Informe Central al Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba (Fidel Castro)
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Informe Central al Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba presentado por el compañero Fidel Castro Ruz, Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba | |
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Autor | Fidel Castro |
Introducción
Distinguidos invitados;
Queridos compañeros:
Hay acontecimientos que son históricos en los grandes procesos políticos. Éste, en que iniciamos el Primer Congreso del Partido, es uno de ellos. Nos ha correspondido por esto el privilegio de vivir un minuto culminante en la vida revolucionaria de nuestra patria. Para llegar hasta aquí ha sido necesario el sacrificio de incontables hijos de la nación cubana a lo largo de varias generaciones. Muchos entregaran su vida por la noble causa de la independencia, la justicia, la dignidad y el progreso de nuestro pueblo. A ellos, los que sufrieron, los que lucharon, los que murieron en las guerras de independencia o en el oprobio de la neocolonia o en los combates contra la última tiranía o en la consolidación y defensa de la Revolución, dedicamos, en primer lugar, nuestro emocionado recuerdo en este instante. Sin sus ideas, sus esfuerzos y su sangre no habría sido jamás posible este Congreso que hoy se inicia.
De mano en mano pasaron los estandartes revolucionarios desde los días gloriosos de La Demajagua hasta hoy. Nuestro Partido es el depositario actual de esos estandartes y con ello de las mejores tradiciones revolucionarias, la historia heroica y los más hermosos ideales de nuestra patria.
Adquiere singular relieve e interés político en el ámbito de América Latina y en el seno del movimiento revolucionario mundial que ese Partido, dirigente de una revolución socialista en un país del continente americano, celebre hoy su Primer Congreso. Una prueba de la alta estimación con que los revolucionarios de todo el mundo miran a nuestro pueblo, su proceso político y su Partido de vanguardia, es ofrecida por el número y el nivel de las delegaciones que los Partidos comunistas hermanos y otras destacadas organizaciones revolucionarias de todos los continentes han enviado a este Congreso.
¡A todos los saludamos con fraternal cariño! Este honor, que rebasa los méritos de nuestro aporte modesto al movimiento revolucionario mundial, lo agradecemos profundamente. Es un estímulo grande que fortalecerá nuestro compromiso revolucionario. Ni por un instante olvidaremos que sin la solidaridad internacional, sin el apoyo que brindaron a la lucha resuelta de nuestros trabajadores sus hermanos de clase de todo el mundo y dé modo especial el pueblo admirable de la Unión Soviética, frente a un imperialismo potente, inescrupuloso y agresivo, dueño virtual del destino de los pueblos de este hemisferio, habría sido posible para los revolucionarios cubanos morir heroicamente como los comuneros de París, pero no vencer.
Es imposible iniciar este Congreso ni comprender su profundo significado sin hacer referencia a nuestra historia.
I. Análisis histórico de la Revolución
Cuba fue la última colonia de España en América Latina y hoy es el primer país socialista de este hemisferio. Para cumplir este singular destino histórico nuestra patria hubo de salvar obstáculos que en un tiempo parecieron invencibles.
Cuando en los albores del siglo pasado la inmensa mayoría de los pueblos de habla española iniciaron el camino de la emancipación del yugo colonial en la coyuntura propicia que ofreció la invasión napoleónica a España, Cuba era un país de plantaciones tropicales explotadas con mano de obra esclava. La sociedad de entonces era típicamente esclavista. A despecho de los acuerdos internacionales de la época, el número de esclavos aumentaba por año a la par que crecían las riquezas materiales y la prosperidad de las clases dominantes. Los españoles dominaban el comercio y la administración; los cubanos ricos eran los dueños de las plantaciones. Esta clase social, aunque interesada en superar las trabas coloniales que estorbaban el desarrollo de la economía y su acceso al poder político, no podía prescindir de la fuerza militar de la metrópoli para mantener la sumisión de los esclavos: temía la repetición en Cuba de la heroica historia de Haití y supeditaba, sin vacilación, la cuestión de la independencia nacional a sus intereses de clase esclavista. Las personas sometidas a esta horrible forma de explotación ascendían, en 1841, a más de cuatrocientas mil en una población que apenas rebasaba el millón de habitantes. A pesar de que nuestra tierra llegó a ser considerada por la monarquía española, en razón de esto, como la "siempre fiel Isla de Cuba", aquellos intereses de clase engendraron también, en un sector de los cubanos ricos, la funesta corriente de la anexión a Estados Unidos, entre otras razones por el temor de que la propia España, accediendo a las presiones internacionales, aboliera la esclavitud. Esta corriente era fuertemente apoyada por los estados esclavistas del sur de Norteamérica, en su pugna de intereses con los estados industriales del norte, en la esperanza de contar con un estado esclavista más en la Isla de Cuba.
La aspiración de anexarse a Cuba fue siempre, por otro lado, un fuerte propósito de los dirigentes de Estados Unidos desde los inicios mismos de esa república, expresada en reiteradas ocasiones por distintos gobernantes y hombres públicos, como expresión lógica de los principios del "destino manifiesto", que Estados Unidos se consideraba llamado a jugar en este hemisferio. Esta tendencia se mantuvo aún mucho después de la abolición de la esclavitud en ese país y a todo lo largo de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba. Pero la contienda civil de Estados Unidos y la consiguiente supresión de la esclavitud en los años de Lincoln, significaron un fuerte golpe al movimiento anexionista de los esclavistas cubanos. Es bueno recordar que frente a estas aspiraciones mezquinas y antipatrióticas de los explotadores, los explotados, es decir, los esclavos, ofrecieron incontables ejemplos de lucha social y revolucionaria, que se expresaron en numerosas sublevaciones heroicas, las que fueron reprimidas, como sucede siempre, de la forma más brutal y sangrienta.
