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Biblioteca:La agonía de Mariátegui. La polémica con la Komintern/Introducción3

De ProleWiki, la enciclopedia proletaria

Introducción[1]

José Carlos Mariátegui no fue solo un «marxista convicto y confeso» como escuetamente se autodefinió; fue también el marxista más original que ha producido la cultura latinoamericana. A través de sus escritos el Perú ingresa en la geografía del marxismo con una tonalidad propia. En pocas ocasiones un escritor latinoamericano ha sabido encarar de manera tan creativa los desafíos de la modernidad. Estas consideraciones pueden conducir a elaborar una hagiografía —una arquetípica vida de santos— o, por el sendero opuesto, a buscar algunas explicaciones. ¿Cuáles? ¿Dónde?

La creatividad de Mariátegui parece vincularse con su ubicación histórica: un país atrasado, con una antigua tradición cultural, en el que se inicia a la par que la biografía de nuestro personaje, un rápido cambio que conduce de una sociedad con rasgos estamentales hacia una sociedad estructurada en clases. El capital inicia su penetración en las áreas del interior del país, pero las relaciones mercantiles y salariales emergen también dentro de las mismas comunidades y haciendas. El mundo tradicional y pretendidamente inamovible de la oligarquía comienza a ser socavado en sus cimientos. Se trata de los primeros capítulos en el proceso de conformación de un moderno mercado nacional. Pero nada de esto transcurre uniformemente sino que más bien ocasiona la superposición de tiempos distintos: desde la temporalidad moderna regida por las sirenas de las fábricas hasta el tiempo cíclico y tradicional de los habitantes de la Amazonía, pasando por esos pueblos donde las campanas de la iglesia siguen señalando el ritmo de las horas. Entonces a la par que los peruanos de la época de Mariátegui están más cerca de Europa —la navegación, el Canal de Panamá, el cable—, los ferrocarriles y las carreteras, el correo y el telégrafo los aproximan al mundo de la provincia. «Una de las características de nuestra época es la rapidez, la velocidad con que se propagan las ideas, con que se transmiten las corrientes del pensamiento y la cultura».[2] Entre ese mundo andino, que mediante el indigenismo sabrá descubrir la generación de los años veinte, y esa Europa que se encarna en la guerra y el fascismo pero también en la revolución, se ubica Mariátegui: en medio de una verdadera encrucijada histórica.

De esta situación tuvo una conciencia cabal nuestro protagonista, obsesionado siempre por situarse, definir su circunstancia, entender «su época».

Pero entre Occidente y el mundo andino existe una antigua desavenencia que se remonta al siglo XVI. Así como Mariátegui considera que la conquista fue un «corte» en la historia peruana como consecuencia de la cual la cultura andina terminó refugiada en la comunidad y los espacios rurales, esa misma época marcó el nacimiento del espíritu de aventura y de la modernidad. Los diversos tiempos coexistieron —a veces complementariamente pero con más frecuencia de manera conflictiva—, no solo en la sociedad; también en el alma de quienes supieron observar tanto la «escena contemporánea» como la «realidad nacional», recordando títulos de dos libros de Mariátegui que resumen, primero, su preocupación por los temas internacionales a su regreso de Europa, como después de 1926 por el Perú: entre esa fecha y 1928, 124 artículos estarán dedicados a temas peruanos, mientras en los tres años anteriores habían sido apenas 41.

Nacionalismo e internacionalismo fue una de esas contraposiciones que recorren la obra de Mariátegui. Pero lo que enriquece a esta doble vertiente es que ese joven peruano recorre Europa y observa al Viejo Mundo, pero sin perder sus nexos con un país atrasado: esto lo hará sensible no solo a los contrastes sociales, a la búsqueda de lo nuevo en medio de los escombros, sino a descubrir además que la escena contemporánea trasciende las fronteras occidentales. Primero fue el descubrimiento de Europa oriental: ingresando por ese Imperio austrohúngaro que se acababa de desmoronar, a países como Bulgaria, con una enorme población campesina y en ese sentido similares a cualquier país latinoamericano. Después, el descubrimiento de Asia: un vasto territorio privilegiado para la revolución, donde la Internacional,[3] después del Congreso de Bakú, intentará compensar las derrotas sufridas en Europa. Ese territorio fue, como el Perú, ocupado por antiguas culturas. Tal vez por eso Mariátegui dirá que «espiritual y físicamente, la China está mucho más cerca de nosotros que Europa».[4] Asia es además un escenario en el que a través de los cambios económicos (Japón) o las luchas sociales (China), se vive ese conflicto, que también se daba aquí, entre la modernización y el mundo tradicional.

