dades que se manifestaron en la forma en que se produjo la apropiación de la tierra, en el régimen de trabajo que se aplicó a la población aborigen y en la estrategia pobla­cional. A diferencia de lo ocurrido durante el proceso de la Reconquista en España, du­rante el cual los hombres y las tierras arre­batados a los moros eran repartidos entre los nobles acorde con la concepción feudal que aún predominaba, en América los monarcas fueron más cautelosos; si bien Cris­tóbal Colón distribuyó en La Española sola­res y capellanías de tierras entre sus hom­bres, no incluyó el reparto de aborígenes pues estos estaban supeditados a la autori­dad real.

En 1496, en un acto de rebeldía, los sobrevivientes del heterogéneo grupo de indi­viduos que acompañó a Colón en su segundo viaje, lidereados por el hidalgo Francis­co Roldán, propiciaron esquemas de ocupa­ción territorial y de utilización de la fuerza de trabajo aborigen en la zona de Jaraguá en La Española, diferentes a los que hasta ese momento se aplicaban. Esta nueva forma de repartimientos de tierras e indios se basaba en los sistemas de vecindad y de enco­miendas. Según las regulaciones estableci­das, la entrega de tierras e indios dependía de la permanencia en ese lugar del español que por esta razón adquiría la condición de vecino. Esta modalidad de colonización, que ha sido llamada de poblamiento, se ge­neralizó también entre los hombres que lle­garon con el Adelantado Bartolomé Colón. Para acabar con las violaciones, los reyes enviaron en 1502 a Nicolás de Ovando, pero él y sus seguidores, lejos de modificar la si­tuación, incrementaron los repartimientos sobre la base de la vecindad al extender la presencia española a toda la isla y entregar los indios que aún no habían sido consigna­dos. Ovando justificó su actitud ante los monarcas sobre la base del reconocimiento de que si los aborígenes no eran obligados a trabajar para los españoles la colonia se despoblaría. En 1503, los reyes se decidieron a legalizar el sistema de encomienda, que quedó supeditado a la permanencia de los conquistadores en las villas. Estos enclaves constituyeron las bases fundamentales para la expansión y asentamiento del dominio colonial.

Al producirse la conquista de Cuba. Die­go Velázquez, quien había aplicado el siste­ma de vecindad en La Española, lo trasladó a Cuba según las instrucciones de Ovando. Esta es la razón por la cual el modo de ocu­pación territorial se basó en la creación de villas, estratégicamente ubicadas en zonas aledañas a la costa. Estas pequeñas unida­des poblacionales constituyeron los centros para el inicio de la penetración en los espa­cios geográficos circunterrestres, para el nexo comercial y como puntos de partida para la exploración y conquista de otras regiones americanas.

La villa empleó una concepción econó­mica, política y administrativa cuyo modelo original se encuentra en la península Ibéri­ca, pero su establecimiento en Cuba se de­sarrolló encubriendo las verdaderas inten­ciones de los colonizadores. Si bien la Co­rona desarrollaba una autoridad sobre este tipo de organización, la villa, a su vez, crea­ba un sistema de administración sobre la base de la relación entre los vecinos, los re­gidores y los alcaldes. La condición de veci­no implicaba una permanencia en la zona, la cual se revertía en un conjunto de dere­chos que iban desde el repartimiento de in­dios y tierras hasta el de ser elegido o elegir a los regidores que formaban el cabildo —gobierno local— de la villa; estos últimos, a su vez, elegían al alcalde. De aquí que na­ciese, desde los orígenes de las villas, una dualidad en la cual cabildo y alcalde res­pondían a intereses locales, mientras que los funcionarios reales (gobernadores, oi­dores, etc.) debían velar por el cumplimien­to de las disposiciones e intereses del rey. Las prerrogativas de las villas, constituidas por los vecinos, se vincularon con el proce­so de repartimiento de indios, con la explo­tación minera y con la posesión de la tierra.

Aunque Velázquez no tenía autorización real para otorgar mercedes de tierras, debi­do a su condición de teniente gobernador del virrey Colón, repartió tierras e indios a los miembros de su hueste guerrera, hecho que resultó aprobado por Real Cédula de 21 de diciembre de 1516. Estos primeros repar­timientos estuvieron marcados por el inte­rés en la búsqueda de oro, por lo que la tie­rra tuvo un valor secundario: el de producir para la subsistencia de colonos, indios y otras personas. La riqueza y el poder de un colonizador se medía por el número de in­dios encomendados y no por la cantidad de tierras.

En los documentos relacionados con asignaciones de tierras a los primeros veci­nos, se distinguen dos tipos complementa­rios de entregas: los solares, en las villas; y las tierras de labor en la periferia de estas. Dentro de la villa el solar determinó el lugar de vivienda, casi siempre acompañado de una huerta en su patio. Las tierras de labor dieron origen a las primitivas estancias. Las medidas originales de estas tierras debieron ser la caballería y la peonía en dependencia de la calidad del vecino, y no se ajustan a las definiciones tradicionales de esas medidas. Lo que sirvió para determinar qué era una caballería y qué una peonía, fue el cultivo indígena de los montones de yuca. Según los documentos de la época, una caballería es el espacio de tierra en el que se encuen­tran 200 000 montones de yuca. La peonía era el terreno ocupado por 100 000; de ma­nera que una peonía era la mitad de una ca­ballería.[40] Aunque es posible que la segunda se usara como medida agraria en los prime­ros tiempos de la colonización, es un hecho que tuvo poca vigencia. Lo cierto es que el término peón pronto se trasladó al indio y desapareció como medida agraria. Tiempo después se generalizaría para los trabajado­res manuales. La caballería, en cambio, subsistió y evolucionó como medida para designar las extensiones de tierras en Cuba. Las tierras de labor, basadas en los montones de yuca, comenzaron a ser denomina­das, casi simultáneamente, estancias, en la medida en que se dejó de cultivar yuca solamente y se amplió el número de productos cultivados.[41] De esta forma las estancias que crecían alrededor de las villas comen­zaron a cultivar plantas traídas de Europa que se sembraban y cosechaban al estilo del Viejo Continente. De ahí que se le llamase conuco a los cultivos de origen indígena (por la forma de cono chico que tenían los montones), cultivados con técnica aborigen, y huerta a las siembras de productos euro­peos, cultivados en su estilo originario. Un lugar especial dentro de la estancia tuvieron los platanales. Estos constituían unidades mixtas por aglutinar cultivos tanto euro­peos como aborígenes; también existía en ellos ganado porcino y antes de 1520 ya se había introducido la caña de azúcar, que de­bido a las características del suelo y al clima se difundió con rapidez. Cultivos aboríge­nes como el tabaco y la yuca se mantuvie­ron dentro de la producción estanciera. Es­ta última sirvió de base para la producción del casabe o pan de la tierra que no solo sus­tituyó al pan de trigo que debía importarse de España sino que, además, se convirtió en el primer renglón comercializable producto de la agricultura de la isla.[42]

Al doble carácter de producción europea e indígena de la primitiva estancia se unió su condición mixta, agraria y ganadera. Desde el primer momento Velázquez y sus hombres introdujeron en Cuba animales de valor económico como toros, vacas, cabras, caballos, puercos, asnos, carneros y aves de corral. Las condiciones climáticas y de ve­getación favorecieron la procreación de al­gunas de estas especies mientras que otras apenas se mantenían. En particular el gana­do vacuno y porcino se reprodujo con rapi­dez.

Un porcentaje elevado escapaba de las estancias. Toros y vacas encontraron un ha­bitat en las sabanas del interior de la isla mientras los puercos se refugiaron en los montes. Esta situación trajo como conse­cuencia la formación de un ganado cima­rrón[43] que se multiplicó extraordinaria­mente en las primeras cuatro décadas de su establecimiento en Cuba y que, para la se­gunda mitad del siglo se convertiría en la principal riqueza del país. Un carácter particular presenta la estan­cia por el tipo de fuerza de trabajo que utili­za. En los repartimientos de indios, los es­pañoles dedicaron una parte de ellos a la búsqueda y obtención del oro y otra a la producción de alimentos en las estancias. El sistema por el cual se distribuyó esa fuer­za de trabajo es el conocido como por com­pañía, denominación que puede derivarse del hecho de poner unidos a los indios de un mismo cacique o pueblo en las labores productivas —según se desprende de la afir­mación hecha por fray Bernandino de Manzaneda— o de la asociación de dos o más es­pañoles, mediante la cual uno ponía los in­dios en la minería y otro en la producción de alimentos, según señalaban las Orde­nanzas de Zaragoza de 1518.[44] Por esta ra­zón la estancia implicó la convivencia de españoles e indios y su interrelación estre­cha. Al introducirse nuevos cultivos, apare­cieron los primeros negros; mientras el cultivo de la yuca siempre estuvo asociado al indio, el de la caña de azúcar lo estuvo al ne­gro. Ello implicó una división interna del trabajo en la cual los europeos, como usu­fructuarios de la tierra, o como administra­dores o mayorales, dirigían, fiscalizaban y organizaban las actividades, los indios tra­bajaban en ciertos renglones productivos y los negros en otros. La presencia del espa­ñol, el indio y el africano en una misma unidad productiva —sobre la base de sus res­pectivas experiencias productivas y una in­cipiente división del trabajo—, en un medio natural específico e impulsados por necesi­dades productivas y sociales nuevas, constituyeron la primera experiencia de un sin­cretismo económico-agrario y de una inte­racción socio-cultural estratificada. La estancia no fue la base del desarrollo de las estructuras latifundiarias en Cuba, cuyo ori­gen está en el sistema de mercedación de tierras que empezó a desarrollarse a partir de la década de los años 30. No obstante, estos primeros intentos de explotación agro-ganadera en Cuba están marcados por la desposesión del indio, la destrucción de sus bases poblacionales, el traslado arbitrario a nuevas zonas y la apropiación forzada de los territorios.