Eclipsada la corriente anexionista y convencidos los propios terratenientes cubanos de que el sistema esclavista tenía que ser reemplazado por otras formas más modernas de producción agrícola e industrial, surgieron con fuerza las demandas de reforma al sistema colonial español, convertido ya en insalvable traba al desarrollo ulterior del país, las que al ser brutalmente denegadas impusieron a nuestro pueblo el camino de las armas.
La primera guerra de independencia en 1868, aunque iniciada y lidereada por patriotas cubanos que procedían de familias ricas, poseedoras de la cultura política, relaciones y recursos económicos para una empresa de aquella índole, no comenzó, sin embargo, ni alcanzó su fuerza explosiva y de masas en las provincias donde estaba más arraigada, era más poderosa y contaba con mayores intereses la clase esclavista, es decir, el occidente de Cuba, sino en las provincias y regiones del país donde los campesinos independientes eran más numerosos y el trabajo esclavo tenía un peso económico incomparablemente menor.
La guerra arrastró tras sí a campesinos, artesanos y esclavos y despertó el patriotismo fervoroso de estudiantes, profesionales e intelectuales y del pueblo cubano en general, cuyo sentimiento nacional se hizo realidad concreta e irreversible en el propio fragor de la lucha contra el dominio de España.
Aunque la represión española se hizo sentir por igual contra todos los cubanos, independientemente de su clase social, el occidente —sede de las riquezas fundamentales de la clase esclavista— se mantuvo al margen de la guerra y nutrió con sus recursos al ejército colonial. El peso fundamental de la batalla recayó sobre los sectores más modestos del pueblo, que en lucha desigual e incomparablemente heroica mantuvieron la contienda durante diez años antes de caer abatidos, más por la división y la intriga, que por las armas enemigas. Fue entonces cuando Antonio Maceo, un hombre surgido de las filas más humildes, rechazando el cese al fuego y la paz sin independencia, se convirtió en símbolo del espíritu y la indomable voluntad de lucha de nuestro pueblo, al escenificar la inmortal Protesta de Baraguá.
La esclavitud es abolida poco tiempo después en 1886, entre otras causas, como secuela inevitable de la Guerra de los Diez Años. Fuimos también así el último país del hemisferio donde se suprimió oficialmente esta funesta institución. Aún viven en nuestra tierra hombres y mujeres que la conocieron en sus propias carnes.
De nuevo los cubanos en 1895 se levantaron en armas. Esta vez la lucha se había preparado políticamente durante largos años. Bajo la guía de Martí, cuyo genio político rebasó las fronteras de su tierra y de su época, se organizó un Partido para dirigir la revolución. Esta idea, que paralelamente desarrolló también Lenin para llevar a cabo la revolución socialista en el viejo imperio de los zares, es uno de los más admirables aportes de Martí al pensamiento político. Se organizó en nuestra patria un solo Partido revolucionario. Ese Partido unió a los gloriosos veteranos de la Guerra de los Diez Años, simbolizados por Gómez y Maceo, con las nuevas generaciones de campesinos, obreros, artesanos e intelectuales, para llevar a cabo la revolución en Cuba. Martí conoció al monstruo porque vivió en sus entrañas. Sabía de sus viejas pretensiones de apoderarse de Cuba en virtud de la política expansionista del "destino manifiesto", a la que se sumaba ahora la nueva tendencia imperial surgida del desarrollo capitalista de Estados Unidos, que él supo ver con claridad impresionante: "Ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber —puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo— de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso. En silencio ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin", dijo en vísperas de su propia muerte, cuando ya combatía junto a los soldados del Ejército Libertador en los campos de Cuba. En este pensamiento y en la interpretación y calificación de Lenin de la guerra hispanoamericana como la primera guerra imperialista, se dan la mano dos hombres de dos escenarios históricos diferentes y dos pensamientos convergentes: José Martí y Vladímir Ilich Lenin. El uno símbolo de la liberación nacional contra la colonia y el imperialismo, el otro forjador de la primera revolución socialista en el eslabón más débil de la cadena imperialista: liberación nacional y socialismo, dos causas estrechamente hermanadas en el mundo moderno. Ambos con un Partido sólido y disciplinado para llevar adelante los propósitos revolucionarios, fundados casi simultáneamente entre fines del pasado siglo y comienzos del actual.
Sin recursos, sin suministros, sin logística, con una población que apenas rebasaba el millón y medio de habitantes, el pueblo de Cuba combatió contra trescientos mil soldados coloniales. España era entonces una de las primeras potencias militares de Europa. Ningún pueblo de América luchó en condiciones tan duras y difíciles por su independencia. Cuba fue el Viet Nam de fines del siglo pasado. Esta batalla la libró el pueblo cubano con sus propias fuerzas, sin la participación de ningún otro estado latinoamericano, y con la activa hostilidad del gobierno de Estados Unidos contra el esfuerzo de los emigrados cubanos para suministrar armas a los combatientes. Sí tomaron parte activa en la lucha por nuestra independencia ciudadanos procedentes de otros pueblos hermanos, que vinieron por su propia cuenta a combatir por la libertad de nuestra patria. Símbolo de todos ellos fue el ilustre dominicano Máximo Gómez, que alcanzó el grado de General en Jefe de nuestro Ejército. Bellas páginas de solidaridad internacionalista escribieron estos hombres en los campos de Cuba.
España estaba exhausta, sin recursos ni energía para continuar la guerra. El ejército español ya sólo controlaba las grandes plazas. Los revolucionarios dominaban todo el campo y las comunicaciones interiores. Muchos prestigiosos generales españoles habían sido derrotados a lo largo de la contienda. Es entonces cuando se produce la intervención militar norteamericana en 1898, pero no sin antes intentar, en vísperas del inicio de las hostilidades, la compra del territorio de Cuba a España. Si alguna vez la tozudez española prestó un servicio a la causa de Cuba, fue su negativa sistemática a acceder a tal operación de compraventa, que reiteradas veces Estados Unidos le propuso a España en el pasado siglo.