¿Opciones? Tal vez la posibilidad inédita de edificar un «campo cultural» propio donde se encuentren mito y razón. «¿No es eso lo que nombra la palabra utopía en su sentido genuino?», se pregunta Aníbal Quijano.[5] Crear otra manera de aproximarse al país; fundar la noción misma de «realidad peruana». Para ello se requería otro lenguaje. Mariátegui, artículo tras artículo, termina elaborando un vocabulario propio, con nuevas o viejas palabras que fueron reformuladas: mito, feudalidad, socialismo, civilización, época, decadencia, heroísmo. Un término clave fue «agonía».

La experiencia europea y la experiencia peruana dieron a Mariátegui la sensibilidad de un hombre de frontera: carente de una definición, en búsqueda de sí mismo y de su país, confundiendo inevitablemente sus indagaciones sociales con su biografía.[6] No hay separación entre vida y obra. De ahí los imprevistos pasajes autobiográficos. Ese hombre condenado a partir de 1924 a la inmovilidad, sujeto a la silla de ruedas, era el mismo que en su juventud había subido a un aeroplano, que se había embarcado en el Callao y que después, en Europa, recorrió intensamente sus caminos: seguía siendo un «aventurero», término que para Mariátegui, como para Freud, tenía una valoración positiva. Se inscribía en la estirpe de autores románticos.

La obra que terminó elaborando, con el ritmo rápido, breve y martillante de su máquina de escribir, fue múltiple. En su juventud escribió poesía, cuento, teatro, crónicas y artículos periodísticos. En su llamada edad madura, aunque se encerró en el periodismo, estuvo atento a todos los temas y problemas, desde cuestiones internacionales, libros recientes, la economía y la cultura peruanas, el debate sobre el indigenismo, los cambios en América Latina, el marxismo y el socialismo, hasta la dimensión étnica y regional de la revolución. Aunque los años veinte no es una época propicia a las especializaciones académicas, pocos como él lograron desarrollar una obra tan heterogénea y a la vez tan profundamente articulada. Tampoco fueron muchos aquellos que se propusieron en ese entonces «unir lo más antiguo con lo más nuevo», es decir, en términos peruanos, indigenismo y marxismo. Mirko Lauer cree que Mariátegui fue un solitario.[7] Esta es la conclusión a la que se arribaba también en este libro al revisar la polémica que condujo a la ruptura entre Mariátegui y Haya; y la otra, la que lo separó de la Komintern. Aunque resulta diferente el contenido de esas dos discusiones —solo en el primer caso fue una separación radical—, ambas contribuyeron a esa soledad final. ¿Cuántos como él en los años veinte? Basadre y Sánchez se ocuparon de muchos temas sin prestar la misma atención al indigenismo, mientras Romero o Valcárcel no tuvieron un conocimiento equiparable de marxismo, y lectores fervorosos de El Capital, como Ravines, no tenían el mismo celo para interrogar a la realidad del país.[8] Nadie tenía la información de Mariátegui sobre cuestiones internacionales. Entre los intelectuales de su generación tal vez el más próximo fue César Vallejo, pero estaba lejos, en París.

Entonces no solo debemos atender a qué unía a Mariátegui con su tiempo, sino también a esos aspectos irreductibles que separaban a su biografía de su época. No estaría de más seguir el antiguo consejo de Nietzsche: «Si queréis una biografía, no busquéis una con el título de “Fulano y su tiempo”, sino una que lleve en la portada la inscripción: “Un luchador contra su tiempo”».[9] Esa carta de Mariátegui en la que se refiere al acoso del medio limeño y peruano es demasiado reveladora.[10] Pareciera ser un problema común con otros intelectuales emplazados en sociedades atrasadas. Marshall Berman se refiere a la escisión fáustica que separa a quienes imaginan el cambio en medio de una sociedad inmovilista, viviendo de esta manera desgarrados entre «la vida interior y la exterior», y acabando en «caminos sin salida de futilidad y desesperación».[11] Pero este no fue el caso de Mariátegui: ni en los momentos más difíciles cayó en el desaliento. La esperanza no desapareció de su horizonte. ¿Por qué? En diversos momentos de este libro se subraya ese élan místico y religioso que recorre su obra. Sin embargo, no encalla en la creencia ingenua de un fin inevitable y seguro de la historia: se mantiene asido a la idea de un milenio que nunca llegará, pero que justifica todo combate y toda agonía. Habría que insistir ahora en otro aspecto: Mariátegui era un hombre enfrentado contra su tiempo como termina siéndolo cualquier revolucionario. Utilicé irónicamente una cita de Luis Alberto Sánchez para subrayar que en esos años veinte «el revolucionario típico fue Mariátegui».[12]