Desde el punto de vista legal el problema de la tierra en Cuba fue el resultado de una rara combinación entre la utilización de la letra y el espíritu de las regulaciones espa­ñolas y su aplicación arbitraria a la realidad americana. Las concesiones de tierras se efectuaron dentro de una determinada rela­ción jerárquica. Estas fueron concedidas a perpetuidad a los primeros conquistadores y vecinos. En ciertas ocasiones la vecindad continuada por espacio de cuatro años era requisito indispensable para adquirir la po­sesión de la tierra y, con esta, el derecho a enajenarla, es decir, hacer con ella lo que el vecino estimase, como venderla. Si de he­cho la tierra era su propiedad, de derecho era solo su posesión. Jurídicamente el úni­co propietario de la tierra era el rey, mien­tras que las personas que la recibían por merced del monarca a través del cabildo de la villa, eran solo sus usufructuarios. Así, en los inicios, cuando un vecino fallecía, era encarcelado, o sencillamente se ausentaba, los indios vacos (vacantes) eran entregados a otro vecino, el cual se veía obligado a comprar la merced abandonada. Durante años la Corona se resistió a entregar merce­des de tierras, por lo que hubo que apelar a otros sistemas que encontraran cierta justi­ficación en la legislación peninsular.

Independientemente de las características de las primeras distribuciones de tie­rras, estas no tenían base legal pues su úni­co origen era el uso de la violencia y el frau­de. Por ello se hizo necesaria una justifica­ción jurídica de la forma violenta con que había comenzado el reparto de tierras entre los colonizadores. Se alegó entonces que este se amparaba en un antiguo sistema es­pañol medieval surgido en los siglos IX y X: la presura.

El sistema de la presura consistía en el poblamiento o repoblamiento de tierras consideradas abandonadas o yermas. Había sido utilizado en los territorios del valle del Duero, en la península Ibérica, como com­plemento económico-social a la acción de la Reconquista española. En América, sin embargo, su objetivo fue totalmente distin­to. En Europa se trataba de buscar la crea­ción de comunidades agrícolas, pero en el Nuevo Mundo funcionó exclusivamente como un instrumento jurídico para justifi­car la desposesión inicial de los indios y la repartición de sus tierras.

Sobre la base de esta concepción que falseaba la realidad, pues la presura no se aplicaba a las tierras abandonadas sino a la desposesión del indio y a la violación de lo que establecían las propias leyes y tradiciones españolas en cuanto al derecho de las comunidades y del Estado, se justificaron los primeros repartimientos de tierras. Por ello, el origen de la propiedad agraria en Cuba fue fruto del fraude y la violencia.

La presencia de la villa como unidad fundamental de la colonización del territorio; la utilización de la concepción de la vecindad como vía y medio de efectuar esa ocu­pación; el sistema de encomiendas que per­mitió la utilización de fuerza de trabajo ba­rata; el desarrollo de la minería como moti­vación para crear un interés en la perma­nencia en el territorio; y el surgimiento de la estancia en las tierras de labor, cierran un núcleo alrededor del cual se empieza a de­sarrollar la nueva colonia. Sus puntos débi­les fueron el propio sistema de encomien­das y el hecho real de la inexistencia de im­portantes yacimientos de oro.

Evolución y características de la explotación aurífera

La búsqueda de yacimientos de oro caracterizó los primeros años de la coloniza­ción española en Cuba. Este mineral se en­contraba, en nuestra isla, en forma de pepi­tas mezcladas con las arenas de algunos ríos, por lo que la explotación se hizo a tra­vés de los llamados lavaderos de oro. Eran estos lugares situados en las márgenes de ríos y arroyos o en placeres cercanos a ellos. Las arenas se recogían y eran lavadas, ex­trayéndose de esta forma el mineral. Las zonas conocidas donde se desarrollaron es­tas actividades fueron Baracoa, en las már­genes de los ríos Arimao y Agabama y la sa­bana de Guaracabuya; en la etapa de mayor producción se explotó la zona comprendida entre Puerto Príncipe y Bayamo donde la región de Jobabo (Cueiva) fue la más productiva. Existe constancia de que dichos lavaderos rindieron 50 000 pesos en los cinco primeros meses de laboreo. También se tie­nen referencias de la presencia de yaci­mientos en Guáimaro, Jibas y Holguín.

La producción aurífera se concentró, fundamentalmente, entre 1512 y 1542. En la segunda mitad del siglo los lavaderos esta­ban prácticamente extinguidos. Los años de máxima producción fueron 1517 y 1519 con 100 000 y 112 170 pesos respectivamente.

La caída de la producción aurífera se de­bió tanto al agotamiento de los lavaderos como a la rápida extinción de la población indígena que se ocupaba de estas faenas.

Una parte del oro obtenido correspondía a la Corona, esta variaba según fuese obte­nida por esclavos o por indios encomenda­dos. En el primer caso correspondía al rey la décima parte de lo encontrado y en el se­gundo la quinta. El primer funcionario real nombrado fue el fundidor y marcador de oro. Para este cargo fue designado Hernan­do de la Vega, en febrero de 1512. Este, a su vez, nombró al platero Cristóbal de Rojas para ejercer el cargo en Santiago de Cuba. Otro funcionario también importante fue el veedor de fundiciones que se encargaba de pesar, aquilatar, presenciar el acto de fundición, separar la parte correspondiente al rey así como de marcar y contraseñar las barras que permanecían en poder del colono.

Al parecer la primera fundición estuvo en Baracoa de donde pasó a Bayamo. Desde 1515, esta se ubicó en Santiago de Cuba. La fundición estaba centralizada y se efectua­ba solo una vez al año, en tiempo de seca debido al mejor estado de los caminos por la escasez de lluvias y a que la navegación costera resultaba menos peligrosa en esa época del año. Todos los colonos estaban obligados a transportar su oro y pagar tanto estos gastos como los de la fundición; si la parte de que disponían era remitida a Espa­ña debían costear los fletes y el seguro.[45]

La etapa terminal de los lavaderos de oro coincidió con el inicio de la explotación del cobre. La extracción de ese mineral difiere sustancialmente de la del oro. Mientras es­te último fue una empresa fundamental­mente de los colonizadores, aunque con­trolada a través de la fundición por la Coro­na, el cobre resultó —desde sus inicios—, una empresa del rey. En 1529 los conquista­dores que buscaban oro enviaron muestras del mineral a España procedentes de las cercanías de Santiago de Cuba. Carlos I se interesaba en la producción minera debido al asesoramiento de los banqueros alemanes Fuggert y Welzer a quienes este rey les había entregado la producción minera de una parte de España y de importantes ren­glones de la economía americana. El inte­rés del monarca por otros metales además del oro respondía a las crecientes necesida­des españolas —sobre todo militares— que no podían ser cubiertas totalmente. El 15 de septiembre de 1530, los oficiales reales Lo­pe Hurtado y Hernando de Castro, refirie­ron al rey el hallazgo de las minas de El Co­bre, zona cerca de Santiago de Cuba, que desde entonces recibieron ese nombre, aunque más tarde también se les llamó de Santiago del Prado.[46]

Encomiendas, exterminio y rebeldía indígena. Iniciación de la explotación del negro

El desarrollo de la nueva colonia tenía como base la utilización de la fuerza de tra­bajo indígena. Una vez dominado el territo­rio y sus naturales, el conquistador inició su explotación.

El sistema utilizado para ello fue el ya descrito de las encomiendas. Una parte de la población aborigen fue asignada a los la­vaderos de oro; la otra a la agricultura de subsistencia. La intensidad del trabajo a que fueron sometidos, para el cual no esta­ban preparados, fue uno de los factores fun­damentales en su drástica reducción. Una reseña del régimen de trabajo a que fueron sometidos los indios la hace fray Bartolomé de las Casas, en uno de sus memoriales.[47] Según el sacerdote dominico, los indios inic­iaban el trabajo al amanecer y cavaban la tierra o lavaban la arena, sin comer ni be­ber, hasta el mediodía. A esa hora ingerían algunos granos, casabe y agua, e inmediatamente continuaban trabajando hasta la no­che sin descansar. Poco antes de acostarse, por lo general en el suelo, comían lo mismo que al mediodía. Debido a la escasez de bestias de carga y tiro, también tenían que acarrear los materiales, lo cual completaba el sistema de explotación a que eran some­tidos. Era tal la fiebre de oro que los hacían trabajar los días de fiesta y los domingos. Estas condiciones de trabajo, a las que se añadían las dificultades de vivir a la intem­perie casi sin ropa y bajo los efectos del cli­ma, los mosquitos, etc., favorecieron la paulatina disminución de los aboríge­nes.

