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Los cárteles no existen: Narcotráfico y cultura en México  (Oswaldo Zavala)

De ProleWiki, la enciclopedia proletaria

Los cárteles no existen: Narcotráfico y cultura en México
AutorOswaldo Zavala
Tipolibro
Escrito en2018
Primera publicación2018
Lugar de la presente ediciónCiudad de México
Páginas160
Fuentehttps://annas-archive.org/search?q=Oswaldo%20Zavala




 

Para Ignacio Alvarado y Julián Cardona,


que lo entendieron primero y mejor que nadie



 

No creo en jodidas teorías de la conspiración. Estoy hablando de una jodida conspiración. - GARY WEBB

INTRODUCCIÓN: LA INVENCIÓN DE UN ENEMIGO FORMIDABLE

El 19 de febrero de 2012, el todavía presidente Felipe Calderón ofreció el último discurso de su gobierno con motivo del “Día del Ejército y la Fuerza Aérea Mexicana”. En el programa de eventos ocurrió algo extraordinario que el sociólogo Luis Astorga, experto en temas de narcotráfico y seguridad, rescató de la cobertura periodística de ese día. Es el momento en el que un grupo de soldados simuló la revisión de un automóvil para ilustrar al presidente los procedimientos para detectar droga. Anota Astorga:

En un vehículo donde se ocultaba la misma, presuntamente mariguana, el militar que interpretaba el papel de traficante estaba vestido según la imagen arquetípica que se tiene de ellos, incluso en el museo de la Sedena dedicado al tema del tráfico de drogas, es decir, con botas, sombrero y escuchando corridos de traficantes: “Escena que arrancó risas a Calderón, su esposa Margarita Zavala y los secretarios de Defensa Nacional y Marina, general Guillermo Galván y almirante Francisco Saynez”, de acuerdo con la nota periodística que dio cuenta del acto.1

Los militares protagonizaron un performance de sus actividades contra el tráfico de drogas personificando la figura del traficante que el sistema político mexicano ha construido con fines específicos: un hombre vestido de vaquero escuchando narcocorridos. Esa imagen, como recuerda Astorga, ha sido incorporada al “Museo del Enervante” de la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA). Allí se encuentra un maniquí vestido igual que ese mismo “narco” que improvisaron los militares: un ranchero ostentando vulgarmente la repentina riqueza que le genera el tráfico de drogas y que él inevitablemente incorpora a su imagen personal con camisas Versace, botas de piel de cocodrilo y ese infaltable sombrero sin el cual no sería reconocible. A esa imagen, el museo suma objetos que confirman el perfil del mítico narco mexicano: armas con chapas de oro, diamantes incrustados, todo con las iniciales grabadas del capo en turno.2

El performance de los militares nos permite un raro avistamiento a la manera en que el sistema político mexicano ha creado un enemigo formidable en estos tiempos de permanente crisis de seguridad nacional. El “narco” imaginado por los militares es, en teoría, todo lo opuesto del soldado: indisciplinado, vulgar, ignorante, violento. En las antípodas del ejército, sin embargo, el narco requiere, si bien no de un uniforme, sí de una uniformidad que lo distinga de los soldados que en nombre del gobierno lo ajusticiarán.

Astorga observa que la indumentaria arquetípica del “narco” modelo coincide con la de muchos de los habitantes de las regiones rurales de México. ¿Cómo logran identificar los militares a los delincuentes entre los rancheros del país? Durante la supuesta “guerra contra el narco” ordenada por el presidente Calderón fueron asesinados, según datos oficiales, alrededor de 121.683 personas.3 Pero si el “narcotraficante” puesto en escena por los militares provocó la risa del presidente, de su esposa y de los secretarios de Defensa y de Marina esto se debió a la caricaturización del fenómeno, cercana a la manera en que se imagina a los traficantes en películas o series de televisión. En la realidad, la apariencia promedio de victimarios y víctimas de la supuesta guerra es radicalmente distinta. Como demostró un estudio realizado en noviembre de 2012 por el Centro de Análisis de Políticas Públicas, el perfil recurrente entre las víctimas de homicidios dolosos durante el sexenio de Calderón era el de hombres de entre 25 y 29 años de edad, solteros, pobres y con escasa o ninguna escolaridad, que, lejos de las rancherías y su ropa vaquera, residían en urbes como Ciudad Juárez, Monterrey o Tijuana. El perfil de los victimarios durante las supuestas confrontaciones entre “cárteles” tampoco coincidía con el narco representado por los militares. No era el traficante ranchero que mataba a su enemigo con botas y sombrero texano mientras escucha corridos de Los Tigres del Norte como soundtrack de una película de bajo presupuesto de los hermanos Almada. Reaparecía en cambio el mismo hombre pobre y sin educación que malvivía en las ciudades del norte del país con una única diferencia sustancial: era con frecuencia cinco años más joven que su víctima.4

Ante Calderón, los militares montaron una suerte de representación teatral actuando simultáneamente el papel del héroe y el del violento enemigo del estado y la sociedad civil. Ellos tuvieron que actuarlo porque el héroe y el enemigo, en realidad, no existen en los términos escenificados. ¿De dónde proviene entonces ese arquetipo tan recurrente en la imaginación colectiva sobre el “narco”?

Es necesario retroceder en el tiempo para articular una primera respuesta. En 1989, justo al final de la Guerra Fría, la politóloga Waltraud Morales escribió un artículo fundamental para comprender el nuevo orden mundial posterior a la caída del muro de Berlín: “The War on Drugs: A New U.S. National Security Doctrine?”. Durante medio siglo, el anticomunismo ocupó el centro de la política de seguridad nacional de Estados Unidos.5 La Ley de Seguridad Nacional (National Security Act), promulgada en 1947, fue el mecanismo por medio del cual el Congreso estadounidense dio sustento legal a la estrategia global que polarizó el planeta después de la Segunda Guerra Mundial. La Guerra Fría, desde luego, involucró directamente al Estado mexicano. Durante el mismo año de 1947 se crearon dos instituciones claves de la nueva era securitaria: en Estados Unidos, la Central Intelligence Agency (CIA), y en México, la Dirección Federal de Seguridad (DFS). A lo largo de las siguientes tres décadas, ambas agencias entrelazaron esfuerzos para contener la supuesta amenaza comunista en el hemisferio. Su colaboración se profundizó con la llamada Operación Cóndor, por medio de la cual el gobierno de Estados Unidos desplegó una agresiva política intervencionista en el continente a mediados de la década de 1970. La versión mexicana de la Operación Cóndor, sin embargo, fue la única que se enfocó en el tráfico de drogas y no en el combate al comunismo. Los miles de soldados y agentes de policía federal que destruyeron los sembradíos de droga entre 1975 y 1978 produjeron también el desplazamiento en masa de campesinos y de los productores y traficantes de droga. Al cerrar la década, el “narco” mexicano no sólo seguía existiendo, sino que había trasladado su central de operaciones a la ciudad de Guadalajara y ahora dominaba en el terreno internacional cobrando a las organizaciones colombianas hasta un 50% de las ganancias del tráfico de cocaína que pasaba por el territorio nacional.6

Las figuras de los traficantes más temidos de esa época, Miguel Ángel Félix Gallardo, Ernesto Fonseca Carrillo, alias “Don Neto”, y Rafael Caro Quintero, fueron magnificadas hasta el grado de adquirir una condición mítica. Félix Gallardo, por ejemplo, había sido agente de la policía judicial de Sinaloa y llevaba hasta mediados de los ochenta una vida pública muy visible en compañía de figuras reconocidas de la clase política. Siguiendo la inercia estadounidense, los medios de comunicación pronto se acostumbraron a llamar “cárteles” a las organizaciones que encabezaban estos personajes. Pero la palabra “cártel”, como prácticamente todo el vocabulario asociado al “narco”, tiene un origen oficial. Luis Astorga subraya la contradicción de referirse a los grupos de traficantes como “cárteles” a pesar de que, según la inteligencia oficial, lejos de colaborar horizontalmente para potenciar sus ganancias, los “cárteles” actúan como rivales en pugna dispuestos a eliminarse unos a otros.

En su libro El siglo de las drogas (1996), Astorga registra otro episodio revelador de la historia política del “narco”. Es una entrevista que la revista Time le hizo en 1994 a Gilberto Rodríguez Orejuela, el traficante colombiano que supuestamente lideraba, junto a su hermano Miguel, el “cártel de Cali”. El traficante declara: el “cártel de Cali” simplemente no existe. “Es una invención de la DEA […] Hay muchos grupos, no sólo un cártel. La policía lo sabe. También la DEA. Pero prefieren inventar un enemigo monolítico.”7 El periodista británico Ioan Grillo obtuvo una declaración similar al entrevistar en Colombia al “narcoabogado” Gustavo Salazar, el representante legal del supuesto “cártel de Medellín”. El abogado repite esencialmente lo dicho por Rodríguez Orejuela: “Los cárteles no existen. Lo que hay es una colección de traficantes de droga. Algunas veces ellos trabajan juntos, otras no. Los fiscales estadounidenses los llaman ‘cárteles’ para hacer más fáciles sus casos. Todo es parte del juego”.8

El título del presente libro proviene en parte de esas declaraciones, pero sobre todo de una reflexión crítica en torno al lenguaje oficial que insiste en hablar míticamente del crimen organizado. Los cárteles no existen: ésa es la temprana lección aprendida por los propios traficantes. Existe el mercado de las drogas ilegales y quienes están dispuestos a trabajar en él. Pero no la división que según las autoridades mexicanas y estadounidenses separa a esos grupos de la sociedad civil y de las estructuras de gobierno. Existe también la violencia atribuida a los supuestos “cárteles” pero, como discutiré a lo largo de estas páginas, esa violencia obedece más a las estrategias disciplinarias de las propias estructuras del Estado que a la acción criminal de los supuestos “narcos”.

Antes que académico y ensayista, fui reportero. Mi agenda de investigación es el producto de un largo trayecto intelectual que comenzó en la década de los noventa en la redacción de El diario de Juárez, uno de los principales periódicos del norte de México. Allí tuve la suerte de completar mi educación profesional bajo el mentorazgo del reportero de investigación Ignacio Alvarado y el fotoperiodista Julián Cardona. Durante décadas, mucho antes de que yo pudiera siquiera intuir el contenido de este libro, ellos habían iniciado un fuerte descentramiento simbólico de las coberturas periodísticas sobre el “narco”. Para ambos, los “cárteles” son un dispositivo simbólico cuya función principal consiste en ocultar las verdaderas redes del poder oficial que determinaban los flujos del tráfico de drogas. Su trabajo fue y sigue siendo revolucionario y ha comenzado a tener ya una repercusión clara en una nueva generación de periodistas y académicos mexicanos y extranjeros que ha seguido con cuidado sus aportaciones. El notable trabajo de Alvarado y Cardona ha sido imprescindible a lo largo de mi carrera como periodista y académico. Gracias a su capacidad crítica he podido desarrollar las ideas centrales de este libro que he ido corroborando en los últimos cinco años de investigación sobre el tema con otras fuentes que por separado han llegado a conclusiones similares.9

Otra de las fuentes fundamentales de mi investigación ha sido, como ya lo he mencionado, el trabajo crucial del sociólogo mexicano Luis Astorga. En su temprano libro Mitología del narcotraficante en México (1995), Astorga fue quien observó primero la construcción simbólica de lo que creemos que sabemos sobre el tráfico de drogas. Según él, la figura del traficante es un mito basado en una “matriz” de lenguaje por medio de la cual el Estado determina las reglas de enunciación de eso que pronto nos acostumbramos a llamar “narco”.10 Esa matriz no explica a la ciudadanía las actividades reales de los traficantes, sino que codifica simbólicamente los límites epistemológicos en los que, involuntariamente, habríamos de representar a los traficantes y el tráfico de drogas. Explica Astorga:

La distancia entre los traficantes reales y su mundo y la producción simbólica que habla de ellos es tan grande, que no parece haber otra forma, actual y factible, de referirse al tema sino de manera mitológica, cuyas antípodas estarían representadas por la codificación jurídica y los corridos de traficantes.11

La importancia de la conclusión de Astorga no puede exagerarse: del fenómeno del tráfico de drogas sabemos poco o nada, pues a su espacio social y a la esfera pública los separa una densa estructura de significado que ha sido concebida con fines políticos de ocultamiento y no de entendimiento. Pero si, por el contrario, nuestra impresión es que conocemos demasiado bien la vida y muerte de los “narcos”, sus relaciones de familia, su ambición descontrolada y su violencia sicópata, es porque durante décadas hemos sido habituados a ese sistema de representación oficial que contradictoriamente dice conocer los organigramas íntimos de los “cárteles” pero se declara incompetente para detenerlos.

Ahora bien, es preciso subrayar que desde su inicio esta matriz discursiva del “narco” tuvo su origen en la compleja relación binacional entre México y Estados Unidos. Como recuerda Waltraud Morales, cuando la política antidrogas estadounidense desplazó al comunismo como la nueva doctrina de seguridad nacional, el público de ese país ya estaba preparado para confirmar la irrupción de los “cárteles de la droga”: una encuesta conducida en 1988 por la cadena televisiva CBS mostró que los estadounidenses creían que el tráfico y consumo de drogas prohibidas suponía una amenaza mayor para la seguridad nacional que el terrorismo o el tráfico de armas.12

Este cambio de percepción en el público estadounidense no fue resultado de un correcto entendimiento de la cuestión del narcotráfico. Por el contrario, la creencia en los “cárteles de la droga” como la nueva amenaza de seguridad nacional fue efecto directo de la implantación de una política de Estado basada en parte en la concepción de un enemigo permanente que permite justificar acciones que de otro modo resultarían ilegales e incluso inmorales. Para dar forma legal a este giro securitario, el presidente Ronald Reagan firmó en 1986 la National Security Decision Directive 221, que desde entonces designó a las drogas ilegales como la nueva amenaza a la seguridad nacional estadounidense. La “guerra contra las drogas”, que había comenzado en la década de 1970 durante la presidencia de Richard Nixon como una estrategia doméstica para combatir la disidencia de izquierda, ahora tomaría el lugar del comunismo para legitimar la política intervencionista de Estados Unidos. Todavía resulta asombrosa la predicción de la politóloga Waltraud Morales en su artículo de 1989, tan pertinente y urgente en el contexto contemporáneo como en el de entonces:

El “malvado imperio de las drogas” tiene el potencial de evocar ese miedo del enemigo tan básico y tan poderoso en la doctrina del anticomunismo. El peligro, por lo tanto, es que una generación más de política exterior en Estados Unidos estará enraizada en el odio de un enemigo mítico, en conspiración y no en democracia, y en doctrinas ideológicas de seguridad nacional.13

La política antidrogas como la nueva doctrina de seguridad social a finales de los ochenta produjo uno de los escándalos políticos más significativos de la historia moderna de Estados Unidos. Aunque algunos periodistas se habían acercado al tema, la revelación fue realizada con toda su fuerza, ante la conmoción nacional e internacional, por el periodista de investigación Gary Webb en una serie de tres reportajes publicados en el periódico San Jose Mercury News entre el 18 y el 20 de agosto de 1996. Webb demostró vínculos directos entre la llamada “epidemia de la cocaína crack” en los barrios negros de la zona South-Central de la ciudad de Los Ángeles y la estrategia de contrainsurgencia respaldada por la CIA en Nicaragua para derrocar al gobierno sandinista. Según el reportaje de Webb, la CIA permitió que operadores de la Fuerza Democrática Nicaragüense (FDN), los llamados “contras”, financiaran su guerrilla con las ganancias obtenidas por la venta de cocaína crack en California:

Mientras que la guerra de la FDN es apenas recordada hoy, la América negra todavía está confrontando sus venenosos efectos colaterales. Los barrios urbanos están luchando con legiones de indigentes adictos al crack. Miles de jóvenes negros están purgando largas sentencias en prisión por vender cocaína —una droga virtualmente inaccesible en los barrios negros antes de que los miembros del ejército de la CIA comenzaran a traerla a South-Central en los ochenta a precios de rebaja.14

Los reportajes de Webb dañaron profundamente la credibilidad de las operaciones de contrainsurgencia de la CIA en Centroamérica. En respuesta, el gobierno de Reagan desató una brutal campaña de desprestigio en contra del periodista, campaña que fue respaldada por los principales medios de comunicación del país, entre ellos The New York Times, The Washington Post y Los Angeles Times, que prefirieron privilegiar a las fuentes oficiales que cuestionaban a Webb antes que dar crédito al arriesgado trabajo de un colega. Con mezquindad, los periódicos nacionales se rehusaron a investigar simplemente porque el trabajo de Webb se había realizado para otro medio. La campaña de ataques acabó con la carrera periodística de Webb cuando incluso su propio periódico se retractó de sus reportajes. Finalmente terminó con su vida cuando Webb, desempleado, marginado y traicionado por el periodismo de su país, se suicidó en 2004.

En 1998 la CIA admitió en un reporte de su inspector general que la agencia “había no sólo trabajado con 58 contras implicados en el tráfico de cocaína, sino que también había ocultado sus actividades criminales al Congreso [de Estados Unidos]”, según consigna el ya clásico estudio académico de Alfred McCoy, The Politics of Heroin: CIA Complicity in the Global Drug Trade (2003).15 Ese mismo año de 1998 el celebrado periodista Charles Bowden se encontró con Webb en la ciudad de Sacramento, California. Bowden subraya la confianza resuelta con la que Webb defendió la validez informativa de su reportaje cuando le mencionó que su trabajo había sido asociado con teorías de la conspiración: “No creo en jodidas teorías de la conspiración —dijo Webb—. Estoy hablando de una jodida conspiración”.16

El presente libro busca recuperar el potencial crítico del valiente trabajo de reporteros como Webb. Junto al suyo, a lo largo de estos años de investigación he encontrado el trabajo de otros reporteros que, sin la celebridad de premios o de jugosas becas de fundaciones extranjeras, han advertido la misma responsabilidad del Estado en la supuesta “guerra contra las drogas”. Uno de ellos, Terrence E. Poppa, escribió un libro fundamental para mi reflexión: Druglord. The Life and Death of a Mexican Kingpin (1990). Como ha notado Charles Bowden, este libro puede leerse como un manual de instrucciones para comprender los “cárteles de la droga”. Reportero de El Paso Herald-Post, Poppa se embarcó en una larga investigación sobre el narcotráfico en la frontera cuando un colega fotógrafo fue secuestrado después de tomar imágenes de la construcción de un hotel en Ciudad Juárez supuestamente propiedad de un traficante local. A través de un reporteo riguroso, Poppa logró comprender el control que el sistema político mexicano estableció sobre el crimen organizado, sometiéndolo a su estructura de poder. Ese control se expresa, por ejemplo, en la noción de “plaza”. La mayoría de los reporteros en México imagina la idea de “plaza” como el lugar de dominio de un traficante. La investigación de Poppa, al seguir la vida del traficante Pablo Acosta en la ciudad de Ojinaga, descubrió algo mucho más complejo:

Traficantes como Pablo Acosta operaban bajo un sistema que era casi como una franquicia. Tenían que pagar una cuota mensual a sus gerentes por el derecho de trabajar una zona específica. Era una forma de impuesto privado basado en el volumen de ventas, con el dinero yendo hacia la gente en el poder. Como se nota en el libro [Druglord], los traficantes con frecuencia recibían placas de la policía federal. El ejército, el procurador general de México y su policía federal, la Secretaría de Gobernación y su policía secreta, varios gobernadores, y mucha gente poderosa más estaban involucrados.17

Poppa llevó a cabo su investigación a finales de la década de los ochenta, en el momento mismo en el que el sistema político mexicano entraba en la transformación securitaria que advirtió Waltraud Morales. Entre 1975 y 1985, es decir, entre la Operación Cóndor y el asesinato de Enrique Camarena, el agente de la DEA en Guadalajara, el sistema político sometió de forma absoluta al crimen organizado, limitando sus lugares de operación a ciudades específicas, determinando sus rutas de tráfico y, todavía más importante, marginándolo del poder político, civil y militar. A partir de la adopción abierta del discurso de seguridad nacional estadounidense en la siguiente década, sobre todo con la creación del CISEN en 1989, el sistema político incrementó gradualmente una violenta estrategia militarista que culminó, como todos los mexicanos pudimos atestiguar en el horror cotidiano de Ciudad Juárez, Monterrey o Tampico, con los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la presidencia de Felipe Calderón.

La supuesta crisis de seguridad nacional que según Calderón justificó la “guerra contra las drogas” está sustentada principalmente en una estrategia discursiva sin fundamento material. El sociólogo Fernando Escalante Gonzalbo mostró ya, con un simple análisis estadístico basado en cifras oficiales, que la violencia en el país comenzó después de la militarización ordenada por Calderón en 2008. En la década anterior, entre 1997 y 2007, el índice de homicidios de hecho iba a la baja en las principales ciudades del país, incluyendo Ciudad Juárez. La violencia sólo repuntó en las zonas del país donde se concentraron los miles de soldados y los agentes federales enviados por el presidente Calderón.18 La presidencia de éste quiso militarizar el país para contener una supuesta “guerra de cárteles” que no producía violencia. El ejército y los agentes federales tomaron ciudades donde no había ninguna emergencia. El Estado fue a detener una guerra de cárteles inexistente porque los cárteles no existen.

En 2007, un año antes de que comenzara la guerra de Calderón, Luis Astorga publicó uno de sus libros más importantes, Seguridad, traficantes y militares. Durante esos primeros años del siglo XXI, la seguridad nacional se había vuelto un tema central de las discusiones sobre política antidroga en México. Sorprende que fuera así porque, una vez más, no existía en el país ninguna razón válida para suponer que los traficantes significaran una amenaza a la sociedad civil o a la viabilidad del Estado. Un año antes de que comenzaran los “operativos conjuntos” de militares y policías federales en los estados de Chihuahua, Nuevo León, Guerrero y Veracruz, entre otros, Astorga escribió:

En el campo del poder, los traficantes han estado históricamente subordinados al poder político, no han competido con éste ni han intentado hacerlo creando asociaciones o partidos políticos; tampoco han desarrollado una estrategia de “infiltración” de largo alcance para invertir la relación de subordinación. Hay corrupción puntual, especialmente en corporaciones policiacas, no un plan consensuado de organizaciones criminales ni un complot para impulsar una modificación sistémica o “probar” al presidente. En otras palabras, los traficantes son algunos de los agentes sociales cuyas actividades y acciones dificultan sin duda la gobernabilidad, pero no disputan el poder político ni la dirección del Estado.19

Si los traficantes, como explica Astorga, no tenían ni la capacidad histórica ni el deseo político de disputar la soberanía del Estado, ¿qué motivaba entonces la “guerra contra el narco”, y de dónde provenía la violencia atribuida a los supuestos “cárteles de la droga”? Vuelvo al periodista Ignacio Alvarado para comenzar a responder a esta pregunta:

La violencia en México no se explica a partir de una guerra entre narcos ni es una disputa por la plaza. Es más: no existe un solo narcotraficante con capacidad para desafiar a instituciones como el Ejército, la Marina o la Policía Federal. Ni siquiera el recientemente detenido Joaquín “El Chapo” Guzmán. Más allá de las versiones del propio gobierno, nada sustenta la verdad de lo que se afirma. En el núcleo de la violencia, la droga es sólo el pretexto. La influencia del Departamento de Estado estadounidense en este tema es la clave. Es en el seno del sistema de gobierno estadounidense donde nace el impulso de las reformas judicial, energética, fiscal y educativa que se llevan adelante en México. Todo con un propósito de interés capital, en el que el Plan Mérida es el instrumento perfecto para la manipulación social y política del país. El sistema de terror tiene un propósito de destierro, un objetivo para despoblar territorios inmensos, ricos en hidrocarburos, minerales y agua. Existe un antes y un después de las reformas estructurales, como la energética, que hoy permiten la participación de capitales privados y extranjeros en la explotación de los recursos, pero cuya idea existe desde dos décadas anteriores.20

Las importantes investigaciones del periodista italiano Federico Mastrogiovanni y de la periodista canadiense Dawn Paley han llegado por separado a la misma conclusión: la agenda de la reforma energética del gobierno federal es el principal motor que explica la actual violencia en el país. Escribe Mastrogiovanni: “Ambos procesos —la apertura paulatina del sector energético a los capitales privados y la agudización de la violencia y el terror— se han desarrollado en forma paralela”.21 Por su parte, Paley examina la política antidrogas en Estados Unidos y México como una expresión directa del capitalismo en la era neoliberal para beneficiar al sector energético global pero también para expandir las oportunidades mercantiles de las industrias de manufactura y transportistas, desde la explotación de minas e hidrocarburos hasta la apertura de nuevas sucursales de Wal-Mart. Escribe Paley:

La guerra contra las drogas es una solución a largo plazo de los problemas del capitalismo, combinando el terror con la política pública en una experimentada mezcla neoliberal, forzando la apertura de mundos sociales y territorios antes cerrados al capitalismo global. Este proyecto [de libro] es para repensar lo que se hace llamar “guerra contra las drogas”: no es acerca del prohibicionismo ni sobre la política antidroga. En cambio, estudia cómo, en esta guerra, el terror se usa en contra de las poblaciones en ciudades y zonas rurales, y cómo, paralelo a este terror que conduce al pánico, se ponen en vigor políticas que facilitan directamente la inversión extranjera y el crecimiento económico. Esto es el capitalismo de la guerra contra las drogas.22

Sin conocerse, Alvarado, Paley y Mastrogiovanni se embarcaron en una agenda de investigación periodística que condujo a una misma conclusión: la “guerra contra las drogas” es el nombre público de estrategias políticas para el desplazamiento de comunidades enteras y la apropiación y explotación de recursos naturales que de otro modo permanecerían inalcanzables para el capital nacional y trasnacional.

En una de sus columnas periodísticas, Juan Villoro analizó la tensión binacional entre México y Estados Unidos generada a partir de la inesperada elección de Donald Trump como presidente de ese país. Allí Villoro recuerda, a propósito del infame muro fronterizo propuesto por Trump, un episodio de la serie de televisión Los Soprano. Como se sabe, Tony Soprano, el protagonista, es un gánster de Nueva Jersey al que vemos enfrentar los desafíos de la vida diaria en la sociedad estadounidense a la vez que conduce sus violentas actividades ilegales. En el episodio en cuestión, sus vecinos no pueden esconder el temor que les provoca la convivencia forzada con un criminal. Apunta Villoro:

Para satisfacer el morbo de la casa de junto, Tony Soprano llena una caja de arena, la envuelve y en tono cómplice pide a sus vecinos que se la guarden. Ellos no pueden negarse; aceptan la caja pensando que contiene algo comprometedor sin saber que se trata de arena. En un solo gesto, Tony se congracia con ellos y envenena su vida.23

El “narco” en México y Estados Unidos funciona como ese inteligente y perverso ardid de Tony Soprano. El “narco” aparece en nuestra sociedad como una temible caja de Pandora que, de ser abierta, creemos que desataría un reino de muerte y destrucción. Si pudiéramos vencer el miedo y confrontar aquello que llamamos “narco” abriendo por fin la caja, no encontraríamos en ella a un violento traficante, sino al lenguaje oficial que lo inventa: escucharíamos palabras sin objeto, tan frágiles y maleables como la arena. Abramos, pues, la caja.

 

 

1. Luis Astorga, ¿Qué querían que hiciera? Inseguridad y delincuencia organizada en el gobierno de Felipe Calderón (México: Grijalbo, 2015, p. 139).

2. En el museo se encuentra, por ejemplo, una pistola chapeada en oro con las iniciales “AFC” que la SEDENA atribuye a Amado Carrillo Fuentes, el supuesto jefe del “cártel de Juárez”. La pistola, se informa en el museo, fue un regalo de Carrillo Fuentes a Joaquín “El Chapo” Guzmán, a quien le fue decomisada cuando fue detenido por primera vez en 1993. Véase Jesús Aranda, “Museo del Enervante exhibe ‘trofeos’ del Ejército en su lucha contra el narco”, La Jornada (12 de marzo de 2017), p. 10, <http://www.jornada.unam.mx/2017/03/12/politica/010n1pol>.

3. Esta cifra es del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) que recolectó la información proveniente de 4.700 oficialías del registro civil y 1.107 agencias del ministerio público. Véase Proceso (30 de julio de 2013), <http://www.proceso.com.mx/348816/mas-de-121-mil-muertos-el-saldo-de-la-narcoguerra-de-calderon-inegi>.

4. Véase Leticia Ramírez de Alba, “Indicadores de víctimas visibles e invisibles de homicidio”, Centro de Análisis de Políticas Públicas (noviembre de 2012, pp. 37-38).

5. Waltraud Morales, “The War on Drugs: A New U.S. National Security Doctrine?”, Third World Quarterly, 11.3 (julio de 1989), pp. 147-169.

6. Miguel Ángel Félix Gallardo, Ernesto Fonseca y Rafael Caro Quintero eran parte integral de una estructura trasnacional sancionada por “altos funcionarios de la DFS, la policía federal, y los bancos mexicanos y estadounidenses responsables de lavar las ganancias”. Véase Peter Watt y Roberto Zepeda, Drug War Mexico. Politics, Neoliberalism and Violence in the New Narcoeconomy (Londres: Zed Books, 2012, p. 83).

7. Luis Astorga, El siglo de las drogas (México: Espasa, 1996, p. 160).

8. Ioan Grillo, El Narco. Inside Mexico’s Criminal Insurgency (Nueva York: Bloomsbury Press, 2011, p. 61). [Hay trad. cast.: El narco: en el corazón de la insurgencia criminal mexicana, Barcelona, Urano, 2012]. Irónicamente, después de registrar esta reveladora declaración, Grillo prosigue recordando los flujos de cocaína del “cártel de Medellín” en la década de 1980 sin considerar problemático seguir llamándolo así. Tres décadas más tarde, escribe Grillo, los “cárteles” mexicanos, con su extraordinario poder delictivo, merecerían una nueva entrada en los diccionarios para definir el “cártel de droga” o el “cártel criminal” moderno.

9. Entre otras contribuciones clave, Alvarado ha reportado la raíz de la violencia en estados como Coahuila y Tamaulipas. Allí donde supuestamente se disputan el territorio grupos de traficantes como Los Zetas o el “cártel del Golfo”, es donde se concentran recursos naturales a punto de ser explotados por las oligarquías locales en contubernio con conglomerados trasnacionales. “Pero como con mucha de la violencia en México en años recientes”, escribe Alvarado, “la policía, el ejército y funcionarios públicos están con frecuencia involucrados en desapariciones forzadas, secuestro, tortura y asesinato de miles de ciudadanos”. Véase: Ignacio Alvarado, “Terror in Coahuila: Up to 300 disappeared in Mexico’s forgotten massacre”, Al Jazeera America (9 de marzo de 2015), <http://america.aljazeera.com/articles/2015/3/9/hundreds-disappeared-in-allende-massacre-in-mexico.html>. Todas las traducciones son mías a menos que se indique otra fuente.

10. Luis Astorga, Mitología del “narcotraficante” en México (México: Plaza y Valdés, 1995, p. 10).

11. Astorga, op. cit., p. 12.

12. Morales, op. cit., p. 148.

13. Morales, op. cit., p. 167.

14. Gary Webb, “America’s ‘crack’ plague has roots in Nicaragua war”, San Jose Mercury News (18 de agosto de 1996). La serie de los tres reportajes, tal y como aparecieron en el periódico, están disponibles en su formato original dispuesto por ese periódico en el archivo de internet Web.Archive.com. Véase: <http://web.archive.org/web/19961220021036/http://www.sjmercury.com:80/drugs/start.htm>.

15. Alfred McCoy, The Politics of Heroin. CIA Complicity in the Global Drug Trade. Afghanistan, Southeast Asia, Central America, Colombia (Nueva York: HarperCollins Publishers, 2003, pp. 495-496).

16. Nick Schou, Kill the Messenger: How the CIA’s Crack-Cocaine Controversy Destroyed Journalist Gary Webb (Nueva York: Nation Books, 2006, p. 8).

17. Terrence E. Poppa, Druglord. The Life and Death of a Mexican Kingpin (El Paso, Texas: Cinco Puntos Press, 2010, p. XIX).

18. Fernando Escalante Gonzalbo, “Homicidios 2008-2009. La muerte tiene permiso”, Nexos (3 de enero de 2011), <http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=1943189>.

19. Luis Astorga, Seguridad, traficantes y militares (México: Tusquets, 2007, p. 54).

20. Óscar Castelnovo, “México: entrevista con Ignacio ‘Nacho’ Alvarado, periodista especializado en violencia”, Red Eco Alternativo (3 de marzo de 2016), <http://www.redeco.com.ar/masvoces/entrevistas/18173-mexico-entrevista-con-ignacio-nacho-alvarado-periodista-especializado-en-violencia>.

21. Federico Mastrogiovanni, Ni vivos ni muertos. La desaparición forzada en México como estrategia de terror (México: Penguin Random House, 2016, p. 40).

22. Dawn Paley, Drug War Capitalism (Oakland, California: AK Press, 2014, p. 16).

23. Juan Villoro, “Inventando al enemigo”, El País (13 de enero de 2017), <http://internacional.elpais.com/internacional/2017/01/13/mexico/ 1484342636_332727.html>.


 

 

 

1: LA DESPOLITIZACIÓNDE LA NARCOCULTURA

CADÁVERES SIN HISTORIA: LA NARCONOVELA NEGRA Y EL INEXISTENTE REINO DEL NARCO

En el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca se encuentra el grabado abajo mostrado, uno de los más famosos del artista callejero conocido como Yescka, el cual resume el imaginario dominante sobre el narco en México. Se trata de una mordaz variación de la última cena: la élite de la clase política y empresarial se sienta alrededor de un narcotraficante de rostro oscurecido que ocupa el lugar de Cristo empuñando un AK-47, el “cuerno de chivo”, arma predilecta por igual entre traficantes y militares. A la izquierda del narcocristo aparece el expresidente Felipe Calderón. Entre otros invitados a la cena están el dueño de Televisa Emilio Azcárraga Jean, el expresidente Carlos Salinas de Gortari, el empresario ocasionalmente más rico del mundo Carlos Slim, la expresidenta del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), actualmente en prisión, Elba Esther Gordillo, y el gobernador del Banco de México y exsecretario de Hacienda de Calderón, Agustín Carstens. Al centro de la mesa, y sobre una bandeja, descansa la cabeza de Benito Juárez como si fuera la de Juan Bautista. En la esquina inferior derecha, una prostituta con antifaz voltea hacia nosotros con una sonrisa que también podría ser una mueca de disgusto o repulsión.24 El mural puede interpretarse, en primera instancia, como la sumisión de los poderes oficiales y fácticos ante un narco que se impone como la autoridad máxima en el territorio nacional. En la reunión final, la cofradía criminal ha elegido a su Salvador y ha adoptado el dogma de sus enseñanzas y ejemplos, un orden teológico pospolítico extremo intersectado por la implacable lógica de la globalización. Así, el narco sobrepasa las estructuras del Estado y, amparado en el flujo transterritorial del capital, se impone con violencia por encima del desvencijado orden político estatal.

 


 

La propuesta crítica de Yescka es desde luego consecuente con el modo en que se representa al narco en México desde prácticamente cualquier discurso de conocimiento. Periodistas, cineastas, músicos, narradores y artistas plásticos comparten por igual la misma plataforma epistemológica que posiciona al narco en el centro de un pacto horizontal de poder postsoberano. Tras el siniestro saldo de violencia atribuido al narco —121,000 asesinatos y más 30,000 desaparecidos solamente en el sexenio de Calderón—, ¿cómo no imaginar que los capos se sientan al centro de la mesa de la oligarquía? Si creemos que los cárteles de la droga actúan en un territorio nacional donde se nos dice que el Estado ha perdido toda posibilidad de soberanía, donde las estructuras oficiales de gobierno han sido desplazadas por el poder del capital global que opera de modo impersonal, privado y despolitizado, ¿cómo no confirmar, con el historiador Carlo Galli, el agotamiento del concepto de lo político en la sociedad contemporánea?25

Las nociones de Estado y de soberanía y la división de lo político aparecen en los debates académicos más recientes como obstáculos para comprender la emergencia del narco en México. El libro The Mexican Exception (2011), de Gareth Williams, es un ejemplo sintomático de esta problemática. Allí se argumenta que “la Guerra contra las Drogas es un conflicto interno al capital, más que un conflicto entre dominios soberanos externos o ideas distintas de organización social”.26 Según Williams, el narco es esencialmente un fenómeno interno a la lógica del capitalismo económico, lo que presupone su posición exterior a la estructura y poder del Estado. Su análisis es consistente con los trabajos de críticos académicos, periodistas e intelectuales dentro y fuera de México, como es el caso de Sergio González Rodríguez, Rossana Reguillo, Herman Herlinghaus, Rita Segato y Gabriela Polit, quienes elucidan el narcotráfico como un fenómeno impredecible y adaptable que constantemente transforma el mercado clandestino de sustancias ilegales y que sólo puede ser descrito desde un orden pos-Estatal.

En el campo literario, la corriente más comercial de la novela negra representa consecuentemente la visión de un México postsoberano en el que una multiplicidad de cárteles controla regiones enteras por encima de las disminuidas configuraciones estatales, vulneradas por el poder corruptor del capital global clandestino. Al igual que la gran mayoría de investigaciones periodísticas, canciones, películas y piezas de arte conceptual sobre el narco, este tipo de novela se enfoca en la violencia inscrita en los cadáveres a través de estrategias narrativas ahistóricas y mitológicas, en suma, despolitizadas. En ese sentido, me interesa discutir aquí cómo algunas de las novelas negras más celebradas radicalizan la condición pospolítica al privilegiar el cuerpo de la víctima como el reducto de su representación del narco. El cadáver se encuentra en la línea narrativa principal de estas novelas, construidas como un desmedido ejercicio de semiosis que transforma el cuerpo victimado en un significante vacío. En él se deposita todo tipo de interpretación voluntarista que se aleja de las condiciones históricas del narco para en cambio producir una fantasía narrativa despolitizada. Finalmente, y a contracorriente de la crítica pospolítica, me interesa señalar cómo el fenómeno del narco en México continúa siendo decididamente político —siguiendo aquí el término conceptualizado por Carl Schmitt, como discutiré más adelante—, con las nociones de Estado y soberanía más relevantes que nunca.

La novela negra mexicana es dependiente de las convenciones del modelo policial británico (Arthur Conan Doyle, Agatha Christie), del hard boiled estadounidense (Dashiell Hammett, Raymond Chandler) y de best sellers policiales de generaciones de escritores más recientes (Henning Mankell, Rubem Fonseca). Para adquirir el capital simbólico de esas convenciones y fórmulas, sin embargo, la narconarrativa de la última década ha debido desembarazarse de los contextos políticos domésticos y producir personajes arquetípicos con tramas trasladables a espacios culturales extranjeros. Transformando la dimensión histórica y política del narco en una serie de atributos mitológicos que naturalizan la violencia y moralizan las acciones criminales, estas novelas ofrecen una caricatura descontextualizada del narco que minimiza, o incluso borra, sus elementos más complejos y de mayor interés literario.

La otra influencia en la escritura de estas novelas proviene, en mi opinión, de la popular práctica de la crónica periodística en México. Como discutiré con detalle en el siguiente ensayo, el trabajo de reconocidos reporteros como Diego Osorno, Anabel Hernández y Alejandro Almazán ha propulsado una forma narrativa que exotiza la violencia y la sordidez tremendista atribuidas al narco. Con frecuencia utilizando recursos de los cuadros costumbristas decimonónicos, estas crónicas han creado toda una moda entre periodistas jóvenes que buscan hacerse un nombre alejándose de las coordenadas del periodismo para ir en busca del alarmista parte policiaco, de la indignación del activista y de la subjetividad relajada del cronista narrativo que tergiversa el legado del new journalism estadounidense. Véase, por ejemplo, la antología de crónicas Generación ¡Bang! (Planeta, 2012), compilada por Juan Pablo Meneses, cuyo título sensacionalista expresa elocuentemente la frívola superficialidad de esta curiosa corriente del periodismo actual. De ese modo, entre el efectismo predecible de los best sellers policiales y un dudoso entendimiento de la crónica periodística, la novela negra mexicana apuesta por retener la atención del lector mitologizando una violencia cuya historia política es simplemente ignorada.