Sin embargo, uno de los lectores más perspicaces de este libro, Henryk Szlajfer, admitiendo mucho de lo argumentado acerca del aislamiento de Mariátegui, cree que todo ello se debió a que este no supo aprovechar la coyuntura en la que vivía y llevar a cabo una acción política. Fue un periodista, si se quiere un intelectual, pero de ninguna manera un político. Szlajfer cita también el testimonio de Sánchez: «Mariátegui me dijo poco antes de morir que él no creía en la posibilidad de actuar y lo que hacía falta era organizarse».[13] En realidad, todo depende de qué entendemos por la palabra política. Mariátegui quiso recusar una acepción convencional que identificaba a esta palabra con la acción inmediata, el caudillismo, la escena oficial. Para él, en 1928 o en 1930, el socialismo era una tarea de largo aliento, que exigía privilegiar la escena social y desarrollar allí una paciente labor de organización, sin nombre propio, la negación práctica de esa politiquería criolla que tanto menospreciaba. Resulta tan ridículo, por eso, que ahora lo citen quienes solo están empeñados en la búsqueda de una curul…

Hasta ahora no comprendo cómo algunos críticos de este libro han podido entender que propongo una lectura «reformista» del pensamiento de Mariátegui. El socialismo implicaba una ruptura revolucionaria. Como se subraya en este libro, el poder tenía que ser tomado por asalto, pero no desde una minoría iluminada y autoproclamada, sino desde el movimiento de masas, como había sucedido con los soviets en Rusia, la toma de fábricas en Turín y la insurrección en Hungría. Todo esto implicaba una crítica de la democracia burguesa por múltiples razones. El socialismo exigía la construcción de nuevas relaciones sociales y de un nuevo Estado que debía y podía superar el parlamentarismo. El ejercicio periodístico juvenil, como cronista parlamentario, había servido para que Mariátegui advirtiera toda la penuria y futilidad del parlamento. La sátira le permitió perder cualquier respeto por esas figuras inútiles que poblaban la escena oficial de la política oligárquica. En la Europa que describe Mariátegui el parlamento resultaba completamente obsoleto, tanto desde la derecha (entusiasmada más por las marchas fascistas), como desde la izquierda (esperanzada en los soviets). Esos artículos de Mariátegui recopilados bajo el título de Figuras y aspectos de la vida mundial, están llenos de reiteradas críticas a la democracia parlamentaria. Estas conclusiones eran pertinentes para el Perú, porque el parlamento «en las naciones de democracia superficial y tenue es una institución atrofiada».[14] El marxismo de Mariátegui, al igual que su ejercicio del periodismo, se emplazaba en la calle, lejos de cualquier recinto oficial, en medio de las multitudes.

Esta opción por la revolución, junto con ese afán por articular modernidad con tradición, hacen que ese solitario de los años veinte sea nuestro contemporáneo: es decir, alguien con quien los que vivimos este «fin de siglo» compartimos tantas ideas e imágenes como sueños y esperanzas. Al leer cualquiera de sus artículos nos parece escrito hoy en día. Los problemas siguen siendo los mismos.

Lo nuevo radica en la propalación de estas inquietudes entre esos mismos protagonistas populares que se han convertido ahora en lectores de Mariátegui: se explica así que los 7 Ensayos hayan tenido a la fecha más de cincuenta ediciones. Es evidente que el mariateguismo se confunde como uno de los componentes tanto del «clasismo» —enarbolado por los obreros huelguistas de la década de 1970—, como con esa «idea crítica» de la historia peruana que circula entre maestros de escuela y alumnos.[15] La imagen de Mariátegui como parte de un movimiento colectivo ha sido recogida por Charo Noriega, en una pintura donde junto a su imagen ya típica aparecen los rostros múltiples de los habitantes de la ciudad.[16] Destino excepcional de un intelectual. A la postre su esperanza parece confirmarse.