Muestra del exterminio a que fue sometida la población indígena son las cifras aportadas en 1544 por el obispo fray Diego Sarmiento y Castilla, según el cual por esa fe­cha solo quedaban en los poblados españo­les 893 aborígenes.[48] Los cálculos sobre la población indígena existente en la isla al momento de la conquista oscilaban, como vimos en el primer capítulo, entre 60 000 y 500 000 individuos, pero fuese una u otra, el genocidio a que fue sometido este grupo humano es evidente.

No es suficiente explicar la casi total desaparición de una población tan alta, en aproximadamente 34 años, por el sistema de explotación intensiva a que fueron so­metidos. Otros factores sociales, psicológi­cos, culturales y de otros géneros contri­buyeron a la eliminación, como grupo so­cial, de ese conglomerado humano. Matan­zas indiscriminadas de indios, dispersión de sus poblados, traslado de lugares, separación de los grupos consanguíneos y de tri­bus, hambrunas provocadas por los rápidos desplazamientos hacia nuevas zonas de trabajo sin que previamente se crearan las ba­ses de alimentación, la presencia de enfermedades llegadas de Europa o África como la viruela, el sarampión, el mal de pián y, fundamentalmente, las afecciones bronco-pulmonares, todas desconocidas en Améri­ca y para las cuales el indio no tenía la nece­saria inmunidad del europeo; el choque violento con una cultura que los humillaba y vejaba, que destruía sus ídolos y pisoteaba su religión, y la intensidad del trabajo sin la presencia de otros estímulos, hizo que no solo murieran masivamente sino que perdieran el interés por la vida y llegaran al suicidio.

La visión que cierta corriente historiográfica dio durante mucho tiempo de los aborígenes tendía a presentarlos como gen­tes mansas y dóciles. La documentación ac­tual, sin embargo, contradice totalmente esa afirmación. Si bien el suicidio fue una forma de reacción ante la dominación, no es menos cierto que la resistencia y rebeldía se presentaron como otra de las manifesta­ciones más fuertes de oposición al coloni­zador. El proceso de conquista encontró en algunas regiones cierto enfrentamiento que fue sofocado por la fuerza; pero también el proceso de colonización y explotación en­contró oposición. Numerosos grupos se re­fugiaron en los montes y desarrollaron pa­lenques fuera del alcance de los colonizadores.[49]

Hacia 1525, era evidente que la población aborigen había decrecido notablemente y sus sobrevivientes apenas podían alcanzar una productividad mínima en el trabajo. Se inició entonces una apertura hacia formas directas de esclavitud provenientes de la importación forzada de mano de obra. Los primeros individuos traídos en esta condi­ción fueron indios procedentes de otras is­las, acusados de canibalismo. Sin embargo esta fuerza de trabajo supletoria no resolvió el problema por su escasez. La esclavitud del africano se presentaría como la solución del problema.

Los orígenes de la esclavitud negra en Cuba se remontan a los tiempos de la con­quista de la isla. Durante aproximadamente cuatro siglos esta institución, con mayor o menor intensidad, incidió en la vida econó­mica, política, social y cultural del país. La esclavitud africana existía, antes de la con­quista de América, en Europa, en especial en Portugal y España. De ello se desprende que nada tuvo de extraño que los españoles adoptaran un sistema que si bien no estaba muy difundido en la península era conoci­do en ella.

Hacia 1501, empezó a tratarse el envío de esclavos negros al Nuevo Mundo. La idea tenía por base las relaciones que en materia de tráfico de esclavos existían en Portugal y España. Los portugueses ya habían desarro­llado un activo comercio de esclavos africa­nos desde sus factorías en ese continente.

La instrucción hecha por los Reyes Cató­licos a Ovando, en 1501, autorizó la intro­ducción en las Indias de esclavos negros u otros esclavos. Creada la esclavitud negra en el Nuevo Mundo resultó lógico que al conquistarse la isla de Cuba, su introduc­ción fuese un resultado casi natural. José Antonio Saco afirma que muchos de los aventureros que acompañaron a Diego Velázquez a la conquista de la mayor de las Antillas, lo hicieron junto a sus escla­vos.[50]

La Carta de Relación de 1ro. de agosto de 1515 dirigida "a su Alteza" por el goberna­dor y oficiales de la isla Fernandina (Cuba) constituye, hasta hora, el documento más antiguo en que se hace clara alusión a la in­troducción de esclavos en la isla.[51]

La primera característica de la esclavitud negra en Cuba fue la de ser una fuerza de trabajo manual y doméstica supletoria de la fuerza de trabajo indígena y complementaria en las actividades de los conquistadores y colonizadores. Esta fuerza laboral se empleó, inicialmente, en las construcciones y en los servicios. En los primeros tiempos los negros que llegaban eran, en gran medi­da, ladinos que conocían algún oficio o es­taban disciplinados en el trabajo necesario dentro de la concepción de la civilización española, debido a que procedían, como ya se ha expresado, de España o de Portugal. Casi al mismo tiempo, empezaron a desa­rrollarse los sistemas de asientos y licen­cias[52] que permitieron introducir los prime­ros grupos provenientes directamente de África. Para distinguirlos de los ladinos se les llamó bozales por no conocer el español y presentar, por lo tanto, dificultades al ha­blarlo.

Los cambios en la política colonial y su incidencia en la conquista continental. Papel de Cuba

Entre fines de 1515 y principios de 1516, concluye en América —con la conquista de Cuba—, el proceso de ocupación y sojuzgamiento de las Antillas Mayores. Casi al unísono muere en España Fernando el Católi­co. A partir de ese momento comienza a ocupar un primer plano la penetración his­pana en el continente a partir del mar Cari­be y se manifiestan los matices de la nueva beligerancia que van adquiriendo los conquistadores en relación con los represen­tantes de la Corona.

La correlación de fuerzas que había distinguido la etapa de la anterior alianza dinástica empezó a variar con la sustitución de la Casa reinante de Trastamara, a la cual pertenecían Fernando e Isabel, por la Casa de Austria o de los Habsburgos, representada por el nieto de los reyes españoles Carlos de Gante. Este, además de ser soberano de los Países Bajos, del Charolaix y del Franco Condado, había sido escogido para conser­var en la familia Habsburgo el gobierno im­perial de los principados alemanes cuando ocurriera el deceso de su abuelo paterno Maximiliano de Austria. El nuevo monarca asumió el imperio alemán con el nombre de Carlos V y las coronas hispánicas con el de Carlos I. Si bien en su figura se concretaba formalmente la unión dinástica española, sus concepciones imperiales impidieron la cohesión socioeconómica de la península y supeditaron las riquezas españolas y las del creciente mundo americano a las necesida­des de sus enfrentamientos centroeuropeos, ajenos a la creación de las bases económicas para centralizar el Estado español.

Con el cambio de política se perdió tam­bién el cerrado esquema fernandino ten­dente a supeditar la ocupación de nuevos territorios en América al hallazgo de un pa­so interoceánico capaz de permitir a los hispanos comerciar con el Oriente a través de una nueva vía. A partir de este momento se fortalecería la condición del mar Caribe co­mo punto de apoyo a la penetración espa­ñola en el resto de América, y se revitalizaron las posibilidades de los conquistadores procedentes de las Antillas para la conquis­ta del continente.[53]

Los cambios que empezó a introducir Carlos I a partir de 1517 estaban estrecha­mente vinculados al interés de establecer una política de dominio continental. Sus ideas en torno al papel desempeñado por la monarquía en su concepción imperial, no son ajenas a la estructuración de una estra­tegia mucho más definida en torno a los te­rritorios americanos y a Cuba como parte de ellos. Esta política tuvo sus antecedentes en las medidas tomadas por el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, durante su segunda regencia del reino de Castilla (1516-1517). Este, con sus 80 años de edad, había acumulado una gran experiencia en los asuntos de la corte y del Estado, in­cluyendo los relativos a la política colonial. La crítica situación americana fue objeto de su atención y trazó con respecto a esta una estrategia conocida generalmente como Plan Cisneros, que implicaba una reconsideración profunda de los lineamientos que, para el sojuzgamiento de los territorios americanos, estaban presentes en las Leyes de Burgos de 1512.

En 1516, confluyeron en la Corona espa­ñola representantes de las diversas tenden­cias en torno a la conquista y colonización de América. El centro de las discusiones ra­dicaba en el sistema de encomiendas y en la justificación teórica e ideológica de la ex­plotación del indio. Por una parte se encon­traban los sostenedores de la inferioridad de los aborígenes, que les permitía justificar su esclavización directa o encubierta, en es­ta dirección se manifestaba el primer obis­po de Cuba fray Bernardo de Mesa, en re­presentación de los intereses de aquellos que basaban sus riquezas en la explotación intensiva del indio en su propio beneficio. Por la otra se encontraban aquellos que consideraban que la encomienda y la escla­vización de los aborígenes conducían al ex­terminio de la base productiva de las nuevas tierras y pretendían convertir al indio en vasallo de la Corona dentro de un sistema armónico de explotación colonial.