La guerra imperialista culminó con la ocupación militar de Cuba, Filipinas y Puerto Rico. La lucha cubana había despertado amplias simpatías en todo el mundo y en el seno del propio pueblo norteamericano. Sus heroicos combates inspiraron respeto a los ambiciosos ocupantes extranjeros y la Isla no pudo ser de inmediato anexada; se le concedió la independencia formal el 20 de mayo de 1902, con bases navales norteamericanas y con la enmienda constitucional impuesta, que entre otras cosas daba a Estados Unidos el derecho a intervenir en Cuba. Se instaura así la neocolonia yanqui en nuestra patria. Filipinas permaneció ocupada hasta 1946. Hoy es una nación independiente pero con 18 bases norteamericanas en su territorio. Puerto Rico permanece todavía ocupado y con decenas de bases; Estados Unidos pretende indecorosamente incorporarlo a su territorio como un estado más. Grandioso, heroico y afortunado fue el curso de la historia que libró a nuestra patria y sus habitantes del terrible destino de ser absorbidos por Estados Unidos. Ello se debió en esencia a la enérgica resolución de sus hijos y los ríos de sangre con que conquistó su derecho a preservar la nacionalidad.
Una lección clara de nuestra historia tanto en el pasado como en el presente siglo, en la colonia o la neocolonia, antes y después de las guerras de independencia, es que las clases explotadoras de nuestro país y Estados Unidos fueron siempre poderosos obstáculos a la liberación de Cuba.
En 1902 el país simplemente había cambiado de amo. El glorioso Ejército Libertador fue licenciado. Gobiernos entreguistas y leoninos convenios económicos le fueron impuestos al país. Un ejército mercenario fue creado por las tropas ocupantes. Lo más podrido y reaccionario de la sociedad colonial fue elevado a un primer plano en estrecha alianza con los intereses de Estados Unidos. Estos sectores eran abiertamente partidarios de la permanente ocupación de Cuba por Estados Unidos.
El primer presidente de Cuba, Tomás Estrada Palma, impuesto por el imperialismo, era francamente anexionista. En 1906 solicitó la segunda intervención de las fuerzas militares de Estados Unidos. El 10 de octubre de ese año, escribió: "Nunca he temido confesar ni me asusta decirlo en voz alta, que una dependencia política que nos asegure las fecundas bendiciones de la libertad es cien veces preferible para nuestra amada Cuba, que una República soberana e independiente desacreditada y arruinada por la acción perniciosa de pertinaces guerras civiles".
Las inversiones de Estados Unidos en Cuba, que en 1896 ascendían a 50 millones de dólares, se elevaron a 160 en 1906, a 205 en 1911 y a 1 200 en 1923, que incluían la propiedad de las tres cuartas partes de la industria azucarera.
Los gobiernos corrompidos y las intervenciones yanquis que se sucedieron en las primeras décadas de la república neocolonizada, cumplieron la misión de entregar al amo extranjero las riquezas del país. Las mejores tierras agrícolas, los centrales azucareros más importantes, las reservas minerales, las industrias básicas, los ferrocarriles, los bancos, los servicios públicos y el comercio exterior, pasaron al férreo control del capital monopolista de Estados Unidos. Los frutos de las heroicas contiendas del 68 y del 95 se habían frustrado. El pueblo rebelde y valeroso que asombró al mundo con sus hazañas patrióticas, se vio obligado a seguir viviendo como paria en su propia tierra.
No pasó a manos de los campesinos —combatientes por lo general del Ejército Libertador— la tierra que con su propia sangre habían abonado, sino que a los viejos latifundios se unieron los nuevos, constituidos muchas veces con las parcelas de los que habían muerto o habían luchado por la independencia. A precios irrisorios, fraudes, desalojos o simples concesiones, las empresas yanquis o los oligarcas aliados al imperialismo se hicieron dueños de inmensas extensiones. Así surge la trágica historia de los infinitos sufrimientos que el dominio de Estados Unidos impuso a los campesinos durante más de cincuenta años.
La economía creció deformada y con absoluta dependencia de los intereses norteamericanos. Nuestro país se convirtió en un suministrador de azúcar a bajos precios, una reserva para el abastecimiento seguro en caso de guerra y un mercado más para los excedentes financieros y la producción agrícola e industrial de Estados Unidos.
Las nuevas plantaciones exigían mano de obra barata y abundante; la población era escasa y los brazos faltaban. Surgió la importación de inmigrantes haitianos y jamaicanos. Sus condiciones inhumanas de vida, hacinados en barracas y bateyes, con salarios miserables, privados de toda asistencia sanitaria, de los derechos más elementales y de la menor protección frente a sus explotadores, es una de las páginas más tristes y bochornosas del capitalismo en Cuba. La república mediatizada reeditaba, bajo formas nuevas y aún peores, la esclavitud apenas abolida en 1886.
La corrupción más increíble se estableció como práctica habitual en la administración pública. Las facciones políticas al servicio de los intereses extranjeros se repartían a su turno las prebendas y los cargos públicos. Miles de nóminas falsas sostenían a los agentes y maquinarias políticas de los partidos en el poder. Los fondos para obras públicas, educación y salud eran malversados escandalosamente. La miseria, el analfabetismo y las enfermedades proliferaban a lo largo y ancho del país. La fuerza pública reprimía brutalmente toda manifestación de protesta obrera, campesina o estudiantil. El "plan de machete" imperaba en los centrales azucareros, los bateyes y los campos. Todo el aparato de fuerza, la Administración, el Parlamento y el Poder Judicial existían únicamente para servir los intereses de los monopolistas yanquis, terratenientes y burgueses. La prostitución y el juego florecían por todas partes. La discriminación racial, que la sangre común derramada en los campos de batalla debió borrar para siempre en un pueblo que tan heroicamente luchó por la libertad y la justicia, cobró particular acento con el dominio de Estados Unidos en Cuba. En los parques de muchas ciudades se podía observar el espectáculo bochornoso de que blancos y negros debían transitar por diversos sitios. Muchas instituciones educacionales, económicas, culturales y recreativas privaban a los ciudadanos negros del acceso a ellas y, con esto, del derecho al estudio, al trabajo y la cultura, y lo que es más esencial, a la dignidad humana.