La trayectoria de Élmer Mendoza explica por sí misma este fenómeno. En sus primeras novelas, Un asesino solitario (1999) y El amante de Janis Joplin (2001), Mendoza inscribe la acción en el turbio contexto político y policial del México de los años noventa. Sus personajes confrontan al principal facilitador del crimen en el país: el poder oficial. Narcotraficantes, sicarios de la mafia o del gobierno, criminales comunes y aun de cuello blanco, son todos peones en el tablero de juego que dirige la élite política y policial. Las elaboradas tramas de estas primeras novelas de Mendoza están protagonizadas por personajes innovadores que poco tienen que ver con los mitológicos narcos de sus novelas posteriores. Jorge Macías, protagonista de Un asesino solitario, por ejemplo, es un matón profesional que trabaja para una oscura agencia del gobierno. Lejos de tomar tequila y escuchar corridos a cualquier hora del día, el “Yorch” sorprende al lector al preferir la coca-cola y las galletas pancrema mientras escucha el clásico del rock “Have You Ever Seen the Rain”, de la banda estadounidense Creedence Clearwater Revival.

Al alcanzar una mayor visibilidad editorial, sin embargo, Élmer Mendoza dio un giro radical a su proyecto literario con novelas policiales protagonizadas ahora por el agente Edgar “el Zurdo” Mendieta, cuyas pintorescas aventuras explotan para el público nacional y extranjero las sanguinarias muertes del narco. Me basta un ejemplo de Balas de plata (2008), la novela con la que obtuvo el reconocimiento internacional a través del premio Tusquets y con la que presenta el primer caso del agente Mendieta. Temprano en la novela, el protagonista acude al sitio donde han encontrado un cadáver envuelto en una cobija:

La cobija era café y se hallaba empapada, con un alce entre riscos estampado en el centro, sobre el que yacía el cuerpo del hombre, cuarenta y cinco a cincuenta años, calculó el detective, uno ochenta de estatura, camisa Versace, descalzo, castrado y con un balazo en el corazón. Uno de los polis que inspeccionaba el lugar regresó con una bota vaquera de piel de avestruz, Mendieta hizo una mueca. Pasemos el caso a Narcóticos, mandó a su pareja, varios celulares sonaban. No necesitamos su nombre para saber a qué se dedicaba. No sólo lo han castrado, también le cortaron la lengua, aclaró Gris, no hemos localizado casquillos, lo que hace pensar que lo mataron en otro lugar y lo trajeron aquí. Es igual, cualquier asunto con narcos de por medio ya ha sido resuelto.27

El “encobijado” lleva una vestimenta estándar en la mitología del narco (camisa Versace, botas de avestruz) y la violencia del oficio inscrita sobre su cuerpo (genitales y lengua amputada, un tiro de gracia en el corazón). El cadáver aquí no es metonimia del narco sino su condición de posibilidad: el cuerpo mutilado es la manifestación más tangible de un fenómeno que difícilmente sería reconocible fuera de estas formas de representación. El lector no necesita más para concluir y, con Mendieta, juzga innecesario investigar. El caso ha sido resuelto aun sin conocer el nombre de la víctima. Es, evidentemente, un narco ejecutado por otros narcos.

Hacia el final de la novela otro narco ejecutado y encobijado parece haber surtido su guardarropa en compañía del anterior: “yacía cocido [sic] a balazos con su camisa Versace y su cinturón de piel de avestruz”.28 La novela se resuelve con dos ejecuciones más que los sicarios llevan a cabo como siguiendo un riguroso manual de instrucciones: “entraron dos desconocidos, se veían curtidos, uno llevaba un cuerno de chivo. Voy por unas cobijas, gruñó el otro subiendo al piso superior donde debía encontrarse la alcoba”.29 Vivos, los narcos imaginados por Mendoza mantienen esa precisa igualdad entre sí: “camisas Versace, cadenas de oro, gorras de beisbol, se encontraban recargados en su Lobo negra doble cabina. De seguro las compran por lotes, reflexionó el detective”.30 Con humor involuntariamente crítico, incluso el agente Mendieta repara en el propagado cliché de los narcos que aparecen en la novela vistiendo siempre la misma ropa y circulando en los mismos vehículos. Que el lector esté informado o no es irrelevante: los rasgos universales de los narcos, vivos o muertos, se repiten en las crónicas de Diego Osorno, Anabel Hernández y Alejandro Almazán, en películas como El infierno (2010) —o en Salvando al soldado Pérez (2011), pero como inteligente parodia—, en series de televisión como Narcos (2015), en los narcocorridos de Los Tigres del Norte, incluso en la pretendida sofisticación del arte conceptual de Teresa Margolles.31 Cualquier narco es todos los narcos.

Un segundo crimen, el eje de Balas de plata, reitera el problemático imaginario de Élmer Mendoza. Bruno Canizales, hijo del exministro de Agricultura y probable candidato presidencial, es asesinado de un tiro en la cabeza con una bala de plata que, como se recuerda en la misma novela, es el material usualmente requerido para matar a hombres lobo y vampiros, según el folclore europeo. Reparando en lo estrafalario del crimen, la agente compañera de Mendieta, Gris Toledo, conjetura sobre el perfil del asesino: “Sabe qué creo, que sólo los narcos podrían usar balas de plata, si se ponen dientes de diamante y lucen esas joyas tan estrambóticas, ¿por qué no usarían balas de plata?”.32 La pregunta que formula la agente Toledo es menos el resultado de una brillante deducción detectivesca que de la más básica imaginación popular sobre el narco en México. Sin entrenamiento policiaco de por medio, para la mayoría de los lectores tendrá sentido suponer que los narcos son capaces de utilizar balas de plata y que disparan con pistolas de oro macizo, todo mientras sonríen con una dentadura con incrustaciones de diamantes. Tan obvia es esta suposición que Mendoza la utiliza como estrategia para hacer dudar al lector sobre la identidad del posible asesino.

La novela, sin embargo, concluye de manera todavía más disparatada: una pareja admite haber matado a Canizales en una absurda trama de sexualidad desenfrenada con un tono que roza la homofobia: el hijo del político presidenciable, asiduo al role playing y fascinado por la idea de morir con una bala de plata, es asesinado por sus propios compañeros de juegos bisexuales. La novela termina contradiciendo su propia lógica narrativa cuando Samantha Valdés, hija del poderoso capo Marcelo Valdés, venga la muerte de Bruno Canizales (quien había sido su pareja) ordenando el asesinato de los responsables a pesar de que al principio de la novela ella misma había considerado asesinar a Canizales.

La novelística de Élmer Mendoza, como la de los más reconocidos escritores mexicanos que abordan el tema del narcotráfico, se vio afectada profundamente por el insólito éxito de La reina del sur (2002) del español Arturo Pérez-Reverte. La increíble historia de una bella sinaloense que pasa de ser la amante de un traficante local a comandar su propio cártel internacional de la droga estimuló la imaginación de los novelistas mexicanos dispuestos a explotar el tema sin ningún límite conceptual o narrativo. Las novelas escritas después de La reina del sur se abocaron a reproducir un personaje tan atractivo y fantasioso como la protagonista de Pérez-Reverte, deliberadamente imitando los aspectos más inauditos de los supuestos narcos. La cercanía al modelo establecido por Pérez-Reverte garantizó el éxito de numerosas novelas publicadas en la siguiente década: Yuri Herrera narra la vida de un compositor de narcocorridos y de un mitológico “Señor” de la droga en Trabajos del reino (2004); Heriberto Yépez inventa un nuevo tipo de droga para su violenta y marginal Ciudad de Paso en Al otro lado (2008); Orfa Alarcón cuenta la educación criminal, al ritmo de reguetón, de una juvenil amante de un sicario en Perra brava (2010); Bernardo Fernández BEF sigue la vida de una privilegiada mexicana que interrumpe sus estudios de arte visual en el extranjero para heredar un cártel de la droga en Hielo negro (2011).

En su reseña de Hielo negro el crítico Geney Beltrán Félix subraya la contradicción estructural de este tipo de novela negra: “pareciera que ciertos autores, al tiempo que exigen para sí un estatuto artístico, no hallan indigno perpetrar libros que refuerzan estereotipos machistas, hacen un menesteroso uso de la lengua y reciclan convenciones narrativas que reducen la visión de la realidad”.33 De ese modo puede leerse también la biografía imaginada de un poderoso narco llamado “El Chalo Gaitán” en El más buscado (2012) de Alejandro Almazán. El historiador Froylán Enciso ofrece un comentario ambiguamente elogioso de esta última novela que puede aplicarse por igual a las otras: “cuando de leer se trata, habrá que sincerarse con que nos gusta la narcomitología y el poder. Y el Alex [Almazán] sabe cómo alimentar ese placer culposo”.34

En ciertas novelas escritas antes de la enorme influencia del modelo establecido por Pérez-Reverte, la caracterización mitológica de los personajes se elude decididamente. Esto se debe en parte a que antes de La reina del sur el tema del narco gozaba de un dudoso prestigio en el campo literario. La imagen del traficante de droga, originalmente asociada con el precario sector rural de los estados del norte del país, fue por décadas un motivo explotado principalmente por películas de acción de bajo presupuesto, como las protagonizadas por los hermanos Mario y Fernando Almada, y por la música popular norteña, como en el caso de la celebérrima banda Los Tigres del Norte. Pero la ausencia de una mitología sobre el narco se compensa en esas novelas de otras formas. Hasta que La reina del sur convirtiera el tema en un redituable motivo literario que relocalizó la figura del narco en un contexto urbano y cosmopolita de interés para los lectores de clase media alta, los escritores que se proponían abordar el narco recurrían a múltiples referencias de alta cultura para validar el sentido de sus novelas. En numerosos relatos sobre el tráfico de droga son frecuentes las citas intertextuales tomadas de autores canónicos para convalidar las tramas policiales adaptadas en un ambiente mexicano, la mayoría de las veces en ciudades del norte del país como Culiacán, Tijuana o Ciudad Juárez.

El caso de Mi nombre es Casablanca (2003), de Juan José Rodríguez, es relevante porque, aunque consigue desmitificar a sus personajes traficantes, transfiere esa necesidad de mitología a sus referentes intertextuales tomados de novelas y películas policiacas canónicas. El arranque de la novela es sintomático en este respecto: mientras detienen a un delincuente, un personaje lanza una pregunta ocurrente al protagonista, el agente del Ministerio Público de Sinaloa Luis Ayala Marsella: “¿Has leído El Padrino?”. Conforme se desarrolla la investigación de una serie de asesinatos que parecen no guardar relación alguna entre sí, el agente Marsella (con frecuencia se refieren a él por su segundo apellido) constantemente interpola comentarios sobre narrativa policial, mencionando las obras de Arthur Conan Doyle, Agatha Christie y Mario Puzo. Es también significativo el énfasis puesto en las narrativas de las célebres mafias de Estados Unidos a través de películas como El Padrino (The Godfather), Buenos muchachos (Goodfellas) y Casablanca, que da título a la novela. Estas referencias se utilizan en la novela como marcadores de validación narrativa que distinguen a traficantes con códigos éticos benignos (El Padrino y Casablanca) o con mayor propensión a la brutalidad sin escrúpulos (Buenos muchachos). Al mismo tiempo, los recursos intertextuales autorizan al autor mexicano para establecer una continuidad entre el prestigio de esos referentes y su obra, como si sólo así pudiera su relato considerarse alta literatura.

Resulta productivo contrastar la inserción de esas referencias con la estrategia desmitificadora del narco que Rodríguez utiliza en sus personajes traficantes. Cuando comienzan a ocurrir los asesinatos, Marsella se entrevista con los jefes de los dos principales grupos de traficantes, que en ningún momento se hacen llamar “cárteles”. El primero de ellos, Don Armando Ibarra Borbón, se identifica a sí mismo como un humilde provinciano de campo: “Los hombres de este oficio antes de tener camionetas o aviones repartimos leche a caballo, leña de encino o mariguana en costales”.35 En la hacienda del traficante, como nota Marsella, no hay armas a la vista ni guardaespaldas de actitud amenazante. Y aunque en su cochera exhibe varios autos de lujo (incluyendo las obligadas camionetas Lobo de Balas de plata), el ranchero traficante prefiere una pequeña camioneta Nissan de pintura desgastada. Explica Ibarra Borbón: “Me gusta. Cómoda, gasta poca gasolina y es discreta. Adondequiera voy con un acompañante y nadie me mira; creen que soy un proveedor que se dirige al mercado de abastos, la discreción es vital”.36 Por el contrario, el jefe del otro grupo de traficantes, Don Genaro Barreto, sí aspira a una vida urbana de alta cultura, por lo que ha invertido grandes cantidades de dinero en una colección de costosas piezas de arte. Pero, como nota Marsella, su pésimo gusto y su profunda ignorancia lo han llevado a comprar falsas obras maestras, como el cuadro de una manzana geométrica “firmado por un pintor llamado Pissaco”.37 Entre estos aspectos humorísticos, sin embargo, Rodríguez se cuida de no caricaturizar a su personaje, quien habita en una mansión sobria y discretamente edificada “gracias a la prudencia de un joven arquitecto de Monterrey, que no había fatigado la vista con los domos y cristalerías típicas de aquella zona residencial”.38 Entre esos dos personajes, Rodríguez consigue un retrato verosímil del traficante común: hombres de escasa educación, originarios de comunidades rurales que pueden mantener su inercia de vida provinciana, como en el caso de Ibarra Borbón, o aspirar problemáticamente a un nuevo estatus cultural de clase alta.

Otro importante logro de Mi nombre es Casablanca consiste en la íntima relación que establece entre el crimen organizado y las corporaciones policiales. Marsella conoce de cerca y ubica en todo momento a los dos capos, estableciendo con ellos una relación de cordialidad y de relativa confianza. El agente observa como algo positivo que los traficantes no se propongan “enfrentar todo el sistema” rompiendo “las reglas del juego”.39 Por “el sistema” Marsella entiende el poder oficial que tarde o temprano se impone al del crimen organizado. Así se lo hace ver a Jorge Maytorena, pistolero al servicio de Don Armando Ibarra Borbón, a quien relata una anécdota en la que el legendario policía estadounidense Elliot Ness arrasa con el sector más pobre de una ciudad para detener a un asesino serial. Con esa historia, Marsella envía una advertencia tácita a los traficantes que, de no someterse, “el poder institucional se irá con ellos a fondo: revisión de cuentas bancarias, detenciones preventivas, toda la maquinaria del sistema policial mexicano, la Interpol o quien se arrime a la balacera”.40

Aunque Mi nombre es Casablanca se publicó un año después de La reina del sur, es claro que los recursos mitológicos de esta última no influyeron en modo alguno en la escritura de Juan José Rodríguez. No obstante, es también evidente que la novela no puede eludir del todo las trampas impuestas por las inercias de representación del mundo del narcotráfico: el responsable de los crímenes en apariencia azarosos es un poderoso narco colombiano que intenta crear una guerra entre los dos grupos de traficantes para tomar el control de la “plaza” sinaloense. Rodríguez comete aquí la inevitable interpolación de un típico recurso de las novelas policiales canónicas: el sicópata de brillante mente criminal que, como en las novelas de Conan Doyle, es el único a la altura de un detective de la talla de Sherlock Holmes. El narco colombiano explica a Marsella cómo cada uno de los asesinatos sugiere la figura de una pieza del ajedrez: entre las víctimas hay albañiles que simbolizan peones, torres incendiadas, caballos degollados. En el centro del tablero está sin saberlo el propio Marsella, que según el narco ocupa el lugar de un alfil. La fantástica figura de este criminal que carece de la profundidad de los demás personajes es en parte el efecto de un discurso sobre el narcotráfico que ni siquiera una novela tan inteligentemente pensada como Mi nombre es Casablanca consiguió sortear. El mal absoluto que inscribe este personaje abre una maniquea división entre el bien y el mal que hasta su aparición la novela había conseguido esquivar con destreza. El narco colombiano, inverosímilmente, está más interesado en una compleja trama detectivesca que en hacer funcionar el negocio de la droga. Como era predecible, el narco cae abatido por una implacable redada policial después de que una fichera de un “téibol” alerte a las autoridades que Marsella y otros agentes han sido secuestrados. La novela demerita sus logros con ese desenlace apresurado y saturado de acción, más propio de esas películas de los hermanos Almada que de la cuidadosa trama que hasta ese momento había construido. En el saldo final, el heroico agente Marsella restablece el orden social que había suspendido el enloquecido genio criminal, vencido no por la perniciosa red de inteligencia policial del “sistema mexicano” sino por la mirada oportuna de una fichera que se desnuda sin dejar de estar alerta de lo que pasa a su alrededor en el cabaret.

Más allá de las problemáticas representaciones del narco discutidas hasta ahora, es importante reparar en la notable excepción de unos cuantos narradores que han conseguido abordar críticamente el tema. Me refiero en particular a Víctor Hugo Rascón Banda (1948-2008), César López Cuadras (1951-2013), Daniel Sada (1953-2011), Roberto Bolaño (1953-2003) y Juan Villoro (1956), cuyas obras analizaré más adelante. Por ahora, es imperioso señalar que el trabajo de estos escritores ha abierto en México una valiosa avenida crítica que, aunque infrecuente y anómala, ha permitido reformular la manera de imaginar el narco desde lo literario. Pese a ello, la mitología que manifiesta la mayoría de las novelas negras que he citado en este ensayo domina en el campo literario en la actualidad. Esto es el resultado directo de ese discurso que ha permeado en la sociedad durante décadas y que posiciona al crimen organizado como un enemigo que permanentemente desafía la dimensión soberana del Estado con la amenaza latente de construir un interregno pospolítico. Esta narrativa, como ha demostrado el trabajo de Luis Astorga, fue originada en una matriz ideológica construida por el mismo Estado que impone un sentido unívoco sobre el narco “con pretensiones universales” y que marca las coordenadas básicas de su representación inventando dicha mitología.41 En la misma dirección, Fernando Escalante Gonzalbo analiza el lenguaje oficial activado por el Estado como el generador de un “‘conocimiento estándar’ sobre el crimen organizado, capaz de explicar todo el proceso, y cada episodio, con dos o tres trazos muy fáciles de entender”.42 El monopolio discursivo oficial sobre el narco es posible porque la historia del tráfico de drogas en México es derivativa de la historia de las prohibiciones de Estado. Dicho de otro modo, el prohibicionismo estatal es la condición de posibilidad de la existencia y desarrollo del crimen organizado, con mayor razón del lenguaje que utilizamos para describirlo. Astorga ha documentado con suficiencia cómo el Estado mexicano disciplinó y subordinó a las organizaciones criminales durante la segunda mitad del siglo XX, forzándolas a operar bajo el control del poder político del PRI hasta mediados de la década de 1990. Como un asunto de seguridad nacional y bajo el dominio político absoluto del Estado, soldados y agentes policiales concibieron un fluido y ordenado sistema de tráfico con un reducido índice de violencia.

Con la caída del PRI, el Estado policial fue gradualmente desmantelado durante la presidencia de Vicente Fox, cuya incapacidad para articular una política de seguridad nacional permitió nuevas asociaciones criminales entre gobernadores, empresarios locales y traficantes en estados como Chihuahua, Michoacán, Nuevo León y Tamaulipas. Fue en ese contexto que la presidencia de Felipe Calderón apostó por una supuesta “guerra contra las drogas”. Para comprender la cruzada de Calderón retomo la teoría sobre la soberanía articulada por el politólogo alemán Carl Schmitt. Corrigiendo a Max Weber y su célebre definición del Estado como “la forma de comunidad humana que detenta el monopolio de la violencia física”,43 Schmitt explica que el Estado detenta en realidad el monopolio de la excepción, el cual define

no como el monopolio para cooptar o para gobernar, sino como el monopolio para decidir. La excepción revela con mayor claridad la esencia de la autoridad del Estado. La decisión se distancia aquí de la norma legal y (para formularlo paradójicamente) la autoridad comprueba que para producir la ley no es necesario basarse en la ley.44

Los niveles de violencia sin precedentes en México durante la presidencia de Calderón, sobre todo en el norte del país, deben entenderse como el intento desesperado por reconstituir el poder soberano del Estado. Calderón se propuso disciplinar a los grupos criminales adheridos a los poderes estatales que constituyeron sus propios fueros de excepción y autorregulación con respecto del gobierno federal. Y aunque varios analistas dentro y fuera de México hablan de un “Estado fallido”, Escalante Gonzalbo afirma que los controles disciplinarios de Estado de hecho están más que nunca presentes en las más recientes configuraciones de políticas de seguridad nacional tanto en México como en Estados Unidos. Aquí el punto exige una relectura cuidadosa del pensamiento schmitteano y un caveat decidido ante las corrientes más radicales del pensamiento pospolítico. El “narcotráfico” se imagina con frecuencia como una actividad clandestina derivada de un capitalismo global que ha rebasado las fronteras nacionales. En franca resonancia con los argumentos neoconservadores de libros como The End of History and The Last Man (1992) de Francis Fukuyama, se piensa con demasiada facilidad que el narco, como el capitalismo trasnacional, ha triunfado por encima de cualquier control estatal. Pero recordemos que incluso el propio Fukuyama ya se ha distanciado de su celebración del libre mercado, considerando en su obra más reciente que el supuesto “crepúsculo de la soberanía” producto de la globalización no es sino, llanamente, “una exageración”.45 La soberanía del Estado sobre el narco, quiero subrayar, está muy lejos de agotarse.

A principios de 2014 tres eventos separados por unos cuantos días entre sí me permiten justificar el punto anterior. En su conjunto, esos eventos dejaron entrever la manera en la que el narco sigue siendo objeto del poder oficial. Primero, el 13 de febrero de ese año la revista Time puso en la portada de su edición internacional al presidente Enrique Peña Nieto con el encabezado “Saving Mexico”, atribuyéndole haber cambiado “la narrativa de su nación manchada por el narco”.46 Apenas seis días después, el presidente Barack Obama sostuvo un encuentro privado con Peña Nieto en México durante la Cumbre de Líderes de América del Norte. En una rueda de prensa ese 19 de febrero, Obama elogió las mismas reformas que la revista Time celebró en el gobierno de Peña Nieto y se dijo particularmente interesado en las estrategias mexicanas “en materia de justicia penal, en materia de seguridad”.47 Tres días después, esas estrategias cobrarían una materialidad efectiva irrefutable: la mañana del 22 de febrero, marinos de la Armada de México y agentes de la policía federal detuvieron a Joaquín “El Chapo” Guzmán, el jefe del cártel de Sinaloa que, si confiamos en las autoridades de Estados Unidos y México, lideraba un imperio multimillonario a nivel global con presencia en cincuenta y cuatro países. Y aunque según cables diplomáticos filtrados a los medios El Chapo usualmente se rodeaba de trescientos guardias para su protección, fue detenido sin un solo disparo. Así lo consignan los sorprendidos corresponsales del New York Times:

Esta vez el señor Guzmán […] no se escurrió por una puerta, no desapareció en las famosas montañas de su casa en el noroeste de México, ni tampoco consiguió estar ausente como lo había hecho en tantos otros intentos por aprehenderlo. Aparentemente no tuvo tiempo para alcanzar el arsenal de pistolas y granadas que había amasado o entrar a toda velocidad en una alcantarilla o un túnel, como las autoridades dicen que hizo recientemente minutos antes que sus perseguidores.48

Antes que especular, como hicieron en su momento la gran mayoría de analistas y periodistas, con la inverosímil detención de un doble o con el nombre de su sucesor en el “cártel”, es necesario comprender que esa detención de El Chapo —la segunda de tres hasta su extradición a Estados Unidos— fue una clara demostración política de la soberanía del Estado por sobre cualquier organización criminal.

El ascenso y la caída de Los Zetas o el conflicto armado en Tierra Caliente deben entenderse en esa misma clave. Como ocurrió con El Chapo, Heriberto Lazcano, el sanguinario jefe de Los Zetas, fue asesinado en octubre de 2012 mientras disfrutaba de un juego de béisbol en compañía de un guardaespaldas. En el caso de Michoacán, la derrota del grupo criminal autodenominado Los Caballeros Templarios y la conversión de las autodefensas comunitarias en una policía rural por orden del gobierno federal convalida dos portadas significativas de la revista Proceso: en la primera, en el número fechado el 12 de enero de 2014, el encabezado describe el conflicto como “La guerra de Peña Nieto”, explicitando la manipulación de las autodefensas por parte del gobierno federal para diezmar el crimen organizado y los poderes fácticos en la región; en la segunda, fechada el 18 de mayo, el encabezado resume elocuentemente la conclusión de este episodio a sólo quince meses de haberse iniciado: “Las autodefensas domesticadas”. Aquí aparece el mayor punto ciego de las despolitizadas novelas negras: el narco en México es reducible a las estrategias de seguridad del Estado. Ése es el verdadero poder —a la vez legal e ilegal en un país en permanente estado de excepción— que debemos someter a examen. Para ello debemos dejar de lado la reiteración sin límites de las fantasiosas historias de ascenso y caída de los capos, de sus cárteles, de sus plazas. No comprender o no aceptar esta afirmación nos impide articular una crítica efectiva del poder oficial, cuya brutalidad criminal se esconde en la falsa narrativa de los cárteles y su supuesto reino sin fin.

Vuelvo a La última cena de Yescka y encuentro ahora una lectura distinta e inquietante en la disposición del grabado: el narco sin rostro en el lugar de Cristo es un arquetipo de todos los narcos que a lo largo de décadas ha fabricado el poder oficial. Sus falsos apóstoles se mantendrán discretos en un segundo plano para utilizar el martirologio de su supuesto señor. Lo entregarán y lo negarán; lo dejarán ser crucificado. Después de su más humillante tortura y muerte, sus apóstoles predicarán para siempre la victoria de su resurrección y su inverosímil poder por encima del César y el Imperio romano, por encima de todos los césares y todos los imperios. El sacrificio literal y simbólico de quien sólo muerto puede significar el triunfo, es la fábula operativa del narcotráfico en México y su inagotable genealogía de jefes que mueren y se reencarnan conforme el Estado lo requiere. Es también la fuente inagotable de la mayoría de las narconovelas negras. Pero el rostro oscurecido del narco permanece anónimo en el mural porque es la metáfora fluida de todos los narcos que indistintamente pueden y ocuparán su lugar en la narrativa que ya predispone su ascenso y caída. Conocer la verdadera identidad de ese cadáver para siempre resucitado es la consigna aún pendiente de nuestra mejor literatura todavía por escribirse.

 

 

24. Imágenes de este mural y otras obras de Yescka están disponibles en el siguiente sitio de internet: <http://guerilla-art.mx/yescka/>.

25. Carlo Galli, Political Spaces and Global War (trad. Elisabeth Fay, Mineápolis: University of Minneapolis Press, 2010).

26. Gareth Williams, The Mexican Exception: Sovereignty, Police, and Democracy. (Nueva York: Palgrave, 2011, p. 154).

27. Élmer Mendoza, Balas de plata (México: Tusquets, 2008, p. 20).

28. Ibid., p. 227.

29. Ibid., p. 253.

30. Ibid., p. 200.

31. La obra de Margolles puede pensarse como la condensación simbólica de la mitología del narco. En la exposición “¿De qué otra cosa podríamos hablar?” del pabellón de México durante la Bienal de Venecia en 2009, Margolles presentó cinco objetos: una bandera teñida con sangre obtenida en lugares donde se cometieron asesinatos, telas marcadas con figuras humanas de personas asesinadas como con los “encobijados”, telas bordadas con hilo de oro con supuestos “narcomensajes”, sangre mezclada con agua para trapear un piso del pabellón y “tarjetas para picar cocaína” con imágenes de cadáveres, todo proveniente de ciudades del norte del país. Ese mismo año Margolles dio a conocer una pieza que ahora forma parte de la colección del Museo Tamayo en la Ciudad de México: una pared agujerada con “intervenciones de bala” traída de Ciudad Juárez. En toda esta parafernalia, la violencia se relaciona directamente con el narcotráfico y la poca información adicional que la acompaña se limita a una asociación con los símbolos y el vocabulario oficial utilizado para explicar las “guerras entre cárteles”. Aunque por falta de espacio no puedo ahondar en esta interpretación, baste con recordar que la obra de Margolles, iniciada desde la década de 1990, sólo alcanzó una celebridad internacional cuando la violencia atribuida al “narco” durante el gobierno de Calderón se convirtió en el contexto inmediato para que sus piezas conceptuales fueran legibles en un contexto global. Y aunque sorprendió que el pabellón de México en la bienal de Venecia, financiado con dinero público desde 2007, se dedicara a la obra de Margolles, es importante comprender que la exposición no refutó en modo alguno la explicación oficial que la presidencia de Felipe Calderón hizo prevalecer sobre la violencia del “narco”. Lejos de una crítica al gobierno de Calderón y su estrategia de combate al crimen organizado, las piezas conceptuales de Margolles consolidaron el imaginario hegemónico al culpar de la violencia a los traficantes de droga. El título “¿De qué otra cosa podríamos hablar?” puede entenderse como una abdicación intelectual ante la poderosa narrativa oficial que nos conmina a repetir que los “narcos” son los principales responsables de la violencia en México.

32. Ibid., p. 62.

33. Geney Beltrán Félix, “Ceder”, Letras Libres (julio de 2011), pp. 85-86, p. 86.

34. Froylán Enciso, “Periodismo y narcoficción: El más buscado, de Alejandro Almazán”, Vice (21 de mayo de 2012), <http://www.vice.com/es_mx/read/periodismo-y-narcoficcin-el-ms-buscado-de-alejandro-almazn>.

35. Juan José Rodríguez, Mi nombre es Casablanca (México: Plaza & Janés 2005, p. 30).

36. Ibid., p. 80.

37. Ibid., p. 52.

38. Ibid., p. 52.

39. Ibid., p. 53.

40. Ibid., pp. 111-112.

41. Luis Astorga, Mitología del “narcotraficante” en México (México: Plaza y Valdés, 1995, pp. 10-11).

42. Fernando Escalante Gonzalbo, El crimen como realidad y representación (México: El Colegio de México, 2012, p. 56).

43. Max Weber, The Vocation Lectures (eds. David Owen y Tracy B. Strong, trad. Rodney Livingstone, Indianápolis: Hackett Publishing Company, 2004, p. 33).

44. Carl Schmitt, Political Theology (trad. George Schwab. Chicago: Univ. of Chicago Press, 2005, p. 13). [Hay trad. cast.: Teología política, Valencia, Trotta, 2009.]

45. Francis Fukuyama, The Origins of Political Order (Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2011, p. 477). [Hay trad. cast.: Los orígenes del orden político: desde la Prehistoria hasta la Revolución francesa, Barcelona, Deusto, 2016.]

46. Carolina Moreno, “Enrique Pena Nieto’s TIME Cover Sparks Outrage In Mexico”, The Huffington Post (17 de febrero de 2014), <http://www.huffingtonpost.com/2014/02/17/enrique-pena-nieto-time_n_4803677.html>.

47. Redacción, “¿Qué acordaron Peña-Obama-Harper en la Cumbre del TLCAN?”, Animal político (19 de febrero de 2014), <http://www.animalpolitico.com/2014/02/lo-que-haran-pena-obama-harper-para-el-20-aniversario-del-tlcan/#axzz2wT6wk0Kc>.

48. Randal C. Archibold y Ginger Thompson, “El Chapo, Most-Wanted Drug Lord, Is Captured in Mexico”, The New York Times (22 de febrero de 2014), <http://nyti.ms/1fIf3Dl>.

CRÓNICAS NEUTRALIZADAS: LOS IMAGINARIOS PERIODÍSTICOS SOBRE EL TRÁFICO DE DROGAS

La prensa demuestra cada día que el sentido no existe sin la forma y que toda forma es una imposición de sentido. No hay formas neutras ni universales. Hoy la ideología es no sólo la forma sino la materia prima de la información, ya que de prensa política en su gestación, la que hoy tenemos es sobre todo prensa publicitaria.

JESÚS MARTÍN BARBERO, Oficio de cartógrafo


En la primera década del siglo XXI se consolidó en México un debate nacional sobre una supuesta crisis de violencia que, según el gobierno federal, afectaba ciudades enteras en las que se habían establecido diferentes modalidades del crimen organizado. El tema del narcotráfico desbordó el imaginario popular, que lo localizaba tradicionalmente en las zonas rurales del norte del país, con escasa relevancia para los grandes centros urbanos, pero que gradualmente cobró vigencia en ciudades como Monterrey, Tijuana, Culiacán y Ciudad Juárez. Al finalizar la década de 2010 era ya extraordinaria la aparición de intervenciones sobre el narcotráfico desde prácticamente todas las disciplinas. Junto con numerosas novelas, películas, canciones y arte conceptual, los libros de crónicas periodísticas como El cártel de Sinaloa (2009) de Diego Enrique Osorno, Los señores del narco (2010) de Anabel Hernández y Huesos en el desierto (2002) y El hombre sin cabeza (2009) de Sergio González Rodríguez, entre los más visibles, han ocupado un lugar central. Entre esta abundante producción, lo que se ha dado en llamar “periodismo narrativo” ha tenido una relevancia particular como dispositivo de interpretación cultural en la articulación de estrategias de representación de la violencia actual.

Propongo ahora revisar esas formas periodísticas como intervenciones intelectuales que, en más de un modo, han reposicionado las coordenadas del discurso analítico referente a la violencia en México, con hondas repercusiones en el campo de la producción cultural contemporánea. En mi análisis, la crónica periodística se leerá como síntoma de un complejo problema epistemológico que neutraliza al periodismo en general convirtiéndolo en fuente del imaginario dominante sobre la violencia. Finalmente, señalaré cómo la obra de periodistas como Diego Osorno, Anabel Hernández, Sergio González Rodríguez y Alejandro Almazán, entre otros, está fundada en una práctica radical de interpretación cultural que merma nuestra comprensión de las transformaciones históricas de los discursos oficiales de la violencia y que despolitiza las discusiones más urgentes relativas a la desigualdad social, la criminalización de la pobreza y el advenimiento de una disciplina policial inscrita en un permanente estado de excepción sin precedentes en la historia moderna de México. Así, este ejercicio de la crónica tiene implicaciones directas en los regímenes de representación del crimen organizado en general, pues se asume como el acceso material a lo real del narco que aparece en las simbolizaciones de novelistas, músicos, cineastas y artistas conceptuales que asimilan la condición mitológica y despolitizada del imaginario dominante sobre los traficantes de droga.

1. LA INVENCIÓN DE LA CRISIS DE SEGURIDAD NACIONAL

Antes de examinar las limitaciones del periodismo narrativo es importante entender que el discurso referido a la violencia que impera en el imaginario dominante en las producciones culturales de la última década es de reciente invención. Como explican Brian Bow y Arturo Santa-Cruz, la seguridad nacional no ha sido históricamente un tema destacado en la política mexicana moderna, pues a lo largo del periodo posrevolucionario y hasta finales del siglo XX “la seguridad de la nación se veía como esencialmente equivalente a la seguridad del régimen gobernante”.49 Sin controversia doméstica sustancial y con el ejército subordinado al poder político, durante las siete décadas de gobiernos sucesivos del Partido Revolucionario Institucional “no se percibía un enemigo interno al cual resistir”.50 Desde luego, durante los turbulentos años de 1968 a 1971 el Estado agredió a los distintos grupos de izquierda radical y la resistencia organizada de los movimientos estudiantiles, magisteriales y campesinos, pero esa violencia no se articuló como una estrategia permanente de control disciplinario social, sino como acciones contingentes cuya lógica era esencialmente política. De ningún modo es mi intención aquí minimizar la estrategia de exterminio y brutalidad conducida por el Estado mexicano y corporaciones como la Dirección Federal de Seguridad entre finales de la década de 1960 y principios de 1970 que dejó un catastrófico saldo de víctimas. Mi propósito aquí es más bien señalar la marca decididamente política que distinguió la manera de operar de la violencia de Estado en aquella época. Así lo explica el análisis de Carlos Montemayor:

la violencia de Estado en los movimientos sociales mexicanos del siglo XX se desplegó en una amplia gama de regiones y sectores sociales tanto en los contextos de prevención, contención, represión o persecución de procesos de inconformidad social, como en su canalización contra núcleos sociales vulnerables, sectores gremiales, regiones aisladas, comarcas, partidos políticos, movimientos subversivos, manifestaciones populares.51

El principal punto a comprender aquí es que la violencia de Estado, sobre todo en las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, fue ejecutada mediante aparatos represores bajo la égida de conflictos políticos que amenazaban la integridad de la élite gobernante. Dicho de otro modo, hasta mediados de la década de 1990 el Estado mexicano confrontó los conflictos domésticos como problemáticas de oposición y resistencia de raíz estrictamente política, y no como la permanente amenaza y desafío al Estado que ahora supone el crimen organizado. Así, como registra Julio Scherer, a los movimientos estudiantiles y guerrilleros se les acusaba de “disolución social”,52 una figura tipificada por el Código Penal Federal durante la presidencia de Manuel Ávila Camacho en medio de la Segunda Guerra Mundial, o bien, como recuerda Carlos Monsiváis, se les acusaba de “subversivos”53 en el contexto de la Guerra Fría.

En ese mismo horizonte de representación política todavía aparecen los principales hitos de finales del siglo XX: el alzamiento armado del Ejército de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas y su reclamo por la injusticia social y marginación histórica de las comunidades indígenas excluidas por el proyecto modernizador del PRI; los asesinatos de alto perfil del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo en 1993 y luego del candidato presidencial Luis Donaldo Colosio y el presidente del PRI, José Francisco Ruiz Massieu, ambos en 1994, que aunque intersectaron el tema del narcotráfico tenían un trasfondo político evidente que se impuso a cualquier otra tesis que explicara el crimen; y, finalmente, es también una trama política —los supuestos “errores de diciembre” acusados por Carlos Salinas de Gortari en la presidencia de Ernesto Zedillo— la que define la profunda crisis económica de 1994 que conllevó la drástica devaluación del peso mexicano. Entre estas contingencias políticas, el tema del narcotráfico no sólo no figuraba como una emergencia nacional, sino que hasta ese momento había sido, como anota Luis Astorga, “un fenómeno que se desarrolló protegido desde distintas esferas del poder político y policiaco, como parte de una estructura de poder, pero en posición subordinada, y cuyos agentes principales fueron desde un inicio marginados del poder político”.54 Es decir, mientras que las más impactantes problemáticas que confrontó el Estado durante la década de los noventa fueron de naturaleza política, el narco había sido sometido y neutralizado políticamente por la clase gobernante.

Astorga explica que la incorporación de una agenda securitaria en México respondió a la influencia de la hegemonía estadounidense que tipificó el tráfico de drogas como una amenaza para la seguridad nacional en 1986, con una directiva presidencial firmada por Ronald Reagan. El primer efecto importante de esa hegemonía fue la desaparición de la Dirección Federal de Seguridad, que el presidente Miguel de la Madrid (1982-1988) consideraba como una “policía política”.55 En su lugar se creó en 1989 el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN), durante el primer año de gobierno del presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). Y aunque este último optó por no hacerlo, durante la presidencia de Ernesto Zedillo (1994-2000) se comienza a utilizar gradualmente a las Fuerzas Armadas para la erradicación del tráfico de drogas. Este proceso de transformación culminó con la presidencia de Vicente Fox (2000-2006): en ese sexenio, bajo la presión de alto nivel ejercida por el gobierno de Estados Unidos en el panorama geopolítico posterior a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, el Estado mexicano adoptó abiertamente una política de seguridad nacional que ubicaba al crimen organizado en el centro de una crisis de gobernabilidad que reclamaba una acción inmediata. Emulando las estrategias disciplinarias primero sobre el narco y después sobre el terrorismo y la inmigración en Estados Unidos, el tráfico de drogas se articuló en México como la mayor amenaza para la soberanía nacional. El equipo de transición de Fox había considerado inicialmente que el narcotráfico era “un asunto meramente policiaco”56 que, a diferencia del caso de Colombia, no tenía ni la capacidad ni la pretensión de desestabilizar al Estado. No obstante, y tras una serie de reuniones de alto nivel con funcionarios estadounidenses, Adolfo Aguilar Zinser, entonces consejero de seguridad nacional —un cargo creado por la presidencia de Fox—, comenzó a referirse al narco excluyendo “los nexos entre grupos políticos priistas y traficantes”57 para resaltar en cambio la supuesta amenaza a la soberanía nacional que, según el nuevo gobierno, ahora implicaba el tráfico de drogas.