Independientemente de las razones mo­rales y religiosas de algunos dominicos co­mo Antón de Montesinos y Bartolomé de las Casas, sus ideas se correspondían con los intereses de la Corona y no con los de los colonizadores.[54]

Según las disposiciones del Plan Cisneros, los aborígenes debían ser tratados co­mo hombres libres y cristianos, se les debía dar la oportunidad de demostrar ser capa­ces de vivir y trabajar como cristianos y en tal caso vivir sin tutela alguna siempre y cuando pagasen los tributos correspondien­tes a todo vasallo. Otra opción era la consti­tución de comunidades que debían erigirse en buenos suelos de labranza, próximas a ríos de pesca y a las minas y alejadas de los poblados españoles, bajo la dirección de un sacerdote.

Otra de las variantes proponía la constitución de poblaciones de españoles a partir de la inmigración de agricultores prove­nientes de la península.

Entre las transformaciones más impor­tantes de ese plan estuvo la llamada a erra­dicar a los encomenderos asentistas, cuyas posesiones directas en haciendas e indios fueron repartidas entre los colonos, a fin de evitar el abandono y despoblamiento de las colonias. También se proponía organizar eficientemente algunas producciones co­mo el azúcar, el jengibre, la ganadería, etcé­tera.

El Plan Cisneros, a la par que significaba un esfuerzo por promover nuevas vías de explotación económica en las Antillas, re­presentó de forma colateral un rompimien­to con el rígido esquema fernandino que impedía continuar la empresa conquistadora.[55]

Esta nueva concepción daba a Cuba una situación privilegiada por su ubicación geográfica para expandir la colonización espa­ñola en América. Los colonos residentes en su territorio esperaban lograr, a partir de esta nueva política, beneficios particula­res.

Pero esta debió adecuarse al peligro que significaba el despoblamiento de las Antillas Mayores, que pretendió atenuarse con el consentimiento de la trata de indios lucayos y caribes bajo la justificación de con­vertirlos al catolicismo. Significó además el inicio de una nueva etapa de la expansión colonial, caracterizada por la mayor auto­nomía de cada uno de los territorios. Con ella se ponía punto final a la denominada fa­se insular de la colonización española.

El fin de la colonización insular. Cuba en la conquista de México

Las expediciones que desde Cuba se organizaron para suplir o complementar la escasa fuerza de trabajo, sirvieron para capturar aborígenes que, bajo la justificación de ser caníbales, eran vendidos como esclavos, se inauguraba de esta forma una esclavitud directa y jurídicamente válida que difería de la encomendera. También permitieron iniciar una serie de empresas que culmina­ron con la conquista de México.

La primera de ellas, en 1517, fue la de Francisco Hernández de Córdoba, quien concertó una capitulación privada con Die­go Velázquez a fin de explorar los territo­rios que se encontraban más allá de las islas Guanajas, organizar el intercambio de bara­tijas por oro y considerar la posibilidad de establecer un enclave costero que le permi­tiera, en un plazo breve, adentrarse en los territorios. En Yucatán los españoles debie­ron enfrentarse a grupos aborígenes más fuertes y mejor armados que hicieron fraca­sar la expedición. Herido de gravedad, Her­nández de Córdoba regresó a Cuba donde murió. Su expedición permitió conocer que en la costa mexicana había objetos de oro y casas de cal y canto.

Conocedor de estas circunstancias, Velázquez priorizó de inmediato la explora­ción y el asentamiento en aquella zona. Pa­ra tal empresa necesitaba un apoyo oficial superior por lo cual solicitó a los comisarios jerónimos de La Española la autorización para organizar una nueva expedición mien­tras que reclamaba a la península su desig­nación como Adelantado de los territorios a que había arribado Hernández de Córdoba.

Con la autorización de los padres jerónimos y en espera de su nombramiento como Adelantado, Velázquez continuó concer­tando capitulaciones privadas. Una de ellas fue la establecida con su sobrino, quien a la vez había sido el conquistador de Bayamo, Juan de Grijalva, al que entregó cuatro na­ves fletadas con su peculio. El 8 de abril de 1518, Grijalva y sus hombres partieron de Santiago de Cuba rumbo a Yucatán.

La nueva expedición reconoció las costas de esta península correspondientes al golfo de México; a pesar de haber sido atacados por los aborígenes, que les provocaron va­rias bajas e hirieron aproximadamente a la mitad de los hombres, extendieron su ex­ploración hasta la región de Panuco, actual Veracruz, y obtuvieron noticias sobre Moctezuma y su imperio, al cual Grijalva deno­minó Nueva España. También lograron efectuar un beneficioso comercio de resca­te ascendente a "más de quince mil pesos en joyezuelas de oro bajo".[56] Los conquistadores acordaron regresar a Cuba sin fun­dar ningún asentamiento.

Con la expedición de Grijalva se consoli­dó la intención colonialista que tenía su ba­se en Cuba. La mayor parte de las riquezas obtenidas fue enviada a la corte. Velázquez pretendía afianzar, de esta forma, su posi­ción ante el rey y obtener el preciado título de Adelantado de la Nueva España.

En 1519, Hernán Cortés, quien había sido seleccionado por Velázquez para alcalde de Santiago de Cuba, fue escogido por este para dirigir la nueva expedición, la mayor armada hasta entonces, a fin de establecer un asentamiento en la costa de la Nueva Espa­ña.

Cortés no solo cumplió su misión sino que, desconociendo la autoridad de Diego Velázquez, emprendió la sujeción del vasto y poderoso imperio. En marzo de 1520, par­tió una nueva armada hacia México con el propósito de someter a la obediencia a Her­nán Cortés. Estaba dirigida por Pánfilo de Narváez y contaba con 18 buques, 10 000 hombres, 12 cañones y 85 caballos. A pesar de su poderío fue vencida por Cortés, quien con las tropas, armas y caballos que habían dejado a Cuba sin hombres, defensa ni di­nero, reforzó su prestigio y su poder.

Velázquez continuó sus gestiones en la corte pero Carlos I, de regreso en España tras su estancia en los principados alema­nes, conocedor de que el obispo Rodríguez de Fonseca había encarcelado a varios hombres enviados por Cortés con cuantio­sas riquezas, mandó formar una junta para oír a los representantes de ambas partes. Sus conclusiones se expresaron en los Rea­les Despachos del 15 de octubre de 1524, re­frendados en Valladolid, por los cuales se nombraba a Hernán Cortés capitán general y gobernador de la Nueva España y se prohibía a Velázquez armar expediciones con­tra este. A mediados de junio de ese propio año, había muerto el primer gobernador de Cuba.

La confirmación de Cortés y sus seguidores como representantes del poder de la monarquía española en el territorio de la Nueva España, significó el fin del segundo proceso expansionista que, con distinto grado de éxito, se había empezado a gestio­nar en Cuba a fines de 1516. El término de la etapa insular se hizo manifiesto con el paulatino traslado desde 1519, del primitivo asentamiento de Nombre de Dios en la cos­ta atlántica, a la villa de Panamá, ubicada en el Pacífico. Este proceso alcanzó auge con la promoción de expediciones hacia el cen­tro y sur del continente y se consolidó en 1523, cuando Cortés convirtió a México en otro polo de expansión de la colonización, que se extendió por el sur hacia Guatemala, Honduras, Nicaragua y por el norte hacia la Florida y California.

Entre las Antillas Mayores fue Cuba la más afectada por este proceso. Su inicial prosperidad económica languideció bajo el doble efecto ocasionado por el éxodo de parte de su población española enrolada en las expediciones que marcharon al conti­nente. La ya diezmada población aborigen disminuyó aún más, al ser utilizados los aborígenes como escuderos o cargadores; por otra parte estos fueron gravemente afectados por una epidemia de viruelas que se extendió por las Antillas en 1520. A esto se sumó la evidente pérdida de influencia política de Diego Velázquez.

Una Real Cédula de 1526 trató de detener el despoblamiento de Cuba amenazando con la pena de muerte y la pérdida de sus propiedades a los vecinos que la abandona­ran, pero ya en esos momentos la isla estaba prácticamente despoblada.

Sin embargo, a la par que la isla veía disminuir su importancia económica, se acrecentaba su valor estratégico. Este factor, unido a la imposibilidad de establecer, tras el descubrimiento del paso interoceánico por Hernando de Magallanes, una línea de comercio directo con el Oriente, y a las grandes riquezas existentes en México y su traslado hacia España, comenzaron a con­vertir a la isla en un importante enclave estratégico.

Panorama de la situación de Cuba durante la fase continental de la conquista (1524-1555)

En líneas generales esta veintena de años pueden escindirse en dos períodos, el pri­mero se extiende aproximadamente hasta 1537 y se caracteriza por el predominio político de los conquistadores encomende­ros y el segundo, hasta mediados del siglo, por la preponderancia de los funcionarios reales.

En la primera etapa se alternaron en el gobierno de la isla como tenientes de go­bernadores Manuel de Rojas y Gonzalo de Guzmán. La política colonial se vio obliga­da, para evitar una despoblación mayor, a priorizar los intereses de los colonos y man­tuvo la antigua disposición de delegar en los cabildos la distribución de los aborígenes para que los pobladores permanecieran en la isla. Otras medidas en esta dirección fue­ron la de obtener indios en Yucatán y pro­mover la importación de esclavos negros; en 1532 entraron 120, el total de los existen­tes se calcula en 500.[57]

Paralelamente, en España se recrudecían las presiones, acaudilladas por Las Casas, contra las encomiendas. La Corona, soste­nedora del criterio de hacer de los indios va­sallos libres, determinó ensayar en Cuba lo que denominó el Plan de la Experiencia, propuesto por el provincial de la orden de San Francisco en La Española, fray Pedro Mexía de Trillo. Este concebía la constitu­ción de colonias agrícolas en que los aborí­genes, dirigidos por religiosos, se dedicasen a la práctica de diversos cultivos. Una parte del producto sería para el rey y el resto para los indios.