La mujer, que en las luchas por la independencia dio pruebas incomparables de espíritu de sacrificio y capacidad revolucionaria, era obligada a vivir en condiciones de inferioridad social y legal. La maternidad carecía de protección, los hijos podían recibir la humillante calificación de naturales o ilegítimos.
Las crisis económicas capitalistas gravitaban en el país con tremenda fuerza. En cada caso Estados Unidos hacía recaer sobre Cuba sus peores efectos. Nuestra política exterior se facturaba en Washington. En los mapas mundiales aparecíamos del mismo color que el de Estados Unidos. La mayor parte de los norteamericanos se habrían sorprendido de saber que no éramos una posesión oficial de ese país y los embajadores yanquis, virtuales procónsules, dictaban impúdicamente sus órdenes a nuestros gobernantes.
El capitalismo yanqui trajo a Cuba todos sus vicios, que se sumaron a los ya heredados de la colonia, y con estos, sus hábitos de pensar, su egoísmo desenfrenado, sus costumbres, sus diversiones, su propaganda, su modo de vida y lo que es peor: su ideología política reaccionaria. Dueño y señor de los medios de difusión masiva, los empleó a fondo para mixtificar y aplastar nuestra cultura nacional, liquidar el sentimiento patriótico, conformar el pensamiento político y exaltar el culto a Estados Unidos. A los niños se les enseñaba en las escuelas que ese país era el generoso libertador de nuestra patria. A la época heróica sucedió la humillación y la ignominia. Lo que Martí tanto había tratado de evitar con su prédica incesante y su previsión genial, fue precisamente lo que ocurrió en los años que siguieron a nuestra contienda por la independencia.
Fueron estas crueles realidades las que hicieron exclamar a Martínez Villena en sus conocidos y vibrantes versos, que hacía falta otra carga para acabar la obra de la revolución. Pero cuando Villena lanzó aquel reclamo y dio además el ejemplo con su titánica lucha, el imperialismo yanqui era todavía demasiado poderoso y el movimiento revolucionario mundial demasiado débil para que el pueblo cubano pudiera culminar la obra emprendida en 1868.
La Enmienda Platt con su cláusula constitucional impuesta, que daba derechos legales a Estados Unidos a intervenir militarmente en Cuba frente a cualquier alteración del orden estatuido, gravitó terriblemente en el ánimo de los patriotas cubanos. La lucha revolucionaria armada podía conducir directamente a la ocupación militar del país por una nación mucho más poderosa que España. Cuba era demasiado débil para enfrentar por sí sola semejante poderío. Este riesgo de perder totalmente la independencia, tenía que ejercer un efecto paralizante en la acción de los revolucionarios. Y aunque las facciones políticas más de una vez acudieron a las armas para dirimir sus querellas y concitaron la intervención yanqui, esta situación explica la falta de continuidad del proceso revolucionario en las primeras décadas de este siglo.
Nuestra lucha forzosamente iba dejando de tener un carácter y una posibilidad meramente nacional, para enlazar su suerte al movimiento revolucionario mundial. El dominio de la potencia imperialista más rica y poderosa no podía ser resistido por la sola fuerza de un país aislado, débil y pequeño. A la vez el contenido de nuestra Revolución, que bajo la colonia no podía rebasar los límites de un movimiento nacional liberador, inspirado en los principios liberales del pasado siglo, con el desarrollo del capitalismo en nuestro país y el advenimiento de la clase obrera, tenía necesariamente que derivar hacia una revolución también social. A la tarea de liberar a la nación de la dominación imperialista se unía insoslayablemente ahora la de liquidar la explotación del hombre por el hombre en el seno de nuestra sociedad. Ambos objetivos eran ya parte inseparable de nuestro proceso histórico, puesto que el sistema capitalista, que desde el exterior nos oprimía como nación, en el interior nos oprimía y nos explotaba como trabajadores, y las fuerzas sociales que podían liberar al país internamente de la opresión, es decir, los propios trabajadores, eran las únicas fuerzas que en el plano externo nos podían apoyar contra la potencia imperialista que oprimía la nación. Haber comprendido esto fue a nuestro juicio el mayor mérito histórico de Baliño y Mella cuando fundaron con un puñado de hombres el primer Partido marxista-leninista de Cuba en 1925. La gloriosa Revolución de Octubre de 1917, inspiradora de aquellos valientes paladines de la revolución socialista, constituyó un acontecimiento que estaba llamado a jugar más adelante un papel decisivo en los destinos de nuestra patria. Sólo con la fuerza invencible de la clase obrera internacional, nuestro pequeño país podía contrarrestar el mortal peligro que significaba el poderío político, económico y militar de Estados Unidos, y sólo con la estrategia, los principios y la ideología de la clase obrera y con ella a la vanguardia, nuestra Revolución podría marchar adelante hacia la definitiva liberación nacional y social de nuestra patria.
En los combates heroicos de nuestro pueblo contra la tiranía machadista, en la década del 30, nuestra clase obrera, dirigida por los comunistas, jugó ya un papel relevante.
Un hambre terrible, producto de la crisis económica mundial, azotó nuestra población; el azúcar se llegó a pagar a menos de un centavo la libra, los impuestos aduaneros de Estados Unidos a nuestra exportación fundamental golpearon sin piedad nuestra debilitada economía. Los males sociales se agravaron extraordinariamente. En estas condiciones la represión política se hizo sentir con violencia extrema: obreros, campesinos, estudiantes, periodistas e intelectuales que se destacaban en la lucha, eran brutalmente asesinados por los esbirros de la tiranía. Mella es cobardemente ultimado a balazos en la ciudad de México. Esta fue una época de incomparable auge en la conciencia revolucionaria de las masas. El sentimiento antiimperialista cobró inusitada fuerza y el sistema hizo crisis.