Esta transformación en materia de seguridad produjo dos efectos de importancia radical: primero, permitió la despolitización de los conflictos domésticos inmediatos como la marcada desigualdad económica y social, la endémica corrupción oficial o la creación de fortunas privadas como resultado de la política neoliberal; y segundo, hizo virar el discurso oficial hacia las supuestas emergencias permanentes y sin coordenadas políticas específicas del crimen organizado. El narco se convirtió entonces en un objeto primario de la seguridad nacional: un enemigo permanente, sin objetivos políticos reales y sólo interesado en su dominio económico por medio de la ilegalidad y la violencia. De ese modo, el Estado convenientemente dejó de reconocer la especificidad política de los movimientos de oposición y resistencia para en cambio construir y diseminar discursos de seguridad nacional sobre el crimen organizado que supuestamente amenaza a la sociedad civil en general y ya no sólo a la élite gobernante. Dicho de modo más directo: para dejar de considerar como relevantes los reclamos políticos, el Estado articuló una estrategia sin contenido político alrededor del tema de la seguridad nacional.

Esta nueva definición del narco, como sabemos, no produjo la violenta movilización militar y policial en zonas urbanas del país sino a partir de la estrategia de seguridad de la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012). El estado de excepción creado por Calderón entre 2007 y 2012 fue justificado por su gobierno como reacción a una supuesta escalada de violencia atribuida al crimen organizado. Pero, como ha revelado Fernando Escalante Gonzalbo, los índices de homicidios a nivel nacional se habían desplazado consistentemente en un “descenso lento y sostenido”58 durante los últimos veinte años antes de la estrategia antidrogas de Calderón. Por ello, esa “explicación de la gran violencia de los años noventa fue, según los números que conocemos, una fantasía”.59 Escalante Gonzalbo analiza este falaz discurso de seguridad nacional como la articulación del “crimen como fantasma”, fenómeno “hecho en buena medida a base de invenciones, prejuicios, imaginaciones, conjeturas infundadas, información incompleta, imposible de comprobar o directamente falsa”.60 La estrategia de Calderón evidencia una relación causal distinta a la que defendió públicamente. No sólo no se había registrado una escalada de violencia atribuida al narcotráfico, sino que el descenso en la tasa de homicidios sostenido durante dos décadas se revirtió justamente en las zonas donde se reconcentraron las fuerzas militares y policiales de la estrategia federal. Ése fue exactamente el caso de Ciudad Juárez: todavía en 2007 se registraron allí 320 asesinatos, cifra consecuente con el promedio sostenido entre 1993 y 2007, con 0.7 asesinatos por día. Después de la llegada del ejército y la policía federal el 28 de marzo de 2008, los asesinatos se incrementaron a más de 1,623 en 2008 (4.4 diarios), 2,754 en 2009 (7.5 diarios), 3,622 en 2010 (9.9 diarios) y finalmente con un descenso a 2,086 en 2011 (5.7 diarios).61 Así, ocurrieron en Ciudad Juárez al menos 10,085 de los asesinatos que arrojó la “guerra contra las drogas” de Calderón. La cifra total de asesinatos en todo el país es exorbitante: 121,683 asesinatos registrados por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía —más de cuatro veces el número de víctimas de la llamada “guerra sucia” de las dictaduras militares de Argentina en las décadas de 1970 y 1980— y casi treinta mil desaparecidos registrados por la Secretaría de Gobernación.

A nivel discursivo, la noción del narco en México como una amenaza real al Estado y a la seguridad nacional permeó decididamente en el imaginario nacional. Así lo observa Astorga: “La invención de un enemigo monolítico, organizado de manera jerárquica, con una racionalidad burocrática y económica, que domina todas las fases del ne-gocio y está por lo menos en posición de controlar el mercado y los precios, fascinó a políticos, policías y periodistas”.62 Cuando esa fascinación se convirtió en discurso hegemónico, la cuestión de la seguridad nacional se estableció con coordenadas epistemológicas que desde entonces condicionan a priori toda reflexión sobre el narco, primordialmente en el periodismo.

2. LA NEUTRALIZACIÓN POLÍTICA DEL PERIODISMO NARRATIVO

Como en prácticamente todas las disciplinas que se aproximan al fenómeno del narcotráfico en México, el periodismo está profundamente mediado por discursos hegemónicos articulados por el poder oficial. Antes de referir el caso de Sergio González Rodríguez, Alejandro Almazán, Diego Enrique Osorno o Anabel Hernández, es preciso señalar que la despolitización de la crónica del narco está también presente en la obra de los periodistas más experimentados y establecidos, incluso en aquellos con mayor compromiso político. Acaso el ejemplo más visible puede advertirse en las crónicas de Carlos Monsiváis. Como señala Ricardo Gutiérrez Mouat, las crónicas sobre la violencia que Monsiváis publica a finales de la década de 1990 “representan un nuevo capítulo del secular enfrentamiento en América Latina entre el intelectual y la violencia”,63 cuyo objetivo es intervenir en los procesos sociopolíticos más urgentes del presente inmediato, con la fuerza represiva del Estado como problema central. En un texto publicado en 1999, por ejemplo, Monsiváis incluye en la definición de violencia urbana:

a los conflictos, las tragedias, las conductas límite propiciadas por la crisis del Estado de derecho, el perpetuo estallido —económico, social y demográfico— de las ciudades, y la imposibilidad de una efectiva seguridad pública, sea por la ineficiencia de los cuerpos encargados o por la “feudalización” imperante en barrios y colonias. Violencia urbana es el amplio espectro de situaciones delincuenciales, ejercicios de supremacía machista, ignorancia y desprecio de los derechos humanos, tradiciones de indiferencia aterrada ante los desmanes, anarquía salvaje y desconocimiento de la norma.64

Se destaca de esta amplia definición la condición eminentemente sistémica de la violencia, donde el delito común se agrava por condiciones políticas, económicas y culturales específicas. En 2013, sin embargo, al reeditar su libro Los mil y un velorios. Crónica de la nota roja en México, el análisis de Monsiváis aparece mediado por el imperante discurso oficial que para entonces ya ha consolidado la agenda de seguridad nacional que señala al narcotráfico como la mayor emergencia criminal en México. Escribe Monsiváis: “De golpe, el narcotráfico resulta el magno espectáculo lateral que la sociedad ve con terror y morbo, con alivio (‘Hoy no me mataron’) y depresión (‘Hoy siguieron matando’)”.65 Luego resume: “Desde la década de 1990 la presunción de un narco-Estado ha crecido en medio del viaje circular del miedo al terror, de la suspicacia al pánico, de la resignación a la paranoia”.66 Y aunque por momentos el texto señala la corrupta relación entre el Estado y los grupos de traficantes, Monsiváis principalmente se limita a consignar la impresión de una emergencia nacional protagonizada por los traficantes: “Se desata la guerra entre los cárteles, con un costo altísimo de vidas”;67 “Se afirman los grupos: Los Zetas, La Familia de Michoacán, el cártel del Golfo, La Línea”;68 “Tres años de enfrentamientos entre narcos y ejército, entre narcos y judiciales, entre narcos y policías”.69 La narrativa expuesta por Monsiváis coincide con la versión oficial, la reiterada explicación que el presidente Calderón ofreció sobre la escalada de asesinatos durante su sexenio: “La gran mayoría de la violencia que estamos viviendo es la gran virulencia de unos cárteles contra otros”.70 En este punto aparece con mayor claridad el problema central de la crónica del narco en México: se trata de textos dependientes de fuentes oficiales que hacen circular una narrativa configurada y diseminada originalmente desde múltiples agencias y voceros de Estado, asimilada acríticamente por la gran mayoría de los medios de comunicación y reiterada después por los campos de producción cultural, sobre todo por la televisión, el cine, la música y la literatura.

Como estudia Susana Rotker, desde finales del siglo XIX la “definición del género crónica como lugar de encuentro del discurso literario y el periodístico, es tan central como los aportes a la renovación de la prosa hispanoamericana que hicieron los modernistas desde la prensa escrita”.71 Pero, como también advierte Rotker, privilegiar los recursos narrativos de la crónica desde un punto de vista subjetivo desde luego no implicaba que el género fuera políticamente neutral, sino que hacía prevalecer una marca de distinción frente al periodismo estrictamente noticioso hecho por reporteros. Al emerger en Estados Unidos la oleada del new journalism en la obra de periodistas y escritores como Truman Capote, Norman Mailer y Gay Talese, entre otros, reaparece con mayor vigor el uso de recursos literarios desde una óptica íntima y personal pero, como subraya Tom Wolfe, la innovación no sólo radicaba en la técnica, sino en los propios procedimientos reporteriles:

La forma de recoger material que estaban desarrollando se les aparecía también como mucho más ambiciosa. Era más intensa, más detallada, y ciertamente consumía más tiempo del que los reporteros de periódico o de revista, incluyendo los reporteros de investigación, empleaban habitualmente. Fomentaron la costumbre de pasarse días enteros con la gente sobre la que estaban escribiendo, semanas en algunos casos. Tenían que reunir todo el material que un periodista persigue... y luego ir más allá todavía.72

En México la tradición de la crónica periodística ha evolucionado combinando el legado fundacional de la crónica modernista con la posterior influencia del new journalism estadounidense. En la década de 1970 el periodismo narrativo alcanzó una nueva altura con su relevante agencia política en la obra de figuras como José Pagés Llergo (fundador de la revista Siempre!), Julio Scherer (fundador de la revista Proceso), Miguel Ángel Granados Chapa, Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis, entre otros. Sobra decir que sin el agudo poder crítico de ese periodismo tendríamos un entendimiento mucho más pobre de las crisis políticas de las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, desde la responsabilidad oficial en la matanza de Tlatelolco, la evolución y debacle del presidencialismo y el centralismo, hasta la incompetencia oficial en la emergencia del terremoto de 1985. En el presente, la influencia de ese periodismo narrativo puede claramente constatarse en el trabajo reciente de cronistas nacidos en la segunda mitad del siglo XX, como es el caso notable de José Joaquín Blanco, Juan Villoro y Fabrizio Mejía Madrid, quienes han asimilado la pulsión crítica y política de sus precedentes genealógicos. Villoro, por ejemplo, define la crónica como una forma que al estar “[c]omprometida con los hechos, lo está con la verdad”,73 mientras que para Mejía Madrid la crónica representa “el encuentro de una mirada con una fecha, un estado de ánimo con el fluir del tiempo”.74 En ambos se establece una demanda de rigor y compromiso con el presente inmediato independientemente de los recursos formales de sus crónicas.

Mediada por el pernicioso discurso hegemónico que relocaliza el tráfico de drogas en el centro de una crisis de seguridad nacional, sin embargo, la crónica sobre el narco de las últimas dos décadas se aleja de la tradición crítica que confrontó históricamente al periodismo con el poder oficial en México. En cambio, la crónica del narco se inscribe alrededor de un objeto configurado políticamente por discursos oficiales y no como resultado de una reflexión periodística independiente. Al ahondar sobre un tema cuyas coordenadas epistemológicas han sido marcadas por el Estado, este tipo de crónica está de entrada limitada al análisis de los supuestos cárteles como el principal factor de criminalidad, dejando por fuera la histórica relación entre la clase política y el crimen organizado.

La neutralización de la crónica del narco es así el efecto derivado de un habitus, es decir, siguiendo al sociólogo Pierre Bourdieu, un sistema de principios que generan y organizan determinadas prácticas y formas de representación en un entorno dado. El habitus oficial esencialmente renuncia a producir una reflexion analítica de las condiciones de posibilidad del narco, en particular su aparición como economía disciplinada por una geopolítica de Estado. El problema del periodismo radica entonces en lo que Bourdieu conceptualizó como una forma de “pensamiento estatal”, es decir, la limitación epistemológica que explica por qué “las propias estructuras de conciencia por medio de las cuales construimos el mundo social y el particular objeto que es el Estado, son muy probablemente producto del Estado mismo”.75 El análisis de Bourdieu expande así la célebre definición de Max Weber al considerar el Estado como el “monopolio de la violencia física y simbólica, en tanto que el monopolio de la violencia simbólica es la condición para poseer el ejercicio mismo del monopolio de la violencia física”.76 Al examinar la influencia de Bourdieu en Latinoamérica, Mabel Moraña subraya cómo ese monopolio estatal de la violencia simbólica penetra todos los espacios de lo social, desde lo doméstico y lo laboral, hasta las producciones culturales y las instituciones que normalizan todo espacio ciudadano. Explica Moraña:

Como ya se indicara, para su implementación, la violencia simbólica cuenta con frecuencia con la aquiescencia y lealtad del dominado hacia el dominador y se apoya, en muchos casos, en el hecho de que ambos comparten una misma forma de conocimiento e interpretación de la realidad social que impide un pensamiento emancipado en aquel que es sometido al poder del más fuerte.77

En este punto, Moraña nota cómo a pesar de que admite la posibilidad de una resistencia artística ante el monopolio estatal de la violencia simbólica, Bourdieu es más bien pesimista al considerar los medios de comunicación como “mecanismos de opresión y de dominación social”.78

En la misma dirección, Jesús Martín-Barbero analiza las funciones ideológicas de los medios de comunicación y recuerda el papel crucial que la prensa jugó en las distintas transformaciones históricas de las sociedades modernas. Menos que denunciar los procesos políticos de cada época, la prensa fue instrumental en la construcción misma de esos procesos. Con su lenguaje en apariencia neutro, la prensa operó y sigue operando como un referente de la realidad inmediata que sin embargo encubre lo real con significados anteriormente establecidos. Explica Martín-Barbero:

me refiero a esas “fórmulas” mediante las cuales las palabras se ponen a significar independientemente tanto del contexto como del contenido. Los contextos son siempre particulares, parciales, temporales; son las formas, o mejor las fórmulas de la jerga las que introducen la pretensión de la universalidad, de estar por encima del espacio y el tiempo. Las fórmulas son “limpias” con la pureza que proporciona la nueva religión secularizada de la “objetividad”. La conversión de la forma en fórmula es la operación mediante la cual se plasma, se hace lenguaje la exigencia que el consumo plantea en términos de público-masa: la operación de conformización, de banalización, de despolitización.79 (énfasis en el original.)

El discurso dominante sobre el narco ha producido una fórmula cuyo léxico y significado sedimentado permiten por sí solos un sentido narrativo específico. Escribimos narcotraficante, sicario, plaza, guerra y cártel y con esas palabras reaparece de inmediato el mismo universo de violencia, corrupción y poder que puebla por igual las páginas de una novela y las planas de un periódico, la letra de un corrido, la vestimenta de un narco actuando en una película de acción. El lenguaje para describir esa realidad está fatalmente colonizado por ese habitus de origen oficial que sólo en contadas ocasiones es posible fisurar.

Sin avanzar hacia una crítica del poder estatal por estar condicionadas por ese mismo poder, las crónicas sobre el narco operan entonces un desplazamiento simbólico en dos direcciones: primero, hacia genealogías de traficantes y la supuesta crisis de seguridad nacional que producen, una narrativa como hemos visto creada y diseminada por fuentes oficiales; y segundo, hacia una reiteración del cuerpo (re)significado de las víctimas de su violencia, reduciendo el complejo fenómeno del narco a una continuidad artificial y ahistórica de muerte y destrucción. Ambos desplazamientos mantienen formalmente el legado de la crónica modernista, el impulso combativo del periodismo mexicano de la segunda mitad del siglo XX y los recursos literarios del new journalism estadounidense, pero excluyendo la dimensión política y el rigor periodístico de esos precedentes. Con esto no pretendo afirmar que no haya un trasfondo político en la crónica del narco, sino que su voluntad crítica aparece de inicio neutralizada por la influencia del discurso oficial sobre el tráfico de drogas. Al enfocarse narrativamente en los reductos de la violencia atribuida a una lucha permanente entre cárteles, los cronistas examinan superficialmente la violenta e ilegal política de seguridad emprendida por el poder oficial.

Consideremos la ensayística de Sergio González Rodríguez, uno de los más prominentes periodistas e intelectuales en México hasta su repentina muerte en 2017.80 Su obra opera como un ejercicio desmedido de imaginación narrativa condicionado por ese ideológico fantasma del crimen que promueve el discurso oficial del Estado mexicano. Más que un fenómeno circunscrito a vectores políticos, en la perspectiva de González Rodríguez la violencia se reduce a un significante vacío que opera un borramiento de la materialidad concreta que la produce. Es esta interpretación la que da forma y sentido a sus textos más visibles sobre la violencia: Huesos en el desierto y El hombre sin cabeza. Ignacio Sánchez Prado señala una diferencia entre esos libros y el resto de la producción ensayística de González Rodríguez, como El centauro en el paisaje (1992) y De sangre y sol (2006). Estos últimos, según Sánchez Prado, representan “el núcleo central de su obra: una práctica cosmopolita y erudita del ensayo, que busca utilizar un vasto y peculiar archivo cultural como repositorio de lenguajes para la figuración de una contemporaneidad cuya incertidumbre resiste la representación”.81 Por el contrario, considero que no existe una diferencia sustancial entre las reflexiones de González Rodríguez sobre la violencia y el resto de su producción ensayística. Sánchez Prado describe, por ejemplo, El centauro en el paisaje como una exploración de “la relación entre ciudad y literatura; la interacción entre lo sagrado y la técnica; la relación entre arte, memoria y deseo; y el tropo del monstruo en conexión con la norma moderna”,82 pero esa lectura se encuentra también esencialmente en Huesos en el desierto y El hombre sin cabeza. De hecho, el mayor problema de estos dos libros es precisamente que están estructurados como sus ensayos de interpretación cultural. Renunciando a examinar la violencia en su inmediatez histórica y política, González Rodríguez ensaya como si la violencia fuera un objeto cultural más esperando un dilatado comentario hermenéutico. Tales estrategias son recurrentes e incluso predecibles después de la lectura de cualquiera de sus libros. En este punto tiene razón Sánchez Prado cuando afirma que la obra de González Rodríguez es “una nueva afirmación de la literatura como territorio epistemológicamente privilegiado para descifrar la contemporaneidad, ante el agotamiento de los paradigmas que han definido a la intelectualidad mexicana desde los años ochenta, en la llamada ‘transición a la democracia’”.83 Pero, más que la restitución de lo literario como vehículo de interpretación de la violencia, la obra de González Rodríguez asume el fenómeno del narco como objeto de significación cultural a costa de eliminar su especificidad política e histórica.

A partir de una correspondencia artificial de significados extraídos del periodismo, expedientes oficiales, el memoir, las estrategias narrativas de la novela policiaca y misreadings de múltiples referentes históricos, económicos, literarios y filosóficos, González Rodríguez se posicionó en el campo literario como uno de los intérpretes culturales de la violencia más relevantes en México. Su visión apela sobre todo a cierto público extranjero lector de la editorial transnacional Anagrama, pero también entra en plena congruencia con los debates sobre seguridad nacional propulsados por las recientes estrategias de gobierno. Su celebridad es explicable en ese sentido por el prestigio simbólico de haber escrito dos de los libros más representativos del cambio de mentalidad oficial sobre el tema de seguridad nacional. En ambos Huesos en el desierto y El hombre sin cabeza se sugieren prácticas culturales supuestamente endémicas de una sociedad contemporánea permisiva (asesinos seriales, violencia de género radical, el auge y predominio del crimen organizado) que, aunque se intersectan tangencialmente con fenómenos políticos y económicos domésticos y globales, implican una amenaza permanente de seguridad nacional para el tejido social cuyo contenido político ha sido borrado por la élite gobernante.

Analicemos por ahora El hombre sin cabeza, pues más adelante me ocuparé de Huesos en el desierto. El catálogo de anécdotas imprecisas que recoge González Rodríguez sólo consigna a los narcotraficantes identificados por el Estado y cuyos nombres vemos repetidos constantemente en los medios de comunicación: “El Chapo” Guzmán, Heriberto Lazcano, el cártel de Sinaloa, Los Zetas, etcétera. Estos referentes coinciden puntualmente con los provistos por el Estado y de hecho repite al pie de la letra la explicación oficial de lo que supuestamente ha ocurrido en México durante la primera década del nuevo siglo: el país ha sido tomado por intrusos familiares, los narcos, y son ellos los responsables de la oleada de violencia que la estrategia del presidente Calderón se propuso confrontar. La estructura narrativa concebida por González Rodríguez produce de este modo lo que en apariencia funciona como una historia intelectual de las decapitaciones y un comentario más o menos de índole periodística. El eje del libro es la violencia relacionada con “la guerra de los traficantes de droga”, fenómeno que, según González Rodríguez, “llegó a su clímax aquí cuando aparecieron restos de cuerpos descuartizados y las decapitaciones”.84 Sin incluir ninguna investigación periodística sobre decapitaciones concretas, el libro se entretiene en los múltiples niveles de significación que inspira el motivo de la decapitación, produciendo una red de explicaciones suplementarias que van desde las prácticas de brujería prehispánica a las historias de “las cruzadas, Ricardo Corazón de León y el sultán Saladino”.85

Deslumbrado por la “compleja” mezcla de referentes del libro, el escritor Bernardo Esquinca anota que perder la cabeza es para González Rodríguez la metáfora inequívoca que indica cómo la sociedad en México “ha extraviado el rumbo en un mundo saturado de estímulos, donde cada vez es más difícil separar la realidad de la ficción”.86 Así, ante la incapacidad de esa separación, la representación del narcotráfico de González Rodríguez requiere más bien suplementar la realidad con un ejercicio de ficción narrativa que produce dos falacias: la primera indica que el narcotráfico opera como una entidad por afuera del Estado y que el gobierno mexicano es su principal enemigo, planteando una contingencia inaplazable para la seguridad nacional; la segunda, que la violencia del narcotráfico, para ser comprendida, requiere de un complejo marco teórico de interpretación cultural que sobrepasa la coyuntura histórica inmediata. Ambas falacias producen un vaciamiento de lo político que imposibilita una crítica a la causalidad histórica del Estado en relación con el narcotráfico.

La ensayística de González Rodríguez está entonces problemáticamente sustentada en una doble paradoja: primero, para intentar desentrañar el fenómeno de la violencia contemporánea se propone lo que inicia como un esfuerzo de historización y documentación que pronto se revela como la suplementación sobreinterpretativa de esos mismos actos de violencia; después, las distintas capas de significado que derivan de esa sobreinterpretación se observan como prácticas culturales transhistóricas que desbordan la coyuntura inmediata del narco en México y que, organizadas como una narrativa de ficción, lo mismo sirven para explicar la invención de la guillotina o la letra Z que “un grupo delincuencial”87 marca en la frente de sus víctimas, así como los excesos de los soldados estadounidenses en las guerras de Vietnam e Irak. La estructura narrativa del ensayo se contradice a sí misma entre un ansia de describir la actualidad del narco y la compulsión de insertarlo en las resonancias de un contexto cultural global.

Es precisamente la despolitización que González Rodríguez efectúa en su análisis de la violencia lo que permite transformar la discontinuidad de la historia en la continuidad de una naturaleza imaginada. Consideremos el siguiente fragmento del libro:

la historia mexicana tiene tres iconos vinculados con la decapitación: los tzomplantli o empalizadas aztecas que sostenían cráneos de víctimas sacrificadas a los dioses con cuchillos de obsidiana; la cabeza mutilada del clérigo Miguel Hidalgo y Costilla que proclama la guerra independentista a principios del ochocientos y fue puesta dentro de una jaula de hierro por la tropa española para escarmiento de los rebeldes; el bandido revolucionario Francisco Villa del siglo pasado, de quien violaron su tumba y cortaron la cabeza pocos años después de muerto. Se rumora que el cráneo forma parte de una colección de la secta universitaria Skull and Bones en Estados Unidos. O continúa enterrada en una montaña mexicana. En todo caso, su recuerdo flota y transcurre de aquí hacia allá en la imaginación de muchos.88

Los sacrificios aztecas, las ejecuciones de los insurgentes de 1810, el asesinato de los revolucionarios de 1910 y las decapitaciones atribuidas al narco son aquí producto de una única pulsión de muerte y destrucción que al parecer se activa como un principio de inmanencia en la historia de México. En este punto, González Rodríguez es el más fiel continuador de la aporía que Octavio Paz articuló al considerar la “doble realidad” del 2 de octubre de 1968, que consiste, según Paz, en “ser un hecho histórico y ser una representación simbólica de nuestra historia subterránea o invisible”.89

En Los límites de la interpretación, Umberto Eco argumenta que uno de los más perniciosos regímenes de interpretación, que él denomina “semiosis hermética”, estructuró el pensamiento occidental desde el medievo para promover un paradigma de la semejanza, es decir, “esa práctica interpretativa del mundo y de los textos basada en la determinación de relaciones de simpatía que vinculan recíprocamente micro y macrocosmos”.90 Según Eco, esta metafísica de las correspondencias continúa activa en el pensamiento moderno en ciertas teorías críticas contemporáneas que inscriben la realidad en un sistema orgánico determinado por la analogía. La ensayística de González Rodríguez recurre a procedimientos narrativos similares en su representación de la violencia. A partir de una saturación de significados análogos, sus reflexiones trabajan sobre interpretaciones de interpretaciones, produciendo cadenas de significados que se distancian de la inmediatez de los referentes hacia símbolos culturales que sólo cobran un sentido remoto bajo el sistema de libre asociación que los reúne en el esquema general de los ensayos.

El caso de González Rodríguez es ciertamente singular en tanto su doble perfil como periodista e intelectual con proyección internacional se sustenta en su capacidad de desbordar los parámetros del periodismo por medio de referentes literarios y filosóficos. Pero es precisamente su singular éxito internacional lo que ha constatado el redituable valor de sus estrategias de representación periodística. Es en ese horizonte de significación que aparecen las crónicas de Diego Enrique Osorno, Anabel Hernández, Marcela Turati y Alejandro Almazán, entre los más visibles. El caso del primero es tal vez el más significativo: en su libro más conocido, El cártel de Sinaloa (2009), Osorno reproduce la consabida historia del narcotráfico en el llamado “triángulo dorado” en la era del prohibicionismo de las primeras décadas del siglo XX, basándose, entre otros, en el trabajo de investigación de Luis Astorga. Cuando escribe sobre el presente del narco en México, sin embargo, Osorno reproduce con fidelidad el relato de Estado relativo a la supuesta crisis de seguridad nacional. En el primer capítulo de su libro aborda la violencia generalizada en la ciudad de Monterrey y escribe:

Hasta ahora, lo que mejor parece explicar la situación desbordada de Monterrey es lo que dicen en corto algunos asesores en materia de seguridad que suelen visitar la residencia oficial de Los Pinos: que dos grupos, el cártel de Sinaloa y el del Golfo, empezaron a disputarse la ciudad a sangre y plomo y que en medio de esa batalla quedaron desde pequeños vendedores de droga hasta políticos que habían sido alcanzados por el tentador manto del narcotráfico.91

Al aceptar la explicación oficial de la violencia, el libro de Osorno sólo puede proceder de dos maneras: ahondando narrativamente en esa supuesta lucha de cárteles y articulando una crítica a la estrategia del Estado para confrontarla. El principal problema es que ambos procedimientos favorecen y legitiman las acciones del Estado ante el narco, justificando su necesidad, pero también su limitado éxito, pues finalmente el poder de los cárteles se imagina siempre superior al del Estado.

Para narrar la supuesta lucha de cárteles, Osorno privilegia las fuentes oficiales que corroboran la pretendida confrontación entre narcotraficantes siguiendo el desarrollo de una lógica narrativa. Un ejemplo significativo ilustra este punto: en 2013 Guillermo Valdés Castellanos, director del CISEN durante cinco de los seis años de la presidencia de Felipe Calderón, publicó el ensayo Historia del narcotráfico en México. En la introducción anota que la escalada de la violencia durante el gobierno de Calderón “ha sido generada y realizada principalmente por las organizaciones criminales que participan en el mercado ilegal de las drogas” y que además “hay suficiente evidencia de eso”.92 Para probarlo, Valdés afirma haber utilizado tanto información oficial como otras fuentes independientes que supuestamente corroboran su investigación. Entre esas fuentes está el reconocido trabajo de sociólogos como Luis Astorga y de periodistas como Terrence Poppa, cuyo análisis Valdés acepta y convalida sobre todo cuando se trata del recuento histórico de la relación entre el Estado priista y el narco de esa época:

La plaza no existe sin la complicidad de las autoridades. No se trata sólo de narcotraficantes corrompiendo a policías y soldados, sino de un esquema de convivencia de un sistema político con el crimen organizado, ideado, avalado y operado por autoridades federales de alto nivel. Aunque en el ámbito local el capo es intocable y una figura pública que no se esconde e incluso puede ser el jefe de los representantes de las agencias estatales y mandar sobre ellos, sabe que frente al gobierno federal es un subordinado y su poder depende de que le mantengan la concesión de la plaza.93

Entre 1990 y 2006, sin embargo, Valdés registra “la desaparición de las barreras políticas de entrada al mercado, por lo que “[e]l mapa del narcotráfico se extendió por más territorios de la amplia geografía nacional”94 permitiendo “un crimen organizado crecientemente fragmentado, y confrontado entre sí, pero extremadamente extendido, poderoso y violento”.95 Esto ocurrió, según su análisis, por tres razones: 1) el crecimiento y diversificación del mercado de consumo en Estados Unidos, 2) la desaparición del “‘consejo de administración’ del narcotráfico que ejercía la Dirección Federal de Seguridad”,96 lo que conllevó 3) la fragmentación de la “federación”, el monopolio de capos originarios de Sinaloa encabezado por Miguel Ángel Félix Gallardo. Es en este contexto, según Valdés, que se producen las numerosas guerras entre cárteles y su abierto desafío al Estado mexicano. La investigación de Valdés, sin embargo, está basada en una circularidad engañosa: aunque cita fuentes académicas y periodísticas externas al CISEN, es importante señalar que las fuentes primarias de esos académicos y periodistas son principalmente oficiales. Valdés atribuye gran parte de su información al trabajo periodístico de Diego Enrique Osorno, pero basta consultar las fuentes de ambos para advertir que la información proviene de agencias del Estado. Al dar cuenta de los primeros roces entre el cártel de Sinaloa y Los Zetas, Valdés anota, por ejemplo, que Osorno “ubicó a tres operadores de la organización de Sinaloa en Tamaulipas que cruzaban droga en el territorio”,97 pero en su libro El cártel de Sinaloa Osorno consigna que esa información proviene del ejército y la PGR. La circularidad de la información tiene un uso político fundamental: convalida la narrativa oficial al atribuirla al reporteo supuestamente independiente de periodistas como Osorno, cuyo trabajo, reducible a la transcripción de informes oficiales, se transforma en un involuntario objeto del poder.

La asimilación del discurso hegemónico en el periodismo es también visible en la elaboración de las genealogías de narcotraficantes que cobran una centralidad en las estructuras narrativas de las crónicas. El ejemplo más significativo aquí es la supuesta biografía de Joaquín “El Chapo” Guzmán. Los trabajos de Anabel Hernández y Alejandro Almazán avanzan la tesis más recurrente en el periodismo narrativo sobre El Chapo. En Los señores del narco, Hernández resume esta tesis así:

La historia sobre cómo se convirtió Joaquín Guzmán Loera en un gran capo, en el rey de la traición y el soborno, en el jefe de los principales comandantes de la Policía Federal […] [El Chapo] se retirará del negocio cuando le dé la gana, no cuando la autoridad quiera o pueda, incluso hay quienes dicen que ya está preparando su despedida.98

Según Hernández, El Chapo fue protegido por las presidencias de Vicente Fox y Felipe Calderón para llevar a cabo su guerra con los cárteles rivales, pero al hacerlo, El Chapo no estaba ya en la posición subordinada en la que históricamente el Estado mexicano mantuvo a los traficantes, sino en una posición de supremacía y liderazgo. A tal grado llegó su poder, “que la AFI comenzó a operar de lleno como el ejército de El Chapo”.99 En un abierto desafío al poder oficial y desplegando una irrefutable supremacía, a la organización del Chapo Hernández le atribuye por ejemplo el avionazo de 2008 en el que murió el entonces secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño. Hernández concluye en que El Chapo y los principales capos de su organización, Ismael “El Mayo” Zambada y Juan José Esparragoza Moreno, “El Azul”, “están sentados en el trono de su imperio. Juntos han formado prácticamente un monopolio del narcotráfico en México y Estados Unidos”.100

En primera instancia, el trabajo de Hernández aparece como un ejercicio de periodismo combativo y crítico del poder oficial, pero su neutralización política ocurre por dos razones esenciales: la primera se debe a su interpretación que categoriza el supuesto poder del Chapo del mismo modo en que lo hacen las fuentes oficiales. Así, Hernández señala a El Chapo como uno de los principales responsables de la violencia del sexenio de Calderón del mismo modo en que lo analiza el exdirector del CISEN. Fue este tipo de análisis que el gobierno de Calderón utilizó para justificar la estrategia de su supuesto combate a las drogas y al mismo tiempo exculpar su fracaso. Valdés despliega esta lógica hasta sus últimas consecuencias:

en 2006, el gobierno de Felipe Calderón se encontró con un problema de seguridad nacional, no de seguridad pública. El síntoma más claro y evidente no era el preocupante incremento del consumo de drogas en México […] Lo crucial era la expansión territorial de las organizaciones y de sus actividades criminales diversificadas, la creciente violencia de los enfrentamientos entre ellas y, sobre todo, la debilidad y el proceso de captura de las instituciones del Estado del área de seguridad y justicia. […] Hubo críticas a la decisión del presidente Calderón de emprender las acciones contra las organizaciones del narcotráfico en las condiciones en que estaban las instituciones. Sin embargo, un presidente no puede política ni legalmente argumentar la inacción del Estado y pedirle a las poblaciones sometidas a la violencia y la inseguridad que se esperen quince o veinte años a que se rehagan las instituciones.101

Como en las páginas más críticas del libro de Anabel Hernández, el exdirector del CISEN no duda en reconocer la vulnerabilidad del Estado e incluso anota que el supuesto empoderamiento del narco “se dio de la mano con una larga historia de corrupción, complicidad e incapacidad de las instituciones estatales para impedir ese fortalecimiento”.102

La segunda razón por la cual el trabajo de Hernández queda políticamente neutralizado es de índole estrictamente periodística. Su falta de rigor en las fuentes de información que utiliza vuelve su investigación simplemente inverificable. Sus más graves acusaciones de corrupción oficial están en su mayoría atribuidas a “fuentes vivas de información” que solicitan del lector un pacto de fe sin sustento periodístico real. El activista y politólogo Andrés Lajous recuerda cómo, en su célebre columna “Plaza Pública”, el periodista Miguel Ángel Granados Chapa comentó en su momento la versión de la fuga de El Chapo del penal de Puente Grande que Anabel Hernández atribuye a lo que el propio capo contó “a sus cercanos, e incluso a negociadores enviados por la Presidencia de la República”. Ante tal vaguedad, Granados Chapa anotó: “Pueden los lectores del libro confiar en lo dicho por la investigadora o no”. Y Lajous completa: “Pese a simpatizar con el argumento, Granados Chapa no se atrevió a tomar como propia la descripción detallada que da Hernández sobre cómo supuestamente salió El Chapo Guzmán del penal de Puente Grande”.103

Son finalmente los hechos recientes los que refutan el trabajo de Anabel Hernández y Osorno: el supuesto imperio del Chapo se colapsó de un modo inesperado y en medio de un contexto político significativo. Luego de un largo periodo con el más afamado prófugo de la justicia internacional, El Chapo fue detenido por segunda vez el 22 de febrero de 2014, tres días después del encuentro en el cual el entonces presidente Barack Obama celebró la política securitaria del presidente Enrique Peña Nieto. Su espectacular fuga el 11 de julio de 2015 mediante ese increíble túnel (que discutiré más adelante en otro ensayo) fue para muchos la confirmación de su inconmensurable poder. Pero su tercera y definitiva captura el 8 de enero de 2016 estuvo enmarcada, como sabemos, por una humillante entrevista con el actor estadounidense Sean Penn y la actriz mexicana Kate del Castillo en la revista Rolling Stone y un inapelable proceso de extradición hacia Estados Unidos.

Del imperio del Chapo sólo quedan las crónicas periodísticas.

3. MENOS PERIODISMO Y MÁS NARRATIVA

Los cronistas con frecuencia privilegian sus recursos narrativos por encima de su rigor periodístico. Sin someterse a una mayor crítica por parte de los medios de comunicación o las editoriales que los publican, los libros de Sergio González Rodríguez, Diego Enrique Osorno y Anabel Hernández han recibido numerosos premios, becas y atención mediática nacional e internacional. Dadas las condiciones epistemológicas en que se estructura el discurso hegemónico sobre el narco, no sorprende que el campo de producción cultural premie las versiones más sintéticas y reiterativas de esa narrativa oficial. A pesar de haberse independizado del gobierno federal, el Premio Nacional de Periodismo ha consistentemente premiado crónicas sobre el narcotráfico y la supuesta emergencia de seguridad nacional que promueve la versión oficial. Uno de los casos más excepcionales en ese respecto es el de Alejandro Almazán, por cuyas crónicas ha recibido tres veces ese premio. Todavía en 2013 recibió el Premio Gabriel García Márquez que otorga la Fundación para el Nuevo Periodismo Latinoamericano (FNPI), que en su constitución destaca precisamente la intersección entre la literatura y el periodismo en alusión al legado del new journalism estadounidense antes comentado. El caso de Almazán es significativo porque es quizá el más extremo: del periodismo narrativo Almazán ha incursionado directamente en la literatura con dos novelas sobre el narco, Entre perros (2009) y El más buscado (2012). Esta última es una biografía imaginada de “El Chalo” Gaitán, cuyo poderío criminal sobrepasa al del Estado hasta fraguar su jubilación, como anunciaba Anabel Hernández sobre El Chapo, fingiendo su propia muerte al final de la novela. No debe sorprendernos que la fabulación de Almazán y el reporteo de Hernández se correspondan puntualmente: el poder del Chapo, por lo menos al nivel que le atribuyen periodistas como Almazán, Hernández y Osorno, puede mejor expresarse en las páginas de una novela. De hecho, es importante notar los cada vez más frecuentes cruces entre figuras literarias y periodísticas como estrategia de validación de ambos discursos. Observemos la publicación de libros de periodismo narrativo prologados por escritores de ficción. Entre los más recientes están: La guerra de los Zetas (2012) de Diego Enrique Osorno, prologado por Juan Villoro; Entre las cenizas. Historias de vida en tiempos de muerte (2012) de Marcela Turati y Daniela Rea, prologado por Cristina Rivera Garza; y finalmente, Narcoleaks. La alianza México-Estados Unidos en la guerra contra el crimen organizado (2013) de Wilbert Torre, prologado por Yuri Herrera. En 2012 una antología compilada por Juan Pablo Meneses dio un nombre elocuente a esta emergente forma de periodismo narrativo. El libro, que reunió textos de Almazán, Osorno, Turati y Rea, lleva por título, con involuntaria ironía, Generación ¡Bang! Los nuevos cronistas del narco mexicano. El volumen se abre con un epígrafe del novelista chileno Roberto Bolaño. Así es comprensible y lógico que Osorno, en su más reciente obra La guerra de los Zetas, describa su trabajo como “periodismo infrarrealista”.104

La celebrada trayectoria de premios, reconocimientos, traducciones y atención mediática que ha recibido la obra de los cronistas del narco se ha complementado con el desmesurado éxito que ha tenido en México la llamada “narcoliteratura” escrita por novelistas como Yuri Herrera, Juan Pablo Villalobos, Élmer Mendoza y Bernardo Fernández BEF. Periodismo y literatura por igual se ofrecen como complementos textuales de una realidad para confirmar la violencia de los supuestos cárteles de la droga y la debilidad y victimización de un Estado al parecer vencido e incluso, para muchos, fallido. El eje en común de estos libros, periodísticos y de ficción, es la exhaustiva ansiedad de significación narrativa que sus autores elaboran para dar cuenta de un fenómeno que debería entenderse primordialmente dentro de parámetros políticos. Con esto me refiero a las posibilidades críticas que emergen al politizar las condiciones históricas de la violencia en espacios de vida precaria en lugares como Ciudad Juárez. Al dejar de lado las mitologías de la violencia que generan gran capital simbólico pero un pobre entendimiento de sus condiciones de posibilidad, acaso la siguiente tarea de nuestra inteligencia crítica radique en el análisis de esa positividad de la vida precaria, en donde la agencia política aguarda paciente el momento de emerger.