Este plan desde luego fue rechazado por los encomenderos, especialmente por el gobernador Guzmán que había sido nom­brado repartidor de indios y veía mermados sus privilegios y a la larga resultó inaplica­ble en la isla. Fue Manuel de Rojas quien decidió poner punto final a dicho plan y re­partir nuevamente los indios.

Mientras tanto, la monarquía española evolucionaba hacia el absolutismo con to­das las implicaciones que esto suponía para América. Se fortalecieron administrativa­mente los virreinatos de Santo Domingo y Nueva España y la Corona decidió nombrar directamente a los gobernadores de Cuba, el primero de ellos fue Hernando de Soto.

El nuevo gobernador se había distingui­do en la conquista de Perú y su verdadera intención era la ocupación del territorio de la Florida. Tenía grandes influencias en la corte española pues estaba casado con Isa­bel de Bobadilla, hija del conde de la Go­mera. Conocedor de las dificultades que los gobernantes de las colonias solían oponer a los que pretendían organizar, a partir de ellas, expediciones para la conquista de nuevos territorios —había conocido muy de cerca los entorpecimientos de Pedrarias Dávila ante la conquista de Perú—, solicitó el gobierno de Cuba por cinco años, pero a la vez procuró obtener, además del nom­bramiento de gobernador de la isla, el de Adelantado de la Florida, que le abría la posibilidad de dirigirse, amparado legalmente, a la conquista de ese territorio.

Hernando de Soto solo permaneció en la isla 11 meses; durante estos alistó a todos los pobladores de Cuba dispuestos a hacer fortuna, entre ellos a Vasco Porcallo de Figueroa, que se convirtió en su segundo al mando. En 1539, partió de La Habana con 600 hombres, 237 caballos y 9 embarcacio­nes. Completó estos recursos con todas las reservas de casabe, maíz, tocino y carne sa­lada que existían en la región. Como teniente de gobernador dejó en la isla a su es­posa, única mujer que ocupó este cargo. En­tregó el gobierno de La Habana a Juan de Rojas como teniente a guerra y dejó en San­tiago de Cuba a Bartolomé Ortiz como al­calde mayor. La expedición de Hernando de Soto dejó la isla de Cuba en un grado to­tal de depauperación.

El Adelantado encontró la muerte en las selvas del Mississippi en 1542 pero esta si­tuación no se conoció en Cuba hasta 1544. Sin embargo, ello no aminoró la tendencia de los colonos de Cuba a emigrar, ya que la isla se mantenía estancada económicamen­te porque no se había logrado encontrar una producción rentable que sustituyera los lavaderos de oro. En el informe realiza­do por el obispo Sarmiento este expresa su preocupación por el despoblamiento y por la crítica situación del territorio. A ello se adicionaban las amenazas de corsarios y piratas que desde fines de la década de los años 30 se habían adueñado de gran parte del litoral antillano. En 1543, atacaron San­tiago de Cuba y La Habana, en la que de­sembarcaron por la caleta de San Lá­zaro.

Al ser designado gobernador Juanes Dá­vila (1544-1546) se propuso realizar cam­bios radicales que sacaran la isla de su esta­do estacionario. Para sustituir la fuerza la­boral el gobernador planteó dos soluciones: la introducción de 200 esclavos negros y la no aplicación de las Leyes Nuevas, aproba­das en España en 1542, por las que se abo­lían las encomiendas.[58]

Proponía además diversificar la obten­ción de productos exportables —que hasta entonces había descansado en el oro y el ca­sabe— buscando otros metales, especial­mente cobre, y fomentando la producción azucarera sobre la base de un fondo mone­tario inicial que se acumularía con el aporte de 2 000 pesos oro por cada vecino rico, en el lapso de dos años. Los encomenderos no fueron receptivos a esta proposición que se alejaba por completo de sus concepciones e intereses agrícola-ganaderos y mineros.

Después del fracaso de la proyección económica de Dávila, gobernó Antonio de Chávez (1546-1550) que trató de impulsar las mismas reformas asegurando la fuerza productiva por iguales métodos que su antecesor y se opuso también a la aplicación de las Leyes Nuevas.

Cuba, por aquella época, se iba convir­tiendo cada vez más en centro de tránsito desde y hacia España. El gobernador Chá­vez, por eso, se vio precisado a residir en La Habana casi todo el tiempo que duró su mandato. El puerto se iba convirtiendo en la llave del tráfico intercontinental.

Entre 1550 y 1555, es enviado como gobernador de Cuba Gonzalo Pérez de Ángu­lo. El mismo año de su llegada, se reunía la Junta de Procuradores en Santiago de Cuba y en sus conclusiones no se refleja ninguna mejoría de la situación económica cubana. Sin embargo en ella sucedió, por primera vez, un hecho etnosocial y político de gran importancia para Cuba: dos de sus miem­bros ya pertenecían al grupo de los llama­dos criollos, es decir hijos de españoles na­cidos en Cuba.[59] Pérez de Ángulo puso en vigor en 1553 las Leyes Nuevas, pero por esos años su repercusión fue mucho menor debido a la escasa incidencia laboral que ya tenía la población indígena en momentos en que la producción ganadera era la predominante.

Pese a la escasez de mano de obra, Pérez de Ángulo, al igual que Chávez, estimula­ron el cultivo de la caña de azúcar y la ex­plotación de las minas de cobre en Santiago de Cuba, pero estas intenciones no prospe­raron en esos momentos.

A partir de 1552, en que estalló nueva­mente la guerra entre Francia y España, se recrudecieron los ataques de corsarios y pi­ratas. En 1554, el corsario francés Jacques de Sores penetró en el puerto de Santiago de Cuba y se apoderó de la ciudad, la cual ocupó durante un mes; tras cobrar un fuerte rescate a los vecinos, se retiró.

En esta época aunque La Habana no era aún la capital oficial de la isla, por razón de su importancia como última escala de las embarcaciones que regresaban cargadas de riquezas americanas a la península, el go­bernador estableció en ella su residencia. La población había crecido y la ciudad ha­bía prosperado, pero aún carecía de un ade­cuado sistema de fortificaciones capaz de protegerla así como de una guarnición pro­fesional, los propios vecinos eran los encar­gados de su cuidado. En 1555, Jacques de Sores atacó e incendió la villa, destruyó las haciendas cercanas, degolló a un grupo de prisioneros y ahorcó a varios negros escla­vos, y se marchó después sin ser dete­nido.

Este ataque dejó planteada una situación concreta con respecto a la necesaria defen­sa y fortificación de lo que ya era, por su va­lor estratégico, uno de los puertos más im­portantes de América.

Características socioeconómicas de la etapa continental. El reparto de la tierra

La naciente agricultura de Cuba hasta 1530 se asentó en la economía estanciera cuyo pilar básico fueron los montones de yuca. Aunque su producción no era muy notable, desempeñó un papel fundamental en la subsistencia de la población y permi­tió cierto comercio intercolonial a partir del casabe y otros productos. A pesar de la im­portancia de esa producción, hacia la déca­da de 1520 muchos vecinos, ante el buen aprovechamiento que anunciaba tener la minería, desplazaron sus indios hacia las minas, sobre todo en la región centro-oriental, mientras que en el occidente las estancias se mantuvieron con más fuerza.

La conquista y colonización de México incidieron en los cambios de la organiza­ción agraria cubana y en el comportamiento demográfico de la isla, pues los que habían sido beneficiados con tierras e indios, por su posición económica, pudieron enrolarse en la empresa conquistadora. Junto a sus jefes obtuvieron la mayor parte del botín, con lo cual se produjo una profunda desarticu­lación demográfica en la ya dispersa pobla­ción de Cuba. Esto fue determinado por las mayores posibilidades de lucro existentes en el continente. Así, las villas sufrieron un impacto. Los hombres que marcharon con Hernán Cortés, Pánfilo de Narváez y Her­nando de Soto encontraron mayor margen de enriquecimiento y muy pocos retorna­ron a sus estancias en la isla.

Hacia la segunda mitad del siglo XVI, la situación cubana se había invertido. Cuba importaba casabe de Santo Domingo y en La Habana se dejó de elaborar, por lo que era preciso traerlo de Santa Cruz, Reme­dios y otros lugares. Solo quedaba un tipo de explotación posible en la isla: la ganade­ría. Hacia ella se dirigieron sus pobla­dores.

En el período posterior a 1540, cuando se hizo necesaria la readaptación de los siste­mas productivos a la nueva realidad, y cuando, a la vez, el poder real se fortaleció en América, se desarrolló el sistema de mercedes de tierra.[60] A él están unidos los reajustes del sistema productivo estanciero a la explotación ganadera y en él está el ori­gen de los latifundios en Cuba.

Diego Velázquez fue, como ya se expre­só, el primero en introducir ganado caba­llar, vacuno, porcino, bovino y aves de co­rral. La escasa presencia humana y la abun­dancia de frutos garantizaron que durante cierto tiempo el ganado porcino y vacuno creciera libremente en montes y sabanas —en forma cimarrona— y que su multipli­cación fuera mayor que el consumo por parte de la población.

