Menú alternativo
Menú alternativo personal
No has accedido
Tu dirección IP será visible si haces alguna edición

Biblioteca:La agonía de Mariátegui. La polémica con la Komintern/VI. Epílogo

De ProleWiki, la enciclopedia proletaria

Marzo de 1930: Ravines secretario general del Partido Socialista y la irrevocable decisión del viaje a Buenos Aires. El último mes en la vida de José Carlos Mariátegui podría parecer una postrera victoria de Haya: «mis objeciones fraternales a Mariátegui fueron siempre contra su falta de sentido realista, contra su exceso de intelectualismo y su ausencia casi total de un sentido eficaz de la acción».[1] ¿No se había roto el difícil equilibrio entre la utopía y el realismo o entre la imaginación creadora y la inteligencia paciente? ¿La utopía contrarrestó la efectividad?

¿Mariátegui derrotado? En cierta manera sí: el partido, la obra a la que estuvieron destinados sus mejores esfuerzos, la obsesión iniciada en su adolescencia, madurada en Europa y en función de la cual enrumbó su vida al regreso, nace prematuramente y no puede preservar con nitidez su irreductible autonomía: diferenciarse del aprismo sin ser absorbido por la Internacional Comunista. Pero, desde luego, Mariátegui habría dado una respuesta muy diferente a esta pregunta: su actitud ante la vida, que nacía de la esperanza y de un anhelo utópico, era incompatible con la admisión fácil de una derrota; la revolución era un camino difícil y prolongado donde, dado que las metas de hoy serían reemplazadas por las de mañana, paradójicamente importaba más la decisión de marchar que el arribo a la tierra prometida: «El mesiánico milenio no vendrá nunca. El hombre llega para partir de nuevo. No puede, sin embargo, prescindir de la creencia de que la nueva jornada es la jornada definitiva. Ninguna revolución prevé la revolución que vendrá después, aunque en la entraña porte su germen».[2] En la polémica con la Internacional, lo importante es que —sin reparar en la disparidad de las fuerzas— Mariátegui supo afrontarla, no la rehuyó. En marzo de 1930 apenas ha terminado el acto inicial, se ha escindido la revista del partido y para salvar a la primera y de esa manera persistir en el pensamiento crítico y la polémica, Mariátegui retoma viejos proyectos —hacer de Amauta un órgano de la intelectualidad de vanguardia latinoamericana—, y decide partir a Buenos Aires, para cambiar de frente y buscar mejores condiciones que ayudaran al desarrollo de su pensamiento. Desde luego que no fue una decisión alegre y rápida. La idea fue reflexionada varias veces y asumida a costa de sacrificar el necesario contacto con las masas, desde cuya historia Mariátegui había logrado repensar el marxismo, animar una nueva perspectiva: «el socialismo peruano».

La muerte interrumpe un debate que recién se iniciaba. Se añade también la desaparición del decisivo libro sobre política donde hubiéramos podido leer la exposición de su alternativa. Esto condiciona la obra de Mariátegui como un texto inacabado, dando lugar a todas las controversias posibles sobre su filiación y su carácter. En lo inacabado y en lo polémico radica también su atracción contemporánea y su desafío para el desarrollo del marxismo peruano. Deberíamos poder añadir lo mismo que José Carlos Mariátegui dijo de Edwin Elmore —joven intelectual asesinado por Chocano—, a propósito de un proyectado congreso de escritores latinoamericanos: «Juzgo, por otra parte, que polemizar con una tesis es, tal vez, la mejor manera de estimularla y hasta de servirla. Lo peor que le podría acontecer a la de Elmore sería que todo el mundo la aceptase y la suscribiese sin ninguna discrepancia. La unanimidad es siempre infecunda».[3] En la reunión de fundación del Partido Comunista del Perú, el 20 de mayo de 1930, superadas las oposiciones más simbólicas que efectivas, se indicó en el acta que el acuerdo era por «unanimidad»: el debate interno quedaba postergado.

«El valor de la idea —anotó en otra ocasión Mariátegui— está casi íntegramente en el debate que suscita».[4] La polémica fue un hecho cotidiano en su biografía, pero, además, terminó siendo el instrumento privilegiado para el desarrollo de su pensamiento, un imprescindible criterio de verdad, una necesidad. Desde esta perspectiva era imposible reclamarle o exigirle el acatamiento ritual a la Komintern. Fue, por el contrario, un interlocutor y, en diversos aspectos, un disidente tenaz: «nuestro destino es la lucha más que la contemplación».[5]

¿De dónde surge ese aliento esperanzador en José Carlos Mariátegui, que sustenta su lucha y su agonía? A diferencia del problema nacional, estamos en un ámbito que no es compartido por sus contemporáneos y que lo distingue incluso de intelectuales peruanos posteriores: no encontramos en el mariateguismo esa doliente postración ante los males del país ni el entusiasmo por la crítica corrosiva, tampoco el desaliento. Es evidente que esa perspectiva signada por la esperanza mantiene un parentesco con el cristianismo de su adolescencia, transformado, más que perdido, en el mito socialista del adulto. Por encima de cualquier filiación, la voluntad de Mariátegui contrasta de manera muy obvia con sus primeras experiencias: inestable vida familiar, el cuerpo doliente, el mundo de los hospitales y de los enfermos... Todo revolucionario, así como busca insertarse en una tradición y formar parte de una historia para ejecutar una empresa colectiva, sabe que es igualmente necesario forzar esa historia, actuar sobre el acontecimiento, llevar las posibilidades a sus límites. Esto significa que para entender a Mariátegui es necesario buscar las conexiones —no siempre evidentes— entre el hombre y su tiempo: es el camino que hemos seguido en este y otros ensayos, pero al final descubrimos que no es suficiente, que el método histórico, a pesar de su aspiración a la totalidad, puede desembocar en algunos «callejones sin salida» y que tal vez para definir a Mariátegui sea más importante —como anotó Sartre a propósito de Gustave Flaubert— «aquello que lo distingue de sus contemporáneos».[6] En Mariátegui es una actitud: la esperanza por encima de cualquier previsión razonable contraria, como justamente se define en la cita de Westphalen al inicio de este ensayo, esa esperanza que hace de un inválido un político revolucionario. Entenderla nos remite obligatoriamente al malentendido inicial con la vida: al niño enfermo. De esta manera, el final lleva al principio; la muerte evoca la infancia.

  1. Víctor Raúl Haya de la Torre, Obras completas, Lima, Librería Editorial Juan Mejía Baca, 1976, t. 5, p. 253.
  2. José Carlos Mariátegui, El alma matinal, ed. cit., p. 24.
  3. José Carlos Mariátegui, Temas de nuestra América, ed. cit., p. 19.
  4. Ibídem, p. 26.
  5. Ibídem, p. 81 [CA].
  6. Jean-Paul Sartre, El escritor y su lenguaje, Buenos Aires, Editorial Tiempo Contemporáneo, 1971, p. 30 [MM].