He intentado subrayar con la presente intervención la perniciosa influencia del discurso hegemónico de seguridad nacional en las estrategias de representación del periodismo narrativo más reciente que aborda el tema del narcotráfico en México. Pero el principal gesto crítico que me interesa promover no radica sólo en señalar la neutralización política del periodismo narrativo, sino en acusar el hecho de que la imperante agenda de seguridad nacional es apenas el frente discursivo de una relocalización del crimen organizado en el centro del poder político. Como dimensión integral de un nuevo proyecto político nacional, la presidencia de Enrique Peña Nieto no ha hecho sino continuar con mayor efectividad la violenta restitución de la soberanía del poder oficial por encima del narcotráfico que desesperadamente intentó la presidencia de Felipe Calderón. No me refiero al verdadero combate a los supuestos cárteles de la droga, sino a la incorporación de grupos de traficantes a propósitos políticos específicos. Más allá del despotismo corrompido y el enriquecimiento ilícito de políticos, policías y militares, lo que esta agenda ofrece al poder estatal es la ventaja de una vasta economía clandestina esencial en el hemisferio con hondas implicaciones geopolíticas entre México y Estados Unidos primero, y en el resto de América Latina después. Entendida así, la estrategia del Estado es operar un entramado político trasnacional que devuelve al gobierno federal su capacidad de decisión ante un laberinto de intereses que se oculta tras el falso discurso de la seguridad nacional.

Ese laberinto con frecuencia coincide con la más reciente explotación de recursos naturales en las regiones donde se concentra la mayor violencia atribuida a los “cárteles”, como ha demostrado el importante trabajo de periodistas como Ignacio Alvarado, Dawn Paley y Federico Mastrogiovanni. En ese sentido, lo que a mi modo de ver ha intentado la presidencia de Peña Nieto es utilizar el tema del narcotráfico como objeto redituable de una política internacional demarcada por y para los intereses particulares de la clase gobernante mexicana y la rapiña de los conglomerados trasnacionales. Llevar hasta sus últimas consecuencias la crítica puntual de esta estrategia sigue siendo la consigna pendiente del periodismo nacional. Pensar políticamente desde el periodismo puede resultar una operación esencial para hacer visible y criticar el monopolio de la violencia simbólica y real de Estado. El periodismo puede significar el mundo global y las tensiones de representación propias del neoliberalismo, pero no podrá aspirar a una verdadera disidencia política hasta que no se deshaga de la hegemonía del discurso oficial sobre el crimen organizado. La mayoría de nuestros novelistas no está a la altura de ese reto. Nuestro periodismo no puede permitirse el mismo fracaso.

 

 

49. Brian Bow y Arturo Santa-Cruz (eds.), The State and Security in Mexico: Transformation and Crisis in Regional Perspective (Nueva York: Routledge, 2013, p. 7).

50. Ibid., p. 7.

51. Carlos Montemayor, La violencia de Estado en México. Antes y después de 1968 (México: Random House, 2010, p. 179).

52. Julio Scherer y Carlos Monsiváis, Los patriotas. De Tlatelolco a la guerra sucia (México: Aguilar, 2004, p. 11).

53. Ibid., p. 147.

54. Luis Astorga, Seguridad, traficantes y militares. El poder y la sombra (México: Tusquets, 2007, p. 31).

55. Jorge Castañeda, La herencia. Arqueología de la sucesión presidencial en México (México: Alfaguara, 1999, p. 207).

56. Jorge Alejandro Medellín, “El narco es sólo un problema policiaco”, El Universal (25 de julio de 2000), <http://www.eluniversal.com.mx/primera/2394.html>.

57. Astorga, op. cit., p. 36.

58. Fernando Escalante Gonzalbo, “Homicidios 2008-2009. La muerte tiene permiso”, Nexos (3 de enero de 2011), <http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=1943189>.

59. Ibid., El crimen como realidad y representación (México: El Colegio de México, 2012, p. 240).

60. Ibid., p. 240.

61. Estas cifras provienen de Frontera List, el sitio de información sobre narcotráfico y violencia dirigido por la investigadora Molly Molloy: <http://fronteralist.org/category/murder-rate/>.

62. Astorga, op. cit., p. 276.

63. Ricardo Gutiérrez Mouat, “Monsiváis y la crónica de la violencia”, El arte de la ironía. Carlos Monsiváis ante la crítica (eds. Mabel Moraña e Ignacio Sánchez Prado, México: Era, 2007, pp. 235-241, p. 239).

64. Carlos Monsiváis, “Notas sobre la violencia urbana”, Letras Libres (mayo de 1999), pp. 34-39, p. 35.

65. Carlos Monsiváis, Los mil y un velorios. Crónica de la nota roja en México (México: Grijalbo y Proceso, 2013, p. 212).

66. Ibid., pp. 214-215.

67. Ibid., p. 216.

68. Ibid., p. 217.

69. Ibid., p. 219.

70. “El presidente Calderón habló con Denise Mearker [sic]”, Presidencia de la República (6 de septiembre de 2010), <http://calderon.presidencia.gob.mx/2010/09/el-presidente-calderon-hablo-con-denise-mearker/>.

71. Susana Rotker, La invención de la crónica (México: FCE y Fondo Nuevo Periodismo Iberoamericano, 2005, pp. 133-134).

72. Tom Wolfe, El nuevo periodismo (Barcelona: Anagrama, 1977, p. 34).

73. Juan Villoro, Safari accidental (México: Joaquín Mortiz, 2005, p. 14).

74. Fabrizio Mejía Madrid, Salida de emergencia (Barcelona: Random House, 2007, p. 11).

75. Pierre Bourdieu, On the State. Lectures at the Collège de France, 1989-1992 (Cambridge: Polity, 2014, p. 3). [Hay trad. cast.: Sobre el Estado: cursos en el Colegio de Francia, 1989-1992, Barcelona, Anagrama, 2014.]

76. Ibid., p. 4.

77. Mabel Moraña, Bourdieu en la periferia. Capital simbólico y campo cultural en América Latina (Santiago de Chile: Editorial Cuatro Propio, 2014, p. 123).

78. Ibid.

79. Jesús Martín-Barbero, Oficio de cartógrafo. Travesías latinoamericanas de la comunicación en la cultura (México: Fondo de Cultura Económica, 2002, pp. 82-83).

80. Sergio González Rodríguez falleció el 3 de abril de 2017 mientras el presente libro se encontraba en el proceso de edición. Aunque mi análisis discrepa de su interpretación de la violencia atribuida al narcotráfico, quisiera refrendar mi admiración por la obra ensayística y literaria de González Rodríguez, que han tenido un merecido lugar central en las últimas tres décadas de debates intelectuales en México.

81. Ignacio Sánchez Prado, “Sergio González Rodríguez: literatura y pensamiento en la edad de la catástrofe”, Hispanic Review (veano de 2014), pp. 285-306, p. 287.

82. Ibid., p. 290.

83. Ibid., p. 286.

84. Sergio González Rodríguez, El hombre sin cabeza (México: Anagrama, 2009, p. 15).

85. Ibid., p. 71.

86. Bernardo Esquinca, “Mensajeros del lado oscuro”, Letras libres (mayo de 2009), pp. 84-85, p. 84.

87. González Rodríguez, op. cit., p. 22.

88. Ibid., pp. 27-28.

89. Octavio Paz, Postdata (México: Siglo XXI, 1971, p. 114).

90. Umberto Eco, Los límites de la interpretación (trad. Helera Lozano, Barcelona: Lumen, 1992, p. 15).

91. Diego Enrique Osorno, El cártel de Sinaloa. Una historia del uso político del narco (México: Random House Mondadori, 2009, pp. 41-42).

92. Guillermo Valdés Castellanos, Historia del narcotráfico en México (México: Aguilar, 2013, p. 15).

93. Ibid., p. 131.

94. Ibid., p. 222.

95. Ibid., p. 466.

96. Ibid., p. 211.

97. Ibid., p. 305.

98. Anabel Hernández, Los señores del narco (México: Random House Mondadori, 2010, p. 16).

99. Ibid., p. 414.

100. Ibid., p. 583.

101. Valdés, op. cit., pp. 467-468.

102. Ibid., p. 431.

103. Andrés Lajous, “El periodismo que el narco nos dejó”, Nexos (1 de julio de 2013), <http://www.nexos.com.mx/?p=15386>.

104. Diego Enrique Osorno, La guerra de los Zetas (México: Grijalbo, 2012, p. 34). Osorno ha escrito incluso un “Manifiesto del Periodismo Infrarrealista” que puede consultarse, significativamente, en la página de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, una de las principales instituciones periodísticas promotoras de los cronistas mexicanos que escriben sobre el “narco” utilizando estrategias literarias de narración: <http://nuevoscronistasdeindias.fnpi.org/el-manifiesto-del-periodismo-infrarrealista-de-diego-osorno/>.


EL CÁRTEL, NARCOS, SICARIO: EL DISCURSO DE SEGURIDAD NACIONAL EN EL CINE Y LA TELEVISIÓN ESTADOUNIDENSES

Uno de los eventos más sorprendentes en los últimos años relacionados con el narcotráfico en América Latina fue sin duda la fuga de una prisión de alta seguridad de Joaquín “El Chapo” Guzmán, considerado por las autoridades de México como el jefe del “cártel de Sinaloa”. El traficante, como fue ampliamente reportado por la prensa nacional e internacional, escapó de su celda el 11 de julio de 2015 a través de un túnel de un kilómetro y medio de largo y de hasta 30 metros de profundidad que conducía a una casa en construcción. El túnel medía 1.70 metros de altura y 80 centímetros de ancho, lo suficientemente espacioso como para que el traficante lo recorriera sin necesidad de encorvarse. Estaba equipado con iluminación, tanques de oxígeno e incluso una motocicleta montada en rieles para agilizar el desplazamiento. Según la valoración de expertos consultados por un medio de comunicación, la obra debió costar alrededor de cinco millones de pesos (más de 300,000 dólares) y requirió del trabajo de mineros, topógrafos e ingenieros civiles.105

Dos días después de la fuga, el escritor estadounidense Don Winslow presentó en Washington, D.C. su más reciente novela El Cártel (The Cartel). En una entrevista durante la coyuntura de esos días, Winslow atribuyó al Chapo un lugar desmedido en las relaciones de poder en México:

[El Chapo] es un hombre muy inteligente, un sobreviviente, un hombre con miles de millones de dólares a su disposición, un hombre que puede tocar y matar a casi quien sea que quiera matar, mandar matar, y es un hombre que sabe secretos de altos niveles del gobierno mexicano. Hay una razón por la cual no lo extraditaron a los Estados Unidos, principalmente porque puede pagar abogados de alto nivel para impedirlo. […] Pero también porque si fuera extraditado a los Estados Unidos, su única habilidad para negociar sería comenzar a contar esos secretos y esas historias.106

Más adelante en la misma entrevista, Winslow afirma que incluso el autoproclamado Estado Islámico (EI) está adoptando las estrategias de violencia de los cárteles mexicanos de la droga:

[Los cárteles mexicanos] son muy sofisticados. Saben lo que necesitan, no sólo dominar la acción en el territorio, sino también la narrativa para controlar la historia. Creo que el EI está siguiendo a la letra [el] manual de estrategia [de los cárteles mexicanos].107

Unas semanas antes, el 28 de junio, Winslow había publicado en el periódico The Washington Post una “Carta abierta al Congreso y al Presidente” en la que criticaba la actual política antidrogas de Estados Unidos. El novelista señalaba en este texto que la llamada “guerra contra las drogas” —concebida de ese modo durante la presidencia de Richard Nixon (1969-1974)— está destruyendo el tejido social estadounidense con un sistema penitenciario masivo y racista, policías militarizadas y una política exterior disfuncional, todo mientras los consumidores estadounidenses continúan “financiando la matanza” en México. La carta abierta mantiene en general una postura progresista haciendo un llamado a la legalización de la droga. Al referirse a los traficantes mexicanos, sin embargo, Winslow vuelve a enfatizar el supuesto poder de los “cárteles”:

Están ustedes muy preocupados por terroristas a miles de millas de distancia pero no ven a los terroristas al otro lado de nuestra frontera. Los cárteles son más sofisticados y pudientes que los yihadistas y ya tienen una presencia en 230 ciudades de Estados Unidos. Los cárteles estaban usando el manual de operaciones del Estado Islámico —decapitaciones, inmolaciones, videos, redes sociales— desde hace diez años.108

El análisis político de Winslow, desde luego, reaparece en su obra de ficción. Dos de sus libros anteriores a El Cártel lo proyectaron a nivel internacional como un connoisseur sobre el crimen organizado en México: El poder del perro (The Power of the Dog, 2005), que discutiré a fondo en el siguiente ensayo, y Salvajes (Savages, 2010), esta última llevada al cine por Oliver Stone en 2012. En ambas novelas, la capacidad de agencia de los narcotraficantes aparece delimitada por factores geopolíticos en los que el poder estatal —ya sea del ejército y la policía federal de México, la DEA y la CIA estadounidenses— termina por imponerse. Con El Cártel, sin embargo, Winslow propone un tratamiento muy distinto del tema. La novela narra la confrontación entre supuestos “cárteles” que según la versión oficial se agudizó durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012). En el centro de la trama se encuentra Adán Barrera, un poderoso traficante —aparentemente protegido por el gobierno de Calderón— que confronta al “cártel de Juárez” invadiendo esa ciudad fronteriza.109 La guerra genera tal caos que ni siquiera los propios ejecutores entienden la lógica de las brutales matanzas que comienzan a perpetrarse a diario y cada vez con mayor crueldad. Sin embargo, Art Keller, el agente de la DEA protagonista de la novela, está convencido de que los “cárteles” mexicanos han extendido su negocio a varios países del hemisferio y aun de Europa.

La obra de ficción y las intervenciones políticas de Winslow, junto a la de otros escritores de comparable éxito editorial, se han convertido en uno de los principales referentes culturales en Estados Unidos y México en temas de seguridad y crimen organizado. En medio de una oleada de novelas sobre el narcotráfico en la región, la visión de escritores como Winslow es sin duda emblemática también de un discurso hegemónico que imagina al narcotráfico como una permanente emergencia de seguridad nacional que se representa por igual en ficciones narrativas como en el propio análisis de los narradores del fenómeno. Con Art Keller, el vengador agente de la DEA obsesionado con capturar a Adán Barrera, “el más buscado” de los capos de la droga, Winslow reproduce una recurrente percepción sobre el narcotráfico como la causa primaria de una crisis permanente de seguridad nacional. Esta percepción, desde luego, es de reciente invención, pero sus ramificaciones tienen profundas implicaciones en la política antidrogas de México y Estados Unidos y ulteriormente en el imaginario trasnacional que informa a la mayoría de las producciones culturales sobre el narco en ambos países.

Quiero ahora examinar un cierto giro en las producciones culturales globales en torno al tráfico de drogas en tres objetos que irrumpieron en 2015 en el mainstream cultural con un mismo tema central: el narcotráfico desde la perspectiva del discurso securitario estadounidense. Junto a la novela El Cártel de Don Winslow, me refiero a la serie de televisión Narcos (producida por Netflix) y el largometraje Sicario, dirigido por Denis Villeneuve. Las tres narconarrativas son productos culturales protagonizados por agentes estadounidenses que naturalizan el tráfico de drogas como una emergencia de seguridad nacional exterior que amenaza la integridad interior de la sociedad civil norteamericana. Lejos de una simple coincidencia temática, la novela, la película y la serie de televisión deben entenderse como mediaciones de una política de representación del securitarismo en los campos de producción cultural global que reproduce la agenda hegemónica estadounidense en torno al fenómeno del narcotráfico. Al mismo tiempo, me interesa cuestionar la materialidad misma del discurso securitario y la manera en que se retroalimenta de los propios objetos culturales que configura. Con ello, quisiera señalar hacia el final de este ensayo que el securitarismo, al igual que el imaginario cultural que inventa, carece de referentes reales directos y que en cambio sólo aparece sustentado por las mismas estrategias de representación del poder oficial.

En Estados Unidos y Europa, la crisis securitaria se estudia como el resultado del nuevo orden neoliberal que ha transformado radicalmente las estructuras de Estado a nivel global. Académicos prominentes como Wendy Brown y Carlo Galli advierten el securitarismo como el efecto ulterior de una “guerra global” librada en el siglo XXI por agentes no-estatales en un escenario de soberanías diezmadas.110 Por el contrario, propongo comprender el discurso securitario como una peculiar reconfiguración del poder estatal con la reactivación de antagonismos políticos del siglo XX. Me refiero aquí a las relaciones de poder de la política occidental que han sido el legado clave de la Guerra Fría y que, en mi opinión, resultan pertinentes para comprender el narcotráfico por fuera de la problemática condición pospolítica neoliberal que informa mucho del debate académico al respecto. En este sentido, el supuesto debilitamiento del Estado con el advenimiento del neoliberalismo se registra principalmente a un nivel discursivo que invisibiliza las estrategias de control disciplinario por medio de las cuales el Estado se ha relacionado con el crimen organizado a partir de la segunda mitad del siglo XX. Como han también demostrado Luis Astorga y Fernando Escalante Gonzalbo, la emergencia del discurso securitario en la esfera pública es correlativa a la desarticulación de la soberanía estatal producida por el auge del neoliberalismo desde finales de los ochenta. Pero el narcotráfico no es un factor causal del discurso securitario sino un objeto de ese discurso. En otras palabras, lo que comúnmente llamamos “narco” es la invención de una política estatal que responde a intereses geopolíticos específicos.

Con la ayuda estadounidense de 1,600 millones de dólares —distribuidos en los tres años de la “Iniciativa Mérida”— el presidente Calderón movilizó a miles de soldados y policías federales por varias zonas del país con su estrategia antidrogas.111 Como discutí anteriormente, esto arrojó un saldo de 121,683 homicidios y más de 30,000 desapariciones forzadas, según datos oficiales. Entre otros, un reciente estudio estadístico hecho en la Universidad de Harvard demostró que la militarización en ciudades como Juárez guarda una correlación directa con el aumento radical de la violencia.112 Previo a la “guerra contra las drogas” de Calderón, a tenor de estos datos, no existía una emergencia de seguridad nacional en las cifras. Así, el único referente material de la actividad del narco es la oleada de violencia que le atribuye el gobierno federal. Pero si el discurso de seguridad nacional ha mantenido su hegemonía es porque desde la década de 1970 el gobierno federal fue imponiendo todo un vocabulario y una narrativa esencial para designarlo.

Los tres objetos culturales que me interesa comentar recurren a este vocabulario y a esa narrativa como estrategias que por sí solas establecen a priori las relaciones de poder y violencia de los traficantes. Consideremos primero la curiosa transformación de este vocabulario en el campo literario. En una reseña en la revista The New Yorker, Laura Miller nota que la primera novela de Don Winslow, El poder del perro, muestra importantes diferencias con El Cártel. En el poder del perro —publicada en 2005, un año antes de la “guerra” de Calderón— el tráfico de drogas se narra como el resultado directo de asuntos geopolíticos durante la Guerra Fría. La novela propone que lo que ahora entendemos como los “cárteles” mexicanos es el producto de estrategias securitarias de la DFS y la CIA, mientras que la DEA y el Departamento de Estado norteamericanos insistían en su ingenuo combate a las drogas. Tal premisa, escribe Miller, sólo era posible en una época antes de que “las guerras de cárteles alcanzaran proporciones alucinantes”.113

Diez años más tarde, constatamos cómo la alucinada violencia de fines de la década del 2000, asumida como una verdadera crisis de seguridad nacional, ya ha penetrado el proyecto narrativo de Winslow con El Cártel. En la trama, el agente de la DEA Art Keller persigue al capo Adán Barrera en medio de una guerra de cárteles que deja de lado al Estado como un observador más bien reactivo e incluso manipulable. Como explica Miller, mientras que en El poder del perro los cárteles “eran apenas pandillas de traficantes” en la secuela El Cártel ya se han convertido en “pequeños Estados”.114

De ese modo, el traficante que sobrevivía en una plaza designada y administrada por agentes del Estado en El poder del perro, ahora es el líder de “todas las plazas” en El Cártel. Las guerras de cárteles, nos asegura Miller, han escalado hacia “algo extraordinario, a veces monstruoso, un fantasma en la máquina cuyo origen preciso no puede trazarse”.115 No es una simple coincidencia que Miller se refiera al narco prácticamente en los mismos términos que utiliza la académica mexicana Rossana Reguillo, quien ha descrito el tráfico de drogas como una “narcomáquina”.116 Ambas formas de imaginar el narco provienen de la misma plataforma epistemológica oficial que configura la percepción —y no la realidad— de la supuesta amenaza securitaria del narco.

El crítico colombiano Héctor Hoyos propone entender el fenómeno editorial de las llamadas “narconovelas” dentro del modelo teórico de la “literatura mundial”, siguiendo aquí el trabajo académico de Pascale Casanova, Franco Moretti y David Damrosch, entre otros. Según explica Hoyos, este tipo de novela “representa un orden mundial posterior a 1989 cada vez más multipolar e interconectado” que puede llevar a comprender la influencia cultural del neoliberalismo en la región a través de las representaciones del crimen organizado en países como Colombia y México.117 Similarmente, muchos de los estudios más influyentes desde las ciencias sociales y el periodismo entienden el narco como un fenómeno global y transnacional. Desde el fundamental libro académico The Politics of Heroin: CIA Complicity in the Global Drug Trade (2003) de Alfred McCoy, hasta el celebrado ensayo CeroCeroCero (2013) de Roberto Saviano, el comercio de la droga ha sido estudiado siguiendo la supuesta emergencia de seguridad nacional articulada oficialmente desde Estados Unidos, Europa y Latinoamérica tras el fin de la Guerra Fría. En este contexto, el éxito internacional de novelas como La reina del sur (2002) de Arturo Pérez-Reverte, El ruido de las cosas al caer (2011) de Juan Gabriel Vásquez y, desde luego, El Cártel de Don Winslow, no ha hecho sino acentuar el imaginario que supone a las organizaciones de traficantes como una amenaza que rebasa las fronteras geopolíticas y todo intento policial y militar por contenerlo. De hecho, como el mismo Hoyos cita en su libro siguiendo las ideas de Rebecca Walkowitz, la mayoría de las narconovelas “nacen ya traducidas”, pero esto implica también, en mi opinión, que son escritas con la predisposición a constatar la misma imaginación global sobre el narco. Es de ese modo realmente que la mayoría de narconovelas comerciales, estudios académicos y periodismo de investigación sobre el fenómeno se integran orgánicamente en el mismo modelo de “literatura mundial”.

Igual transformación puede localizarse con la aparición de la serie Narcos, producida por la compañía estadounidense Netflix. Como se sabe, Narcos está basada en El patrón del mal, la telenovela colombiana que Caracol TV puso al aire en 2012. En esta última, Escobar hace un lento ascenso en el mundo criminal de Medellín durante los 113 capítulos que duró la serie. El capo descubre los límites de su agencia criminal aprendiendo en la economía clandestina de traficantes marginales, estafadores y ladrones. Con menos paciencia, la serie estadounidense reduce la primera parte de la historia de Pablo Escobar a diez capítulos en la primera de dos temporadas programadas sobre su vida, la cual termina con la fuga del capo de la cárcel que él mismo mandó construir como parte del acuerdo de rendición con el gobierno colombiano.

Narcos se enfoca en el poder de corrupción y sometimiento que en su momento supuestamente detentó el grupo de traficantes liderado por Pablo Escobar. Lo vemos intimidar y asesinar a comandantes del ejército y miembros de la guerrilla por igual. Sin embargo, como en el caso mexicano, el imaginario cultural discrepa de las dinámicas de poder reales documentadas por expertos en el tema. En su libro Systems of Violence: The Political Economy of War and Peace in Colombia, por ejemplo, el politólogo Nazih Richani muestra cómo el ejército colombiano ha mantenido históricamente que los traficantes “no constituyen una amenaza al orden social como sí es el caso de los grupos guerrilleros”.118 Lejos de la imparable corrupción de los malignos traficantes, Richani muestra cómo el ejército ha operado tradicionalmente con una “complaciente cultura política que acepta el contrabando y el lavado de dinero como el estado normal de las cosas”.119 Todavía más importante, Richani explica que el ejército “tuvo en la ascendente narcoburguesía aliados sociales que podían fortalecer las tareas de contrainsurgencia con sus vastas capacidades financieras”.120

Por otra parte, aunque la serie ha sido descalificada por su ambigua mitificación de los traficantes, me interesa destacar un acierto, acaso involuntario, que permite considerar críticamente el fenómeno securitario. Narcos señala claramente que el auge de la violencia resultó de la abierta confrontación entre el Estado y Escobar, cuando la élite gobernante, atendiendo las recomendaciones de agentes estadounidenses de la DEA, optó por rechazar la incursión de Escobar como congresista y declararlo en cambio enemigo público. Gran parte de la trama se desarrolla siguiendo el trabajo de inteligencia del agente de la DEA Steve Murphy, quien junto con el apoyo de la embajadora de Estados Unidos en Colombia, se reúne metódicamente con figuras como el candidato presidencial Luis Carlos Galán, asesinado supuestamente por órdenes de Escobar, y con su sucesor, el presidente César Gaviria, a quien terminan por convencer de la necesidad de confrontar al “cártel de Medellín” y amenazarlo con la posibilidad de la extradición a los Estados Unidos. En otras palabras, Narcos sugiere que la supuesta crisis de seguridad nacional es el producto autoinducido por una violenta política securitaria impulsada por la hegemonía estadounidense en el gobierno de Colombia que no consideró alternativas políticas a la de un agresivo militarismo. Al mismo tiempo, la serie imagina al propio Escobar celebrando al “cártel de Medellín” cuando en realidad, como discutí en la introducción, la noción de “cártel” fue acuñada por la DEA para atribuir a los traficantes colombianos una mayor capacidad de organización que la históricamente mostrada. Como se sabe, el grupo de Escobar se hacía llamar públicamente “Los extraditables”, por el temor a las prisiones estadounidenses. La palabra “cártel”, desde la década de 1980, fue parte de la política antidroga de Estados Unidos en Latinoamérica, pero no fue articulada ni utilizada por los grupos de traficantes.

La película Sicario, dirigida por Denis Villeneuve, completa la consolidación del imaginario securitario en las producciones culturales estadounidenses más recientes. La cinta narra una operación encubierta de la CIA que desde la frontera sur de Estados Unidos se propone desarticular al mayor “cártel” de traficantes mexicanos cuyos tentáculos ya han alcanzado varias ciudades norteamericanas. Como en la novela El Cártel y en la serie Narcos, los traficantes latinoamericanos aparecen no sólo como los únicos responsables de la producción y la distribución de la droga entre Colombia y México, sino del tráfico y el menudeo en numerosas ciudades estadounidenses, borrando la historia doméstica del crimen organizado en ese país. La autocomplacencia que imagina las fronteras de Estados Unidos frágiles y vulnerables funciona por igual en todos estos productos culturales en consecuencia con el extraordinario poder criminal, imaginado, de los “cárteles”.

Pero, como con la serie Narcos, Sicario tiene un lado crítico inesperado. La protagonista de la película, la agente del FBI Kate Macer (Emily Blunt), se une inicialmente a un operativo coordinado por Matt Graver (Josh Brolin), primero identificado como agente del Departamento de Estado, para detener a un narcotraficante responsable de la muerte de varios agentes del FBI. Hacia el final de la película se presenta un giro inesperado: Graver explica a Macer que el operativo ha sido en realidad organizado por la CIA para permitir que un siniestro agente colombiano conocido sólo por su primer nombre, Alejandro (Benicio del Toro), asesinara al jefe del cártel que años atrás mató a su esposa e hija. Pero hay todavía un objetivo mayor que el ajuste de cuentas: según el agente de la CIA, la verdadera misión no es interrumpir el tráfico de drogas sino volver a someterlo a la hegemonía estadounidense, como según Graver se hizo en un pasado reciente, posiblemente en referencia al rol que la DEA y la CIA tuvieron en el combate al “cártel de Medellín”. Junto con las otras narconarrativas, Sicario manifiesta así el ansia de control geopolítico que estructura la lógica del securitarismo en tanto proyecto de Estado. La causalidad original de la película es entonces revertida, y la trama implica que la pérdida de la hegemonía estadounidense sobre el narco en Latinoamérica fue la condición de posibilidad original para que organizaciones de traficantes alcanzaran la frontera norte. Menos interesado en el combate al tráfico de drogas que en sus propios miedos hemisféricos, el gobierno estadounidense se muestra en la película decidido a recobrar su control político-militar sobre la región al igual que en otras campañas del pasado, sobre todo durante los múltiples conflictos globales de la Guerra Fría.

Más allá de la fantasía de estas representaciones, los tres objetos culturales que he discutido aquí finalmente revelan un aspecto constitutivo del discurso securitario: la carencia de un referente directo que lo sustente. No existe una materialidad histórica debajo de la representación textual que supone mostrar lo real del narco. Después de esa superficie discursiva solamente se encuentran textos que circularmente remiten a otros textos generando la ilusión de una exterioridad poblada por narcos, sicarios y cárteles que nunca aparece directamente. En un modo esencial, esa imaginación securitaria se construye sobre formas de conocimiento que se acercan al fenómeno de manera independiente y discontinua, pero con un origen compartido en el Estado mexicano y el estadounidense. La más relevante de estas formas se localiza sin duda en el trabajo periodístico de reporteros en México y Estados Unidos que utilizan sobre todo documentos oficiales y que repiten la misma narrativa que inventa la crisis de seguridad. A esto se agregan entrevistas con voceros gubernamentales y agentes federales y el testimonio de presuntos narcos que ofrecen declaraciones en procesos judiciales igualmente mediadas por vectores políticos.

Además del periodismo, el discurso securitario se retroalimenta de los mismos objetos culturales que configura: novelas, películas y música que han cobrado temporalmente una posición adelantada en el campo de producción cultural en México y Estados Unidos. Este discurso, finalmente, constituye nuestra percepción actual del narco como amenaza global. Al asumir que la soberanía del Estado se encuentra en crisis permanente, las oleadas de migrantes, los refugiados políticos, los flujos volátiles de capital trasnacional y un derrotado sentido de nacionalismo se destacan como la realidad del siglo XXI.

Pero lo que llamamos “narco” no puede entenderse sin esas estrategias geopolíticas activas en el hemisferio desde la Guerra Fría que no han hecho sino radicalizarse en la era del neoliberalismo global. Como un efecto deliberado de una gubernamentalidad particular, siguiendo aquí la noción propuesta por Michel Foucault en su seminario Seguridad, territorio, población (1977-1978),121 en la base del securitarismo se encuentra aún una forma de soberanía más cercana al decisionismo de Estado de Carl Schmitt que al cuerpo del Leviatán de Thomas Hobbes. Bajo la imaginación securitaria, Pablo Escobar y “El Chapo” Guzmán continuarán estimulando nuestras producciones culturales. Seguiremos fascinados por sus vidas mitológicas hasta que la idea de la seguridad nacional y la narrativa general de nuestro presente neoliberal sea desafiada por una imaginación crítica que relocalice la historia del narcotráfico en el centro del poder del Estado, como uno más de los múltiples y complejos intereses y objetivos de sus estructuras y programas de gobierno, en la intimidad de la más básica lógica política.

 

 

105. El Debate, “¿Cómo hicieron el túnel por donde escapó El Chapo?” El Debate (17 de julio de 2015), <http://www.debate.com.mx/mexico/Como-hicieron-el-tunel-por-donde-escapo-El-Chapo-20150717-0119.html>.

106. NPR, “‘Cartel’ Author Spins A Grand Tale of Mexico’s Drug Wars”, National Public Radio (15 de julio de 2015), <http://www.npr.org/2015/07/15/423203008/cartel-author-spins-an-grand-tale-of-mexicos-drug-wars>.

107. Ibid.

108. Don Winslow, “An Open Letter to the Congress and the President”, The Washington Post (28 de junio de 2015, B8).

109. La acusación de que el gobierno de Felipe Calderón favoreció a la organización de Joaquín “El Chapo” Guzmán fue documentada en un reportaje de la National Public Radio estadounidense. El reportaje comprobó que los traficantes vinculados al Chapo eran detenidos en números significativamente menores que los de cualquier otra organización criminal. Véase John Burnett, Marisa Peñaloza y Robert Benincasa, “Mexico Seems to Favor Sinaloa Cartel in Drug War”, National Public Radio (19 de mayo de 2010), <http://www.npr.org/2010/05/19/126906809/mexico-seems-to-favor-sinaloa-cartel-in-drug-war>.

110. Véase Carlo Galli, Political Spaces and Global War (trad. Elisabeth Fay, Mineápolis: University of Minneapolis Press, 2010) y Wendy Brown, Walled States, Waning Sovereignty (Nueva York: Zone Books, 2010). [Hay trad. cast.: Estados amurallados, soberanía en declive, Barcelona, Herder, 2015.]

111. Para una discusión más completa sobre la Iniciativa Mérida, véase Brian Bow, “Beyond Mérida? The Evolution of the U.S. Response to Mexico’s Security Crisis”, en State and Security in Mexico: Transformation and Crisis in Regional Perspective (eds. Brian Bow y Arturo Santa-Cruz, Nueva York: Routledge, 2013, pp. 77-98).

112. Valeria Espinosa y Donald B. Rubin, “Did the Military Interventions in the Mexican Drug War Increase the Violence?”, The American Statistician, 69.1 (2015), pp. 17-27.

113. Laura Miller, “The System”, The New Yorker (6 y 13 de julio de 2015, pp. 84-87, p. 85). En el siguiente ensayo desarrollo un análisis completo de la novela El poder del perro: <http://www.newyorker.com/magazine/2015/07/06/the-system-books-laura-miller>.

114. Ibid., p. 84.

115. Ibid., p. 87.

116. Rossana Reguillo, “The Narco-Machine and the Work of Violence: Notes Toward its Decodification”, E-misférica 8.2 (2011), <http://hemisphericinstitute.org/hemi/en/e-misferica-82/reguillo>.

117. Héctor Hoyos, Beyond Bolaño: The Global Latin American Novel (Nueva York: Columbia University Press 2015, p. 126).

118. Nazih Richani, Systems of Violence: The Political Economy of War and Peace in Colombia (Albany, NY: State University of New York Press, 2013, p. 52).

119. Ibid., p. 53.

120. Ibid., p. 53.

121. Michel Foucault, Security, Territory, Population. Lectures at the College of France. 1977-1978 (Nueva York: Picador, 2007, pp. 261, 266). [Hay trad. cast.: Seguridad, territorio, población: curso del Collège de France (1977-1978), Madrid, Akal, 2008.]


 

 

 

2LOS CÁRTELES NO EXISTEN(PERO LA VIOLENCIA DE ESTADO SÍ)

LAS RAZONES DE ESTADO SOBRE EL TRÁFICO DE DROGAS: SOBERANÍA Y BIOPOLÍTICA EN LA NARCONARRATIVA MEXICANA CONTEMPORÁNEA

Como no puede exagerarse, recordémoslo una vez más: la insólita violencia atribuida al narcotráfico durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012) dejó en México un monstruoso saldo de 121,683 asesinatos y más 30,000 desaparecidos. La convulsión de esos años ha sido interpretada principalmente como el producto de un Estado fallido rebasado por el crimen organizado. Esta visión, diseminada por igual desde el periodismo y la academia, encuentra su punto ciego al pasar por alto las transformaciones recientes del Estado mexicano, su especificidad histórica. Su principal limitación radica en la imposibilidad de determinar el sentido de lo político del narco en México, es decir, siguiendo al politólogo y jurista alemán Carl Schmitt, la distinción entre el amigo y el enemigo en la administración y disciplina del mercado de las drogas.

En lo que sigue propongo una digresión histórica para reconsiderar la centralidad del Estado mexicano y su régimen policial como la condición de posibilidad del narcotráfico, desde la emergencia de los llamados “cárteles” en la década de 1970 hasta la supuesta guerra contra el narco ordenada por el gobierno del presidente Calderón. Mi intención es identificar tres periodos históricos de las razones de Estado en torno al narco y discutir la manera en que han sido representados en tres novelas escritas durante dichos periodos: Contrabando (fechada en 1991, pero publicada en 2008) de Víctor Hugo Rascón Banda (1948-2008), 2666 (2004) de Roberto Bolaño (1953-2003) y Entre perros (2009) de Alejandro Almazán (1971). Al elucidar la especificidad política de sus estrategias de representación del poder soberano, señalaré cómo estas novelas, en tanto artefactos culturales, producen intervenciones literarias que permiten visualizar la política del Estado mexicano en torno al mercado de la droga. De este modo, la historia de las transformaciones en la razón de Estado sobre el narco será paralelamente la historia de las transformaciones en las estrategias literarias de representación del narco. En última instancia, me interesa también subrayar el impasse que neutraliza el potencial crítico de la mayoría de las narconarrativas publicadas recientemente y las agendas que las estudian, debido a una generalizada despolitización que insiste en reflexionar el fenómeno del narcotráfico en términos de una democracia disfuncional o de un Estado en apariencia fallido. Esto me llevará a concluir, con Michel Foucault, que la suspensión de la legalidad y su consecuente violencia implican ante todo la presencia absoluta, ordenada y eficaz del Estado. Dicho de otro modo: después de más de 121,000 homicidios y más de 30,000 desapariciones forzadas —acaso el más agresivo programa de biopolítica en la historia moderna mexicana—, lejos de ser fallido, el Estado mexicano ha prevalecido.

En el análisis de las transformaciones de la soberanía del Estado mexicano y su relación con el narco, es necesario recordar, con el sociólogo Luis Astorga, que el tráfico de drogas en México se desarrolló bajo el control disciplinario absoluto del sistema político y policial del país. Para desarrollar las implicaciones de este importante señalamiento, propongo discutir tres importantes momentos históricos de la relación entre el narco y el Estado: 1) el poder soberano del Estado del PRI que disciplinó al narco entre las décadas de 1970 y 1990; 2) el vacío de poder generado por la presidencia de Vicente Fox del Partido Acción Nacional (PAN), de 2000 a 2006, cuando el poder soberano del Estado fue desafiado por ciertas gubernaturas y sus policías estatales y municipales con la consolidación del neoliberalismo; y 3) la estrategia concebida por el gobierno de Calderón entre 2006 y 2012 como una “guerra” contra el narcotráfico que tuvo como objetivo real, en mi opinión, recobrar la soberanía del Estado sobre el narco a través de lo que Foucault denomina como el “golpe de Estado”. Este concepto, contrario a su acepción contemporánea, no significa aquí el derrocamiento del soberano sino la acción directa y absoluta del Estado para preservar su integridad. Ambas nociones —Estado y soberanía— han sido relegadas por décadas bajo la égida de los estudios culturales y sólo han reaparecido en el horizonte de los debates de las últimas dos décadas con la relectura de los trabajos seminales de Carl Schmitt y Michel Foucault, así como a través de las teorizaciones sobre el concepto del estado de excepción y la biopolítica, en particular con el trabajo de los italianos Giorgio Agamben y Roberto Esposito. Subestimar el poder del Estado conlleva un borramiento de las estrategias disciplinarias con las que el PRI mantuvo al narcotráfico bajo su política interna durante décadas de presidencias consecutivas. Como se verá, aún después del radical debilitamiento del Estado que produjo la caída del PRI en el 2000, advierto que los efectos de esa extraordinaria política condicionaron también la supuesta “guerra” contra las drogas ordenada por el presidente Calderón y sin duda operaron en los intentos del presidente Enrique Peña Nieto por recrear parte del Estado policial concebido por el viejo PRI.122

1. LA OPERACIÓN CÓNDOR Y EL NACIMIENTO DE LOS “CÁRTELES” DE LA DROGA

En la primera parte de su novela El poder del perro (The Power of the Dog, 2005), el escritor estadounidense Don Winslow narra lo que él considera como el “pecado original” de la política de Estado sobre el narcotráfico. Se trata, como mencioné en la introducción del presente libro, de la “Operación Cóndor”, el operativo binacional por medio del cual los gobiernos de México y Estados Unidos destruyeron entre 1975 y 1978 los plantíos de droga en el llamado “triángulo dorado”, la región montañosa ubicada entre los estados de Sinaloa, Chihuahua y Durango, donde se registraron desde finales del siglo XIX y principios del XX algunas de las primeras organizaciones de traficantes en México. El protagonista de la novela, Art Keller, es un agente de la DEA que participa en la Operación Cóndor y que en el transcurso de la siguiente década comprende que los narcotraficantes mexicanos, liderados por Miguel Ángel Barrera, un oscuro expolicía sinaloense, aprovecharán ese operativo militar para forzar un relevo generacional desmembrando la organización de Pedro Avilés, el primer traficante que transportó droga por vías aéreas. Con los jefes de la vieja guardia asesinados o en prisión, Barrera y otros jóvenes traficantes transforman el negocio en una “federación” en distintos puntos del país, pero con base en la ciudad de Guadalajara. Esta ficción, basada casi en su totalidad en hechos reales, dramatiza la manera en que la noción misma de “cártel” ocupará gradualmente un lugar central en el léxico que el Estado mexicano desarrollará para referirse al tráfico de drogas sobre todo a partir de la década de 1980.123 La novela de Winslow consigue de ese modo condensar la historia moderna del narcotráfico dentro de la red geopolítica internacional, que lo convierte en una dimensión más del poder oficial.