Pero nada de esto significa admitir esa lectura ritualizada a la que se sigue sometiendo a Mariátegui y sus textos. Por eso no está demás insistir en los problemas que su obra apenas dejó planteados. Quizá el más importante es la cuestión misma del socialismo peruano. Ese fue otro tema atravesado por la tensión que recorre su pensamiento y a la que nos referiremos varias veces a lo largo de este libro. Recién regresado de Europa cree que el espacio por excelencia del proyecto socialista se encuentra en la ciudad porque «la aspiración de la propiedad colectiva nace espontáneamente en la fábrica» (1924).[17] Años después, los artículos sobre el Perú, la toma de conciencia acerca de las rebeliones campesinas y el debate sobre el indigenismo, hicieron que Mariátegui advirtiera otro asiento posible del socialismo: «Nosotros creemos —decía en 1929— que entre las poblaciones “atrasadas”, ninguna como la población indígena incásica reúne las condiciones tan favorables para que el comunismo agrario primitivo, subsistente en estructuras concretas y en un hondo espíritu colectivista, se transforme, bajo la hegemonía de la clase proletaria, en una de las bases más sólidas de la sociedad colectivista preconizada por el comunismo marxista».[18] ¿Un socialismo campesino? Aunque son evidentes las proximidades entre mariateguismo y populismo, como lo argumentaremos también más adelante, no hay que esperar respuestas transparentes. Un año antes del texto que acabamos de citar, en los 7 Ensayos, al discutir la condición de Lima como capital del Perú observaba que en el futuro esta dependería de si primaban en la transformación social del país «las masas rurales indígenas o [el] proletariado industrial costeño».[19] El futuro —como se ve—, no estaba trazado de antemano: no estaba definido ni garantizado. Mariátegui era un revolucionario, pero no un dogmático. La revolución no se contrapone con la heterodoxia: todo lo contrario.

En Mariátegui puede invitar a engaño la claridad y sencillez de su prosa. Es decir, se entiende lo que escribe, pero eso que escribe no es tan evidente para el autor y, por lo tanto, tampoco para el lector. Era un pensamiento en plena elaboración, hecho día a día, en el que existe, además, una complejidad mayor: siendo un pensamiento en ebullición, atravesado por múltiples tensiones, no es extraño encontrar aparentes disonancias y hasta contradicciones. A principios de 1924, antes de escribir ese elogio a la vida urbana que ahora podemos leer en El alma matinal, se ocupa del conflicto entre revolución y reacción en Bulgaria. En ese país, la disyuntiva entre ciudad y campo habría sido resuelta alrededor de «un programa común», mediante el cual los comunistas se unieron con un movimiento agrarista para buscar conformar un Gobierno «obrero y campesino». «La Unión Agraria y el Partido Comunista tienden a soldarse cada vez más. Saben que no conquistarán el poder parlamentariamente. Y se preparan metódicamente para la acción violenta».[20] En Mariátegui no todos los términos que utiliza son equívocos. Su marxismo no resulta siempre ambiguo, como plantea Robert Paris. El término revolución, como ya señalamos, es muy claro: ruptura del orden establecido, asalto del poder, variación radical en el curso de una sociedad. Entonces, ¿cómo recurrir a un autor como Mariátegui para avalar prácticas reformistas? Es un pensamiento difícil pero al que no se le puede atribuir cualquier discurso.

Enseguida comienzan otros problemas. Admitamos que —como se subrayó en este libro—, se emparenta con esa izquierda radical de los años veinte, pero la liquidación de la democracia burguesa está destinada a establecer una forma superior de democracia. La revolución misma tiene una dimensión espontánea y popular sin la que no podría llevarse a cabo.

Sin embargo, esta espontaneidad tiene que organizarse. La insurrección no se improvisa. El Partido es el terreno donde se encuentran espontaneidad y conciencia, acción y voluntad, masas y élite dirigente, todo esto prefigurando a la sociedad futura. ¿Cómo evitar la reproducción de las prácticas de la sociedad que se quiere abolir y en cuyo seno ha surgido el partido? Mariátegui parece sugerir que la solución a estos dilemas está en la construcción de «sujetos sociales», como diría Oscar Castillo, es decir, identidades de clase, que mantengan su autonomía. El sindicato no debía quedar al remolque del partido. Esto, por más categórico que sea, no resuelve el problema.