El gobierno de Estados Unidos intervino mediante la llamada Mediación y la presencia de sus acorazados en las cercanías de Cuba. En agosto de 1933 es derribado el gobierno de Machado, que no pudo resistir el empuje de la huelga general revolucionaria. Le sucedió un gobierno anodino y confuso producto de la intervención yanqui.
La inconformidad, el descontento y la prédica revolucionaria habían penetrado también en los cuarteles. El 4 de septiembre se sublevaron los soldados y sargentos en conexión con los estudiantes y otros sectores revolucionarios. Se constituyó un gobierno provisional revolucionario de corte nacionalista, con la influencia destacada de un ala antiimperialista dirigida por Antonio Guiteras. Se adoptan algunas medidas progresistas y otras francamente inhumanas como la repatriación forzosa de miles de inmigrantes haitianos. En algunos centrales azucareros se constituyen soviets revolucionarios. Todo bajo la presencia amenazadora de las naves de guerra yanquis.
El país vivió un verdadero período de convulsión revolucionaria; pero de nuevo el imperialismo, sin necesidad de una intervención militar directa, con la complicidad de las clases reaccionarias y la traición desvergonzada de Fulgencio Batista, líder castrense surgido el 4 de septiembre, frustra el proceso revolucionario y lo aplasta a sangre y fuego. En marzo de 1935 es reprimida brutalmente la huelga general revolucionaria, y en mayo de ese mismo año, con el asesinato de Antonio Guiteras, se liquida el último vestigio de resistencia armada.
Este esfuerzo heroico de los años 30 rindió, sin embargo, frutos extraordinarios en la vida de nuestro país. La Enmienda Platt fue abolida como resultado de la lucha enérgica de nuestro pueblo en esa época. Y aun cuando Estados Unidos se reservó de facto el derecho a intervenir en cualquier república de América Latina, aquella ominosa y humillante cláusula dejó de ser un precepto de nuestra Carta Magna.
Siguió una época incierta. La economía mundial se recuperaba gradualmente. La marea revolucionaria descendió y Batista consolidó su poder por largos años.
En el plano internacional, desde los años 20 se venía gestando la amenaza tenebrosa del fascismo, fruto de la nefasta política imperialista de aplastar la revolución en Europa, aislar, agredir y liquidar el primer Estado socialista fundado por Lenin y los heroicos comunistas rusos.
El fascismo fue la respuesta ideológica y política del capitalismo al leninismo. Victorioso en Hungría, Italia y Alemania, donde ahogó en sangre al movimiento obrero, se hizo sentir en todas partes donde las clases explotadas amenazaban el dominio de la burguesía.
El movimiento revolucionario internacional concentra su atención en la lucha antifascista. Surge en el año 1936 la guerra civil en España, donde los enemigos de la República son apoyados en la sublevación por Hitler y Mussolini. Se movilizan las Brigadas Internacionales, que allí escribieron una de las más hermosas páginas del internacionalismo proletario. Nuestro pueblo envió casi mil combatientes a luchar en España contra el fascismo. Nunca podremos olvidar que allí dieron su vida generosa hombres del calibre y la dimensión humana de Pablo de la Torriente Brau. Esta es, a nuestro juicio, una de las más nobles y heroicas contribuciones al movimiento revolucionario mundial de nuestro primer Partido comunista, inspirador de esta acción solidaria.
En Cuba las fuerzas revolucionarias se hallaban profundamente divididas desde 1933. Batista maniobró astutamente. En la atmósfera creada por la coyuntura internacional, la creciente contradicción entre el imperialismo norteamericano y la Alemania hitleriana, la poderosa corriente antifascista mundial y la política de los frentes populares, promueve alianzas tácticas con la izquierda y hace algunas concesiones políticas y sindicales, sin que el régimen perdiera con ello su carácter eminentemente castrense, burgués y proimperialista.
El profundo espíritu anticomunista de las huestes de Grau, que lidereaba un importante sector del pueblo en la oposición al régimen, impidió aglutinar las fuerzas populares y contribuyó a caotizar la situación política.
Estalla en 1939 la Segunda Guerra Mundial. Los regímenes burgueses de Europa, que habían prohijado las ambiciones del fascismo, son incapaces de resistir las embestidas de las hordas hitlerianas. Su moral minada de antemano se derrumba, sus ejércitos se rinden y casi toda Europa, con su enorme potencial industrial y humano, quedó en manos de los agresores.
Se produce entonces la agresión a la URSS: millones de soldados son lanzados al ataque. El fascismo había soñado siempre con liquidar el baluarte mundial de la revolución y barrer de la tierra al pueblo heroico que forjó al primer Estado socialista. Esperaba con ello establecer un dominio milenario. Se entabló así una lucha que sería decisiva para los destinos de la humanidad. Pero el pueblo soviético resistió, sus soldados se batieron heroicamente en todos los frentes. Por primera vez el fascismo encontraba una oposición inquebrantable. Al precio de sacrificios infinitos y la vida de veinte millones de hijos, destruyó a los agresores salvando a la paria de Lenin, y librando a Europa y al mundo de un terrible destino. Los patriotas de los países ocupados y combatientes de numerosas naciones hicieron también su aporte valioso a la victoria común.
Nace el campo socialista, se liberan del coloniaje decenas de países y un ancho camino se abre al movimiento revolucionario mundial.
Sin embargo, al mundo no le espera una época de colaboración pacífica. El imperialismo es todavía muy poderoso y no saca las conclusiones pertinentes de la lección de Hitler. Estados Unidos, que había concluido la contienda con su poder industrial intacto y las arcas repletas de oro, se constituyó en el baluarte de la reacción mundial ocupando el lugar del fascismo en su cruzada contrarrevolucionaria y en el papel de gendarme internacional. Inicia una amplia política de alianzas militares contra el campo socialista, rodea a la URSS de bases estratégicas, apoya a los gobiernos más reaccionarios en todas partes, promueve la subversión contra los países progresistas, desata la carrera armamentista e inaugura el bochornoso período de la guerra fría. En Cuba, donde los comunistas habían ampliado considerablemente sus filas y ejercían la dirección de un poderoso movimiento obrero, esta política imperialista se hizo sentir con particular fuerza.