Resumo ese libro para discutir el imaginario cultural del narco en México porque en nuestro país simplemente no existe una novela con los alcances críticos de El poder del perro. Por el contrario, el tipo de narrativa que predomina en México en torno a este fenómeno opera dentro de parámetros de representación en los cuales el papel central que el Estado tuvo y sigue teniendo en la evolución del narco, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, aparece subestimado en el mejor de los casos o, con mayor frecuencia, ha sido totalmente borrado. El caso de la literatura no es aislado. De hecho, el objeto discursivo que académicos como José Manuel Valenzuela, Juan Carlos Ramírez-Pimienta, Rossana Reguillo y Gabriela Polit estudian como “narcocultura” emana de un paradigma de representación a priori configurado y diseminado desde el poder del Estado. Este paradigma sobrevalora la relevancia de los incorrectamente llamados “cárteles de la droga” para deslindar a las instituciones oficiales de esa actividad criminal, y a lo largo de décadas ha adquirido densidad histórica por medio de una práctica discursiva que ha cobrado una inercia propia.

La narrativa oficial permea varios campos de conocimiento sobre el narco, como el periodismo, la academia y ciertas producciones culturales. En una ponencia leída en 1997, Luis Astorga ya señalaba que los imaginarios culturales sobre el narco son “en su mayor parte el resultado de un proceso de construcción e imposición de sentido cuyo monopolio ha sido detentado por el Estado”.124 De hecho, el discurso del narco articulado desde el Estado domina actualmente el campo de producción cultural —como discutí en la primera sección de este libro— salvo en contadas excepciones a las que me referiré después. Y aunque esta mitología influía principalmente en corridos y películas de bajo presupuesto en las décadas de 1970 y 1980, ahora también opera en el campo literario, sobre todo en los últimos diez años, con una proliferación de narconovelas que reproduce la lógica discursiva por medio de la cual se han borrado las relaciones de poder que subordinan al narco ante el poder oficial.

Volviendo atrás, no obstante, recordemos que, hasta la Operación Cóndor, lo que ahora nombramos con la imprecisa noción del “narco” constituía en realidad una dispersa y discontinua red de criminalidad, principalmente en regiones del norte, sometida por los poderes oficiales locales. La curiosa aparición de esos rudimentarios traficantes trasladaba a una dimensión de precariedad y atraso socio-económico las dinámicas del alto crimen organizado que en los Estados Unidos de la prohibición ya había dado la leyenda de Al Capone en Chicago. Lejos del glamur de los bootleggers, Astorga anota que a los contrabandistas sinaloenses de mediados del siglo XX, por ejemplo, se les concedía el dudoso mérito de haber transformado Culiacán en “un nuevo Chicago con gángsteres de huarache”.125

Con la Operación Cóndor, sin embargo, el gobierno de México llevó a cabo la más grande movilización militar y policial antidrogas del siglo XX en el país que transformó radicalmente nuestra manera de imaginar el narco. Las cifras varían pero, según Astorga, participaron diez mil soldados al mando del general José Hernández Toledo, veterano de la masacre de estudiantes de Tlatelolco de 1968.126 El historiador Froylán Enciso registra cinco mil soldados y 350 agentes de la PGR, además de cuarenta aeronaves utilizadas en combinación con telecomunicaciones, fotografías aéreas, helicópteros y entrenamiento proporcionados por Estados Unidos.127 El periodista estadounidense Dan Baum anota que, sin ninguna resistencia, el gobierno mexicano aceptó rociar los plantíos de droga en Sinaloa con 2-4-D, un defoliador similar al agente naranja. Por su propia cuenta, el gobierno de México decidió también recurrir al paraquat, un herbicida producido en Inglaterra que en varios países ha sido utilizado para cometer suicidio y asesinatos, pero que en Sinaloa se aplicaría a la mariguana. Y aunque la presidencia de Jimmy Carter fue responsabilizada por alrededor de quinientas toneladas de mariguana contaminadas que se introdujeron en el mercado de drogas estadounidense, Baum recuerda que Peter Bourne, consejero de la política antidrogas de Carter, testificó en el Congreso de ese país que él personalmente intentó disuadir sin éxito al Procurador General de la República en México para que desistiera del uso del paraquat.128

Ignorando este grado de complejidad, con frecuencia se reduce la política mexicana antidrogas de dos maneras: o es entendida como una mera relación de subordinación ante la hegemonía de Estados Unidos, o bien es interpretada como el resultado de una ineficaz contingencia política ante la amenaza del crimen organizado. Estas visiones pasan por alto que, hasta mediados de la década de 1990, el PRI administró con eficacia una red de soberanía que le permitió articular un juego geopolítico en el cual el narcotráfico fue objeto de la más rigurosa disciplina de los mecanismos policiales de Estado y su soberanía. Entiendo aquí el concepto de soberanía, con Carl Schmitt, como la facultad del Estado “para decidir [su curso de acción] en torno a [una situación] de excepción”.129 El estado de excepción implica para Schmitt conflictos políticos o económicos que requieren medidas extraordinarias y que, como en el caso mexicano, suscita acciones concretas que en poco o nada reflejan el marco de legalidad. De este modo, es necesario comprender que, aunque la política antidrogas en México está profundamente condicionada por su contraparte estadounidense, esa aparente subordinación por sí sola no explica los mecanismos disciplinarios que esos países accionan en relación con el narco.

Notemos, por ejemplo, cómo la administración Nixon concibió su guerra antidrogas principalmente como una estrategia doméstica para intimidar y desarticular los movimientos de derechos civiles y la izquierda estudiantil jipi en las universidades de la costa oeste, una política que sólo afectó a México posteriormente y de modo indirecto. “Las drogas”, explica Dan Baum, “eran lo único que parecían tener en común los jóvenes, los pobres y los negros”130 en los Estados Unidos de los años 70.131 El periodista Ioan Grillo anota que el gobierno mexicano, paralelamente, pero por decisión propia, utilizó la Operación Cóndor para atacar a los grupos de izquierda radical durante la llamada “guerra sucia” que quedaron al alcance del ejército, por ejemplo, en las sierras de Sinaloa y Chihuahua.132 De este modo, el Estado mexicano activó a través de la Operación Cóndor lo que podríamos considerar como un brutal pero efectivo programa de biopolítica, con precedentes en las labores de inteligencia del ejército y la Dirección Federal de Seguridad (DFS) desde el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). En la presidencia de Luis Echeverría (1970-1976) tuvo los más dramáticos efectos: primero, con la Operación Cóndor se produjo el éxodo masivo de campesinos hacia las principales ciudades de Sinaloa, en particular a Culiacán. Como teoriza Judith Butler, el cuerpo de los desplazados de todo conflicto armado, a la vez expulsado y contenido, lejos de ser abandonado por la fuerza del Estado, aparece más bien como el cuerpo “saturado de poder precisamente en el momento en que es desposeído de ciudadanía”.133 Después, simultáneo a ese éxodo campesino, la inteligencia militar y policial mexicana permitió la reubicación de los principales jefes del narcotráfico para conformar la llamada “federación” del narco con base en Guadalajara, como dramatiza la novela El poder del perro.

El periodista Ed Vulliamy explica que la Operación Cóndor y la subsecuente “guerra contra las drogas” son en gran medida los factores que “sentaron las bases para los cárteles modernos” de la droga, permitiendo al Estado la administración y disciplina del narco en todo el país por medio del ejército y la policía federal.134 Así es, como señala el periodista Charles Bowden, que surge una “industria nacional de la droga”.135 Atendiendo aquí las ideas de Roberto Esposito, resulta crucial comprender este hito histórico como el proceso por medio del cual el Estado mexicano inmunizó a su sociedad del fenómeno del narco, subordinándolo al poder político. Esto se dio al igual que, en su momento, la élite civil del PRI consiguió someter al poder militar durante la segunda mitad del siglo XX, inmunizando a la sociedad de los efectos finales de la revolución.

Finalmente, la más duradera consecuencia de la Operación Cóndor es en mi opinión la matriz discursiva que la “dictadura perfecta” del PRI (según la llamó célebremente Mario Vargas Llosa) articuló para enunciar esta nueva configuración del narco, matriz que hasta hoy en día es la base epistemológica de un fenómeno cuyos laberintos de poder en su mayoría desconocemos pero que con frecuencia imaginamos de formas desbordadas. La principal función de esta matriz es naturalizar la idea de que el narco se constituye por fuera del Estado, lo que de facto convierte a las organizaciones de traficantes en entidades enemigas simbólicamente localizadas en las fronteras externas de la sociedad civil. A lo largo de las décadas, la influencia del Estado en la administración del comercio de la droga ha construido un significante vacío con la noción de “narco”, visible en la perniciosa red del poder hegemónico y en la mayoría de los estudios que convalidan la supuesta ubicuidad de su descentramiento. Así lo explica el sociólogo Fernando Escalante Gonzalbo:

El lenguaje que hemos aprendido todos para hablar del tráfico de drogas es de una claridad engañosa. Todos hablamos del cártel, la plaza, la ruta, el lugarteniente, los sicarios, y nos hacemos la ilusión de que entendemos. Y es un relato tan simple, tan atractivo desde un punto de vista narrativo, que termina por ser irresistible: ¿mataron a un alcalde? Fue el crimen organizado, que se pelea por la plaza. ¿Mataron a un candidato a gobernador? Fue el crimen organizado, que se pelea por la plaza. ¿Un atentado contra el ejército, contra la policía federal? El crimen organizado, peleando por la plaza. ¿Fue en una fiesta, en un centro de rehabilitación, en una brecha en la sierra de Durango, en la Montaña de Guerrero? El crimen organizado, la plaza. ¿Ciudad Juárez, Apatzingán, Teloloapan, Tantoyuca, Huejutla, Zacualpan de Amilpas? El crimen organizado, la plaza. ¿Cien muertos, mil, 10 mil, 20 mil, 40 mil? El crimen organizado, la ruta, la plaza.136

La resonancia de este imaginario oficial reproducido por la mayoría de los medios de comunicación nacionales e internacionales es también la plataforma de significado de la mayoría de las producciones culturales sobre el narcotráfico, y en particular de lo que ahora se conoce como “narcoliteratura”, que retomaré al final de esta sección.

2. NARRATIVAS CONTRAHEGEMÓNICAS Y LA CRÍTICA DEL ESTADO

Desarticulando la matriz discursiva oficial, la novela Contrabando de Víctor Hugo Rascón Banda propone visualizar el poder del narco en el interior del poder del Estado. Narrada en primera persona, la trama ofrece las impresiones que Rascón Banda recoge en un viaje a su natal Santa Rosa, un pueblo en las profundidades de la Sierra Madre Occidental de Chihuahua, rodeado de rancherías y plantíos de droga. Desde su llegada, la presencia del Estado se manifiesta cuando agentes de la policía federal asesinan a quemarropa a dos jóvenes desarmados que huían por los andenes del aeropuerto de Chihuahua. Un grupo de mujeres confronta a los agentes que auscultan uno de los cadáveres:

Asesinos, gritó una mujer embarazada a los hombres que apuntando con sus armas se acercaron a revisar el cuerpo, sacándole sus documentos, su billetera, sus cigarros, su agenda, su pasaporte, su boleto. Asesinos, les gritó una anciana de bastón. Eran narcos, respondió uno de los hombres, que volteó y la miró con furia. Eso no les quita a ustedes lo de asesinos, le dijo una joven. Asesinos, asesinos, gritaron otras mujeres. En todos los rostros había indignación. Asesinos. Asesinos. Asesinos.137

Este intercambio es clave para comprender la dimensión política de la novela: Rascón Banda anota correctamente que los únicos que llaman “narcos” a los jóvenes asesinados son los policías. Por otro lado, las mujeres, ante la cobardía generalizada de los hombres, que como el personaje de Rascón Banda optan por guardar silencio, encaran a los agentes y denuncian su crimen: son asesinos. Ellas no pasan por alto que han presenciado una ejecución extrajudicial. Desde su inicio, la novela señala sin ambigüedad un crimen perpetrado por policías en contra de dos jóvenes. Nada más.

La violencia de Estado, de hecho, se reproduce durante todo el viaje de Rascón Banda. Pero no se trata de “cárteles” que asedian la sierra sino de agentes federales y soldados del ejército que mantienen controles para toda actividad vinculada al narco. En uno de los episodios más reveladores, una familia entera es masacrada por un contingente de la Policía Judicial Federal que justifica el crimen y la ocupación de la hacienda familiar, el rancho de Yepachi, denunciando a las víctimas como un clan de narcotraficantes. Damiana Caraveo, la única sobreviviente de la masacre, narra cómo después de pedir ayuda a agentes de la Policía Judicial Estatal conocidos de su familia, al llegar a la hacienda son también asesinados por los federales. Damiana es después obligada a posar en una rueda de prensa con un rifle de alto poder mientras es fotografiada por los periodistas. El encabezado de la nota publicada al día siguiente resume las dinámicas disciplinarias del Estado policial:

Golpe al narcotráfico; 24 muertos y 9 heridos. Enfrentamiento entre narcos y la Policía Judicial Federal. Masacre en el rancho de Yepachi, nido de narcos. Judiciales federales contra judiciales del Estado: ganaron los federales. Capturaron a Damiana Caraveo, cabecilla de una banda de narcos.138

Contra las versiones oficiales, Rascón Banda y los habitantes de Santa Rosa padecen los efectos de las brutales incursiones del ejército y la policía federal que reprimen constantemente a la población civil. Cuando Rascón Banda y su padre son atacados a tiros por soldados en un retén militar, su madre explica las posibles causas: “tienes una mirada extraña y una pinta que te perjudica […] miras como narco o como judicial, que para el caso es lo mismo. Y además vistes como ellos”.139

A pesar de haber obtenido en 1991 el premio Juan Rulfo, Contrabando permaneció inédita hasta 2008, publicada póstumamente tras la muerte de Rascón Banda ese mismo año. Fernando García Ramírez lee Contrabando desde el contexto inmediato de su publicación y afirma que la novela “nos sirve para comprender por qué la ‘guerra’ contra los cárteles emprendida por el gobierno es una guerra perdida”.140 Rechazando este anacronismo, propongo recontextualizar la novela como un evidente producto de su época, mostrando una imagen del estado de excepción que prevaleció durante las décadas de 1970 y 1980, cuando en México la delincuencia organizada, como explica Edgardo Buscaglia, “era gestionada por el Estado mexicano” asignando mercados, bienes y servicios ilícitos a cada grupo criminal que trabajaba bajo el control oficial.141 En la sociedad de Contrabando, la disciplina del Estado se activa principalmente en los sectores rurales del país, al igual que la “guerra sucia” contra los grupos guerrilleros de izquierda radical en las décadas de 1960 y 1970. Y si como advierte García Ramírez, a principios de los noventa “nadie quería ver […] lo que estaba sucediendo”142 esto se debió en parte a que el narcotráfico no había sido representado en la literatura como un agente independiente del poder del Estado, según lo describen actualmente los discursos oficiales y la imaginación popular, como analizaré hacia el final de este ensayo.

Tras la adopción del neoliberalismo como guía de las nuevas estructuras de gobierno en las presidencias de Miguel de la Madrid (1982-1988) y Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), el proceso de gradual desmantelamiento del Estado policial llegó a su punto máximo con la derrota del PRI en la elección presidencial de 2000. Con ello se produjo la fragmentación del poder político, que en la presidencia de Vicente Fox (2000-2006) tuvo como resultado “la inexistencia de una política de seguridad de Estado” que, según Astorga, permitió “un mayor grado de autonomía de policías, militares y traficantes respecto del poder político”.143 Esta reconfiguración del poder es uno de los principales temas que la crítica ha pasado por alto en la novela 2666 de Roberto Bolaño.

2666 puede leerse como la representación de la crisis de la soberanía que se vivió en México durante los primeros años del Estado panista. En ese sentido y contra el juego de temporalidades sugeridas por su título, la novela también es el reflejo de su época, en particular con su representación del norte de México en “La parte de los crímenes”. Esa sección, la más abundante del libro, se estructura alrededor de los dos fenómenos de violencia sistémica más importantes de la frontera: los cientos de asesinatos de mujeres que comenzaron a reportarse en Ciudad Juárez (Santa Teresa en la novela) desde 1993 —el último año de la presidencia de Salinas de Gortari— y el narcotráfico. El feminicidio se revela aquí como el efecto extremo de la biopolítica ejercida por el Estado neoliberal que transforma colectivamente la vida de miles de mujeres obreras en plantas maquiladoras. Confinadas a barrios marginales construidos alrededor de los parques industriales, la vida de las obreras se regula con precisión para maximizar su productividad con extenuantes horarios de trabajo nocturnos y con la amenaza de ser despedidas si se embarazan. Sin la protección de un Estado de derecho que sólo interviene a favor del capital, la vulnerabilidad de las mujeres se materializa trágicamente cuando sus cuerpos excluidos de la sociedad normativa son objetos de la impunidad. Retomando la noción de inmunidad propuesta por Esposito, las obreras son separadas de la comunidad hacia los márgenes como un acto de asepsia del tejido social. Como aquellos que han sido abandonados por el estado de excepción, según explica Agamben, aunque las mujeres tampoco están en apariencia dentro del campo de acción del marco jurídico, sí son afectadas en cambio por la lógica de inmunidad creada por los poderes locales. Quedan entonces “expuestas y amenazadas en el umbral en el cual la vida y la ley, el afuera y el adentro, se vuelven indistinguibles”.144 En otras palabras, los cuerpos de las mujeres asesinadas, aun ante la indiferencia del Estado, o precisamente debido a esta indiferencia que los condena a ese espacio de indistinción, están saturados del poder del Estado. Son, exactamente, la forma más concreta de materialización de ese mismo poder.

Del otro lado de la inmunidad, el narcotráfico en 2666 sugiere una red local de complicidades oficiales y extraoficiales que en Santa Teresa regula el flujo de drogas sin la intervención de fuerzas federales. Un ejemplo de ello es el episodio en que Pedro Negrete, jefe de la policía de Santa Teresa, contrata al joven Lalo Cura para trabajar como “hombre de confianza” de su “compadre” Pedro Rengifo, un prominente empresario local.145 Cuando Lalo Cura salva la vida de la esposa de Rengifo durante un atentado perpetrado por dos sicarios, entre ellos un policía estatal, Negrete decide convertir a Lalo en detective, pero es hasta mucho después que Lalo comprende: “¿Así que Pedro Rengifo es narcotraficante?, dijo Lalo Cura. Así es, dijo Epifanio. Si me lo hubieran dicho no lo habría creído, dijo Lalo Cura”.146 Rengifo, además de empresario, es también un narcotraficante. Esta íntima relación entre policías locales, empresarios y narcos es aludida más adelante cuando otro policía comenta con Lalo Cura el asesinato de la reportera de radio Isabel Urrea, cuya agenda personal revela en la investigación del crimen ciertos aspectos del orden político local:

Encontré los teléfonos de tres narcos. Uno de ellos era Pedro Rengifo. También encontré los números de varios judiciales, entre ellos un jefazo de Hermosillo. ¿Qué hacían esos teléfonos en la agenda de una simple locutora? ¿Los había entrevistado, los había llevado a la radio? ¿Era amiga de ellos? ¿Y si no era amiga quién le había proporcionado esos teléfonos? Misterio.147

Como hemos visto, la sutil diferencia entre Contrabando y 2666 radica en la ausencia del Estado federal en las dinámicas regionales del narco, donde los soldados y los agentes federales son reemplazados por policías estatales y municipales con nuevos pactos políticos que producen a su vez nuevas formas de biopolítica.

3. EL IMPASSE CRÍTICO DE LA NARCOLITERATURA

Tras la sospecha de fraude en las elecciones presidenciales de 2006, algunos analistas sugirieron que la guerra contra el narco declarada por Calderón, que implicó el despliegue de decenas de miles de soldados y policías federales, fue concebida únicamente como un intento mediático para legitimar su autoridad. Pero, como explica Luis Astorga, esta tesis resulta insuficiente porque pasa por alto “que la necesidad de poner orden era (es) real y urgente”148 para la razón de Estado, que buscaba recuperar la soberanía fragmentada entre los múltiples territorios policiales semiautónomos que surgieron en estados como Chihuahua, Nuevo León, Tamaulipas y Sinaloa. Es posible visualizar la acción concertada del Estado contra enemigos específicos al advertir, como explica Fernando Escalante Gonzalbo, que antes de la militarización del país la tasa de asesinatos a nivel nacional había mostrado un decidido descenso. A partir de 2008, con la intervención del ejército y la policía federal, la tasa de asesinatos en varias zonas del país se incrementó en hasta un mil por ciento. Un estudio del Centro de Análisis de Políticas Públicas muestra que la mayoría de esas víctimas eran hombres de entre 20 y 40 años de edad, de clase baja y con una educación mínima, mientras que el perfil de los presuntos sicarios detenidos por las autoridades sólo difiere en que en promedio eran cinco años más jóvenes.149

Por su parte, un estudio del Programa de Política de Drogas del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) mostró que el índice de “letalidad perfecta” creció dramáticamente durante la supuesta “guerra contra el narco” ordenada por Calderón. Entre 2007 y 2011, según el estudio, el 86.1% de los civiles asesinados que presuntamente confrontaron a las fuerzas federales fueron abatidos con “letalidad perfecta”, es decir, en ataques donde sólo se registraron muertos, pero ningún herido. Todo esto sin investigaciones ministeriales que demuestren que los civiles asesinados tenían algún vínculo con el “crimen organizado”. La Marina tiene el mayor índice de letalidad: 17.3 muertos por cada civil herido. Le sigue el Ejército mexicano con 9.1 muertos por herido y después la Policía Federal con 2.6 muertos por herido. Los investigadores del CIDE señalan además que la violencia aumenta un 6% con cada combate y durante un periodo de tres meses. Y todavía más grave: de los 3,327 enfrentamientos documentados, un 84% fueron provocados por agentes del Estado. Sólo el 7% fueron agresiones directas contra las fuerzas armadas federales. Alejandro Madrazo, investigador del CIDE, interpreta los datos sin ambigüedad: “Los altos niveles de letalidad y letalidad perfecta son un indicio muy fuerte de que estamos ante ejecuciones extrajudiciales o ante el uso desmedido de la fuerza pública”.150

Contrario a un Estado fallido, lo que revela esta información es tal vez el programa de biopolítica más ordenado e impactante en la historia reciente de México y que se puso en marcha en el contexto de la peor crisis armada desde la Revolución mexicana. La estrategia del Estado muestra una correlación directamente proporcional entre la violencia y la presencia de las fuerzas federales en las zonas de mayor conflicto. La recurrente tipología de las víctimas y sus supuestos victimarios sugiere que el objetivo de esta “guerra” se enfocó principalmente en la parte operativa del narcomenudeo en los barrios pobres de las ciudades sitiadas, y no en los sectores financieros y empresariales que hacen posible la circulación transnacional de las ganancias del narco. No se explica nunca cómo es que las autoridades en estados como Chihuahua, donde se resuelve menos del 2% de los crímenes,151 hayan tenido la capacidad para determinar correctamente la culpabilidad de los más de 15,000 presuntos narcos asesinados cuando la mayoría de los cadáveres ni siquiera fueron identificados y terminaron desechados en fosas comunes.152

Es en este punto que mi análisis difiere radicalmente de buena parte del análisis intelectual hecho dentro y fuera de México. Me refiero a los trabajos antes citados de Gareth Williams, Sergio González Rodríguez, Rossana Reguillo, Herman Herlinghaus y Gabriela Polit, entre otros. La despolitización que impide distinguir al amigo del enemigo en la “guerra contra el narco” es producto de una política discursiva que articula una mitología del narcotráfico como un agente ubicuo y adaptable que puede materializarse en todos los ámbitos de la sociedad, llevando incluso a agudos investigadores como Williams a titular su capítulo dedicado al narco como “Absolute Hostility and Ubiquitous Enmity” (“hostilidad absoluta” y “enemistad ubicua”). Estos acercamientos ejemplifican estrategias de análisis que, como en el caso de los estudios culturales más frecuentes, se estructuran de manera orgánica a la lógica constitutiva del neoliberalismo: la idea de una sociedad donde el descentramiento del poder del Estado ha producido una red de vectores múltiples y aleatorios en la cual la distinción de lo político está siempre en un estado de dispersión en el mundo global. Esta discusión, que ha sido explorada con mayor agudeza en el trabajo de Carlo Galli, supone que el concepto de lo político propuesto por Schmitt “está agotado”153 precisamente porque la división espacial entre lo externo y lo interno de la separación entre amigo y enemigo ha sido rebasada por nuevas categorías políticas que descentran y minimizan la acción del Estado y las condiciones mismas de lo político, ahora dispersas en la lógica de la globalización. Asimilada en la mayoría de los estudios sobre el narco, esta crítica despliega de modo problemático la superficialidad de un saber recibido que imagina a un narco omnipresente, a la vez local y global, reificado como sujeto y objeto de toda manifestación de la violencia. Esta conceptualización del narco se corresponde así con las dinámicas de la economía global reconfigurando la experiencia de la violencia en un modelo rizomático que abandona la hegemonía del Estado para suponer una discontinua horizontalidad de experiencias de la violencia que anulan la claridad de lo político.

Advierto, sin embargo, que la lógica de la globalización asumida por los estudios culturales y por conceptualizaciones de lo político como la imposibilidad de un Estado soberano, resultan insuficientes para comprender la presencia del Estado en México como la condición misma de posibilidad del narco. Al retomar el concepto de lo político como la distinción esencial entre el amigo y el enemigo, Carl Schmitt define las causas de una guerra civil como el antagonismo interno que debilita al Estado y en el que “los agrupamientos de amigo y enemigo domésticos, y no extranjeros, son decisivos para un conflicto armado”.154 Este punto es crucial porque, a pesar de los alcances globales que se atribuyen a los supuestos “cárteles” de la droga, el narco en México ha sido y sigue siendo un fenómeno esencialmente doméstico. Para analizarlo, resulta necesario reconsiderar el pensamiento político de Schmitt ante la vaguedad conceptual que abdica su potencial crítico al suponer al narcotráfico como una inasible hostilidad ubicua. A diferencia del modo en que el Estado en Colombia confrontó la amenaza real del narco, el Estado mexicano mantuvo a las organizaciones criminales bajo una rigurosa subordinación hasta mediados de la década de 1990, del modo en que lo inscriben los violentos episodios de Contrabando. Integrado a nuevas lógicas de poder locales, como propone la trama fronteriza de 2666, el narco operó durante esos gobiernos bajo las motivaciones políticas de la clase política y empresarial, junto con las corporaciones policiacas, con el objetivo en común de construir fueros semiautónomos e independientes del poder federal central. La estrategia militar de Calderón intentó después imponer la misma dinámica de subordinación que articuló la hegemonía del PRI, ahora contra los nuevos enemigos del Estado: los poderes estatales que desafiaron al reducido Estado panista legado por Vicente Fox. Y, como argumenté antes, esa misma forma de lo político cobró una mayor centralidad en la presidencia de Peña Nieto. Pasar por alto esta profunda politización doméstica del tráfico de drogas en las últimas dos décadas es simplemente no comprender la esencia actual del fenómeno en México.

Como discutí desde el primer ensayo, el éxito comercial de numerosas novelas que independientemente de su nivel de realismo promueven la narrativa oficial de la lucha de cárteles y la celebridad global de capos como Joaquín “El Chapo” Guzmán se debe en gran medida a la imposibilidad de pensar políticamente el fenómeno. Me detengo para efectos de mi argumento en una sola de ellas: Entre perros, de Alejandro Almazán. Es la historia de tres amigos de infancia sobrevivientes a la violencia del narco que se reencuentran como adultos años después en Culiacán. Uno de ellos se ha vuelto periodista en la capital y decide volver a Sinaloa para hacer un reportaje sobre un cadáver que aparece colgado de un puente. El periodista descubrirá que sus dos amigos son ahora agentes productores de la violencia local: uno es empresario del box y el otro trabaja como sicario. Más adelante, en la novela se explica cómo el presidente de la República hace un pacto con el cártel de Sinaloa para enfrentar al cártel del Golfo y su banda de asesinos conocidos como los “Emes”, que, en la delgada sutileza de este roman à clef, se corresponden con los sanguinarios Zetas, los renegados exmilitares que según análisis de inteligencia del ejército y reportajes periodísticos controlan virtualmente la totalidad del estado fronterizo de Tamaulipas. En medio de esa guerra de cárteles, el protagonista descubre que todos en Culiacán son de algún modo facilitadores del narco, que todos, en cierta medida, trabajan para el cártel.

La académica Gabriela Polit analiza la novela a unos meses de su publicación y en un artículo académico registra su estremecimiento con un encabezado que lee en la revista sinaloense Ríodoce: “Los Zetas rompen el cerco”, y al pie de la foto de un hombre colgado de un puente, se explica: “Entran a Culiacán y combaten al cártel de Sinaloa: PGR”. Para la investigadora, la coincidencia entre la ficción y el periodismo sólo podía entenderse de dos maneras: “la noticia repetía ese desborde de crueldad que caracteriza a la novela de Almazán”; “O, lo que es peor, mostraba que la novela es una imitación de esa realidad cruel”.155 A Polit y a Almazán “la realidad” —la supuesta lucha de cárteles que según el presidente Calderón produjo los altos índices de violencia nacional— les parece una materialidad incuestionable. Pero si la supuesta realidad del narco termina pareciéndose a la ficción, se debe a que se trata de un constructo narrativo articulado principalmente desde el Estado. Polit no repara en el hecho de que la información sobre la supuesta entrada de los Zetas a Sinaloa había sido divulgada exclusivamente por la Procuraduría General de la República (PGR) y que la práctica de colgar cadáveres de un puente es casi un lugar común desde que se inició la “guerra” contra el narco. Ambas, la supuesta realidad a la que alude Polit y la novela de Almazán que la representa, están atravesadas por esa misma lógica discursiva por medio de la cual el Estado se distancia de los cárteles de la droga, posicionándolos por fuera de sus estructuras de poder y reduciéndolos a la función de un enemigo externo que amenaza a la sociedad civil y a su gobierno.

Esta correspondencia exacta entre el discurso literario y el periodístico puede entenderse, siguiendo a Alain Badiou, como una reiteración ideológica de lo real. Como en los teatrales juicios sumarios que Stalin utilizó para condenar a muerte a los disidentes del régimen, se activa lo que Badiou denomina “pasión por lo real”,156 es decir, la necesidad de insistir en un sistema de ficción discursiva que permita señalar constantemente la materialidad de lo real que es sólo perceptible desde lo simbólico. Tanto los acusadores como sus víctimas comprendían que la purga humana que ordenaba Stalin era un mise en scène, pero los fines ideológicos justificaban la necesidad de los falsos juicios. Toda manifestación de la violencia, bajo este imperativo de corroborar lo supuestamente real del narco que ha sido enunciado desde el Estado, se ordena en la preestablecida matriz discursiva oficial. Lo simbólico del narco siempre emerge igual a sí mismo en el periodismo, la investigación académica y el conjunto de producciones culturales que lo alude. Desde luego, como señala Jacques Rancière, “lo real debe ficcionalizarse para poder ser pensado”,157 pero ese ficcionalizar se construye a partir de una red de significados que se establece a priori en un archivo constituido por vectores discursivos de poder.

Entre perros cumple aquí la más básica función narrativa que aparece de modo similar en novelas como Trabajos del reino (2004), de Yuri Herrera, o Fiesta en la madriguera (2010), de Juan Pablo Villalobos, ficciones limitadas por la imposibilidad de comprender la naturaleza política de la narcoguerra, incapaces de identificar a los enemigos del Estado. Mientras que novelas como Contrabando y 2666 distinguen correctamente el sentido político del narco, las narconovelas más recientes renuncian a su potencial crítico al reproducir el discurso oficial que se deslinda de su responsabilidad, atribuyendo la violencia sin precedentes a imaginarios cárteles de la droga que aun en las ciudades más militarizadas consiguen siempre superar a las fuerzas del Estado. Vuelvo a Carl Schmitt a modo de conclusión:

Palabras como Estado, república, sociedad, clase, al igual que soberanía, Estado constitucional, absolutismo, dictadura, planeación económica, Estado neutral o total, etcétera, son incomprensibles si uno no sabe exactamente quién será afectado, combatido, o negado por dichos términos.158

Determinar correctamente la identidad del enemigo es el resultado de una estrategia de representación que produce un saber crítico en torno al narcotráfico y que claramente visualiza las partes confrontadas en ese antagonismo. Al revisar las estrategias de representación que practican las novelas aquí mencionadas como artefactos culturales de sus respectivas épocas, advierto que las ficciones del narco en la literatura contemporánea están dominadas por un imaginario oficial que permanece cómodamente invisible y a salvo de cualquier proyecto crítico. Una de nuestras consignas permanentes para superar ese impasse es aceptar que determinar la materialidad de lo político es una agenda que no puede abandonarse bajo retóricas conceptuales de la llamada globalización, tan descentradas e improductivas como el modelo mundial que imaginan. Más allá del vocabulario teórico vigente, la identidad específica de los enemigos del Estado deberá asumirse como esa agenda cuyo objetivo esencial será nombrar, como pedía Schmitt, quiénes entre nosotros serán combatidos y quiénes y bajo qué razón de Estado prevalecerán.

 

 

122. El gobierno de Peña Nieto dio marcha atrás al descentramiento del poder presidencial y del gobierno federal que escindió las estructuras de Estado durante las presidencias de Fox y Calderón. Dos de los más significativos cambios en este sentido fueron: 1) la reconcentración del poder policial en la Secretaría de Gobernación con la creación de una “gendarmería nacional” que funciona como policía única y que cuenta con 10,000 elementos; y 2) la política exterior que obligó en su momento a agencias estadounidenses como la DEA y la CIA a utilizar un único canal de comunicación con el gobierno federal —la misma Secretaría de Gobernación— impidiendo que mandos del ejército o la policía federal mantuvieran intercambios directos con sus contrapartes estadounidenses, como ocurría durante las presidencias del PAN de Fox y Calderón. Véase Randal C. Archibold, Damien Cave y Ginger Thompson, “Mexico’s President Limits U.S. Role in Fighting Drug Trade”, The New York Times (30 de abril de 2013), <http://www.nytimes.com/2013/05/01/world/americas/friction-between-us-and-mexico-threatens-efforts-on-drugs.html?pagewanted=all&_r=0>.

123. Winslow sintetiza décadas de la historia del narco en el hemisferio y combina personajes reales como Pedro Avilés y otros ficticios, como el caso de Barrera, basado en el narcotraficante Miguel Ángel Félix Gallardo, conocido como “El jefe de jefes”, título, por cierto, de un celebrado corrido compuesto por la banda norteña Los Tigres del Norte.

124. Luis Astorga, “Los corridos de traficantes de drogas en México y Colombia”, manuscrito leído en el congreso de la Latin American Studies Association (LASA), en Guadalajara, México (17-19 de abril de 1997), p. 2.

125. Luis Astorga, El siglo de las drogas (México: Espasa, 1996, p. 89).

126. Ibid., pp. 121-122.

127. Citado en Diego Enrique Osorno, El cártel de Sinaloa. Una historia del uso político del narco (México: Grijalbo, 2009, p. 161).

128. Dan Baum, Smoke and Mirrors. The War on Drugs and the Politics of Failure (Nueva York: Back Bay Books, 1996, pp. 107-108).

129. Carl Schmitt, Political Theology (1934, trad. George Schwab, Chicago: University of Chicago Press, 2005, p. 5). [Hay trad. cast.: Teología política, Valencia, Trotta, 2009.]

130. Baum, op. cit., p. 21.

131. Michelle Alexander argumenta que la “guerra” contra las drogas instituida en Estados Unidos es una continuación de las políticas raciales de principios del siglo XX y que crea un sistema de castas que designa a priori a la población afroamericana como un sector criminal de la sociedad con el objetivo de neutralizar su agencia política e imposibilitar su ascenso en la escala social. Véase Michelle Alexander, The New Jim Crow. Mass Incarceration in the Age of Colorblindness (Nueva York: The New Press, 2012, pp. 2-3).

132. Ioan Grillo, El Narco. Inside Mexico’s Criminal Insurgency (Nueva York: Bloomsbury Press, 2011, p. 51). Es en este punto que lo ocurrido con la Operación Cóndor en México se intersecta con las múltiples acciones militares y paramilitares de espionaje, represión y contrainsurgencia que se llevaron a cabo durante las décadas de 1960, 1970 y 1980 con mayor visibilidad en Chile, Argentina y Uruguay, con la asesoría del gobierno de Estados Unidos. Aunque esas acciones se conocen también como Operación Cóndor, en México se centraron principalmente en el narcotráfico para luego extenderse en la llamada “guerra sucia” contra los grupos de izquierda radical entre finales de 1960 y principios de los 70. Véase J. Patrice McSherry, Los Estados depredadores: la Operación Cóndor y la guerra encubierta en América Latina (trad. Raúl Molina Mejía, Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2009). [Hay trad. cast.: El narco: en el corazón de la insurgencia criminal mexicana, Barcelona, Urano, 2012.]

133. Judith Butler y Gayatri Chakravorty Spivak, Who Sings the Nation-State? (Nueva York: Seagull Books, 2010, p. 40).

134. Ed Vulliamy, Amexica. War Along the Borderline (Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2010, p. 23). [Hay trad. cast.: Améxica: guerra en la frontera, Barcelona, Tusquets, 2012.]

135. Charles Bowden, Down by the River. Drugs, Money, Murder, and Family (Nueva York: Simon & Schuster, 2004, p. 136).

136. Fernando Escalante Gonzalbo, “Homicidios 2008-2009. La muerte tiene permiso”, Nexos (3 de enero de 2011), <http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=1943189>.

137. Víctor Hugo Rascón Banda, Contrabando (México: Mondadori, 2008, p. 9).

138. Ibid., p. 21.

139. Ibid., p. 209.

140. Fernando García Ramírez, “Literatura contra el horror”, Letras Libres (mayo de 2011), pp. 84-85, p. 80.

141. Leopoldo Mendívil, “Buscaglia y el narco mexicano”, Crónica.com.mx. (11 de febrero de 2013), <http://www.cronica.com.mx/notas/2011/602201.html>.

142. García Ramírez, op. cit., p. 84.

143. Astorga, Seguridad, traficantes y militares, op. cit., p. 51.

144. Giorgio Agamben, Homo Sacer: Sovereign Power and Bare Life (trad. Daniel Heller-Roazen, Stanford: Stanford University Press, 1998, p. 28). [Hay trad. cast.: Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-Textos, 2006.]

145. Roberto Bolaño, 2666 (Barcelona: Anagrama, 2004, p. 481).

146. Ibid., p. 591.

147. Ibid., p. 580.

148. Luis Astorga, Seguridad, traficantes y militares (México: Tusquets, 2007, p. 306).

149. Leticia Ramírez de Alba, “Indicadores de víctimas visibles e invisibles de homicidio”, Centro de Análisis de Políticas Públicas (noviembre de 2012).

150. Manuel Hernández Borbolla, “Guerra contra el narco ‘perfeccionó’ letalidad de fuerzas armadas”, Huffington Post (1 de febrero de 2017), <http://www.huffingtonpost.com.mx/2017/02/01/guerra-contra-el-narco-de-calderon-perfecciono-letalidad-de-fu/>.

151. Marcela Turati, “Los muertos de Calderón: asesino y asesinado, rostros en un espejo”, Proceso (30 de diciembre de 2012, pp. 16-19).

152. Gustavo Castillo y corresponsales, “A la fosa común, 97% de los cuerpos no identificados en la guerra antinarco de Calderón”, La Jornada (2 de enero de 2013), <http://www.jornada.unam.mx/2013/01/02/politica/002n1pol>.

153. Carlo Galli, Political Spaces and Global War (trad. Elisabeth Fay, Mineápolis: University of Minneapolis Press, 2010) y Wendy Brown, Walled States, Waning Sovereignty (Nueva York: Zone Books, 2010, p. 182).

154. Carl Schmitt, The Concept of the Political (1932, trad. George Schwab. Chicago: University of Chicago Press, 1996, p. 32). [Hay trad. cast.: El concepto de lo político: texto de 1932 con un prólogo y tres corolarios, Madrid, Alianza Editorial, 2014.]

155. Gabriela Polit, “La persuasiva escritura del crimen: literatura y narcotráfico”, Nuevos hispanismos: para una crítica del lenguaje dominante (ed. Julio Ortega, Madrid y Fráncfort: Iberoamericana, 2012, pp. 337-351, p. 347).