Un pensamiento como este no podría autodefinirse como un «pensamiento guía», suerte de verdad revelada e infalible. Por eso conviene añadir que si bien Mariátegui nunca soslayó la dimensión violenta de cualquier revolución, tampoco resulta un partidario del autoritarismo, de cualquier tipo de mesianismo o del menosprecio a la vida humana. Fue un hombre de su tiempo: muy consciente del relativismo que esta afirmación implica. En su tiempo solo existía un país socialista, con algo más de diez años de historia; no estaba fundada la IV Internacional, Mao no había organizado la Gran Marcha y Ho Chi Minh era un anónimo militante vietnamita. Cuando muere Mariátegui, Fidel Castro tenía tres años y no habían nacido los principales dirigentes del Frente Sandinista.

  1. Esta Introducción fue redactada para la tercera edición de La agonía de Mariátegui, publicada por el Instituto de Apoyo Agrario en 1989 [CA].
  2. José Carlos Mariátegui, Historia de la crisis mundial, Lima, Empresa Editora Amauta, 1986, pp. 164 y 165
  3. A lo largo de este libro el autor usa indistintamente los nombres Internacional, Komintern o Internacional Comunista [CA].
  4. José Carlos Mariátegui, «La Revolución China», en Variedades, Lima, 866, 4 de octubre de 1924, reproducido en Mariátegui total, 2 tomos, Lima, Empresa Editora Amauta, 1994, tomo i, p. 1057 [CA].
  5. Aníbal Quijano, «La tensión del pensamiento latinoamericano», en Hueso Húmero, Lima, 22, julio de 1987, p. 110.
  6. Sobre la identidad de frontera ver el libro de Angelo Ara y Claudio Magris, Trieste. Un’identità di frontiera, Torino, Einaudi, 1987.
  7. Me refiero a la conferencia que dictó Mirko Lauer en la Universidad Libre de Villa El Salvador sobre «La modernidad y la literatura peruana», septiembre de 1988.
  8. El autor se refiere al historiador Jorge Basadre (1903-1980), al político y crítico literario Luis Alberto Sánchez (1900-1994), al escritor, economista y geógrafo Emilio Romero (1899-1993), al etnólogo Luis E. Valcárcel (1891-1987), y al dirigente comunista y luego disidente Eudocio Ravines (1897-1979) [CA].
  9. Citado por Isaac Deutscher, Trotsky. El profeta desarmado, 1921-1929, México, Era, 1968, p. 426 [CA].
  10. «Me acosa aquí, en general, la represalia siempre cobarde de toda la gente que combato o que, simplemente, desprecio por su estupidez, su mediocridad, su arribismo». Carta de José Carlos Mariátegui a Samuel Glusberg, 10 de junio de 1929. Antes, dirigiéndose al mismo corresponsal, se había referido a «este ambiente somnoliento» (Lima, 4 de julio de 1928). José Carlos Mariátegui, Correspondencia, 1915-1930, 2 tomos, Lima, Empresa Editora Amauta, 1984, t. II, pp. 576 y 577.
  11. Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire, Madrid, Siglo XXI Editores, 1988, pp. 34 y 35.
  12. Mundial, Lima, 514, 26 de abril de 1930 [CA].
  13. Henryk Szlajfer, «Sobre el pensamiento y praxis política de José Carlos Mariátegui», en Estudios Latinoamericanos, Varsovia, 10, 1988, p. 196.
  14. José Carlos Mariátegui, «La revolución y la reacción en Bulgaria», en Variedades, Lima, 828, 12 de enero de 1924, reproducido en Mariátegui total, ed. cit., tomo i, p. 1043 [CA].
  15. Gonzalo Portocarrero y Patricia Oliart, El Perú desde la escuela, Lima, Instituto de Apoyo Agrario, 1988.
  16. Charo Noriega, «Sin título», técnica mixta sobre madera, 1981. Reproducida en Márgenes, Lima, año I, 1, marzo de 1987, p. 84 [CA].
  17. José Carlos Mariátegui, «La urbe y el campo», en Mundial, Lima, 3 de octubre de 1924. Este artículo ha sido publicado en El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy, Lima, Empresa Editora Amauta, 1964; la cita está en la p. 47 [MM].
  18. Secretariado Sudamericano de la Internacional Comunista (a partir de ahora SSIC), El movimiento revolucionario latinoamericano. Versiones de la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana, Buenos Aires, La Correspondencia Sudamericana, 1929, p. 279 [MM].
  19. José Carlos Mariátegui, 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana, Lima, Empresa Editora Amauta, 1968, p. 180 [MM].
  20. José Carlos Mariátegui, Figuras y aspectos de la vida mundial, Lima, Empresa Editora Amauta, 1986, p. 62.