En 1940 se había aprobado una nueva Constitución que recogía en su texto algunas de las conquistas de los años 30 y de las nuevas exigencias del movimiento popular, aunque muchos de sus preceptos eran letra muerta en espera de leyes complementarias que nunca se adoptaron. El proceso político siguió a partir de entonces cierto curso institucional.
En 1944 triunfa la oposición a Batista y asume la presidencia Grau San Martín. Este gobierno, producto de una elección en la que obtuvo amplia mayoría y que había despertado ciertas esperanzas populares, constituyó una de las más grandes frustraciones de nuestro pueblo. Su política rápidamente se hizo reaccionaria. A partir del año 1946 se dio a la tarea de arrebatar a los comunistas la dirección del movimiento sindical. Todos los medios fueron empleados. A disposición de una camarilla corrompida de dirigentes se puso todo el aparato del Estado. Cuando los métodos fraudulentos eran insuficientes, se acudía al asalto a los sindicatos y a la violencia descarnada. Este período coincidió con la guerra fría. El anticomunismo adquirió virulencia inusitada. Todos los medios de divulgación se pusieron al servicio del macartismo yanqui. Los comunistas eran desalojados de sus puestos de trabajo y hostigados por todos los medios posibles. Esto fue acompañado de una política abierta al servicio de los intereses patronales e imperialistas. En la administración pública, donde las recaudaciones habían aumentado por los precios relativamente altos del azúcar, el robo, la corrupción y la malversación adquirieron relieves nunca vistos; de la noche a la mañana surgían nuevos millonarios. La prensa burguesa contribuía a la confusión reinante con su demagogia y la exaltación de los falsos valores políticos. La anarquía, el caos y la violencia reinaban por doquier. En las postrimerías de ese régimen fue asesinado cobardemente el abnegado, combativo y ejemplar dirigente de los trabajadores azucareros, Jesús Menéndez. Una impresionante manifestación popular acompañó sus restos.
Surge en ese período un movimiento de carácter cívico-político dirigido por Eduardo Chibás, que capitaliza una gran parte del descontento nacional y arrastra considerables masas de jóvenes y sectores del pueblo.
En las elecciones de 1948, con todos los recursos del poder, triunfa el candidato oficial Carlos Prío Socarrás. Su gobierno fue una continuidad del latrocinio y la corrupción reinantes. Prosiguió la política de asaltos a los sindicatos. Numerosos dirigentes obreros comunistas fueron fríamente asesinados. La campaña anticomunista alcanzó extraordinaria fuerza. Se intentó llevar tropas a la guerra de Corea, lo que no fue posible por la resistencia del pueblo. Se suscribieron pactos militares con Estados Unidos. La entrega al imperialismo era total.
Los llamados gobiernos auténticos reflejaban una profunda crisis de nuestras instituciones políticas. La democracia representativa y el parlamentarismo burgués eran incapaces en absoluto de resolver los graves problemas del país y por el contrario los agudizaban.
Chibás se suicida y muere el 16 de agosto de 1951. El movimiento político fundado por él contaba con notable apoyo popular, pero la dirección en muchos lugares del país estaba ya en manos de políticos tradicionales y terratenientes. En sus filas contaba, sin embargo, con elementos valiosos del pueblo que más tarde jugaron un papel importante en la lucha contra la tiranía batistiana. En potencia su masa era revolucionaria, pero carecía de dirección correcta. Su triunfo electoral en 1952 con amplio apoyo popular, incluidos los comunistas, estaba garantizado. Ello no traería por sí mismo cambios sociales en el país, pero abría posibilidades futuras de acción a los revolucionarios. Allí estaba una gran parte del pueblo: pequeña burguesía y también sectores humildes, aunque muchos influidos por la incesante propaganda imperialista e incluso con prejuicios sobre el comunismo, pero que hastiados de la situación reinante y víctimas de una opresión y una explotación cuyas causas no alcanzaban todavía a comprender profundamente, ansiaban cambios radicales en la vida del país. Exceptuando los sectores más conscientes del proletariado, es decir, los comunistas, y una parte de los trabajadores organizados, nuestro pueblo humilde y explotado, aunque descontento y decidido a luchar contra la opresión reinante, no poseía una clara conciencia del fondo social del drama que vivía. El problema a resolver estratégicamente era conducir esa gran masa por los caminos de la verdadera revolución, que no podían ser por cierto institucionales. Eso lo comprendía ya perfectamente, y en eso pensaba el grupo de hombres que más tarde organizaron la lucha insurreccional armada.
En 1952 irrumpe en la escena el fatídico golpe militar del 10 de marzo. Batista, que se alejó del poder en 1944 llevándose consigo decenas de millones de pesos, había dejado en los cuarteles el mismo ejército mercenario, que usufructuando incontables prebendas lo apoyó durante 11 años. Ese era el ejército de la República fundado por los yanquis en la primera ocupación militar, autor de numerosas represiones contra el pueblo, al que los sargentos sublevados en 1933 habían convertido en dócil instrumento de un caudillo militar que lo mantuvo al servicio incondicional de los intereses imperialistas de Estados Unidos. Ese ejército en todas las épocas defendió siempre en nuestros campos, centrales azucareros y ciudades los grandes intereses del imperialismo y la oligarquía nacional. En los desalojos campesinos, en las masacres de obreros, en el clima de terror imperante bajo la dictadura oligarca imperialista que vivió el país desde los comienzos mismos de la República, el ejército mercenario jugó un papel fundamental. Los soldados, sargentos y oficiales constituían un cuerpo pretoriano al servicio de terratenientes, dueños de ingenios y patronos industriales. Los intereses mejor defendidos eran, desde luego, los de los monopolios de Estados Unidos. Este aparato de terror en manos de los opresores, constituía un obstáculo extraordinario al desarrollo político y social del país. Entrenado y equipado por Estados Unidos, representaba una fuerza, a juicio de muchos, invencible. Concebido como instrumento de represión popular, carecía de toda eficacia como salvaguarda de la soberanía del país, pero era temible en el orden interior como guardián armado del sistema social establecido.