156. Alain Badiou, The Century (Malden, MA: Polity Press, 2007, p. 52).

157. Jacques Rancière, The Politics of Aesthetics (trad. Gabriel Rochill, Londres y Nueva York: Continuum, 2004, p. 38). [Hay trad. cast.: Sobre políticas estéticas, Barcelona, Servei de Publicacions de la Universitat Autònoma de Barcelona, 2005.]

158. Schmitt, op. cit., pp. 30-31.


LA RECAPTURA DEL CHAPO Y LA CONQUISTA MEDIÁTICA DEL ESTADO

En una de las tantas escenas legendarias de El Padrino III, Vince Corleone (interpretado por Andy García) se encuentra con Don Luchessi, uno de los oscuros gánsteres que acechan a su tío Michael Corleone (Al Pacino) en la última parte de la célebre trilogía de Francis Ford Coppola. Cuando Vince admite no entender de política y finanzas, Don Luchessi emplea una metáfora elocuente para educar a un hombre impulsivo y visceral que sólo sabe de violencia: “Tú entiendes de armas. Las finanzas son un arma. La política es saber cuándo apretar el gatillo”.

Convendría recordar esas líneas para enmarcar la recaptura final y la extradición de Joaquín “El Chapo” Guzmán. En medio de la supuesta “guerra” por la plaza fronteriza de Ciudad Juárez, El Chapo fue el jefe del “mayor cártel del mundo”,159 el de Sinaloa, que según la revista Fortune estuvo todavía en 2014 entre las cinco principales organizaciones criminales del planeta, junto a las mafias de Rusia, Italia y Japón, con un ingreso anual de tres mil millones de dólares, a tenor de los cálculos de la inteligencia estadounidense.160 En mayo de 2017, ya con Guzmán extraditado en Estados Unidos, el titular de la Procuraduría General de la República (PGR) en México, Raúl Cervantes, declaró en una entrevista televisiva, aparentemente desconcertado: “Nos hemos dado cuenta de que [El Chapo] no usaba el sistema financiero, porque no hemos encontrado activos; ni ellos han podido encontrar un dólar”. Luego afirma: “No hay cárteles dominando territorios”.161 ¿Cómo explicar la insalvable aporía entre el discurso oficial que aseguraba la inmensidad del poder económico y político de Guzmán y la realidad de su pobreza e insignificancia una vez preso?

El Chapo cayó preso por tercera y última vez después de fugarse en dos ocasiones de penales de máxima seguridad. Aunque se ha pensado la caída del capo en términos políticos y policiales, los análisis más atendidos han reiterado la absurda mitología que contradictoriamente convierte al Chapo en el mayor criminal de la historia del narcotráfico global aun después de ser humillado y exhibido por el Estado mexicano con su tercera captura. A esto se sumó el ya clásico artículo publicado el 9 de enero de 2016 —un día después de la detención del Chapo— por el actor estadounidense Sean Penn en la revista Rolling Stone sobre el encuentro que él y la actriz mexicana Kate del Castillo sostuvieron con el traficante en Sinaloa el 2 de octubre de 2015.162 El texto de Penn fue menospreciado y condenado por varios narradores, periodistas y académicos como un riesgoso ejercicio de egocentrismo y una oportunidad periodística supuestamente desperdiciada. Contra esas opiniones, quiero discutir la captura del Chapo y la crónica de su entrevista con Sean Penn y Kate del Castillo como eventos significativos que permiten un acercamiento inusual a la realidad del narcotráfico y que plantean ciertas interrogantes sobre el operativo mismo de captura y el papel que la revista Rolling Stone tuvo en este incidente. Más allá de la superficial lectura que se ha hecho de ambos episodios, considero la detención del traficante y su encuentro con los actores como singulares avistamientos de lo real del crimen organizado en México.

Consideremos la secuencia temporal en la que ocurrieron. El gobierno de Peña Nieto no sólo admitió haber monitoreado el viaje clandestino de los actores, sino que, según información confiable a la que tuve acceso en esos días, el gobierno federal también habría sabido con antelación la fecha precisa de la publicación de “El Chapo habla”, el artículo escrito por Penn para Rolling Stone. La insólita proximidad entre el operativo militar para recapturar al Chapo la madrugada del 8 de enero —el presidente Enrique Peña Nieto anunció la captura en su cuenta de Twitter a las 10.19 a. m.— y la publicación del artículo un día después suponen dos posibilidades: o bien el gobierno federal tuvo la intención, entre otros objetivos, de controlar el contexto en el que se publicaría el artículo de Penn, o bien éste se publicó como contrapunto mediático para acompañar la captura, lo cual supondría un cierto nivel de coordinación entre el Estado y la propia revista estadounidense. Es importante subrayar que el artículo de Rolling Stone, fechado en su sitio web el 9 de enero y adelantado ese mismo día incluso por una nota en el sitio del New York Times, ya menciona la recaptura del Chapo al igual que la versión impresa. En otras palabras, los editores de Rolling Stone incluyeron esa información menos de veinticuatro horas antes de enviar la revista a imprimir y compartir el adelanto con el New York Times. No queda claro qué día exactamente se publicó la revista en papel —varios sitios de noticias indican que se imprimió entre el 9 y el 10 de enero—, pero ese proceso requiere para la mayoría de las publicaciones impresas de por lo menos un día de anticipación. Es improbable entonces suponer que Rolling Stone habría simplemente reaccionado a la noticia de la captura del Chapo adelantando la publicación de su artículo, pues no habría tenido suficiente tiempo, con menos de un día de su impresión, para preparar el artículo de portada y reordenar el contenido total de ese número de la revista. Penn no sólo reflexiona sobre la detención del traficante, sino que incluso se permite concluir vaticinando con ironía la probable extradición del traficante: “No pasará mucho tiempo, estoy seguro, antes de que el próximo cargamento del cártel de Sinaloa hacia los Estados Unidos sea el hombre [El Chapo] mismo”.163 (En un video oficial difundido por la PGR el 27 de enero incluso se afirma que el operativo de recaptura del Chapo ocurrió “la madrugada del 9 de enero”, es decir, cuando el artículo de Rolling Stone ya se había impreso y el New York Times ya lo había adelantado en su sitio de internet). En cualquiera de los escenarios sobre ese cerrado timing, concebir la posibilidad de una simple coincidencia entre la captura y la publicación del artículo de Penn sería en mi opinión ingenuo e implicaría desestimar la estrategia mediática del Estado mexicano y su contraparte estadounidense.

Al recapturar al Chapo antes de su aparición en Rolling Stone, el Estado mexicano siguió un orden mediático inverso al de la segunda captura del traficante hace casi dos años. Como se recordará, el presidente Barack Obama sostuvo a principios de 2014 un encuentro privado con Peña Nieto durante la Cumbre de Líderes de América del Norte. En una rueda de prensa conjunta el 19 de febrero de ese año, Obama elogió al gobierno de Peña Nieto haciendo eco del encabezado “Saving Mexico” que la revista Time había dedicado al presidente mexicano en su polémico reportaje de portada seis días antes.164 Apenas tres días después de ese encuentro, el 22 de febrero por la mañana, marinos de la Armada de México y agentes de la policía federal detuvieron al Chapo sin detonar un solo disparo. Con un orden distinto de los factores, pero obteniendo el mismo producto, el gobierno mexicano reactivó su soberanía recapturando al Chapo por tercera ocasión antes del artículo de Rolling Stone. Ambas capturas han sido complementadas simbólicamente por las revistas estadounidenses. Time pareció preparar el triunfo del gobierno federal, mientras que Rolling Stone sin duda explica retroactivamente la derrota del Chapo. ¿Importó que los principales medios de comunicación del mundo, como el propio New York Times, reportaran la fantástica fuga del Chapo —por ese imposible túnel de kilómetro y medio de largo— como una “humillación” con irrevocables consecuencias geopolíticas?165

La magistral jugada del gobierno federal se confirma con las revelaciones que hace el propio traficante en la entrevista con Penn. El Chapo dista aquí de ser el brillante genio criminal que en su momento reportaron periodistas como Anabel Hernández, Diego Enrique Osorno o Alejandro Almazán. Joaquín Guzmán aparece en el texto de Penn más bien como un torpe delincuente rodeado de un acotado grupo de colaboradores que no cuenta con un solo intérprete del inglés que traduzca las preguntas del actor ni con la tecnología mínima para hacerle llegar por internet un simple video con sus declaraciones tomado con un teléfono celular. Todo esto pese a la desmesurada fortuna que todos los medios del mundo dieron por hecho y que fue supuestamente construida con una estructura criminal que “enviaba toneladas de drogas a más de cincuenta países del mundo”, según reiteró el mismo corresponsal del New York Times que meses antes certificó el golpe irreparable de la fuga del Chapo.166

Por otro lado, la captura misma puso en evidencia las escasas opciones de supervivencia del capo. Según el gobierno federal, se confirmó su presencia en la casa de seguridad donde fue localizado luego de que un emisario suyo comprara una gran orden de tacos para llevar. Finalmente, al igual que Jean Valjean, el protagonista de la novela Los miserables de Víctor Hugo, El Chapo, “en camiseta y cubierto de suciedad”, optó por embarrarse literalmente de mierda al intentar un último escape a través de un desagüe de drenaje antes de ser detenido en la calle.167

Es sorprendente que ciertos análisis pasaran por alto estos datos, incluso los mismos reporteros que dan a conocer la información. En esos días estuvieron quienes vieron la captura del Chapo y el artículo de Rolling Stone como un juego de simulaciones que sólo revelaba el supuesto fracaso del Estado mexicano. La antropóloga Natalia Mendoza, por ejemplo, en un artículo en Milenio desestimó la importancia del texto de Penn y su entrevista al Chapo considerando que “son irrelevantes desde el punto de vista de la investigación judicial y de los estudios de seguridad”.168 En la misma línea, Jorge Quintana Navarrete escribió en un texto en el sitio Horizontal: “Los performances de soberanía del Estado moderno, con sus alardes de fuerza y eficiencia, revelan paradójicamente la verdadera impotencia y debilidad del propio Estado, su incapacidad constitutiva para garantizar la estabilidad del pacto social”.169 Finalmente, un texto del escritor y periodista estadounidense Francisco Goldman en The New Yorker resumió la opinión popular más prevalente al rechazar siquiera la posibilidad de la derrota del traficante para en cambio interpretar la captura como una “gringada” de Hollywood que, según él, lo único que logró “fue recordar cómo El Chapo había humillado al gobierno escapando la última vez”.170

Resulta curioso observar, en este punto, cómo esas opiniones coinciden con ciertos análisis que buscan enfatizar la supuesta crisis de seguridad nacional del actual gobierno. Casi roza la comicidad involuntaria el intento de Guillermo Valdés Castellanos, exdirector del CISEN durante la presidencia de Felipe Calderón, por reconciliar la precariedad del Chapo y los reportes de inteligencia con que el propio CISEN aseguró el implacable poder del “más buscado”. En un artículo publicado en Milenio, Valdés especula hasta la contradicción más absurda: primero explora la posibilidad de que Guzmán fingiera su ignorancia y pobreza para evitar incriminarse ante una cámara (qué él mismo eligió prender para la entrevista voluntaria con Sean Penn); luego entretiene la posibilidad de que El Chapo fuera en realidad “un miembro más” de una organización tan enorme al grado de que él mismo desconociera sus alcances y no disfrutara realmente de sus ganancias.171 Luego, refutando las dos tesis anteriores, Valdés afirma párrafos más tarde:

La época dorada de los narcos, cuando podían vivir sin esconderse, aparecer en las secciones de sociales de los periódicos y ser consejeros de bancos, como era el caso de Miguel Ángel Félix Gallardo todavía en los 80, esa época se acabó. La presión de Estados Unidos primero, y la persecución del gobierno mexicano a partir de 2006, los obligó a la clandestinidad.172

Si la “época dorada de los narcos” ya había terminado en 2006, ¿por qué tuvo que haber una sangrienta “guerra” para combatirlos? Valdés omite recordar que durante décadas el PRI mantuvo al crimen organizado marginado del poder político utilizando un violento sistema policial represor, como ha demostrado Luis Astorga y como ya he discutido en los ensayos anteriores de este libro. El gobierno de Peña Nieto igualmente ha detenido o asesinado a los mayores jefes del crimen organizado en contextos políticos significativos, como con el asesinato de Heriberto Lazacano, jefe de Los Zetas, o la neutralización de las autodefensas en Michoacán, como señalé anteriormente.

Nuestro mejor periodismo indica cada vez con mayor claridad que las fuerzas del Estado —desde la policía federal hasta al ejército— cargan con gran responsabilidad en la desaparición de los 43 normalistas en el estado de Guerrero. Ahora se dice rápido, pero hasta la irrupción del reclamo nacional de justicia por Ayotzinapa la presidencia de Peña Nieto había reconfigurado con éxito los parámetros de la agenda de seguridad nacional. Así, es una abdicación intelectual y crítica asumir de entrada que las fugas y los arrestos del Chapo son indicativas de un Estado rebasado por el crimen organizado. Por el contrario, al detentar el monopolio sobre la violencia legítima, como explicó en su momento Max Weber, el Estado es la principal condición de posibilidad del crimen organizado en México, ya sea gestionándolo o destruyéndolo de acuerdo con necesidades políticas contingentes.

Como con la célebre entrevista que Ismael “El Mayo” Zambada concedió en 2010 al periodista Julio Scherer, El Chapo dejó entrever el verdadero tamaño de su poder.173 Humilde y consciente de sus límites, El Chapo responde con sencillez cuando Penn le pregunta si considera que su organización es “un cártel”: “No señor, para nada. Porque la gente que dedica sus vidas a esta actividad no depende de mí”.174 Sin un “cártel” a su mando, El Chapo quería una película con la actriz Kate del Castillo que realizara la imposible fantasía de ser el “jefe de jefes” que promovió el Estado.

Así lo reflexionó también Juan Villoro en un artículo publicado en Reforma:

Cuesta trabajo ver al Chapo como responsable de tramas de lavado de dinero que pasan por la banca de Londres, van a los paraísos off shore en el Caribe y regresan a México gracias a empresas aparentemente legales. Si controlara esta red, sería el narco más poderoso de todos los tiempos. Más bien parece estar al servicio de esa red.175

Esa red, resulta innegable a estas alturas, remite una y otra vez al Estado. Asumir que hombres como El Chapo ocupan posiciones de verdadero poder es subestimar la capacidad del estado de excepción en México y la capacidad de nuestro actual gobierno de ejercer en la ilegalidad buena parte de los negocios públicos y privados de la clase política.

En la captura, en la fuga o en la extradición, El Chapo ha sido el fetiche de la corrupción oficial, pero también del asombroso poder simbólico del Estado, que ha conseguido imponer su verdad sobre el narcotráfico. El periodista Ignacio Alvarado, acaso uno de los más agudos investigadores y expertos en el tema, me explicó este fenómeno en una conversación personal como la conquista mediática del Estado que limita el entendimiento de periodistas, novelistas y académicos sobre el narco y que establece las coordenadas epistemológicas que condicionan la manera en la que incluso imaginamos el narco. Es preciso, entonces, comprender la violencia del narco menos como un ciclo interminable de vendettas personales entre sicópatas y más como el frío cálculo geopolítico entre los estados de excepción de nuestro hemisferio. No es personal; es business, insisten los capos de la trilogía de El Padrino. Y para situar el ascenso y caída del Chapo en el contexto correcto, es imprescindible aceptar, como pediría Don Luchessi, que la política del Estado —la más poderosa forma de política en la sociedad— consiste en el arte de determinar cuándo, por fin, apretar el gatillo.

 

 

159. Associated Press, “Cartels winning Mexico drug war; Sinaloa kingpin controls key Ciudad Juarez trafficking routes”, New York Daily News (9 de abril de 2010), <http://www.nydailynews.com/news/world/cartels-winning-mexico-drug-war-sinaloa-kingpin-controls-key-ciudad-juarez-trafficking-routes-article-1.166306>.

160. Chris Matthews, “Fortune 5: The biggest organized crime groups in the world”, Fortune (14 de septiembre de 2014), <http://fortune.com/2014/09/14/biggest-organized-crime-groups-in-the-world/>.

161. Apro, “No se sabe dónde está el dinero de El Chapo; no utilizaba el sistema financiero: PGR”, Proceso (3 de mayo de 2017), <http://www.proceso.com.mx/484868/se-sabe-donde-esta-dinero-chapo-utilizaba-sistema-financiero-pgr>.

162. Sean Penn, “El Chapo speaks. A secret visit with the most wanted man in the world”, Rolling Stone (9 de enero de 2016), <http://www.rollingstone.com/culture/features/el-chapo-speaks-20160109>.

163. Sean Penn, op. cit.

164. Michael Crowley, “Saving Mexico. How Enrique Peña Nieto’s sweeping reforms have changed the narrative in his narco-stained nation”, Time (24 de febrero de 2014, <http://content.time.com/time/covers/pacific/ 0,16641,20140224,00.html>.

165. Azam Ahmed y Randal C. Archibold, “Mexican Drug Kingpin, El Chapo, Escapes Prison Through Tunnel”, The New York Times (12 de julio de 2015), <https://www.nytimes.com/2015/07/13/world/americas/joaquin-guzman-loera-el-chapo-mexican-drug-kingpin-prison-escape.html?action=click&contentCollection=Americas&region=Footer&module=WhatsNext&version=WhatsNext&contentID=WhatsNext&moduleDetail=undefined&pgtype=Multimedia>.

166. Azam Ahmed, “How El Chapo Was Finally Captured, Again”, The New York Times (16 de enero de 2016), <https://www.nytimes.com/2016/01/17/world/americas/mexico-el-chapo-sinaloa-sean-penn.html>.

167. Ibid.

168. Natalia Mendoza, “Un triunfo de la antropología”, Milenio (18 de enero de 2016), <http://www.milenio.com/tribunamilenio/que_aprendi_del_chapo_guzman/entrevista_Chapo_Sean_Penn-aportes_entrevista_Chapo-vida_Chapo_Guzman_entrevista_13_669063089.html>.

169. Jorge Quintana Navarrete, “‘Misión cumplida’: breve genealogía del performance de soberanía del Estado mexicano”, Horizontal (21 de enero de 2016), <http://horizontal.mx/mision-cumplida-breve-genealogia-del-performance-de-soberania-del-estado-mexicano/>.

170. Francisco Goldman, “El Chapo, episode III: The farce awakens”, The New Yorker (14 de enero de 2016), <http://www.newyorker.com/news/news-desk/el-chapo-episode-iii-the-farce-awakens>.

171. Guillermo Valdés Castellanos, “Leyendo entre líneas”, Milenio (18 de enero de 2016), <http://www.milenio.com/tribunamilenio/que_aprendi_del_chapo_guzman/Chapo-captura_Chapo-recaptura_Chapo-Chapo-Kate_del_Castillo_13_666663328.html>.

172. Ibid.

173. Julio Scherer, “Proceso en la guarida de ‘El Mayo’ Zambada”, Proceso (3 de abril de 2010), <http://www.proceso.com.mx/106967/proceso-en-la-guaridade-el-mayo-zambada>.

174. Sean Penn, op. cit.

175. Juan Villoro, “Un célebre desconocido”, Reforma (15 de enero de 2016), <http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/editoriales/editorial.aspx?id=79969&md5=c8577cf8905d2ae14125be15e770d627&ta=0dfdbac11765226904c16cb9ad1b2efe>.


TRUMP LLEGÓ TARDE AL FIN DEL MUNDO: ESTADOS UNIDOS, EL “NARCO” Y LA REFORMA ENERGÉTICA EN MÉXICO

El domingo 5 de febrero de 2017, a las 4.00 p. m., tiempo de la costa este de Estados Unidos, la cadena de televisión Fox transmitió una entrevista con el presidente Donald Trump como parte de su show previo al juego anual del Super Bowl. El contenido de esa entrevista, que debió alarmar a todos los que tuvieron oportunidad de verla mientras esperaban el juego, tuvo una mínima repercusión en los medios mexicanos a pesar de que sí fue motivo de asombro en Estados Unidos. La diferencia entre nuestra recepción y las reacciones estadounidenses debe pensarse con cuidado por sus peligrosas implicaciones geopolíticas para nuestro presente y futuro inmediato.

Trump decidió seguir con una tradición iniciada por el presidente Barack Obama, quien desde 2009 concedió entrevistas antes de cada Super Bowl con una enorme teleaudiencia. Pero, a diferencia del frecuente tono mesurado y conciliador de Obama, las declaraciones de Trump debieron causar en México una conmoción política nacional. En cambio, pasaron inadvertidas por un público mexicano despolitizado que aplaudía emocionado por un partido disputado entre dos equipos que con sus nombres simbolizan puntualmente el estado político actual del vecino país del norte: los Patriotas de Nueva Inglaterra y los Halcones de Atlanta. La elocuencia involuntaria de ese partido no podría haber sido más pertinente. Como se sabe, se les llama “halcones” a los funcionarios de gobierno estadounidenses propensos a políticas de guerra, mientras que para el ala conservadora que ahora controla la presidencia y el Congreso de ese país, ser “patriota” se corresponde plenamente con el sentimiento antinmigrante, nacionalista y supremacista de la mayoría blanca en el poder.

En tal contexto, la declaración más grave ocurrió a los tres minutos de haber comenzado la entrevista. El presentador de noticias Bill O’Reilly176 preguntó a Trump si había realmente amenazado al presidente de México Enrique Peña Nieto con enviar tropas estadounidenses para contener al narcotráfico. De acuerdo con información obtenida por separado por la periodista mexicana Dolia Estévez y la agencia de noticias AP, esa amenaza ocurrió durante una llamada telefónica que Trump y Peña Nieto sostuvieron el 27 de enero de 2017. Según Estévez, el tono de Trump fue humillante y ofensivo.177

O’Reilly: ¿Dijo usted eso?

Trump: Tenemos que hacer algo sobre los cárteles. Sí hablé con él (Peña Nieto) de ello. Quiero ayudarlo con eso. Creo que es un muy buen hombre. Tenemos una muy buena relación, como probablemente sabes. Él se mostró muy dispuesto a recibir ayuda de nosotros porque él tiene un problema y es un problema real para nosotros. No olvides que esos cárteles están operando en nuestro país y están envenenando a la juventud de nuestro país.178

Hay dos puntos extraordinarios en este intercambio que, a mi juicio, pasaron inadvertidos en la opinión pública de México. En primer lugar, Trump en ningún momento negó haber mencionado la posibilidad de enviar soldados estadounidenses para combatir al narcotráfico en México. Mientras que la Presidencia de México y la Secretaria de Relaciones Exteriores aseguraron que Trump y Peña Nieto nunca hablaron de eso y menos en un tono ofensivo, la Casa Blanca optó por no hacer ninguna declaración oficial hasta la entrevista de Trump. La respuesta de Trump tampoco disputó la veracidad de los dos reportes periodísticos que revelaron la amenaza. En segundo lugar, y acaso todavía más grave, está la declaración de Trump sobre la supuesta disposición de Peña Nieto para recibir “ayuda” del gobierno estadounidense. Aquí la clave está en determinar a qué se refería Trump con “ayuda”.

No hay razón alguna para suponer que Trump no se refería realmente al envío de soldados estadounidenses para combatir al narco en territorio mexicano. En la era de continuas emergencias de seguridad nacional, desde el terrorismo hasta los ataques cibernéticos, Trump no ha vacilado en emitir acciones inmediatas, por muy controvertidas e incluso ilegales que pudieran resultar. Además de la repudiada suspensión migratoria en contra de ciudadanos procedentes de siete países con mayoría musulmana, Trump firmó el 9 de febrero de 2017 tres nuevas órdenes ejecutivas para atajar la crisis de criminalidad que según él aqueja a todo el tejido social estadounidense. Una de esas órdenes está diseñada para “romper la espalda de los cárteles criminales que se han propagado por toda nuestra nación y que están destruyendo la sangre de nuestros jóvenes”. Luego afirmó: “Una nueva era de justicia comienza y comienza ahora mismo”.179

En este contexto, la escritora mexicana Valeria Luiselli resume con elocuencia el sentimiento de espanto que produjo y sigue produciendo dentro y fuera de Estados Unidos la elección de Donald Trump a la presidencia. En un artículo titulado “Así acaba el mundo” publicado en el periódico El País, Luiselli teme el desmantelamiento de algunas de las políticas más progresistas del presidente Barack Obama. “Los finales son lentos, paulatinos y, casi siempre, burocráticos”, escribe. “Este final empieza con tratados que no se van a firmar, acuerdos que no se van a respetar, decretos que se van a revocar.” Al final del artículo, Luiselli cita con pesimismo unos versos de T. S. Eliot: “Así es como el mundo acaba / No con una explosión sino con un gemido”.180

Como se reportó al punto de la paranoia en los medios de comunicación, la inesperada victoria electoral de Trump causó protestas masivas, temor e incertidumbre a nivel nacional e internacional. Su campaña presidencial, conducida entre expresiones de fascismo, xenofobia, racismo y misoginia, legitimó un discurso de odio que está teniendo terribles repercusiones con cientos de incidentes de acoso y agresión reportados en contra de minorías por todo el país. Encima, los cuestionables nombramientos de figuras políticas abiertamente racistas y xenófobas que forman parte del gabinete presidencial de Trump, también confirman con frialdad las peores promesas de su campaña. Para las minorías latinas, negras, musulmanas y LGBT, el mundo ciertamente parece estar entrando en un repentino colapso.

Con todo, es crucial comprender que el sistema político y económico en el que se inscribe el gobierno estadounidense acercará en más de un modo a la administración de Barack Obama con la de Trump. En su política doméstica como en su política exterior, los gobiernos estadounidenses establecen con frecuencia una continuidad que responde positivamente a los intereses del capital global, los grandes corporativos trasnacionales y las estrategias geopolíticas de dominación, que varían mínimamente entre partidos políticos y aun entre presidentes en apariencia tan disímiles como Obama y Trump.

Pero todavía más importante resulta comprender que el duro radicalismo de su discurso de seguridad nacional sobre el narcotráfico, la migración y el terrorismo, así como su proyecto energético extractivista, no es sino la clara continuidad de estrategias geopolíticas establecidas en gobiernos anteriores, incluyendo los de presidentes supuestamente progresistas como Bill Clinton y el propio Obama. Entendido así, la retórica que teme el fin del mundo pasa por alto que la pulsión más destructiva de los gobiernos estadounidenses siempre ha estado en marcha. Antes que temblar por el peligro de la presidencia Trump, debemos temer a la perniciosa continuidad del sistema político estadounidense.

1. HIDROCARBUROS Y LA REFORMA ENERGÉTICA MEXICANA

El 6 de mayo de 2014, el Instituto Baker de la Universidad de Rice publicó un breve estudio sobre el boom de los hidrocarburos en el noreste de México. El trabajo de investigación, firmado por los académicos Guadalupe Correa y Tony Payán, explica cómo la Cuenca de Burgos —que atraviesa los estados de Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila— se ha convertido en una de las principales zonas del mundo para la exploración, extracción y refinamiento de hidrocarburos. Con la caída de los precios del petróleo y el desmantelamiento gradual de Petróleos Mexicanos (PEMEX), los gobiernos de Felipe Calderón y la actual presidencia de Enrique Peña Nieto han impulsado una reforma energética que no será sino la concesión a intereses privados y extranjeros de esa enorme riqueza aún por explotar. Como anotan Correa y Payán, México de hecho ocupa el cuarto lugar mundial en reservas naturales de gas shale.181

Los académicos notan en este punto una enorme incoherencia: aunque según las autoridades mexicanas Los Zetas —el grupo exmilitar que formó su propio “cártel”— controla el territorio donde se encuentran estos importantes recursos naturales, el gobierno de México sigue financiando proyectos de inversión y de hecho ha incrementado el gasto público en infraestructura de transporte. ¿Cómo es posible que el Estado financie proyectos en territorios controlados por “narcos”?

La clave está en comprender la reforma energética y su relación con los discursos de seguridad nacional entre México y Estados Unidos. Más que bien recibida por la administración de Obama, la reforma energética en México fue propulsada por su gobierno. Como demostraron cables diplomáticos filtrados por Wikileaks, fue el Departamento de Estado que encabezó Hillary Clinton el que ofreció asistencia directa al gobierno mexicano para liberar reservas de petróleo y gas para la explotación de empresas trasnacionales. En 2009, apenas un año después de la elección de Obama, el Departamento de Estado creó el cargo de “Coordinador Internacional de Energía” para David Goldwyn, quien, junto con Carlos Pascual, nombrado embajador en México ese mismo año, creó el Buró de Recursos Energéticos. Uno de los cables diplomáticos más reveladores fue enviado desde la embajada de México anticipando una visita de Goldwyn a México: “Debemos mantener la larga política [estadounidense] de no comentar públicamente estos temas mientras que silenciosamente proveemos ayuda en áreas de interés para [el gobierno de México]”.182

Esa política llevó a la entrada en vigor, en julio de 2014, del Acuerdo sobre Yacimientos Transfronterizos de Hidrocarburos entre México y Estados Unidos, que canceló el legado de la expropiación petrolera cardenista para permitir la explotación del petróleo y el gas natural a empresas transnacionales como ExxonMobil, BP y Chevron, entre otras. Se estima que en la zona fronteriza entre los dos países existen yacimientos de hasta 172,000 millones de barriles de crudo y 304,000 millones de pies cúbicos de gas natural. Bajo este acuerdo, las empresas utilizarán herramientas de extracción como el controversial fracking, que tiene efectos altamente dañinos para el medio ambiente.

Pascual se vio obligado a renunciar en 2011 como embajador en México cuando otros cables diplomáticos filtrados por Wikileaks revelaron su postura crítica ante la supuesta “guerra” contra el narcotráfico emprendida por el entonces presidente Felipe Calderón. Sin reprimenda alguna, Obama reubicó a Pascual precisamente como el reemplazo de Goldwyn como el nuevo Coordinador Internacional de Energía del Departamento de Estado.

La reforma energética en México ha sido apoyada por el multimillonario progresista George Soros. Y aunque se opuso decididamente a la candidatura de Donald Trump, Soros en realidad coincide puntualmente con el ahora presidente electo en su interés por aprovechar la entrada de empresas extranjeras en la Cuenca de Burgos. Entre otras empresas energéticas, por ejemplo, Soros ha invertido millones de dólares en opciones de compra de la compañía Noble Energy, que se dedica a la extracción de gas y petróleo en México, Estados Unidos, África Occidental, Chipre e Israel.

En medio de la estrategia intervencionista del gobierno de Obama, México libró la supuesta “guerra contra el narco” ordenada por el presidente Calderón. Como han reportado los periodistas Ignacio Alvarado, Dawn Paley y Federico Mastrogiovanni, el mapa de la violencia atribuida a los “cárteles” coincide con el de los yacimientos de recursos naturales. Donde el gobierno denuncia una “guerra” entre traficantes se está gestando un saqueo descomunal de las tierras ricas en energéticos. No hay guerra de “cárteles”, dicen los periodistas, sino el asedio de empresas trasnacionales y la cooperación interesada de la clase política mexicana.

Durante su campaña presidencial, Hillary Clinton optó por no comentar nada sobre la estrategia de su Departamento de Estado para influir en la reforma energética de México, pero esa política quedó expuesta con las revelaciones de Wikileaks. En este punto, la política extractivista de Trump no guarda tampoco ninguna sorpresa. Para rematar, Trump retiró a Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica que incluye a doce países de esa región y de los Acuerdos de París sobre el tema. La única marca de distinción entre la presidencia de Obama y la de Trump es que esta última ya no continuará la contradicción entre la agresiva política extractivista y los supuestos esfuerzos por aliviar la crisis global del cambio climático.

2. DEPORTACIONES, XENOFOBIA Y LOS “BAD HOMBRES”

Érika Andiola tiene el rostro descompuesto y trata de secarse las lágrimas mientras comienza a grabar un video denunciando cómo agentes de inmigración encubiertos acudieron a su casa sin una orden de detención y arrestaron a su madre y a su hermano. Andiola es una prominente activista del movimiento conocido como Dreamers, integrado por jóvenes indocumentados que fueron traídos a Estados Unidos a una temprana edad. Su estatus migratorio y su alta visibilidad en los medios de comunicación debido a su activismo político la convirtieron a ella y a su familia en blanco de una estrategia de deportaciones en masa sin precedente en la historia de ese país. El video la muestra derrotada e impotente ante la acción implacable de los agentes migratorios. “Esto tiene que parar”, dice Érika, “están destruyendo familias y esto es real”.183

Esta escena bien podría preludiar la preocupante política migratoria anunciada por Trump en su primera entrevista en el programa 60 Minutos después de la elección presidencial. Allí dijo que durante su gobierno planea deportar “entre dos y tres millones” de indocumentados con antecedentes criminales.184 Pero la redada migratoria en casa de los Andiola fue llevada a cabo la noche del 10 de enero de 2013. Ellos se sumaron a la violenta política antinmigrante emprendida por el gobierno de Obama sin precedentes en la historia moderna de Estados Unidos. Según cifras oficiales, la presidencia de Obama ha sido responsable de la deportación de tres millones de indocumentados, una cifra mayor que el saldo de deportaciones de cualquier presidente estadounidense en el siglo XX.185

La familia de Andiola fue liberada al día siguiente tras una enorme presión mediática. Érika continuó con su activismo, pero se unió a la campaña de Bernie Sanders para disputar la candidatura a Hillary Clinton. En varias entrevistas, Érika ha denunciado la retórica vacía del Partido Demócrata, sus promesas incumplidas y, peor aún, la muy brutal política de deportaciones del presidente Obama.

Ahora bien, es cierto que los admirables esfuerzos de Obama por ayudar a los Dreamers se materializaron con la orden ejecutiva DACA (Deferred Action for Childhood Arrivals) para suspender las deportaciones de jóvenes que viven y estudian en ese país sin documentación migratoria. Alrededor de 650,000 jóvenes han recibido la amnistía temporal. Pero aún el total de Dreamers que podría beneficiarse de la DACA, 1.7 millones según datos del Migration Policy Institute,186 palidece ante los casi tres millones de deportaciones ordenadas durante la presidencia de Obama. Solamente en 2012 su administración deportó a 409,849 inmigrantes indocumentados.

“Lo que la gente no sabe es que Obama expulsó del país a un tremendo número de gente”, dijo Trump en otra entrevista con Bill O’Reilly. “[George W.] Bush hizo lo mismo. Mucha gente ha sido expulsada del país con las leyes existentes. Bueno, pues yo voy a hacer lo mismo”.187

Según me comentó Héctor Sánchez, presidente de la National Hispanic Leadership Agenda (NHLA), Obama nunca pudo justificar su política de deportaciones ante el reclamo del lobby hispano a nivel nacional. Por otra parte, Clinton se comprometió a revisar esa política sólo después de una intensa presión por parte de las organizaciones civiles hispanas. Ante el récord de Obama, las promesas de Trump no sólo no plantean una diferencia, sino que incluso parecen reproducir los mismos objetivos: dos o tres millones de deportaciones. Trump llama “bad hombres” a quienes son sujetos a deportación, según él todos aquellos que tienen antecedentes criminales, sobre todo los traficantes. También Obama aseguró lo mismo.

3. SECURITARISMO E INTERVENCIONISMO

El discurso securitario en torno al terrorismo y el narcotráfico, con frecuencia deliberadamente confundidos por la retórica estadounidense, han disparado el intervencionismo en regiones como América Latina y Medio Oriente. Nada de lo anunciado por Trump debería de horrorizar a las víctimas de la vigente política exterior de Estados Unidos. Para la intelectualidad mexicana que teme el avance de Trump como una nueva presidencia imperial no debería ser un secreto, por ejemplo, que los gobiernos de George W. Bush y Obama apoyaron y financiaron abiertamente la criminal política securitaria del presidente Calderón para llevar a cabo su “guerra” contra las drogas.

Como narra Wilbert Torre en su libro Narcoleaks, la destructiva estrategia de combate a los supuestos cárteles fue directamente influida por el gobierno de Bush y su agenda militarista. “Queremos que México se quite los guantes para pelear contra los cárteles”, escribió Tony Garza, embajador de Estados Unidos en México durante el gobierno de Bush.188

Según Torre, el apoyo de Estados Unidos para la “guerra” del gobierno mexicano contra el narco se pactó en una reunión entre Calderón y Bush el martes 13 de marzo de 2007. En ese encuentro en una plantación de henequén cerca de Uxmal, en el estado de Yucatán, Calderón pidió y obtuvo el respaldo político y financiero estadounidense. El gobierno de Bush concibió la Iniciativa Mérida, continuada por la presidencia de Obama, que a la fecha ha otorgado 2,300 millones de dólares para entrenamiento y equipo de combate para las fuerzas armadas de México. El sangriento saldo de la “guerra” contra el narco no impidió que el presidente Obama continuara su ayuda y su reconocimiento a la política antidrogas de Calderón. La presidencia de Obama, recordemos, nunca consideró preocupante los probables crímenes de lesa humanidad cometidos durante el gobierno de Calderón y denunciados por 23,000 ciudadanos mexicanos, desde activistas, académicos, artistas y juristas, ante la Corte Penal Internacional de La Haya.189 Sólo fue hasta octubre de 2015, con la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, que Obama penalizó al gobierno de México retirando el 15% de los fondos anuales previstos por la Iniciativa Mérida. En total, México perdió cinco de los 148 millones de dólares destinados para ese año.190

Como en la reforma energética de México, el Departamento de Estado dirigido por Hillary Clinton ha sido vinculado a la concesión de reservas mineras y recursos hidroeléctricos hondureños a empresas transnacionales. Así lo denunció la célebre activista ambiental Berta Cáceres, quien fue asesinada en marzo de 2016 mientras luchaba en contra del proyecto de una represa hidroeléctrica en el territorio indígena de Lenca. La disputa por los recursos naturales de Honduras se acentuó con el golpe de Estado en 2009 que derrocó al presidente democráticamente electo Manuel Zelaya. Clinton respaldó el golpe y repitió la acusación infundada de que Zelaya podría ser un nuevo dictador al estilo de Hugo Chávez en Venezuela. Aunque el golpe fue deplorado por la Unión Europea, la Organización de Naciones Unidas (ONU) y la Organización de Estados Americanos (OEA), Clinton apoyó el llamado a un nuevo proceso electoral y se negó a promover la reinstalación de Zelaya a la presidencia.191

Durante la campaña por la candidatura presidencial en el Partido Demócrata, Bernie Sanders denunció repetidamente la cercanía personal e ideológica de Clinton con Henry Kissinger, el siniestro secretario de Estado que durante la presidencia de Richard Nixon apoyó el golpe de Estado de 1973 en contra del presidente Salvador Allende en Chile y la subsecuente dictadura del general Augusto Pinochet. Hasta ahora, la política securitaria de Trump con respecto a México y Latinoamérica palidece si se la compara con la historia reciente del intervencionismo estadounidense. Trump se ha limitado a proponer una mayor seguridad en las fronteras de su país y, para escándalo de la clase política e intelectual de México, la construcción de un muro entre México y Estados Unidos.

Pero, como registra el periodista español Jacobo García, ya existe un muro físico en un tercio de los 3,200 kilómetros de la frontera entre México y Estados Unidos. Ese muro cubre 1,100 kilómetros y parte desde Tijuana hacia Arizona y Nuevo México. El proyecto original de este primer muro es el resultado de la política doméstica de la administración de Bill Clinton. Durante la década de 1990 su presidencia endureció la política migratoria que selló los cruces fronterizos de inmigrantes indocumentados, empujándolos a arriesgar la vida cruzando por zonas desérticas de clima extremo. Según registra García, las planchas de hierro que se clavaron verticalmente para separar a ambos países durante el gobierno de Clinton fueron traídas de Kuwait, donde sirvieron de pista de aterrizaje para aviones estadounidenses durante la Guerra del Golfo de 1991. Señala García: “Los demócratas levantaron, sin voces ni aspavientos, el polémico muro de la misma forma que Barack Obama ha sido el presidente que más indocumentados ha expulsado durante sus casi ocho años de gobierno”.192

En el segundo tercio de la frontera existe un muro virtual con cámaras, sensores de movimiento y térmicos, dispositivos de rayos X y más de veinte mil agentes de la Patrulla Fronteriza, la cual pertenece a la agencia Homeland Security, una de las más grandes de Estados Unidos, con unos 240,000 empleados. Del último tercio de la frontera se encargan grupos de vigilantes, como los Minutemen, pero también las condiciones climáticas del desierto, que han cobrado la vida de más de ocho mil migrantes. En comparación, como recuerda García, el Muro de Berlín causó la muerte de entre doscientas y quinientas personas que trataron de escapar de la represión política.