La idea de Velázquez fue desarrollar la ganadería como un componente necesario para la alimentación de los colonos e indios y para el abastecimiento de los barcos que llegaban a Cuba. Esto último era, también, el inicio de una actividad comercial por par­te de los españoles establecidos en la isla y una forma de garantizar su poblamiento.

El cerdo fue la especie de ganado que más rápidamente se desarrolló después de que numerosos animales escaparon a los montes. Pronto se hicieron necesarios para la alimentación y el comercio al obtenerse de ellos tocino que, junto con el casabe, ser­vían para abastecer a los barcos y expedicio­nes que llegaban o salían de Cuba. Otra es­pecie de rápido incremento fue el vacuno, que se extendió en forma cimarrona por las zonas de sabanas. Así, la ganadería devino actividad que complementaba la minería e iba creando las bases de una nueva riqueza. En la primera etapa de la colonización la ex­plotación ganadera se efectuaba mediante monterías que organizaban distintos veci­nos. No se trataba de criarlo sino solo de montear el ganado cimarrón.

En las primeras décadas del siglo XVI, existió preferencia por la cría de caballos, lo que se explica por la importancia que se le concedía para la conquista de nuevas tierras continentales. Sin embargo, el auge de la ganadería caballar terminó cuando en la Nueva España comenzó a fomentarse su cría.

Las ovejas y los cerdos constituyeron la fuente de abastecimiento principal en los primeros años coloniales. Cuando en 1519 Cortés embarcó hacia México, se abasteció de puercos y carneros, lo que indica que el ganado vacuno no era aún abundante. Dos décadas después, es evidente que este últi­mo ya se podía obtener libremente y que se multiplicaba con rapidez en las vastas saba­nas. De aquí que las monterías se extendie­ran también al ganado vacuno, con el obje­tivo de obtener cuero y sebo, y en el campo dejaban la mayor parte de las carnes, que eran devoradas por las aves de rapiña.

Al concluir el ciclo aurífero había una no­table riqueza ganadera en el país que real­mente no había sido resultado de un trabajo de cría y cuidado, sino de las condiciones naturales de la isla. En las sabanas y bos­ques una enorme masa de vacas y cerdos se había convertido en la riqueza fundamental de Cuba; aunque la cría caballar había de­caído se mantenía en lugares cercanos a las villas. Por su parte, ovejas, carneros y cabras apenas si podían subsistir precariamente. De esta forma se hizo una selección natural que marcó cuáles eran las futuras vías para la obtención de riquezas.

Las rebeliones de los indios y los negros

A partir de 1524 y en íntima relación con la situación que se había producido a partir de la conquista continental, se incrementa­ron las rebeliones entre los indios y negros. La magnitud alcanzada por este problema motivó incluso que el Consejo de Indias se ocupase de él y dictaminase que "todos los indios que en dicha guerra y durante su rebelión fuesen presos (...) los hayan y tengan por esclavos las personas que los tomaren e se sirva de ellos como esclavos propios".[61] Esta disposición no atenuó la lucha y poco después en Puerto Príncipe, Bayamo y San­tiago de Cuba los rebeldes dieron muerte a varios españoles e incluso a los aborígenes que los servían. La zona de Baracoa era campo de acción del cacique Guamá, quien disponía, en la zona montañosa, de un nú­mero cada vez mayor de indios. La repre­sión de los rebeldes se incrementó a tal punto que entre 1532 y 1533 se consideró el territorio como pacificado, tras la muerte de Guamá a manos de una cuadrilla dirigi­da por Manuel de Rojas.

Tras la salida de la expedición de Her­nando de Soto hacia la Florida en 1538, que agudizó la situación socioeconómica y de­mográfica de Cuba, la rebelión de los indios tuvo nuevas manifestaciones, sobre todo en la región oriental, donde por ese motivo se dificultaban las comunicaciones por tierra.

Un papel importante desempeñaron también las sublevaciones de los llamados indios cayos, estos eran probablemente aborígenes que habían huido y se refugia­ban en la cayería norte y sur de la isla desde donde amenazaban y atacaban en forma sorpresiva los poblados.

También existen evidencias de sublevaciones de esclavos negros. En 1533, se produjo un alzamiento en las minas de cobre. Los esclavos murieron peleando y sus cabezas, empaladas, fueron exhibidas como escarmiento a la entrada del poblado.[62]

Algunas excavaciones arqueológicas evidencian la existencia de palenques en que cimarroneaban conjuntamente indios y ne­gros.

En 1542, con las Leyes Nuevas se decretó la abolición de las encomiendas y se dispu­so la libertad de los indios esclavos, lo que motivó que las sublevaciones disminuye­ran aunque continuaron existiendo los pa­lenques de negros e incluso de indios cima­rrones.

La organización del gobierno colonial en España y Cuba

Al iniciarse el proceso de conquista y colonización de los nuevos territorios, eran los propios Reyes Católicos, auxiliados por sus consejeros reunidos en el llamado Con­sejo de Castilla, quienes se ocupaban de to­do lo relativo a las colonias.

En 1503, Isabel la Católica constituyó la Casa de Contratación que se estableció en Sevilla encargada de todo el comercio con las tierras descubiertas y por descubrir. Disponía de varios funcionarios —oficiales— rea­les: un factor encargado de las negociacio­nes, un contador que debía asentar las ope­raciones y un tesorero que se ocupaba de todo lo que entrase en la Casa, fuese en forma de mercancías, dinero o similares.

Cuando, tras la muerte de Fernando el Católico, ocupó el gobierno su nieto Car­los I, este decidió, por la magnitud que al­canzaban los asuntos coloniales, formalizar una especie de consejo real que de hecho venía funcionando y constituyó el Consejo de Indias que fue presidido por el obispo Juan Rodríguez de Fonseca. Su organiza­ción definitiva no se produjo hasta 1524, es decir cuando se inició la fase continental de la conquista. Inicialmente lo integraban el presidente, varios consejeros y un escriba­no que hacía las veces de secretario. Más tarde se añadieron otros funcionarios, entre ellos un cronista y un cosmógrafo. Entre las funciones del Consejo estaba la de nombrar los jueces de residencia, encargados de ana­lizar y juzgar el gobierno en las colonias de­ todos los que fuesen acusados por extrali­mitarse en sus funciones.

Las Leyes de Indias, promulgadas por el Consejo, abarcaron todas las facetas de la vida en las colonias, pero por lo general eran desconocidas y desobedecidas por los gobernantes coloniales, situación favoreci­da por la lejanía entre la metrópoli y sus co­lonias.

Como ya explicamos, al iniciarse la conquista de Cuba la autoridad del rey en las Indias, estaba representada por el virrey Diego Colón. Cuando Velázquez vino a conquistar el territorio de Cuba lo hizo co­mo teniente del virrey, es decir, poseía au­toridad militar y civil. Desde 1513, fue titu­lado como gobernador de la isla Fernandina. También en ese año se le confirió el car­go de repartidor de indios.

Paralelamente fueron designados en la isla varios oficiales reales. En 1512, se de­signó un fundidor y marcador de oro, en 1513, fueron nombrados un factor, un con­tador y un tesorero. Ya desde 1512, se creó el cargo de veedor de las fundiciones. Estos funcionarios dependían de la Casa de Con­tratación de Sevilla y se encargaban de fun­dir el oro, despachar los cargamentos y las entradas y salidas de embarcaciones, anotar los ingresos y recibir los tributos y contribuciones respectivamente. La primera contri­bución fue la del quinto o el décimo real so­bre el oro, según este se extrajese con indios o esclavos; poco después se instauró un de­recho aduanal conocido como almojari­fazgo.

El gobierno local estaba en manos del consejo municipal o cabildo. Este existía desde la etapa de Velázquez y se encargaba del gobierno de las villas. Se integraba por dos alcaldes, el primero de ellos presidía las sesiones del cabildo y era sustituido por el segundo en caso de ausencia; también ejer­cían funciones administrativas tanto en ma­teria civil como criminal. Los alcaldes fun­cionaban con una junta de regidores, que eran generalmente cuatro y esta se encarga­ba de regular todo lo relativo a la vida de la villa. Los regidores eran elegidos por los ve­cinos, inicialmente estos seleccionaban al alcalde y su sustituto. El término de manda­to era de un año. Junto a los regidores elegi­dos por los vecinos había regidores perpe­tuos que eran designados por la Corona y frecuentemente eran más numerosos. También el rey designó, en ocasiones, al­caldes.

El cabildo tenía la facultad de designar un delegado en Las Cortes que recibía el nombre de procurador. Las Juntas de Pro­curadores reunían a los designados y sus de­mandas al rey tendían a beneficiar a los co­lonos. Paulatinamente estas juntas se sepa­raron del cabildo y eran elegidas por sufra­gio directo de los vecinos.