En medio del caos, el descrédito y la desmoralización de los gobiernos civiles, le resultó fácil a Batista, cuyo oído estaba siempre atento a los deseos de Washington y ambicionaba desesperadamente el poder, penetrar por una posta del Campamento de Columbia, hablar a sus soldados y convertirse de nuevo en amo del país con el pleno apoyo del imperialismo y la oligarquía nacional, que veían con preocupación el desenvolvimiento político de la nación. El gobierno desmoralizado de malversadores huyó sin la menor resistencia, abandonando al pueblo a su desventurada suerte. Otra vez los tanques y las bayonetas se convirtieron en árbitros de la política nacional.
El pueblo recibió el golpe militar y el regreso de Batista al poder como una profunda humillación, que arrancaba de sus manos la decisión política del primero de junio, interrumpía el curso institucional iniciado en 1940 y agravaba los males que padecía la nación. Pero estaba totalmente inerme frente a los hechos. Las camarillas de dirigentes sindicales corrompidos del gobierno derrocado se pasaron de inmediato al vencedor, la prensa burguesa lo apoyó y un fiero régimen de represión y violencia se inició en nuestra patria.
Los partidos y líderes tradicionales fueron incapaces en absoluto de vertebrar una resistencia a la dictadura militar reaccionaria. Entre tanto, los problemas sociales del país se habían venido agravando como resultado del crecimiento de la población y el subdesarrollo de la economía, estancada desde hacía 30 años. Seiscientos mil desempleados constituían la reserva laboral, utilizada en parte para hacer las zafras, en un país que en las primeras décadas del siglo cortaba la caña y cultivaba los campos, en gran medida, con trabajadores inmigrantes; decenas de miles de campesinos pagaban rentas o vivían como precaristas en tierras reclamadas por latifundistas; la clase obrera era explotada despiadadamente; el analfabetismo, la insalubridad, la miseria, los abusos, la malversación, el juego, la prostitución y los vicios reinaban por doquier.
En medio de esta situación la ideología burguesa y proimperialista dominaba el escenario político. El anticomunismo en pleno apogeo de la guerra fría marcaba la tónica en todos los medios de divulgación masiva, desde la radio y la televisión hasta el cine, pasando por los periódicos, revistas y libros.
Aunque existía un destacamento abnegado y combativo de comunistas cubanos, la burguesía y el imperialismo habían logrado aislarlo políticamente. Sin excepción los partidos burgueses se negaban a cualquier tipo de entendimiento con los comunistas. El imperialismo dominaba de manera absoluta nuestra política nacional. Tal era el cuadro del país en vísperas del 26 de julio de 1953.
El verdadero pueblo, los obreros, campesinos, estudiantes y las capas medias carecían de armas y recursos para enfrentarse a la tiranía; era necesario encontrar un camino. El ejército, con todo el poder en sus manos, abastecido y entrenado por Estados Unidos, era el dueño de la situación. ¿Cómo el pueblo inerme podía romper este complejo de fuerzas y hacer levantar definitivamente sus derechos sociales y nacionales, tantas veces frustrados a lo largo de la historia?
Los partidos políticos desalojados del poder contaban con millones de pesos malversados y algunas armas, pero carecían de moral y voluntad de lucha. Los partidos que habían sido de la oposición carecían de medios, de líderes y de estrategia de lucha. El Partido marxista-leninista, por sí solo, no contaba con medios, fuerzas ni condiciones nacionales e internacionales para llevar a cabo una insurrección armada. En las condiciones de Cuba en aquel instante habría sido un holocausto inútil.
Pero no hay situación social y política, por complicada que parezca, sin una salida posible. Cuando las condiciones objetivas están dadas para la revolución, ciertos factores subjetivos pueden jugar entonces un papel importante en los acontecimientos. Eso ocurrió en nuestro país. Esto no constituye un mérito particular de los hombres que elaboraron una estrategia revolucionaria que a la larga resultó victoriosa. Ellos recibieron la valiosa experiencia de nuestras luchas en el terreno militar y político; pudieron inspirarse en las heroicas contiendas por nuestra independencia, rico caudal de tradiciones combativas y amor a la libertad en el alma del pueblo y nutrirse del pensamiento político que guió la revolución del 95 y la doctrina revolucionaria que alienta la lucha social liberadora de los tiempos modernos, que hicieron posible concebir la acción sobre estos sólidos pilares: el pueblo, la experiencia histórica, las enseñanzas de Martí, los principios del marxismo-leninismo, y una apreciación correcta de lo que en las condiciones peculiares de Cuba podía y debía hacerse en aquel momento.
En el terreno práctico había que resolver la lucha armada contra un ejército moderno. Se enarbolaba por algunos la teoría reaccionaria de que se podía hacer una revolución con el ejército o sin el ejército, pero nunca contra el ejército, lo cual habría paralizado toda acción revolucionaria en nuestro país.
Surge la idea de iniciar la lucha en la provincia de Oriente considerando las tradiciones combativas de la población, la topografía del terreno, la geografía del país, la distancia de la capital y del grueso de las fuerzas represivas que tendrían que ser obligadas a recorrer grandes trayectos, para todo lo cual había que adquirir las armas tomándolas de los depósitos enemigos en esa provincia. La acción militar estaría unida a un intento de levantar al pueblo desatando la huelga general revolucionaria, pero contemplaba desde entonces la posibilidad de un repliegue a las montañas y el inicio de la guerra irregular, que tenía valiosos antecedentes en la historia de nuestras luchas por la independencia. Era ya en germen la idea de todo lo que efectivamente se realizó más tarde desde la Sierra Maestra. La acción militar y la lucha social y de masas estuvieron estrechamente vinculadas en sus concepciones desde el primer instante.