La política migratoria de Trump, bien pensada, es irrisoria. Su plan de deportaciones muy probablemente no supere el récord histórico de Obama, mientras que su visión de un muro entre México y Estados Unidos llega demasiado tarde. Clinton y Obama tuvieron una visión temprana del securitarismo y ya hicieron realidad buena parte de las pesadillas bravuconeadas por la campaña presidencial de Trump. Lo mismo ocurre con la política exterior de Estados Unidos y su intervencionismo sistémico para conducir el extractivismo por varias regiones de América Latina. En el peor de los casos, Trump se propone la continuación del proyecto imperial de Estados Unidos.

En una reciente entrevista con el servicio de noticias Reuters, Enrique Escalante, el director general del Grupo Cementos de Chihuahua, escandalizó al público mexicano al declarar su intención de aprovechar las ganancias que generaría la construcción del muro fronterizo vendiéndole al presidente Trump los materiales necesarios.193 Pero quienes se rasgan las vestiduras con esta desenfadada muestra de colaboracionismo olvidan que nadie en nuestra clase política en el poder ha podido resistir las estrategias intervencionistas de los gobiernos estadounidenses, demócratas o republicanos, las cuales han influido en la deplorable y sanguinaria “guerra” contra el narco, han conducido a la deportación de tres millones de inmigrantes y han promovido el despojo de nuestros recursos naturales y su explotación sin la menor consideración al medio ambiente o a los intereses locales de los habitantes de esas regiones.

De ningún modo es mi intención minimizar el peligroso efecto político que ha tenido en la sociedad estadounidense el discurso racista, xenófobo y misógino adoptado por Trump. Con sólo revertir dos de las más importantes políticas progresistas de Obama, su reforma del sistema de salud y su amnistía a los jóvenes indocumentados, millones de personas pagarían graves consecuencias. El retroceso social y cultural de ese país es ya un daño colateral de la más dividida campaña presidencial de la que se tenga memoria. No obstante, es importante recordar que la posibilidad de ese peligro ya tiene precedentes reales en décadas de una misma política doméstica y exterior que ha causado muerte, despojo y destrucción dentro y fuera de Estados Unidos y que ha sido liderada incluso por el más benigno de los gobiernos estadounidenses a cargo del primer presidente negro en la historia de ese país, Barack Obama, y su secretaria de Estado, Hillary Clinton.

Sorprende que sólo ahora, con el tóxico discurso político de Trump, se tema un apocalipsis. Únicamente con una corta y parcial memoria histórica de la realpolitik estadounidense es posible afirmar eso. Aceptemos que Trump tiene mucho que aprender de sus predecesores en la Casa Blanca. El discurso securitario ha sido en todos ellos una realidad brutal para México y el resto de América Latina. Trump, en todo caso, llegó tarde al fin del mundo.

 

 

176. Cabe recordar que O’Reilly, el célebre conductor de un programa conservador de Fox News, fue despedido por la cadena de televisión tras varias acusaciones de acoso sexual en su contra que terminaron con el pago por compensación de daños por 13 millones de dólares a las mujeres que lo denunciaron.

177. Redacción AN, “Trump humilló a Peña vía telefónica: reporte de Dolia Estévez”, Aristegui Noticias (1 de febrero de 2017), <http://aristeguinoticias.com/0102/mundo/trump-humillo-a-pena-nieto-el-presidente-mexicano-balbuceo-dolia-estevez/>.

178. Véase la transcripción completa de la entrevista: <http://www.sbnation.com/2017/2/5/14516156/donald-trump-interview-transcript-bill-oreilly-super-bowl-2017>.

179. Katherine Faulders, “Trump signs 3 executive actions on crime against police, drug cartels”, ABC News (9 de febrero de 2017), <http://abcnews.go.com/US/trump-signs-executive-actions-crime-police-drug-cartels/story?id=45375771>.

180. Valeria Luiselli, “Así acaba el mundo”, El País (14 de noviembre de 2016), <http://elpais.com/elpais/2016/11/13/opinion/1479052343_462253.html>.

181. Guadalupe Correa y Tony Payán, “Energy Reform and Security in Northeastern Mexico”, Issue Brief, Rice University’s Baker Institute (6 de mayo de 2014).

182. Steve Horn, “Exclusive: Hillary Clinton State Department Emails, Mexico Energy Reform and the Revolving Door”, Huffington Post (9 de agosto de 2016), <http://www.huffingtonpost.com/steve-horn/exclusive-hillary-clinton_b_7963596.html>.

183. El video está disponible en YouTube en este enlace: <https://youtu.be/nMPWhn8HEJk>.

184. Amy B. Wang, “Donald Trump plans to immediately deport 2 million to 3 million undocumented immigrants”, The Washington Post (14 de noviembre de 2016), <https://www.washingtonpost.com/news/the-fix/wp/2016/11/13/donald-trump-plans-to-immediately-deport-2-to-3-million-undocumented-immigrants/?utm_term=.9f421cee1af7>.

185. Rebecca Harrington, “Obama deported 3 million immigrants during his presidency — here’s how Trump’s new immigration order compares”, Business Insider (22 de febrero de 2017), <http://www.businessinsider.com/whats-the-difference-between-trump-obama-immigration-orders-2017-2>.

186. Faye Hipsman, Bárbara Gómez-Aguiñaga y Randy Capps, “DACA at Four: Participation in the Deferred Action Program and Impacts on Recipients”, Migration Policy Institute (agosto de 2016), <http://www.migrationpolicy.org/research/daca-four-participation-deferred-action-program-and-impacts-recipients>.

187. Sahil Kapur y Jennifer Jacobs, “Trump Floats Obama-Like Deportation Plan, and Fans Don’t Mind”, Bloomberg (23 de agosto de 2016), <https:// www.bloomberg.com/politics/articles/2016-08-23/trump-floats-obama-like-deportation-plan-and-fans-don-t-mind>.

188. Wilbert Torre, Narcoleaks. La alianza México-Estados Unidos en la guerra contra el crimen organizado (México: Grijalbo, 2013, p. 24).

189. Apro, “Denuncian a Calderón ante la Corte Internacional por crímenes de guerra”, Proceso (25 de noviembre de 2011), <http://www.proceso.com.mx/289224/denuncian-a-calderon-ante-la-cpi-por-crimenes-de-guerra>.

190. Milli Legrain, “EE.UU. debe decidir si entrega fondos para polémico plan de seguridad en México”, Univisión (22 de julio de 2016), <http://www.univision.com/noticias/relaciones-internacionales/eeuu-debe-decidir-si-entrega-fondos-para-polemico-plan-de-seguridad-en-mexico>.

191. Nina Lakhani, “El apoyo de Hillary Clinton al golpe de Estado marcó un camino de violencia en Honduras”, El Diario y The Guardian (3 de septiembre de 2016), <http://www.eldiario.es/theguardian/Hillary-Clinton-camino-violencia-Honduras_0_554695049.html>.

192. Jacobo García, “El muro de Trump se puede tocar y está frío”, El País (4 de noviembre de 2016), <http://internacional.elpais.com/internacional/2016/10/30/mexico/1477843472_939946.html>.

193. Roberto Aguilar y Noé Torres, “Cementera mexicana GCC podría vender materiales para muro de Trump: directivo”, Reuters (22 de noviembre de 2016), <http://mx.reuters.com/article/topNews/idMXL1N1DN1CU>.


 

 

 

3CUATRO ESCRITORESCONTRA EL “NARCO”

CÉSAR LÓPEZ CUADRAS Y LA PRECARIEDAD DEL TRAFICANTE

En abril de 2013 Ediciones B puso en circulación la novela Cuatro muertos por capítulo, unos días después de la muerte de su autor, el escritor sinaloense César López Cuadras (1951-2013). El libro rompe desde su inicio con la redituable mitología que domina en la narconarrativa actual para a cambio ofrecer una de las más fascinantes interpretaciones literarias que se ha escrito del fenómeno en los últimos veinte años. Se trata de una joven estadounidense que viaja a Sinaloa para entrevistar a Pancho Caldera, quien en otro tiempo había sido el chofer de la familia Simental, un poderoso clan de narcotraficantes. La estadounidense se propone escribir un guion cinematográfico para narrar la épica catástrofe de la familia. Con cada capítulo, sin embargo, Pancho Caldera desmitifica el poder de los traficantes y advierte los límites políticos del crimen organizado.

La familia Simental funciona como metáfora de las genealogías de traficantes cuyo ascenso y caída pueblan la mitología del “narco”. Ellos se saben arrinconados por unas cuantas opciones de supervivencia y finalmente son destruidos por la tragedia y la violencia de Estado pero, sobre todo, por la propia precariedad de su existencia. Pancho explica a la estadounidense:

Lo interesante de la historia no es el asesinato entre hermanos, mi güera. Hechos horrendos de ese calibre suceden todos los días; y basta abrir la sección de nota roja de cualquier periódico para empaparse las manos en sangre con los crímenes más horribles, mismos que, en la siguiente entrega, serán borrados del top-ten del show blood por otros más espeluznantes.194

Aunque construye el relato a partir del motivo más fundamental en toda narrativa de violencia (el bíblico asesinato entre hermanos), López Cuadras se aleja del efectismo habitual del periodismo que reproduce la gran mayoría de narconovelas. Sin la absurda fantasía de cárteles, capos y sicarios que someten a policías, militares y políticos por igual, Cuatro muertos por capítulo recrea con maestría un mundo independiente del imaginario oficial que insiste en un país controlado por traficantes, pero que en realidad sigue gobernado por el poder oficial y su implacable monopolio de la violencia legítima. Así, Pancho aconseja a la estadounidense: “Desconfíe de los que hablan en nombre de la ley”.195

La novela se estructura como un problema de representación del “narco”. Caldera debe explicar la naturaleza del negocio a una gringa habituada a la mitología hegemónica que asume a priori que toda historia de traficantes será principalmente un catálogo atroz de crímenes. Recordemos que la gringa busca escribir un guion cinematográfico y que Caldera, para obtener favores sexuales, está dispuesto a entretener para corroborar sus expectativas de violencia. Con enorme astucia, López Cuadras formula una novela para satisfacer un doble deseo: el de la gringa en busca de un mito y el de Caldera en busca de sexo. Toda visión del crimen organizado, parece decir López Cuadras, se funda en un deseo insatisfecho por percibir algo más que la simple realidad.

En este problema de representación compiten dos registros privilegiados por la narrativa del narco: el cine y la novela. Pero, desde la perspectiva de López Cuadras, ambos se complementan para generar una interpretación verosímil del tráfico de drogas. Conforme avanza la narración, sin embargo, Caldera admite que debe recurrir a estrategias llamativas de narración para poder mantener la atención en vilo. De ahí el título de la novela: como regla sensacionalista para producir tensión narrativa, Caldera incluye cuatro muertos por capítulo.

El experimento, desde luego, fracasa. La novela y el guion de cine pronto deben confrontarse con lo real del narco que Caldera no puede pasar por alto. Aunque instiga acción, violencia y sexo gratuitos en la novela/guion, su conocimiento crítico del “narco” y de la familia Simental termina por minar su propia mitología. El primer efecto de la desmitificación que lleva a cabo Caldera opera sobre el lenguaje común utilizado para referir al “narco”. Así, Caldera deconstruye desde el principio del relato aquello “que los periódicos llaman ‘narcotráfico’, pero quienes hemos habitado en sus tripas, engullidos, regurgitados y vueltos a tragar, si es que no arrojados por el culo, le llamamos ‘el negocio’ a secas”.196 Luego de esa reconfiguración léxica, López Cuadras transforma la tan conocida historia universal del narco en México que se repite en las biografías magnificadas de figuras como Rafael Caro Quintero, Amado Carrillo Fuentes o Joaquín “El Chapo” Guzmán. Ajeno a la inverosímil vida y obra de capos que protagonizan incontables narcocorridos, películas y novelas, López Cuadras imagina críticamente la vida de traficantes provincianos limitados por los poderes reales del Estado.

Para no revelar las claves de la trama, me limito a reproducir tres lecciones cruciales que hacia el final de la novela Pancho Caldera ofrece a la estadounidense para comprender el narco: 1) “ya no es posible distinguir entre buenos y malos” pues narcos y policías trabajan en “franca asociación”;197 2) los supuestos “cárteles” no tienen el poder internacional que se les atribuye y ninguno “ejerce, ni en espacios reducidos, un control absoluto del mercado”;198 y 3) “todos los traficantes pierden, desde los más pequeños hasta los más grandes, sea porque caen en prisión, los maten o los desplacen desde los verdaderos centros del poder”.199 La aguda condena a esos “verdaderos centros del poder” se combina en la novela con una memorable serie de personajes que muestran la solidez narrativa de López Cuadras, sólo comparable, a mi juicio, con libros como Contrabando (2008) de Víctor Hugo Rascón Banda, El lenguaje del juego (2012) de Daniel Sada, Septiembre y los otros días (1980) de Jesús Gardea o incluso 2666 (2004) de Roberto Bolaño.

Los notables logros del proyecto literario de López Cuadras, irónicamente, son en su mayoría tan desconocidos en México como esos libros de Rascón Banda y Gardea o tan superficialmente leídos como los libros de Sada y Bolaño. Ganador del Premio Sinaloa de las Artes, López Cuadras es autor de cuatro novelas y un libro de cuentos, una bibliografía por ahora admirada por un público reducido, en su mayoría escritores y académicos. Como ha señalado Geney Beltrán Félix en una reseña, López Cuadras es acaso “uno de los secretos más inexplicablemente relegados de la narrativa mexicana”.200 Buscar en una librería un ejemplar de su primera novela, La novela inconclusa de Bernardino Casablanca (1996), resulta tan infructuoso como encontrar libros de Gardea, incluso los editados por el Fondo de Cultura Económica. Una suerte similar ha corrido Contrabando de Rascón Banda, que ganó el premio Juan Rulfo de novela en 1991 pero que debió esperar hasta 2008 para ser publicada póstumamente por la editorial Mondadori (en 2013, durante la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería en la Ciudad de México, vi cómo los sobrantes de esa única edición se remataron entre los puestos de libros que se encuentran a un costado del palacio).

En los circuitos literarios mexicanos, tan acostumbrados a las balas y la sordidez, las novelas que no recurren a los lugares comunes tan redituables de la narcoviolencia, la marginación y la pobreza, pierden su lugar de enunciación y dejan de ser “literatura del norte”, como si el norte fuera únicamente comprensible a través de cuernos de chivo operados por sicarios estrafalarios y capos que se deleitan con sangre mientras acarician un tigre de bengala en la sala de su casa. Si Valle-Inclán hubiera vivido en nuestro tiempo, habría encontrado redundante hablar del esperpento y se habría dado cuenta de que las representaciones innovadoras de la violencia radican ahora en la fusión de la métrica del Siglo de Oro con el habla popular, como hizo Daniel Sada, en el insólito barroco del desierto de Jesús Gardea, en la sobriedad política de Víctor Hugo Rascón Banda, o en las estrategias de representación de las comunidades rurales sinaloenses de López Cuadras.

En uno de sus cuentos más celebrados, “El león que fue a misa de siete”, una iglesia de pueblo es asediada por un león que decide descansar en la humedad fría de la cantera santa, “rompiendo abruptamente su rutina elemental, desolada y polvorienta”.201 El pueblo es el mítico Guasachi inventado por López Cuadras, cuya originalidad convierte el infierno insufrible de Comala en un llevadero páramo de mujeres hermosas, béisbol, cerveza Pacífico, incluso algún traficante no tan malintencionado pero con supina mala suerte. Ése es también el escenario de La novela inconclusa de Bernardino Casablanca. A diferencia de las interminables listas de “cronistas” que se limitan a plagiar a Truman Capote, López Cuadras se lo apropia como personaje y lo lleva a Guasachi para ayudar a un joven escritor a descifrar el enigmático crimen del dueño de un burdel. El negocio se llama Casablanca porque Bernardino, según una de las putas, le da un aire a Humphrey Bogart. Pero, más que París, en la obra de López Cuadras siempre nos quedará una cerveza para combatir el calor y ayudarnos a investigar un crimen en el que convergen los poderes oficiales y los fácticos, en el que el narco es apenas una tímida razón más para justificar el orden de las redes criminales de Sinaloa. Bernardino puede parecer un ícono de cine, pero nunca uno de esos resobados narcos que aparecen en La reina del sur de Arturo Pérez-Reverte, el arquetipo de todas las narconovelas best seller.

Truman Capote se emborracha en Guasachi, se interesa por sus insólitos personajes y guía al joven escritor para terminar su novela: “Quizá no tenga nada que ver con la verdad. Pero es una posibilidad. Eso es lo importante: tienes una brillante conjetura, y con ella puedes hacer una buena novela; lo demás, la verdad incluso, tíralo a la basura. No permitas que la verdad te decepcione”.202 Una historia de amor y traición, inserta en una historia de poder y corrupción, hace del asesinato de Bernardino Casablanca el eje simbólico de un modo de vida que va más allá de la eterna guerra de cárteles por la plaza y se asoma a una comunidad viva, azarosa, subyugada por inercias del poder que sobrepasan la idea de que todo en México es reducible al narco y no a la rapiña de las clases políticas, la avaricia desfondada de los empresarios y la buena puntería de policías y soldados sin remordimientos a la hora de dormir.

Uno de los personajes más entrañables y estremecedores de López Cuadras es un niño que habita en el fondo de esa ballena que por costumbre llamamos “narco”. En un magistral episodio de Cuatro muertos por capítulo, el niño camina al lado de su padre en la densidad de la sierra:

Por aquí, por el Montoso, se da mucho el café debajo de los árboles. Una vez vi una mata y le pregunté a mi apá: Qué es eso, y él me contestó: Café. Y por qué está colorado. Porque está verde, dijo él, y pasé muchos días sin entender, y hasta pensé que me estaba vacilando, pero no: a los diyitas bien que entendí. Y luego fui yo y le dije: El café es rojo cuando está verde. Aya, pinchi, dijo él, que como es señor sí puede decir malas palabras, y de dónde sacaste eso de rojo. Porque por aquí a lo rojo le decimos colorado. La maestra me enseñó, le contesté, y se me quedó mirando como si yo supiera más cosas que las que él sabe, y pensé, es en la escuela donde me enseñan esas cosas que no me enseñan en la casa, pero no lo dije.203

El niño rebasa el destino trazado por su padre, un humilde sembrador de marihuana, y se convierte en un exitoso traficante sólo porque aprende a conocer los alcances del negocio y también a respetar sus límites. El primero entre ellos, no desafiar nunca el poder del Estado:

El problema es que, si matas a uno, mandan a diez, y si matas a los diez, mandan al ejército, y entonces sí, todo el mundo a correr. Antes, cuando llegaba la tropa, sólo se quedaban en las casas los viejos, las mujeres y los chamacos; pero desde que les dio por arrasar parejo, los ranchos quedan desolados. Familias enteras desaparecen. Así que, cuando sabemos que vienen en camino, o escuchamos el retumbar de las hélices del boludo, a correr y que santo Malverde nos proteja.204

Este pasaje es crucial en el imaginario político de López Cuadras: el ejército es el poder inapelable que termina por destruir el tejido social sin distinciones entre civiles y traficantes. A su lado, la llamada “narcocultura” —significada en el culto a Malverde, el santo patrono de los “narcos”— aparece como una estampa folclórica tan irrelevante como los grupos de traficantes mismos.

La ironía de la novela llega a su clímax casi al final de la historia cuando el jefe de la familia, Emanuel Simental, lee en un periódico que se le acusa de encabezar un “cártel”. A punto de ser asesinado, Simental reflexiona: “Un cartel, dicen los periódicos, eso voy a construir”.205 Este extraordinario momento no puede exagerarse: el traficante es también presa del mismo deseo de representación de la gringa que busca escribir el guion de cine y de Caldera que busca aderezar con mito la vida precaria de la familia a la que sirve. Simental fantasea con convertirse en el mito criminal que afirman los medios de comunicación, reproduciendo a su vez información oficial. El traficante sueña con ser “narco” y comandar su propio “cártel”. En este punto, López Cuadras anticipa la extraña realidad mexicana: su novela emula sin saberlo el momento en que “El Chapo” Guzmán aspira a ver su nombre eternizado, como ya se vio, en una película protagonizada por la actriz Kate del Castillo. Simental y Guzmán son objetos de la misma fuerza de representación del discurso oficial, que termina por seducirlos incluso a ellos mismos. No lo fueron nunca, pero ambos, el personaje de ficción y el traficante real, habrían querido ser “narcos”.

La complejidad narrativa de López Cuadras puede resumirse en el protagonista de Cástulo Bojórquez (2001), que tampoco es el reiterativo “narco” unidimensional que imaginan tantos autores de “narconovelas”. Cástulo “fue sembrador de amapola, narcotraficante, salteador de caminos, presidiario, policía judicial, parrandero, esposo intermitente, amante furtivo, padre de quince hijos conocidos e hijo pródigo de una madre que moría de desvelo con el rosario en la mano”.206 Un personaje así desborda los arquetipos y únicamente puede cobrar vida en una novela construida con precisión y sin concesiones al lector, y que por sí sola, según Adriana Valderráin, “basta para colocar al sinaloense entre lo más granado no sólo de su estado natal, sino de las letras mexicanas”.207

Que la obra de López Cuadras no sea asediada por las grandes editoriales comerciales seguirá siendo un misterio. Por ahora, es posible leer Cuatro muertos por capítulo porque Ediciones B tuvo el acierto de publicarla sin esperar éxitos de venta inmediatos (aunque su única edición ya está al parecer agotada). Debemos a ediciones Arlequín nuevas y cuidadosas ediciones de La novela inconclusa de Bernardino Casablanca y de la polémica novela breve Macho profundo (1999), una doble diatriba contra el machismo y el feminismo extremos. Aunque no siempre disponible en sus librerías, el Fondo de Cultura Económica aún reimprime Cástulo Bojórquez. Finalmente, los magníficos cuentos de La primera vez que vi a Kim Novak (1996) aún existen en papel gracias a la Universidad Autónoma de Sinaloa, que también publicó con el mismo FCE una coedición de El delfín de Kowalsky, la última obra inédita de López Cuadras.

Si el lector exigente, como ese niño imaginado por López Cuadras, se interesa en descubrir por qué el café rojo está verde, por qué Truman Capote puede encontrar consuelo en la cerveza Pacífico bajo el sol sinaloense, por qué los leones duermen en las iglesias o por qué el narco es un negocio entre políticos, empresarios, policías y algún traficante propenso a la tragedia, entonces acaso habrá comprendido una función de la verdadera literatura: imaginar el mundo con inteligencia crítica para evitar que eso, que a falta de otra palabra llamamos “realidad”, no nos decepcione nunca.

 

 

194. César López Cuadras, Cuatro muertos por capítulo (México: Ediciones B, 2013, p. 9).

195. Ibid., p. 139.

196. Ibid., p. 11.

197. Ibid., p. 193.

198. Ibid., p. 194.

199. Ibid., p. 194.

200. Geney Beltrán Félix, “Una de narcos”, Confabulario (25 de mayo de 2013), <http://confabulario.eluniversal.com.mx/107/>.

201. López Cuadras, La primera vez que vi a Kim Novak. Cuentos y relatos de Guasachi (1996, México: Universidad Autónoma de Sinaloa, 2010, p. 24).

202. López Cuadras, La novela inconclusa de Bernardino Casablanca (1996, México: Ediciones Arlequín, 2007, p. 223).

203. López Cuadras, Cuatro muertos por capítulo, op. cit., p. 32.

204. Ibid., p. 160.

205. Ibid., p. 179.

206. López Cuadras, Cástulo Bojórquez (2001, México: Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 9).

207. Adriana Velderráin, “César López Cuadras (1951-2013)”, Letrarte (18 de abril de 2013), <http://letrarte.gob.mx/2013/04/cesar-lopez-cuadras-1951-2013/>.


DANIEL SADA Y EL RETORNO DE LO POLÍTICO

“Llegaron los cadáveres a las tres de la tarde. En una camioneta los trajeron —en masa, al descubierto— y todos balaceados como era de esperarse. Bajo el solazo cruel miradas sorprendidas, pues no era para menos ver así nada más paseando por el pueblo tanta carne apilada, ¿de personas locales? Eso estaba por verse.”208

Nunca como antes resulta tan actual el arranque de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), la obra maestra de Daniel Sada (1953-2011): la estremecedora imagen de una camioneta que reparte los cadáveres de víctimas de una represión oficial adquiere una pertinencia cruel en estos días de crisis política en México. Propongo en lo que sigue recorrer algunos aspectos de la obra de Sada como vehículo de reflexión de la emergencia nacional detonada por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero. Como espacio privilegiado de significación, una de las posibilidades de la literatura reciente es —o debería ser— abordar críticamente el proceso histórico que enmarca nuestro presente. Me interesa ante todo señalar cómo, al proponerse objetivos políticos específicos, la narrativa de ficción puede generar oportunidades productivas de disenso intelectual. Ese disenso se articula en formas de resistencia explícita que desde lo simbólico desestabilizan la perniciosa hegemonía de los discursos oficiales. En medio de un panorama literario dominado por obras comerciales despolitizadas, frívolas e irrelevantes, volver a pensar políticamente por medio de la escritura literaria puede resultar una operación crucial para hacer visible la violencia de Estado y desafiar, como en el caso de Ayotzinapa, la más brutal dimensión criminal del poder oficial.

Ante la supuesta “guerra” contra las drogas, la narrativa mexicana no ha estado a la altura de la catástrofe política que se esconde en aquello que con exceso de soltura nombramos “narco”. Como discutí antes, autores como Élmer Mendoza, Juan Pablo Villalobos, Alejandro Almazán y Bernardo Fernández BEF, entre otros, no han hecho sino reproducir el discurso oficial que atribuye la violencia a una constante lucha de cárteles de la droga que simultáneamente desafían e incluso rebasan el poder del Estado. Como es recurrente en la música popular, el cine y el arte conceptual sobre el narco, la mayoría de las narconovelas escritas en la primera década del siglo XXI abordan el fenómeno neutralizadas políticamente. Esto es el resultado de un habitus en el campo literario que premia las representaciones del narco que son consecuentes con la visión oficial que a diario refuerzan los principales medios de comunicación dentro y fuera de México.

Apenas unas cuantas semanas después del crimen de Ayotzinapa ocurrido el 26 de septiembre, el repudio nacional e internacional consiguió lo que no fue posible articular durante todo el sexenio de Calderón: un corto circuito en la dominante hegemonía que responsabiliza a un abstracto “narco” de la violencia de Estado. Como anota Oscar de Pablo, “[l]a probable colaboración del crimen organizado con la policía de Iguala en este ataque ha contribuido a oscurecer la naturaleza específicamente política de este crimen”.209 Pese a ello, las familias de las víctimas, junto a numerosos intelectuales, periodistas y activistas han rechazado con firmeza la tesis oficial que atribuye la desaparición de los normalistas a una impersonal acción del narco. También han resistido los intentos del Estado por posicionarse simbólicamente del lado de la sociedad civil, como en su momento sí logró hacerlo cuando el Movimiento por la Paz y Justicia, encabezado por Javier Sicilia, se reunió con el presidente Felipe Calderón, legitimándolo como una autoridad todavía viable.

A la par de este extraordinario momento de repolitización, aguardamos ahora una literatura con la misma voluntad crítica de someter a juicio la violencia de Estado. Mientras esperamos, la obra de Daniel Sada ya arroja claves útiles para comprender nuestras circunstancias actuales. Porque parece mentira la verdad nunca se sabe toma lugar en el ficticio pueblo de Remadrín, en el estado norteño de Capila y en un país llamado, no sin ironía, Mágico. En el centro de la historia se encuentra el descarado fraude electoral perpetrado por el alcalde Romeo Pomar, un siniestro político al servicio de las élites de su partido. Frente a los ciudadanos, un comando armado roba las urnas en plena jornada electoral. Aquí comienza la parte álgida de la trama: una protesta masiva que pretende llevar su indignación hasta la capital del estado es reprimida con una sangrienta masacre planeada por el gobernador.

Al avanzar por los caminos de terracería de la zona, el chofer de la camioneta cargada de cadáveres se desorienta y termina en un peligroso cañón con curvas cerradas. En tanto, el conductor y sus ayudantes se entretienen contando chistes hasta que desciende sobre ellos una parvada de buitres que se lanza a devorar los cadáveres. Todos comienzan a rezar:

De repente un costalazo, otro, pero posmo al doble. Y de ahí para delante más enfáticos los rezos siendo que los rezadores creían oír casi a coro las voces de los cadáveres diciendo: ¡Tápenos!, ¡tápenos! Al caído lo notaron, pero otra maldita curva ex profeso lo borró, otrosí: un problema menos, pues no lo recogerían.210

La cobardía y la indiferencia deshumanizan al chofer y a sus ayudantes, que deciden abandonar los cuerpos caídos a la rapiña de los buitres. Para encubrir el crimen, el gobernador del estado trama la renuncia forzada y la eventual desaparición del alcalde. Y para retomar el control del consternado Remadrín, el gobernador ordena la ocupación militar de las calles. Contingentes de soldados bloquean los caminos e impiden la entrada de alimentos. Los habitantes del pueblo no tienen otra opción que abandonar sus casas para sobrevivir en otras comunidades de la región. Trinidad y Cecilia, protagonistas de la novela, huyen sin noticia del paradero de sus hijos, Salomón y Papías, quienes desaparecieron durante la matanza.

En una reseña, el crítico Christopher Domínguez Michael considera que Porque parece mentira la verdad nunca se sabe “está más allá del fin y de los medios, de la política y de la ética, al manifestarse en un concierto casi insoportable de palabras, palabras sometidas a todas las acepciones y las declinaciones, donde sólo la apariencia es vernácula, pues estamos ante la más ‘artística’ de las prosas”.211 Este tipo de lectura opera un desplazamiento de las dimensiones políticas y éticas de la obra de Sada para privilegiar el análisis de sus mecanismos formales, como si fuesen extremos irreconciliables de un objeto literario escindido. Pero nunca hay un “más allá” de la política en la literatura: todo texto literario surge de una red de significación ideológica que siempre tiene un trasfondo político. El lector actual de la novela de Sada encontrará paralelos sorprendentes con la atrocidad de Ayotzinapa: el alcalde de Remadrín es inculpado como el principal autor intelectual de la matanza, al igual que el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, quien junto con su esposa, María de los Ángeles Pineda, han sido responsabilizados por la desaparición de los normalistas. La participación de la policía y el ejército resuenan igualmente entre la novela y la represión en Guerrero. Esto puede explicarse principalmente porque el caso de Ayotzinapa se inscribe en el monopolio de la violencia legítima e ilegítima que el Estado mexicano ha ejercido invariablemente a pesar de las discontinuidades políticas entre sus gobiernos, como lo estudia Carlos Montemayor en su libro póstumo La violencia de Estado en México: antes y después de 1968 (2010).

Entre Tlatelolco, el jueves de Corpus y Ayotzinapa median importantes matices políticos, pero el crimen de Estado opera de modos análogos. No obstante, al volver al contexto histórico que separa a la novela y el presente de Ayotzinapa, dos diferencias surgen de inmediato: el gobernador de Capila en la novela de Sada no sólo no renuncia a su cargo —como sí lo hizo Ángel Aguirre, el gobernador de Guerrero— sino que castiga al pueblo entero hasta orillar a sus habitantes al exilio. La novela de Sada responde así con precisión a una etapa anterior de la historia del Estado mexicano: los últimos años de los represivos gobiernos del PRI. A eso se debe que en la lógica de la novela resulte verosímil que el gobierno estatal, protegido en la impunidad absoluta y sin la abundante información que hacen circular ahora las redes sociales en internet, permita entregar los cadáveres de la masacre a sus familiares y después decida mejor destruir al pueblo entero.

Como he discutido a lo largo de este libro, el Estado policial del PRI fue desmantelado y reemplazado por los gobiernos de la supuesta alternancia democrática sin una clara política antidrogas. La ausencia de una estrategia federal facilitó la creación de regiones en las que estructuras de poder locales asumieron el control de la economía clandestina con alianzas mafiosas entre gobernadores, procuradurías estatales y empresarios en estados como Tamaulipas, Chihuahua, Michoacán, y desde luego, Guerrero. En ese contexto, cuando Daniel Sada vuelve a escribir sobre la violencia y el poder oficial, el país se encuentra en medio de la llamada “guerra contra el narco” emprendida por el presidente Calderón. Pero tanto en la novela de Sada como en la realidad, el “narco” tiene poco o nada que ver con los conflictos estatales. La estrategia de Calderón, menos que un intento por atacar al “crimen organizado”, puede más bien entenderse como el criminal intento por recobrar la soberanía del Estado sobre el narco que el PRI detentó durante décadas. En la novela de Sada, el gobernador y sus subalternos cometen fraude, intimidación, tortura y asesinato sin consecuencia alguna. Novela y realidad se tocan aquí en más de un modo: el Estado y su impunidad son el común denominador de ambos.

Con su novela póstuma El lenguaje del juego (2012), Sada posiciona al lenguaje mismo como el dispositivo esencial que vuelve legible el fenómeno del “narco”, es decir, siguiendo al filósofo francés Jacques Rancière, el lenguaje como la verdadera plataforma que condiciona lo que se dice y lo que se ve del tráfico de drogas. En la serie de televisión estadounidense The Wire, la palabra juego (“game”) designa el circuito de distribución y venta de droga que directa o indirectamente se integra en las redes de poder de la clase política, empresarial y policial de la ciudad de Baltimore. En la novela de Sada, ese juego parece indistintamente político y criminal, en el cual los caciques locales comercian con droga entre otros negocios al amparo del poder oficial, local y federal. El lenguaje construye aquí una realidad que determina las condiciones del juego, o dicho de otro modo, las reglas de enunciación del narco que crean la ilusión de comprender las causas de la violencia.

La novela ocurre en el imaginario pueblo norteño de San Gregorio, cuya pronunciación continua —sangre-gorio— cobra sentido cuando se convierte en el epicentro de una sangrienta guerra entre grupos criminales que se identifican de inmediato como “cárteles”. Los primeros brotes de violencia escalan repentinamente tras el asesinato del presidente municipal, homicidio que ocurre justo después de que el ejército federal hubiera ocupado la zona por varias semanas. Vale la pena detenerse en un pasaje significativo:

Ya de por sí se obviaba que un cártel poderoso tenía la pretensión de adueñarse de ipso de ese pueblo con visos de ciudad, que porque les cuadraba reteharto. […] Bien visto ese lugar, pronto llegaría a ser un centro fabuloso para traer, guardar y distribuir droga. […] y teniendo esos jijos al nuevo presidente de su lado, pues, ¡claro!, más fácil todavía. ¿Quién sería el interino? Alguien que ellos nombraran, por supuesto […] Extensa conjetura no tan desatinada.212

Como ocurre con todas las novelas de Sada, la voz narrativa funciona como un personaje más que contribuye a producir el sentido general de la trama, pero también a desestabilizarlo. En la cita anterior se “obviaba” que un nuevo “cártel” será respaldado por el nuevo presidente municipal que los narcos mismos nombrarían. La “extensa conjetura”, como la llama el narrador, coincide al nivel del lenguaje con la narrativa oficial del narco que el gobierno de Calderón defendió hasta el final de su sexenio: poderosos cárteles luchan entre sí por el control de plazas valiosas para el tráfico de drogas. En la novela de Sada, ése es el lenguaje del juego. La acción misma, sin embargo, muestra a los lectores una realidad distinta: en el polvoriento e insignificante San Gregorio la ocupación del ejército precedió a la confrontación entre dos grupos criminales. En medio de la guerra, los supuestos “cárteles” son agrupaciones armadas que se atacan entre sí mientras que el ejército permanece como un observador pasivo, como esperando el resultado de esa confrontación para continuar con el “juego”.

Es revelador en este punto comparar la mitológica noción de cártel con la organización de Virgilio Zorrilla, el empresario y cacique local que entre sus negocios también incluye el del tráfico de droga. Como en el célebre cuento “Casa tomada” de Julio Cortázar, San Gregorio es ocupado por fuerzas desconocidas que derrotan sin mayor dificultad al “cártel” de Zorrilla, quien se ve obligado a exiliarse en Estados Unidos con su hijo, donde juntos se dedican a drogarse hasta morir de una sobredosis: el gran capo convertido en junkie de un picadero cualquiera. En tanto, explica el narrador: “el partido político en funciones fue el que dio la venia para…”. La sugerente elipsis alude a la red política nacional que sostiene al nuevo capo de San Gregorio, cuya procedencia se ignora pero que sin duda había “venido en avalancha con todo su poder”.213 Ese mismo poder es el que decide finalmente el reemplazo del presidente municipal, como se implica en la siguiente escena:

el alcalde interino, por su lado, localizó una esquina protectora en una sala magna en donde estaba una bandera nacional vistosa, metida en un armario de cristal, pues eso fue lo que abrazó el alcalde para sentirse a salvo: según él, sería el lábaro patrio un ángel de la guarda. Creerlo así servía, dado que era un cobijo abstracto-artificioso.214

El alcalde de un pueblo asediado por la violencia del narco se abraza de la bandera como un deshonrado Juan Escutia del siglo XXI. Al igual que en la película El infierno de Luis Estrada, en la que los narcos, la presidencia municipal y la policía federal forman un mismo colectivo que acaso sí merecería la palabra “cártel” y que al final del filme tiñe la bandera mexicana con su propia sangre, El lenguaje del juego muestra un país donde, como anota Juan Villoro, “todos los partidos políticos, la Iglesia, la policía y las familias fomentan el delito”.215

El lenguaje del juego repolitiza su representación performativa del narco al dramatizar las acciones de los personajes que se enfrentan a la violencia sistémica en el norte del país. La inercia del lenguaje simultáneamente construye y deconstruye la historia concreta de una localidad atrapada en un conflicto armado en el que participan políticos, militares, empresarios y traficantes, pero que continúa narrándose bajo la imprecisa épica de la “guerra de cárteles”. Ante el desfase entre el lenguaje y lo real que simboliza, el narrador acota: “Por desgracia, o por fortuna, el misterio pertenece a un circuito plagado de supuestos que crece en demasía, pero jamás se rompe”.216 En este punto surge una pregunta: ¿la novela ilumina las condiciones de posibilidad del discurso oficial o es ese discurso el que condiciona y posibilita la trama de la novela? El principal hallazgo literario de Daniel Sada es el señalamiento implícito de que ambos fenómenos son constitutivos de toda narrativa mexicana contemporánea que se acerque al tema del narcotráfico, que en más de un modo el lenguaje es el juego.

La urgencia de reconsiderar lo político ha cobrado una mayor relevancia desde principios de la década de 1990, como ha sido la agenda para repensar el principio de antagonismo conceptualizado por Carl Schmitt que la politóloga belga Chantal Mouffe juzga imprescindible para todo orden social democrático. Mouffe advierte desde entonces que en “el proceso de neutralización y despolitización” actual “el capitalismo demócrata liberal se ha impuesto como la única solución racional al problema de organización de las sociedades modernas”.217 En México, el despolitizado régimen de representación adoptado por la mayoría de las narconarrativas continúa estando epistemológicamente basado en la matriz discursiva oficial que el sociólogo Luis Astorga detectó hace casi veinte años durante la era del Estado soberano del PRI. La obra de Daniel Sada, junto con aquellas novelas que repolitizan las representaciones del narco, revela las reglas discursivas del “narco” al contrastarlas con la realidad menos épica de los traficantes inmersos en los laberintos del poder en México. Esa realidad, acaso menos llamativa que la hollywoodense vida de “El Chapo” Guzmán, será sin embargo la materia prima de la narcoliteratura que prevalecerá cuando el reciclado lenguaje oficial del juego deje por fin de impresionarnos. Como en la novela de Sada, quedará en cambio la compleja red de criminalidad que enmarca al narco dentro del Estado y la sociedad civil, entre políticos, empresarios y policías, es decir, en la clara superficie de nuestra compartida esfera pública.

Las represiones políticas perpetradas por el PRI fueron narradas durante la segunda mitad del siglo XX por escritores como Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco (1971), Vicente Leñero en Los periodistas (1978) y Víctor Hugo Rascón Banda en Contrabando (2008), quienes mostraron, desde la ficción y el testimonio, la cruel letalidad de la violencia de Estado. Junto a estas obras, resulta crucial también releer la apasionada denuncia que Carlos Montemayor consiguió transmitir en Guerra en el paraíso (1991) para consignar los crímenes que el gobierno federal cometió para exterminar a la guerrilla del profesor normalista Lucio Cabañas. Nuestra literatura actual tiene ahora la enorme tarea de retomar el legado crítico de la literatura mexicana ante la nueva emergencia en el estado de Guerrero para someter a un examen simbólico los bordes criminales del poder oficial.