En su afán centralizador los Reyes Católicos obtuvieron del Papa el patronato de la Iglesia en las Indias. Por esta razón, era el rey el encargado de proponer a los dignatarios eclesiásticos, de percibir los diezmos, de sostener la Iglesia en las colonias y de determinar qué aspectos de las legislaciones canónicas tenían vigencia en el Nuevo Mundo. En cada una de las villas fundadas se fomentó una iglesia y se procuró dejar un sacerdote al frente de ella. Los problemas relativos a la llamada conquista espiritual eran dirigidos directamente por el Consejo de Indias. En 1512, a través del Concordato de Burgos se crearon los primeros obispa­dos en América, que quedaron colocados como sufragáneos de la arquidiócesis de Sevilla. En 1513, Diego Velázquez solicita la creación del obispado de Cuba. Este se creó en 1516 y fue puesto en manos de fray Bernardo de Mesa, quien renunció al cargo en el mismo año. Baracoa se designó como sede del obispado. En 1618, fue nombrado nuevo obispo fray Juan de Witte, quien en 1523 solicitó y logró que fuese trasladado el obispado de Baracoa a Santiago de Cuba. El sucesor de Witte, fray Miguel Ramírez de Salamanca, fue el primer obispo que osten­tó el cargo de visitador de indios y el primero en venir a la isla. Bajo la dirección de la Iglesia quedó todo lo relativo a la educa­ción, salud pública y otras cuestiones de ca­rácter moral y social.[63] Para 1547, el obispa­do de Cuba dejó de estar bajo la dirección de Sevilla y pasó a la jurisdicción del de La Española.

Con el traslado de la catedral, en Santiago de Cuba se crearon dos cargos que tendrían una gran importancia en los inicios del mundo cultural de la colonia. Eran estos los de maestre-escuela y profesor de canto llano. Fueron varios los maestre-escuelas durante el siglo, pero el más destacado de ellos fue Miguel Velázquez (1540-1544) mestizo de india y español, quien en carta al obispo Sarmiento expresó refiriéndose a Cuba: "Triste tierra, como tiranizada y de señorío".

Es ya la presencia del sentimiento del criollo, reaccionando contra la incipiente explotación colonial que comenzaba a esbo­zar sus mecanismos económicos, políticos y jurídicos para detentar las riquezas de la isla a favor de la metrópoli española.