La larga prédica, la lección y el ejemplo de los comunistas, iniciados en los días gloriosos de Baliño y Mella al calor de la Revolución victoriosa de Octubre, habían contribuido a divulgar el pensamiento marxista-leninista, de modo que se convirtió en doctrina atrayente e incontrastable de muchos jóvenes que nacían a una conciencia política. Los libros y la literatura revolucionaria jugaban de nuevo un papel en el seno de los acontecimientos históricos. El pueblo mismo tenía que despertar un día a las profundas verdades contenidas en la doctrina de Marx, Engels y Lenin. Entre tanto, la tarea que se planteaba a los nuevos elementos revolucionarios era interpretarla y aplicarla a las condiciones específicas y concretas de nuestro país. Esta fue y tuvo que ser obra de nuevos comunistas, sencillamente, porque no eran conocidos como tales y porque no tuvieron que padecer en el seno de nuestra sociedad, infestada de prejuicios y controles policíacos imperialistas, el terrible aislamiento y la exclusión que padecían los abnegados combatientes revolucionarios de nuestro primer Partido comunista. Si bien este no era el pensamiento generalizado de todos los que iniciaron el camino de la lucha armada revolucionaria en nuestro país, sí lo era de sus principales dirigentes. Por lo demás había una mezcla de sentimientos patrióticos, democráticos y progresistas en los miembros de sus filas, de verdadera pureza política, abnegación y desinterés como solo los trabajadores son capaces de experimentar, pues eran en su casi totalidad procedentes de familias humildes y experimentaban con terrible fuerza la conciencia o el instinto de la liberación social y política. Los pocos que no lo eran, habían adquirido su formación política del estudio, la vocación y la sensibilidad revolucionaria. Pero incluso esa formación de los nuevos dirigentes tendría que pasar por la experiencia misma de la vida revolucionaria para profundizar en la práctica lo que sólo en teoría eran ya firmes convicciones políticas. De eso nació el nuevo proceso revolucionario. Pero en los jóvenes combatientes que surgían, al revés de lo que ocurre muchas veces desgraciadamente en otros países, había un profundo respeto y admiración hacia los viejos comunistas, que durante años heroicos y difíciles habían luchado por el cambio social y mantuvieron en alto con firmeza inconmovible las hermosas banderas del marxismo-leninismo. Ellos fueron en muchos casos sus maestros intelectuales, sus inspiradores y sus émulos en la lucha. Aun en la atmósfera burguesa que se respiraba en la Universidad y otros círculos juveniles, Mella y Martínez Villena eran universalmente admirados, y los comunistas, por su abnegación, honestidad y consagración a la causa, eran profundamente respetados. Esta es una gran lección de nuestra Revolución, que no siempre en el exterior es tomada en cuenta por muchos que, sin embargo, son sensibles a su pureza y magnitud histórica. La historia debe ser respetada y expuesta tal como sucedió exactamente.
El asalto al Cuartel Moncada no significó el triunfo de la Revolución en ese instante, pero señaló el camino y trazó un programa de liberación nacional que abriría a nuestra patria las puertas del socialismo. No siempre en la historia los reveses tácticos son sinónimo de derrota. Como han expresado sus propios organizadores, la victoria en 1953 habría sido tal vez demasiado temprana para contrarrestar las desventajas de la correlación mundial de fuerzas en aquel instante. El imperialismo yanqui era extraordinariamente poderoso, y si la Revolución hubiese sido puesta en la disyuntiva de claudicar o perecer, habría sin dudas perecido antes que claudicar. Pero la historia no transcurre en ningún país sin estas alternativas imponderables y a veces trágicas. Lo importante para abrir el camino hacia el futuro en determinadas circunstancias es la voluntad inquebrantable de lucha y la propia acción revolucionaria. Sin el Moncada no habría existido el Granma, la lucha de la Sierra Maestra y la victoria extraordinaria del Primero de Enero de 1959. De igual modo, sin la epopeya del 68 y el 95, Cuba no sería independiente y el primer país socialista de América, sino casi con toda seguridad, un estado más del odioso imperialismo yanqui. El sentimiento nacional se habría frustrado para siempre y ni siquiera se hablaría el español en nuestra hermosa tierra. Sobre la sangre y el sacrificio de sus hijos se ha fundado la patria independiente, revolucionaria y socialista de hoy.
A los cinco años, cinco meses y cinco días del asalto al Moncada, triunfó la Revolución en Cuba. Un récord verdaderamente impresionante si se tiene en cuenta que transcurrieron para sus dirigentes casi dos años de cárcel, más de año y medio de exilio y 25 meses de guerra. Lapso en que la correlación mundial de fuerzas también había cambiado lo suficiente como para que la Revolución Cubana pudiera sobrevivir.
No fue sólo necesaria la acción más resuelta, sino también la astucia y la flexibilidad de los revolucionarios. Se hicieron y se proclamaron en cada etapa los objetivos que estaban a la orden del día y para los cuales el movimiento revolucionario y el pueblo habían adquirido la suficiente madurez. La proclamación del socialismo en el período de lucha insurreccional no hubiese sido todavía comprendida por el pueblo, y el imperialismo habría intervenido directamente con sus fuerzas militares en nuestra patria. En aquel entonces el derrocamiento de la sangrienta tiranía batistiana y el programa del Moncada unían a todo el pueblo. Cuando más tarde la Revolución pujante y victoriosa no vaciló en seguir adelante, algunos dijeron que había sido traicionada, sin tomar en cuenta que la verdadera traición consistía en que la Revolución se hubiese detenido en la mitad del camino. Derramar la sangre de miles de los hijos del pueblo humilde para mantener el dominio burgués e imperialista y la explotación del hombre por el hombre, habría sido la más indignante traición a los muertos y a todos los que lucharon desde el 68 por el porvenir, la justicia y el progreso de la patria.
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