Notas

  1. La mesta era una asociación de grandes ganaderos de Castilla, León y Extremadura —particularmente ovejeros—, que pretendían el libre paso de sus rebaños a través de los campos de cultivo, y ejercía el derecho de justicia, pues tenía legislación propia y Gran Consejo. Como se comprenderá, estos privilegios eran sumamente perjudiciales para la agricultura. Fue muy favorecida por los Reyes Católicos con el fin de estimular la producción lanera, tanto con vista a la confección de paños de Castilla como para la exportación a Flandes e Inglaterra. Las recaudaciones por concepto de la mesta constituyeron, durante mucho tiempo, una de las principales fuentes de riqueza de los reyes.
  2. Este título les fue conferido por el papa Alejandro VI en 1496.
  3. Estrella E. Rey Betancourt: España en los finales del siglo XV; la época de los descubrimientos. (En prensa.)
  4. Las Islas Canarias eran conocidas desde la antigüedad clásica. En 1312 el genovés Lancelloto Melocello las "redescubrió", y se estableció en la que hoy día lleva su nombre: Lanzarote. En ese archipiélago habitaba el pueblo de los guanches, perteneciente al tronco bereber. En 1339 sus territorios se encontraban totalmente explorados y en 1402 un noble normando, Juan de Bethencourt, inició su conquista, y encontró una dura resistencia. Estas islas pasaron posteriormente a la familia Herrera, a la que, luego de reconocérsele sus derechos sobre el archipiélago, se le compró la partici­pación en la conquista de Gran Canaria, Tenerife y Las Palmas.
  5. Samuel Elliot Morison: Admiral of the Ocean Sea. A life of Christopher Colombus, Sittle Brown, Boston, 1942, vol. 1, p. 114.
  6. Desde fines del siglo XV hasta nuestros días, algunos contemporáneos e historiadores de Colón han sostenido que este conocía la existencia de tierras al oeste del Atlántico y que había unas islas a 700 leguas mari­nas de la península Ibérica que él identificaba con la actual Indonesia. Se ha expresado que Colón obtuvo ese informe de un marino que, traído hasta las Anti­llas por una tormenta, pudo hallar la ruta de regreso y arribar moribundo. Se dice que antes de fallecer entregó a Colón el derrotero y la carta que había hecho. Juan Manzano: Colón y su secreto. El predescubrimiento. Editorial Culturas Hispánicas, Madrid, 1982.
  7. Estrella E. Rey Betancourt: Ob. cit.
  8. Hortensia Pichardo: Documentos para la historia de Cuba. Editorial Universitaria, La Habana, 1965, 1.1, p. 32.
  9. Martín Fernández de Navarrete: Colección de los viajes y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde fines del siglo XV. Editorial Guaranía, Bue­nos Aires, 1945, t. III, pp. 503-506.
  10. Estrella E. Rey Betancourt: Ob. cit.
  11. Ibídem.
  12. Antonio Ma. Fabié: Ensayo histórico de la legislación española en sus estados de Ultramar. Editorial Rivadeneyra, Madrid, 1896.
  13. Cristóbal Colón: Diario de navegación (1492-1506). Comisión Cubana de la UNESCO, La Habana, 1961.
  14. J. Van der Gucht y S. M. Parajón: Ruta de Cristóbal Colón por la costa norte de Cuba. La Habana, 1943, p. 362.
  15. Luis Torres y otros (editores): Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de América y Oceanía, sacados de los archivos del Reino y muy especialmente del de Indias. Imprenta de I. M. Pé­rez, 42 vol., Madrid (1864-1884), Segunda Serie, t. V, Doc. Leg. I, p. XV.
  16. Samuel Elliot Morison: Ob. cit., p. 362.
  17. Filiberto Ramírez Corría: Excerta de una isla mágica o biografía de un latifundio. México D. F., 1959, pp. 76 y ss.
  18. Antonio Rumeo de Armas: Hernando Colón, historiador del descubridor de América. Instituto de Cultura Hispánica, Madrid, 1973.
  19. Samuel Elliot Morison: Ob. cit., vol. II, p. 140.
  20. D. F. Young: The Medici. The Modern Library, New York, 1933, p. 229.
  21. Earl J. Hamilton: El tesoro americano y la revolución de los precios en España (1501-1650). Editorial Ariel, Barcelona, 1983.
  22. En el siglo XV el derecho canónigo debía ser recono­cido por todos los reyes, y las bulas papales eran consi­deradas la máxima expresión de este. Martino V, Ni­colás VI y Eugenio IV, en su condición de papas, hi­cieron sucesivas concesiones a los reyes de Portugal, por las cuales estos disponían con exclusividad de la vía de navegación hacia el Oriente por la costa africana. El descubrimiento de Colón obligó a los reyes de Castilla a gestionar un cambio en esa distribución. En 1492 ocupaba la silla pontificia el papa español Alejan­dro VI de la familia de los Borgia. Ese fue el origen de las bulas alejandrinas que fueron cinco: Primera Ínter Coetera, Examinae Devotionia, Segunda ínter Coetera, Piis Fidelium y Duduin Siquidem, emitidas entre mayo y septiembre de 1493. La circunstancia de que dos de estas bulas fuesen desconocidas durante cua­tro siglos, condujo a los estudiosos del tema a diversas hipótesis, se destacan entre ellas la de Manuel Jimé­nez Fernández sobre la concesión sucesiva y la de Alfonso García Gallo sobre la simultánea. Por estas bulas se donaron, concedieron y asignaron "todas y cada una de las tierras e islas" desconocidas, no sujetas a dominio cristiano a Castilla y se estableció una nueva división del mundo en un norte castellano y un sur portugués, a través de una línea "desde el polo ártico que es el septemptrión, hasta el polo antártico que es el mediodía (...) la cual línea dista de las islas que vulgarmente llaman Azores y Cabo Verde cien le­guas hacia el occidente y mediodía". Por ellas se daba a los reyes de España la exclusividad de las nuevas tie­rras con el compromiso de efectuar en ellas una cam­paña de evangelización. Eduardo Torres Cuevas: Los orígenes jurídicos de la Iglesia Católica en Cuba. (Iné­dito.)
  23. Al regresar a España después de su primer viaje. Co­lón dejó en La Española el fuerte La Navidad, a mane­ra de centro desde donde iniciar futuras empresas, por lo cual esta fundación no se debió solamente a la sim­ple casualidad de que zozobrara la Santa María. En su segundo viaje encontró el fuerte destruido y a sus hombres muertos, pero eso no aminoró el interés por establecer otra fundación, razón por la cual fundó La Isabela, que subsistió aproximadamente hasta 1500. Colón deseaba centralizar las riquezas que obtuviera y tener a la vez un punto de partida y regreso para futu­ros viajes exploratorios.
  24. Uno de los componentes del proceso de conquista y colonización fue el carácter de empresa que asumía la expansión de la cristianidad dentro de la concepción católica. En esta dirección los Reyes Católicos conta­ron con las reformas religiosas del cardenal Cisneros de la orden Franciscana, con el desarrollo de la orden teológica Dominica y con otras de fuerte presencia en ese territorio, como la de los Jerónimos y consiguie­ron, a través de un fuerte litigio con los papas, el Real Patronato sobre la Iglesia en América. Las concesio­nes obtenidas se manifiestan ya en las bulas de Ale­jandro VI, pero adquieren su fisonomía definitiva en las de Julio II. Por el Real Patronato los reyes propo­nían a aquellos que debían ocupar las altas jerarquías eclesiásticas, redistribuían los diezmos, establecían la demarcación de las diócesis y daban carácter legal a cualquier documento religioso que pasase a América. Eduardo Torres-Cuevas: Los orígenes del Real Patro­nato de la Iglesia Católica en América. (Inédito.)
  25. Otra motivación menos piadosa que movió los "descubrimientos" fue el deseo de adquirir esclavos, comercio ya muy lucrativo porque suministraba fuerza laboral barata. En Castilla la esclavitud parece haber tenido un peso económico superior al que general­mente se le atribuye. A pesar de lo expresado por los Reyes Católicos en las cédulas y órdenes reales en re­lación con la esclavitud, la realidad es que en esa épo­ca, tanto en Castilla como en el sur de la península, principalmente en Andalucía, proliferaban los escla­vos entre los que había muchos negros. "En Castilla provenían de los moros comprados, cambiados u obtenidos como botín de guerra, pero en ge­neral procedían de la trata que ya tenían establecida los portugueses en la zona costera noratlántica del África desde los tiempos de Enrique el Navegante. Los cargamentos de esclavos que traían con destino a España eran descargados por Sevilla, principal merca­do de esclavos negros en tiempo de los Reyes Católi­cos". Sabemos, por las interpretaciones de Azurara recogi­das por Barrios y adicionadas por Las Casas, que los moriscos tenían esclavos negros a su servicio y que las aparentemente ingenuas expediciones portuguesas por las costas de África eran, en realidad, verdaderas cacerías de esclavos. Estos comenzaron a penetrar en España en pequeña escala y aumentaron gradualmen­te hasta alcanzar cifras considerables. Aunque la prio­ridad de este negocio estaba en manos de los portu­gueses, los españoles también lo realizaban en algu­nas costas africanas, pero sus pretensiones eran mu­cho más modestas, no precisamente por humanidad sino porque en opinión de Navarrete los Reyes Católi­cos decidieron no entrar a discutir ese mercado a Por­tugal cuando el Nuevo Mundo podía ser también fuente de suministro de esclavos. Estrella E. Rey Betancourt: Génesis del colonialismo español en Cuba. (Inédito.)
  26. Arturo Sorhegui D’Mares: Historia de Cuba I. (Inédi­to.)
  27. Frank Moya Pons: Manual de historia dominicana. Santo Domingo R. D., 1977.
  28. Eduardo Torres-Cuevas: Ob. cit.
  29. Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés: Historia ge­neral y natural de las Indias. Imprenta de la Real Aca­demia de Historia, Madrid, 1851, p. 495.
  30. Eduardo Torres-Cuevas: Ob. cit.
  31. No era usual crear obispados en territorios de evangelización. Ello solo se explica por el interés de la Corona en establecer una presencia permanente en América y crear una estructura que garantizase la de­pendencia de estos de la corona de Castilla. En: Eduardo Torres-Cuevas: "El obispado de Cuba: gé­nesis, primeros pobladores y estructura". Revista San­tiago, No. 26-27, Universidad de Oriente. Santiago de Cuba, 1977, pp. 61-100.
  32. La unión dinástica entre los reinos de Castilla y Ara­gón, lograda a través del matrimonio de Fernando e Isabel, estuvo en peligro de romperse cuando Felipe el Hermoso y su esposa Juana, heredera legítima del trono de Castilla según el testamento de su madre, que data de 1504, se radicaron en España. Ante esa cir­cunstancia y luego de perder su condición de regente, Fernando se trasladó a Aragón donde se casó con Ger­mana de Foix, princesa francesa de la cual no tuvo descendencia. La prematura muerte de Felipe el Her­moso permitió que Fernando ocupase nuevamente la regencia de Castilla y se mantuviese la unión concer­tada entre esta y Aragón.
  33. Eduardo Torres-Cuevas: Ob. cit.
  34. Ibídem.
  35. Confirmado por trabajo arqueológico de campo realizado por la Academia de Ciencias de Cuba (ACC). Estrella E. Rey Betancourt: Ob. cit.
  36. Eduardo Torres-Cuevas: Ob. cit.
  37. Esta zona ha sido profusamente trabajada arqueológicamente y se ha confirmado la alta densidad poblacional. Estrella E. Rey Betancourt: Ob. cit.
  38. El lugar preciso del sur de La Habana donde se fundó la villa de este nombre está aún sin dilucidar, para una información más amplia se puede consultar la obra de Julio Le Riverend: La Habana, biografía de una provin­cia, Imprenta Siglo XX, La Habana, 1960, y el artículo de César García del Pino: "¿Dónde se fundó la villa de San Cristóbal?" Revista de la Biblioteca Nacional José Martí; No. 1, La Habana, 1979.
  39. En los lotes de piezas de la Academia de Ciencias de Cuba y de otras instituciones existen ejemplares ar­queológicos de la etapa analizada que demuestran que los indios que sobrevivieron al primer impacto y los españoles que iban llegando, adoptaron recíproca­mente conocimientos técnicos y elementos culturales que ya no eran ni los aborígenes ni los españoles. Esta situación puede apreciarse en las excavaciones realizadas en el sitio Pesquero, que al parecer fue utilizado por los españoles como lugar de escala y abastecimiento entre Bayamo y Holguín. En él se han encon­trado gran cantidad de hachas petaloides, lo que coin­cide con la existencia de tierras muy quemadas en zo­nas aledañas, evidencia de un intenso uso por el siste­ma de zona. Igualmente se aprecian fragmentos de bu­renes marcados como si se quisieran diferenciar de otros. Los arqueólogos han podido observar que en los residuarios de contacto hay numerosos fragmentos de burenes. Esto permite inferir que hubo un no­table incremento en la producción de casabe en esa época y en esos sitios. Estrella E. Rey Betancourt: Ob. cit.
  40. Se calcula que un montón de yuca tenía de 8 a 10 pies de diámetro. Teniendo en cuenta la opinión de Las Casas, de que tenían de 9 a 12 pies en cuadro y según el criterio de Pedrarias Dávila, de que una caballería contenía 200 000 montones, se puede llegar a la conclusión de que la medida de una caballería era de alrededor de 13,4 ha. Para información más completa ver Julio Le Riverend: "La organización agraria inicial". Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, No. 1, La Habana, 1984.
  41. En su Carta de Relación de 1514, Diego Velázquez utiliza el término estancia al hablar de las "labranzas hechas por los indios para el Rey en las márgenes del río Tuba". Este concepto no solo parece tener esa signi­ficación sino que también se usaba para hacer referen­cia al lugar de estar, es decir a la casa con huerta. Julio Le Riverend: Ob. cit.
  42. Estrella E. Rey Betancourt: Ob. cit.
  43. El término cimarrón fue sinónimo en Cuba de esca­pado o huido a los montes, se usaba indistintamente para el ganado y para los esclavos indios o africanos.
  44. Julio Le Riverend: Ob. cit.
  45. Estrella E. Rey Betancourt: Ob. cit.
  46. José L. Franco: Las minas de Santiago del Prado y la rebelión de los cobreros, 1530-1800. Editorial de Cien­cias Sociales, La Habana, 1975, p. 8.
  47. Hortensia Pichardo: Documentos. Cuadernos H, La Habana, 1972, pp. 57-66.
  48. Luis Torres y otros: Ob. cit., t. III, pp. 221-232.
  49. Estrella E. Rey Betancourt: Ob. cit.
  50. José A. Saco: Historia de la esclavitud de la raza afri­cana en el Nuevo Mundo y en especial en los países américo-hispanos. Barcelona, 1879, t. I, p. 32.
  51. Estrella E. Rey Betancourt: Ob. cit., pp. 78-79.
  52. Las primeras autorizaciones para introducir negros esclavos en Cuba aparecen como licencias o asientos. Ambas eran entidades jurídicas pero mientras que la primera era un simple permiso concedido por el sobe­rano para llevar uno o muchos negros a las Indias, el asiento era un contrato de derecho público sinalagmá­tico (con un mismo objetivo y de mutuo acuerdo) por el cual un particular o compañía se obligaba a sustituir al gobierno en la administración del comercio de los esclavos. Fernando Ortiz: Los negros esclavos. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, p. 81.
  53. Eduardo Torres-Cuevas: Ob. cit.
  54. Estrella E. Rey Betancourt: Ob. cit.
  55. Eduardo Torres-Cuevas: Ob. cit.
  56. Ibídem.
  57. Luis Torres y otros: Ob. cit., Segunda Serie, t. II, Cuba II, p. 252.
  58. Hortensia Pichardo: Las ordenanzas antiguas para los indios. Las Leyes de Burgos, 1512. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1984.
  59. Estrella E. Rey Betancourt: Ob. cit.
  60. La noticia más antigua que se tiene del otorgamiento de una merced en Cuba es de 1536, la que fue concedida por el cabildo de Sancti Spíritus a nombre del rey. El hecho de que los cabildos otorgasen las tierras les dio un poder apreciable en la isla, a la vez que debilitó el control del rey sobre este medio.
  61. Ramiro Guerra: Manual de historia de Cuba. Edito­rial de Ciencias Sociales, La Habana, 1971, p. 63.
  62. Gabino La Rosa Corzo: Los cimarrones de Cuba. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1988.
  63. Eduardo Torres-Cuevas: Los orígenes jurídicos de la Iglesia Católica en Cuba. (Inédito.)