En esa dirección, volvamos a la primera página de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe para observar el trayecto de ese terrible camión que reparte los cadáveres de las víctimas del Estado. Casi dos décadas después de la publicación de la novela de Sada, nos inquieta leer que la trama comienza justamente cuando los cuerpos ultrajados por la impunidad y la indiferencia son devueltos a sus familiares. Entre el horror de esa brutal masacre imaginaria hubo todavía personajes que sintieron el deber básico de entregar los muertos a sus deudos. En el presente real del Estado mexicano, nadie ha sido aún capaz de ese mínimo gesto de humanidad que por ahora sólo parece posible en las páginas de una novela. Esperemos que en alguna parte de México alguien haya por fin comenzado a narrar nuestra nueva realidad.

 

 

208. Daniel Sada, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (México: Tusquets, 1999, p. 13).

209. Oscar de Pablo, “Iguala: Crimen de estado, crimen de clase”, Gkillcity, 178 (17 de noviembre de 2014), <http://gkillcity.com/articulos/el-mirador-politico/ iguala-crimen-estado-crimen-clase>.

210. Sada, op. cit., p. 413.

211. Christopher Domínguez Michael, “La lección del maestro”, Letras Libres, I.10 (1999), pp. 90-91, <http://www.letraslibres.com/mexico/libros/porque-parece-mentira-la-verdad-nunca-se-sabe-daniel-sada>.

212. Daniel Sada, El lenguaje del juego (Barcelona: Anagrama, 2012, p. 72).

213. Ibid., p. 82.

214. Ibid., p. 82.

215. Juan Villoro, “La violencia en el espejo”, El País (3 de agosto de 2013).

216. Sada, El lenguaje del juego, op. cit., p. 185.

217. Chantal Mouffe (ed.), The Challenge of Carl Schmitt (Nueva York y Londres: Verso, 1999, pp. 2, 3).


ROBERTO BOLAÑO Y EL ROSTRO DEL “NARCO”

En 2666 (2004), la novela póstuma de Roberto Bolaño (1953-2003), hay una escena en un bar de Santa Teresa —como se sabe, basada en la fronteriza Ciudad Juárez— en la que un policía judicial llamado Juan de Dios Martínez observa en la terraza del local a un hombre vestido de ranchero, sentado de espaldas, y cuyo rostro nunca puede ver directamente. El policía especula que se trata de un narcotraficante. Frente al ranchero está un joven acordeonista y una violinista, quienes intentan atraer su atención: “Lo más triste de todo, pensó Juan de Dios Martínez, era que el narcotraficante o la espalda trajeada del supuesto narcotraficante, apenas se fijaba en ellos, ocupado en conversar con un tipo con perfil de mangosta y con una fulana con perfil de gata”.218

Cuando los músicos por fin llaman la atención del supuesto narco y sus acompañantes, algo ocurre que intriga al policía:

El tipo con perfil de mangosta se levantó de la silla y le dijo algo al oído al acordeonista. Luego volvió a sentarse y el acordeonista se quedó con un gesto de disgusto dibujado en los labios. Como un niño a punto de echarse a llorar. La violinista tenía los ojos abiertos y sonreía. El narcotraficante y la tipa con perfil de gata pegaron sus cabezas. La nariz del narco era grande y huesuda y tenía un aire aristocrático. ¿Pero aristocrático de qué? Salvo los labios, el resto de la cara del acordeonista estaba desencajada. Ondas desconocidas atravesaron el pecho del judicial. Este mundo es extraño y fascinante, pensó.219

El supuesto narco permanece siempre anónimo, sin rostro, y es el único que no se distingue por un atributo animal (mangosta, gata). Su identidad imaginada le confiere de inmediato una función social específica que excede a la persona convencional y despliega violencia y poder sin tener que moverse de la mesa: es un narco. Cuando aparece su perfil por un instante, el judicial piensa en la aristocracia, en una élite que no consigue situar dentro del esquema de la sociedad conocida. La escena ilustra así la problemática manera en que se articula el imaginario del narco que predomina en la mayoría de las llamadas “narconovelas” en México: historias basadas en reflejos limitados de un fenómeno cuya realidad nos resulta inaccesible; lo real del narco únicamente es posible a través de la construcción imaginaria de ciertos trazos de su violencia vista a una distancia infranqueable, donde la sensación del poder de una élite se intuye, pero no puede conocerse.

A más de una década de su primera edición, 2666, la novela más ambiciosa y compleja de Bolaño, ha sido leída por la crítica académica a través de modelos teóricos que intentan desafiar la noción de una tradición literaria nacional. Con ello, algunos críticos sugieren entender la novela como una reflexión sobre procesos históricos mundiales que revela el violento fracaso de la modernidad occidental que experimentan en común, en el contexto del libro, México, Estados Unidos y Europa. Sharae Deckard, por ejemplo, propone comprender la estructura de 2666 como “sistemáticamente histórico-mundial, uniendo una semiperiferia particular (Ciudad Juárez) y una coyuntura histórica particular (el capitalismo tardío del milenio) con un vasto alcance geopolítico”.220 En el modelo de Deckard, cada una de las cinco partes de 2666 explora formas y géneros literarios distintos como un intento de totalización de la tradición occidental: “La parte de los críticos” sería una novela de sátira académica; “La parte de Amalfitano”, un thriller filosófico; “La parte de Fate”, una road novel beat; “La parte de los crímenes”, una novela detectivesca; y “La parte de Archimboldi”, una künstlerroman y una novela histórica.221 De modo análogo, Sergio Villalobos analiza 2666 como una “articulación planetaria del mundo a través de la guerra global”,222 siguiendo aquí la noción propuesta por el historiador italiano Carlo Galli para comprender las dinámicas mundiales que desactivan los conceptos decimonónicos de soberanía, territorio y nación. Estos acercamientos, desde luego válidos y productivos, se preocupan por trazar el arco histórico con el que Bolaño vincula la esclavitud africana, el holocausto y los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez.

No obstante, 2666 ofrece también una aguda representación crítica de los primeros años del siglo XXI en México que la crítica encandilada por la globalización ha pasado por alto. Como ya he discutido antes, la máquina presidencial del PRI sometió durante siete décadas a generaciones enteras de narcotraficantes. No se trató de una relación de complicidad o de tolerancia, sino de una total subordinación del crimen organizado al poder político. Con la derrota del PRI en la elección presidencial de 2000, el Estado policial pasó a ser un Estado securitario. Y mientras Bolaño escribía, el país ya se despeñaba hacia un nuevo poder político fragmentado con la consolidación del neoliberalismo como principio de gobierno. Entre sus muchos aciertos, 2666 da cuenta de esa fragmentación del poder.

Mientras que algunos de los novelistas que escriben sobre el narco suponen que es posible articular una narrativa crítica renunciando al léxico dominante (“sicario”, “plaza”, “cártel”, el “narco” mismo), otros repiten la perogrullada de que el escritor sólo tiene la encomienda de “escribir bien”, como si la praxis literaria fuese reducible a una cuestión de forma sin fondo, como si el ideal modernista de la autonomía literaria, “el arte por el arte”, fuese realizable. Para escribir literatura contrahegemónica en torno al narco es crucial entender, siguiendo a José Revueltas, que el objetivo de todo escritor debería ser “comunicar bien”,223 lo que equivale a articular un saber específico que desde la literatura consiga elucidar de un modo crítico el narcotráfico evitando la fuerza de los discursos oficiales que buscan reducir el comercio de la droga a imaginarios cárteles que sobrepasan el poder del Estado y supuestamente controlan múltiples regiones del país.

En la novela póstuma Los sinsabores del verdadero policía (2011), Bolaño juzga en boca de uno de sus personajes: “parecía seguir la máxima de De Kooning: el estilo es un fraude”.224 Más que una simple provocación, Bolaño retoma aquí una de las más célebres consignas de Borges en su ensayo “La supersticiosa ética del lector”. Contra la condición inamovible de la “página perfecta”, cuyo delicado orden no tolera alteraciones, Borges admira la obra fluida e inestable que mantiene sus significados en movimiento: “la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba”.225 Así, si “el estilo es un fraude”, en la poética de Bolaño esto implica prácticas literarias con el objetivo de producir discontinuidades que no temen desarticular las estructuras narrativas, sacrificar tramas y desatender a personajes si a cambio de ello privilegia los hallazgos de significados críticos y trascendentes, o trascendentes en tanto críticos.

Bolaño reformuló a su modo la tesis borgeana y advirtió:

“Colocar las palabras adecuadas en el lugar adecuado es la más genuina definición del estilo”, dice Jonathan Swift. Pero evidentemente la gran literatura no es una cuestión de estilo ni de gramática, como también sabía Swift. Es una cuestión de iluminación, tal como entiende Rimbaud esta palabra. Es una cuestión de videncia. Es decir, por un lado es una lectura lúcida y exhaustiva del árbol canónico y por otro lado una bomba de relojería. Un testimonio (o una obra, como queramos llamarle) que explota en las manos de los lectores y que se proyecta hacia el futuro.226

2666 consigue una crítica alternativa del narco porque, en vez de invertir su capital en los fuegos pirotécnicos del estilo, Bolaño produce una iluminación sobre el fenómeno del tráfico de drogas: relocaliza al Estado y sus lógicas de poder en el centro de su análisis, es decir, reposiciona al Estado como el significante central del narcotráfico. 2666 se adentra en los laberintos del poder oficial y descubre al narco siempre inscrito bajo el nombre de los empresarios, de los policías y de los políticos gobernantes, siempre adentro de las estructuras de Estado. Como con el personaje de Lalo Cura, el lector se sorprende de encontrar narcos que no buscan apagar una insaciable sed de sangre y que no viven de modos excéntricos y ridículos en búnkeres amurallados. El arquetipo oficial del narco se disuelve en 2666 con el personaje de ese empresario que entre sus múltiples negocios además invierte en el comercio de la droga, siempre vigilado y controlado por la policía y la política local. El lector se identifica a sí mismo en la inocencia política de Lalo Cura:

Después hablaron de Pedro Rengifo y Lalo Cura se preguntó cómo había sido posible que él no se diera cuenta de que don Pedro era narcotraficante. Porque todavía eres chamaco, dijo Epifanio. Y después dijo: ¿por qué crees que tiene tantos guardaespaldas? Pues porque es rico, dijo Lalo Cura. Epifanio se rió. Ándele, dijo, vamos a dormir, que usted está más dormido que despierto.227

Como Lalo Cura, estamos más dormidos que despiertos. Guiamos nuestra comprensión de lo político a base de supuestos tan básicos como ingenuos. Asociamos el éxito material como algo legítimo e imaginamos que un narco debe ser igual a un delincuente común, incapaz de parecerse a un miembro respetable de nuestra sociedad, imposible menos aún que se parezca a nosotros mismos.

Hay otro aspecto luminoso en esa intuición ingenua de Lalo Cura. En la tercera de las cinco partes que integran 2666, el personaje de Oscar Fate, un periodista negro de Nueva York, se convierte en el repentino salvador de una joven que podría haber sido una más de los cientos de mujeres en el metroplex posindustrial de la ciudad fronteriza de Santa Teresa. Al calor del alcohol y las drogas, Fate sigue a un grupo de locales hasta la casa de uno de ellos, donde advierte que la vida de Rosa Amalfitano, la hija de un profesor chileno exiliado en Santa Teresa, corre peligro. En una de las secuencias de acción más cinematográficas de la novela, Fate golpea y derriba a un hombre que lo amenaza con una pistola y escapa con Rosa, a quien apenas conoce. Juntos cruzan la frontera hacia Estados Unidos, desde donde Rosa planea abordar un avión a su natal España, siguiendo el plan de escape ideado por su padre. A salvo, Rosa sabe que el éxito de su huida no fue fortuito y así se lo explica a Fate: “Estamos vivos porque no hemos visto ni sabemos nada”.228

Las improvisadas acciones de Fate en esta parte de 2666 son el resultado de un conocimiento equívoco y superficial de Santa Teresa. Su ignorancia, como en el caso de Lalo Cura, es el resultado de un limitado entendimiento de la violencia sistémica en la frontera. Así es denunciado en una cita con frecuencia subrayada por la crítica: “Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo”.229 Este problema político está codificado en el personaje de Fate: su incapacidad por entender no sólo no desvía sus actos, sino que de hecho los produce. Su postura ética es el resultado de lo que el filósofo francés Alain Badiou llama “una relación sin relación”,230 es decir, acciones sin un móvil político específico que no tienen consecuencias para la red criminal de la frontera. En otras palabras, Fate puede salvar a Rosa precisamente porque su intervención es políticamente inocua. Su ignorancia es el salvoconducto que les permite cruzar la frontera. Es, por así decirlo, el hombre que sabía demasiado poco.

Ciertos personajes de 2666, como Fate y Lalo Cura, son en efecto neutralizados por su incapacidad de determinar correctamente el sentido de lo político en Santa Teresa. Jacques Derrida deconstruye el concepto de lo político propuesto por Carl Schmitt argumentando que la verdadera identidad del enemigo nunca puede establecerse concretamente, pues su taxonomía permanece ambigua y “accesible sólo en el discurso”, pues “ninguna política ha sido adecuada a su concepto”.231 En su célebre tratado sobre Las políticas de la amistad, Derrida afirma que todo individuo puede iniciar independientemente un acto de amistad sin invocar necesariamente a un amigo correspondiente o a un enemigo antagónico. Así, según Derrida, en el nivel más básico, la praxis material de lo político elude el principio de antagonismo propuesto por Schmitt. Pero ¿qué ocurre con aquellos personajes que sí comprenden las redes de criminalidad y de poder? ¿Qué ocurre cuando la intervención se vuelve deliberadamente política?

La representación que Bolaño hace de la frontera está estructurada alrededor de una colectividad de personajes que confronta políticamente el feminicidio de Santa Teresa, no desde una postura ética despolitizada sino produciendo una acción política transformadora. 2666 es en este sentido una novela sobre ciudadanos que reclaman un lugar en el campo político en contra de la fuerza corruptora de políticos, policías, militares y empresarios involucrados en el crimen organizado. El problema de la mayoría de las narconarrativas que se enfocan en las víctimas es que al mismo tiempo dejan de lado la dimensión política del crimen. Por ello es crucial comprender las distintas formas de violencia que operan una determinada sociedad. Slavoj Žižek señala la importancia de atender menos los casos de violencia subjetiva —que él define como los actos de violencia perpetrados por individuos claramente identificables— para articular en cambio una crítica de la violencia sistémica, es decir, “las más sutiles formas de coerción que sostienen las relaciones de dominación y explotación”.232 A diferencia de la crítica que Derrida hace del concepto de lo político de Carl Schmitt, Žižek argumenta que en un mundo de violencia sistémica la distinción entre el amigo y el enemigo “es siempre un procedimiento performativo que, en contraste con sus apariencias engañosas, trae a la luz y construye el ‘verdadero rostro’ del enemigo”.233 Refutando a los académicos que se apresuran en declarar el agotamiento de lo político y el triunfo de la globalización posnacional, Žižek sostiene que “nuestras plurales y tolerantes democracias siguen siendo profundamente schmitteanas”,234 pues todavía se apoyan en la lógica binaria del amigo versus el enemigo y están más que nunca obsesionadas con la demarcación precisa de las fronteras geopolíticas mundiales.

Junto con aquellas novelas que repolitizan las representaciones del narco, 2666 plantea interrogantes cruciales que requieren de nuestra atención inmediata. ¿Puede una colectividad reconstituir el campo político para convertirse de nuevo, como analiza Jacques Rancière, en “la parte de los que no tienen parte”?235 ¿Es la literatura una práctica intelectual privilegiada capaz de crear un discurso performativo y a la vez político? Entre los académicos que responden que no a estas preguntas y que en cambio insisten en la condición pospolítica de nuestros tiempos, el crítico estadounidense Brett Levinson afirma:

Entre más ejecuta 2666 su deber como literatura, más pierde su sentido como declaración política e histórica. Entre más dice de la historia, más renuncia a su estatuto como literatura. La literatura nunca es política. Atendiendo a la política, olvida la literatura; atendiendo a la literatura, le da la espalda a la política. No puede tener las dos cosas sin dejar caer ambas.236

2666, a mi juicio, responde a esta crítica: la literatura es un discurso performativo siempre potencialmente político, y lo político es ante todo una operación performativa para identificar a los amigos y separarlos de los enemigos. La literatura puede revelar el verdadero rostro simbólico del poder y la posibilidad igualmente real de confrontarlo.

Resistir la tentación de la complaciente mitología del narco que ha dado fama y fortuna a tantos novelistas mexicanos que sueñan con alcanzar el éxito de La reina del sur es una de las muchas enseñanzas de la obra de Bolaño. En este sentido, los críticos que insisten en que Bolaño no escribió una obra maestra, en mi opinión, no han leído con detenimiento 2666. Por mi parte, desde luego, señalo apenas una de sus múltiples posibilidades de lectura sin reducir de ningún modo los alcances de su obra al tema del narco. Y aunque Bolaño sólo explora tangencialmente el fenómeno del tráfico de drogas, su tratamiento es magistral. Al volver a la escena sobre el traficante cuyo rostro nunca vemos en 2666, se advierte la dramática imposibilidad de observar lo real del narcotráfico. Como intenta el policía de Bolaño, es necesario asumir una imaginación crítica que nos permita narrar al “narco” más allá de las vestimentas y las acciones que lo vuelven igual a sí mismo, es decir, idéntico a su recurrente cliché. La novela intenta de ese modo esclarecer las redes de poder en las que opera, elucidar desde lo literario las coyunturas políticas y económicas que lo condicionan, y preguntarse, con ese personaje de Bolaño, qué aristocracia representan, a qué élite, en verdad, pertenecen.

 

 

218. Roberto Bolaño, 2666 (Barcelona: Anagrama, 2004, p. 476).

219. Ibid., p. 477.

220. Sharae Deckard, “Peripheral Realism, Millennial Capitalism, and Roberto Bolaño’s 2666”, Modern Language Quarterly, 73:3 (2012), pp. 351-372, p. 353.

221. Ibid., p. 356.

222. Sergio Villalobos-Ruminott, “A Kind of Hell: Roberto Bolaño and The Return of World Literature”, Journal of Latin American Cultural Studies, 18.2-3 (2009), pp. 193-205, p. 194.

223. José Revueltas, “Réplica sobre la novela: el cascabel al gato”, Visión del Paricutín (y otras crónicas y reseñas) (Andrea Revueltas y Philippe Cheron, eds., México: Era, 1983, pp. 206-214, p. 213).

224. Bolaño, Los sinsabores del verdadero policía (Barcelona: Anagrama, 2011, p. 283).

225. Jorge Luis Borges, “La supersticiosa ética del lector”, Discusión (1932, Obras completas I, Buenos Aires: Emecé, 1996, pp. 202-205, p. 204).

226. Roberto Bolaño y Rodrigo Fresán, “Dos hombres en el castillo. Una conversación electrónica sobre Philip K. Dick”, Letras Libres (junio de 2002), pp. 38-40, p. 40.

227. Bolaño, 2666, p. 592.

228. Ibid., p. 435.

229. Ibid., p. 439.

230. Alain Badiou y Slavoj Žižek, Philosophy in the Present (Cambridge: Polity Press, 2009, p. 11). [Hay trad. cast.: Filosofía y actualidad: el debate, Madrid, Amorrortu, 2011.]

231. Jacques Derrida, The Politics of Friendship (trad. George Collins, Nueva York y Londres: Verso, 2005, p. 114). [Hay trad. cast.: Políticas de la amistad, Valencia, Trotta, 1998.]

232. Slavoj Žižek, Violence (Nueva York: Picador, 2008, p. 9).

233. Žižek, “Homo sacer in Afghanistan”, Lacanian ink., 20 (2002), pp. 100-113, p. 100.

234. Ibid., p. 101.

235. Jacques Rancière, Disagreement: Politics and Philosohpy (Mineápolis: University of Minnesota Press, 1999, p. 77).

236. Brett Levinson, “Case closed: madness and dissociation in 2666”, Journal of Latin American Cultural Studies, 18.2-3 (2009), pp. 177-191, p. 187.


JUAN VILLORO Y EL PAÍS DEMASIADO PARECIDO A SÍ MISMO

Al comienzo de su celebrado texto sobre el narcotráfico en México, el ensayo “La alfombra roja”, Juan Villoro (1956) recuerda los rituales del secreto, el eufemismo y los signos crípticos del poder oficial mexicano en tiempos del PRI. En aquellos años bastaba con un peculiar y sutil aforismo para que un presidente en México cifrara su proyecto de nación: el lema “defenderé el peso como un perro” del presidente José López Portillo (1970-1976), culminó con el “ni los veo ni los oigo” que Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) dedicó a la oposición durante un informe de gobierno. Pero, como bien anota Villoro, una vez destruido el pacto político que en 1929 sacó al país de esa recurrente y maleable guerra civil que por costumbre llamamos Revolución mexicana, los mensajes de la política en la primera década del siglo XXI se enunciaron en el estruendo de las balas y en el horror implacable de decenas de miles de hombres y mujeres asesinados en formas impensablemente creativas. Entre otros cambios significativos, las dos presidencias del PAN transformaron los espacios de la violencia política revolucionariamente institucionalizados por el PRI: de las solitarias ejecuciones en carreteras despobladas como las que dramatizó Martín Luis Guzmán en La sombra del caudillo (1929), la derecha venida a más trasladó la dialéctica de la brutalidad a las calles concurridas y a las plazas públicas. Anota Villoro:

Hemos llegado a una nueva gramática del espanto: enfrentamos una guerra difusa, deslocalizada, sin nociones de “frente” y “retaguardia”, donde ni siquiera podemos definir los bandos. Resulta imposible determinar con un razonable grado de confianza quién pertenece a la policía y quién es un infiltrado.237

Después de la “guerra contra el narco” ordenada por el presidente Felipe Calderón, los mecanismos del poder nos obligan a preguntarnos quiénes son en realidad los miembros de esos difusos bandos. Si la noción esencial de lo político, como advierte Carl Schmitt, consiste en distinguir al amigo del enemigo, hoy más que nunca debe ser nuestra primera tarea vencer la imposibilidad de representación del narco e intentar discernir quiénes verdaderamente integran los bandos que desgarran el país y quiénes en verdad están del lado de la sociedad civil que confronta esa amenaza. El periodismo en México se ha esforzado en documentar la crónica de las víctimas; ahora falta el nombre de los victimarios. Juan Villoro, en el transcurso de estos años terribles, ha contribuido significativamente al debate y al mismo tiempo ha promovido generosamente el trabajo de ciertos académicos, periodistas y literatos que han abordado el tema con inteligencia crítica y desafiando las formas habituales de analizar el narco que sin embargo predominan en los acercamientos de la mayoría de los estudios académicos, reportajes periodísticos y novelas y cuentos escritos en México.

Cuando Villoro obtuvo en 2008 el Premio Iberoamericano de Periodismo por “La alfombra roja”, la supuesta guerra contra las drogas emprendida por Calderón apenas comenzaba. El motivo de la alfombra roja proviene de una instalación donde el ready-made de Duchamp se entrecruzaba con la tradición noir de la novela policial: la artista sinaloense Rosa María Robles cubrió el piso con cobijas teñidas de la sangre de los ejecutados que fueron envueltos en esas rústicas mortajas.238 El comentario político que subraya Villoro es de una crueldad ineluctable: el narco ha adquirido el estatus de celebridad ante un público que se maravilla con la minucia de sus vidas y el horror de su muerte como si fuesen estrellas de cine y televisión, una mezcla seductora entre Los Soprano, Caracortada y Los ricos también lloran. Ya desde ese temprano texto Villoro anotaba el nivel mítico del fenómeno:

Como los superhéroes, los narcos carecen de currículum; sólo tienen leyenda. Desconocemos a sus pares en los Estados Unidos. En México son ubicuos e intangibles. Lo mismo da que se encuentren en un presidio de máxima seguridad o en una mansión con jacuzzi de concha nácar, pues no dejan de operar. Curiosamente, la negación de la violencia ha dado paso a un temor muy informado. Para certificar que los capos son los “otros”, seres casi extraterrestres, memorizamos sus exóticos alias e inventariamos sus dietas de corazón de jaguar con pólvora o langostinos espolvoreados con tamarindo y cocaína.239

Villoro el cronista no podría haber dejado de lado el tema más urgente de nuestros tiempos. Lector agudo y cuidadoso de especialistas como Luis Astorga y Fernando Escalante Gonzalbo, Villoro articula una crítica política del narco que lo coloca junto a unos cuantos periodistas y académicos que integran una minoría ilustrada y que suscriben dos tesis claves para comprender la dimensión política del narco en México. La primera tesis señala que casi todo enunciado de conocimiento sobre el narco es el resultado de un monopolio discursivo detentado por el Estado mexicano. Ese monopolio evolucionó hacia una matriz de discurso performativo que predomina hasta hoy y cuyo principal objetivo no es explicar los mecanismos del comercio ilegal de drogas, sino determinar los parámetros de su definición: organizaciones violentas, degeneradas, inmorales, sicópatas, en los márgenes de la sociedad civil, que desafían el poder del Estado. Sin mayores pruebas que sustenten la narrativa que construye estos términos, en México se habla de supuestos “cárteles” que se declaran la guerra incesantemente, rompiendo la lógica económica de la noción de “cártel” que supone a distintos grupos de interés colaborando por un objetivo común. La segunda tesis deconstruye la mitología del narco y reescribe su historia como la historia del Estado disciplinando a las organizaciones criminales. Dicho de otro modo: el narco en México no sólo no antagoniza con el Estado, sino que es en realidad el resultado de una operación política y judicial dirigida desde el mismo Estado que estructura y a la vez limita el mercado ilícito de estupefacientes. Al trabajar con ambas tesis en sus ensayos y narraciones, Villoro se ha establecido en México como uno de los últimos intelectuales públicos con la claridad e independencia necesarias para articular una crítica política efectiva sobre el narco.

Los ecos sociales de la historia del crimen organizado en México y sus formas de representación han fascinado a Villoro a lo largo de su carrera literaria. En su novela El disparo de argón (1991), el tráfico de órganos funciona como el fantasma que asedia a una pequeña comunidad de oftalmólogos que debe confrontar la irrupción del crimen en una clínica especializada en mejorar la vista de sus pacientes. Aprender a ver críticamente la realidad es también el motivo de Materia dispuesta (1997), novela en la que un adolescente discierne entre la ideología nacionalista que defiende su padre, un afamado arquitecto, y los escombros que quedan cuando esa ideología, junto con el corrompido proyecto de nación manufacturado por el PRI, por fin se colapsan material y simbólicamente con el terremoto que destruyó la capital en 1985. Luego, en El testigo (2004), la mayor novela de Villoro, un intelectual autoexiliado en Francia regresa al México de la alternancia democrática para descubrir que la derecha recién llegada al poder intenta recodificar el nacionalismo fracasado hacia un giro neoconservador en el que resulta lógico canonizar al poeta Ramón López Velarde. Es en este nuevo (des)orden nacional en el que el crimen organizado cobra mayores espacios de acción ante el vacío de poder que produjo la caída del PRI en el 2000. El narco aparece en la novela como una incipiente amenaza que corre libre de las ataduras del gobierno federal y que ahora debe pactar con los emergentes poderes fácticos de los estados del norte del país. El testigo es en ese sentido la crónica fiel de la recomposición del tráfico de drogas cuando la estructura nacional del PRI se fragmentó en los nuevos acuerdos entre gobernadores, policías estatales y empresarios legítimos y de otra índole.

En 2012, cuando Villoro publicó Arrecife, su más reciente novela, el país ya había atravesado por la hecatombe. La trama presenta a dos músicos derrotados por la brutal y miserable realidad mexicana que deciden explotar los referentes del fracaso nacional como parte de un peculiar proyecto turístico. Mario y Tony han dilapidado su juventud en los entresueños lúcidos de las drogas y en una efímera banda de rock que ellos bautizaron como Los Extraditables, que reduce la imagen del violento cártel de Medellín a un insignificante acto de ilegalidad estética en el que Pablo Escobar vuelve para cantarnos a ritmo de heavy metal las más emotivas canciones de su vida. Luego del desastre que tarde o temprano pulveriza a toda banda de rock que se precie de haber rozado la trascendencia, Los Extraditables sobrevivientes operan un hotel en la Riviera Maya cuyo principal objetivo es atraer a esos turistas extranjeros que buscan formas de entretenimiento entre los residuos del neoliberalismo latinoamericano. Explica Mario, el exmúsico metido a gerente del hotel:

En todos los periódicos del mundo hay malas noticias sobre México: cuerpos mutilados, rostros rociados de ácido, cabezas sueltas, una mujer desnuda colgada de un poste, pilas de cadáveres. Eso provoca pánico. Lo raro es que en lugares tranquilos hay gente que quiere sentir eso. Están cansados de una vida sin sorpresas. […] Si sienten miedo eso significa que están vivos: quieren descansar sintiendo miedo.240

El experimento de las vacaciones extremas es desde luego un éxito. Las turistas gringas gozan al ser secuestradas por comandos armados con cuernos de chivo que irrumpen en el santuario nocturno del penthouse. Los burócratas disfrutan con los balazos de la guerrilla que los saluda durante una excursión entre pirámides mayas. Los Extraditables ya no son aquellos criminales que desafiaron al Estado colombiano: son ahora los administradores de un hotel-simulacro, el “narco” domesticado y reducido a una función más de la economía global.

El motivo de la pirámide y del pasado precolombino aparece en la exactitud precisa del empobrecido presente mexicano: es el último artefacto histórico por explotar. Villoro lo reformula con toda la frialdad del empresario: la Pirámide es el complejo hotelero donde los turistas pagarán por dosis de adrenalina, por jugarse a medias la vida en un país cuyo mejor producto de exportación es una posible muerte junto a las aguas contaminadas del Caribe. Dos asesinatos que producen una subtrama detectivesca confirman que el riesgo puede ser real y que una visita al hotel equivale en verdad a jugar una ruleta rusa. Villoro trabaja así con lo que queda, las ruinas de las ruinas, el recuerdo por fin agotado del México pintoresco de López Velarde. Mientras que “La suave Patria” le exigía a la nación, “Patria, te doy de tu dicha la clave:/ sé siempre igual, fiel a tu espejo diario”,241 Villoro refuta en boca del gerente de la Pirámide: “Este país se parece demasiado a sí mismo. Ofrece pasado, pasado y pasado. Guitarras, atardeceres y pirámides”.242

La Pirámide es por ello un hotel que sólo ofrece el presente y que ha comprendido con claridad las dos opciones del empresario mexicano: o administra la bancarrota junto con el lavado de dinero del narcotráfico, o trabaja con la principal materia prima del paisaje nacional: la violencia. Si no es posible vender arena limpia y restaurantes donde nadie vacíe un cuerno de chivo sobre los comensales, entonces hay que capitalizar sobre el peligro y la debacle, admirar los corales podridos, despeinarse con una ráfaga de balas, convivir con la desesperación de una guerrilla inventada en un país donde los zapatistas están más ocupados en buscar qué comer que en escuchar los ingeniosos discursos del subcomandante Marcos. “La naturaleza le gusta a todo mundo y los cachorritos de todas las especies agitan el corazón, pero si no estropeas algo no comes. La Pirámide venía del despojo, la gente pobre lo seguía siendo pero moría menos o no tan pronto”,243 anota el adelantado creador del resort. Villoro retoma aquí la tesis de Martín Caparrós y su ensayo Contra el cambio: un hiperviaje al apocalipsis climático (2010), para notar que después de destruir el mundo para su beneficio, las superpotencias exigen a los países subalternos que construyan reservas naturales y playas vírgenes, obligándolos a renunciar al beneficio de la explotación de las riquezas minerales. Que nadie tenga energía nuclear salvo quienes prohíben a otros que construyan nuevos reactores.

El narrador de Arrecife, Tony, sabe que en un país en que la historia se dedica a contar los asesinatos ordenados por el gobierno, todo lo que queda por hacer es extraer alguna ganancia de ello. Se dice que su padre fue victimado en la matanza estudiantil de Tlatelolco en 1968, y que el niño Tony se creía merecedor de una indemnización específica: “Cuando sonaba el timbre del departamento, imaginaba a un mensajero del gobierno con una televisión a colores por tener un caído en Tlatelolco”.244 Y así, cuando un maestro de primaria lo premia por los méritos pasivos de su padre desaparecido por el Estado, el narrador reclama: “No quería un 10 en civismo. Quería que el gobierno me diera una televisión”.245

Novela policial, crónica del desastre neoliberal, narconovela sutil y ácida, Arrecife aborda el final de esa sucesión de equívocos multitudinarios que llamamos “historia de México”. El disparo de argón nos enseñó a narrar la fragmentada Ciudad de México que existía en los barrios de la megalópolis de la capital, cuyo centro estaba en todas partes menos en La región más transparente de Carlos Fuentes. Con Materia dispuesta, Villoro articula la mirada de la generación que creció en el estrépito de los terremotos y que tuvo que aprender a abrirse paso entre los escombros de la patria asediada por las placas tectónicas y las fisuras de los discursos nacionalistas, sus formas violentas de la masculinidad, sus familias representando la ilusión funcional de la sociedad mexicana. Con El testigo, Villoro se adelanta al juicio de la historia reciente y nos revela el hondo fracaso del giro neoconservador de la supuesta alternancia democrática: el suicidio político que implica dejar que Televisa dicte los límites de la realidad y que el mundo empresarial transforme al país entero en un Country Club con balaceras continuas dentro y fuera de sus muros. Arrecife se agrega para advertir que tras el Apocalipsis nacional de más de 121,000 homicidios atribuidos al “narco”, ese otro fantasma inventado por el Estado, sólo es posible sobrevivir reproduciendo los vectores de violencia como producto exótico de nuestros tianguis internacionales, junto al mezcal, el petróleo y las telenovelas, cuyas estrellas ahora decoran con su rubia compañía a nuestra delictiva pero muy fotogénica clase política.

En la última década, el campo literario mexicano ha reconocido y premiado numerosas narconarrativas que, sin importar su nivel de realismo, se posicionan en las coordenadas del discurso oficial. Lejos de las reiteraciones mitológicas de la narcoliteratura más comercial, al México de Villoro sólo le queda venderse a sí mismo, pero no su pasado de rosa pastel que ya únicamente existe en la poesía de López Velarde y en los sueños recalcitrantes de los dinosaurios priistas. Ahora, sus ruinas existirán diciendo: vengan a vernos, somos el lado oscuro de Occidente, aquí donde tus pesadillas pueden hacerse realidad, encontrarás consuelo al aburrimiento de tener siempre qué comer, de no temer un asalto en el metro, de vivir una democracia donde los presidentes han abierto un libro alguna vez en su vida.

En 2013 Villoro publicó el ensayo “La violencia en el espejo”, en el que examina el saldo del sexenio de Felipe Calderón, que por mucho supera la tímida destrucción que en 2008 denunciaba “La alfombra roja”. Para deslindarse de las víctimas de su guerra contra las drogas, el gobierno de Calderón intentó reactivar la matriz discursiva creada por el PRI para designar a la paraestatal clandestina que fue el narcotráfico en México hasta la presidencia de Carlos Salinas de Gortari. Justificando el más sangriento programa de biopolítica concebido en la historia moderna de México, Calderón propulsó la narrativa oficial que aseguraba que el país estaba en manos de peligrosos cárteles de la droga mucho más preocupados en aniquilarse entre sí que en seguir generando las insondables ganancias que los han llevado a las listas de millonarios de la revista Forbes. Anota Villoro en ese ensayo:

El narcotráfico parece menos grave si resulta comprensible. Durante seis años, el presidente Felipe Calderón insistió en una lógica de combate con bandos, líneas de fuego, tropas leales y enemigas, donde el gobierno quedaba fuera del problema y combatía a los otros [...] La realidad es distinta: el narcotráfico forma parte de la sociedad. Ver a los capos como alienígenas que almuerzan el hígado de un delator, coleccionan jirafas de oro y usan pistolas de marfil resulta tranquilizador porque confirma que son distintos a nosotros. Pero, como las cosas en los espejos, están más cerca de lo que aparentan.246

Villoro se une aquí a una corriente crítica que, para entender el problema del narco, propone volver la mirada hacia el Estado y sus políticas antidrogas, las cuales, como la insólita aporía de la Revolución Institucional, son en realidad políticas prodrogas, es decir, a favor de su control, su redituable sometimiento. Acaso allí radique el secreto de la continuidad política que ha operado en el tránsito del PRI al PAN y de regreso al PRI y que Juan Villoro ha sabido trasladar a la literatura: el proyecto de administrar con eficacia un país posapocalíptico que no se ruboriza al lucrar con su tragedia nacional y que más bien hace de la autodestrucción una brillante oportunidad económica, que utiliza al crimen organizado para una compleja trama geopolítica y que siempre encuentra el lado positivo del tejido social ultrajado. Ese país ha sido denunciado con valor y sin ambigüedad por la prosa ensayística de Villoro al igual que por su imaginación novelesca. En su itinerario, Villoro suma su voz a la de los otros escritores cuyas intervenciones políticas desde la literatura son claves de nuestro presente y sin duda serán los primeros referentes de nuestro futuro inmediato: me refiero en específico a Roberto Bolaño y 2666 (2004), que da forma narrativa al nuevo orden político pos-Pri de Ciudad Juárez y el triunfo del narco local, ahora regulado por las élites políticas estatales y sus brazos policiacos; a Daniel Sada y su novela El lenguaje del juego (2012), la historia del terco dueño de una pizzería en un pequeño poblado del norte que se convierte en el centro de una lucha entre poderes locales y foráneos por el control del mercado de la droga en tiempos de la supuesta guerra contra el narco ordenada por el presidente Calderón; y finalmente, a César López Cuadras y Cuatro muertos por capítulo (2013), la lúdica narración de una trágica familia de traficantes que sueña con volverse un “cártel”. Tras la muerte de Bolaño, Sada, López Cuadras y la publicación, coincidentemente póstuma, de esas tres novelas, no es fácil localizar proyectos narrativos que se distancien de la narrativa oficial que describe al “narco” como la sempiterna lucha de cárteles y sus capos exóticos. En un país demasiado parecido a sí mismo, la obra de Villoro continúa ese trayecto para seguir pensando quiénes verdaderamente hemos sido y por qué sólo en algunos momentos de nuestra imaginación literaria podemos reconsiderar eso que por costumbre y nostalgia llamamos México.

 

 

237. Juan Villoro, “La alfombra roja”, El malpensante, 105 (febrero 2010), <http://elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=825>.

238. Las ocho cobijas que fueron utilizadas para la instalación “Alfombra roja” montada en 2007 en el Museo de Arte de Sinaloa fueron reclamadas por la Procuraduría General de la República (PGR) como parte de investigaciones en curso. Robles utilizó posteriormente su propia sangre para continuar la instalación. El 10 de septiembre de 2010, Robles presentó su exposición Navajas en el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, en La Habana. Véase Merry MacMasters, “Protagoniza Rosa María Robles su versión fotográfica del Ángel de la Independencia”, La Jornada (26 de agosto de 2010), <http://www.jornada.unam.mx/2010/08/26/cultura/a05n1cul>.

239. Villoro, op. cit.

240. Juan Villoro, Arrecife (Barcelona: Anagrama, 2012, p. 63).

241. Ramón López Velarde, “La suave Patria”, Obras (comp. José Luis Martínez, México: FCE, 2004, pp. 260-265, p. 264).

242. Villoro, op. cit., p. 62.

243. Ibid., p. 61.

244. Ibid., p. 25.

245. Ibid., p. 25.

246. Juan Villoro, “La violencia en el espejo”, El País (3 de agosto de 2013).


 

 

 

4TRAFICANTES, SOLDADOSY POLICÍAS EN LA FRONTERA

LÍNEAS IMAGINARIAS DEL PODER: POLÍTICA Y MITOLOGÍA EN LA LITERATURA SOBRE CIUDAD JUÁREZ

Es casi un lugar común entre la crítica citar la respuesta que Roberto Bolaño ofreció a la pregunta ¿cómo es el infierno?: “[c]omo Ciudad Juárez, que es nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo desasosegado de nuestras frustraciones y de nuestra infame interpretación de la libertad y de nuestros deseos”.247 La imagen propuesta por Bolaño tiene un trasfondo mitológico evidente que reduce todo espacio social de la ciudad a sus niveles de violencia más excepcionales. Para algunos críticos, esta reducción y otras imágenes similares aparecen sobre todo en su novela póstuma 2666 (2004). La obra trata de la vida de un enigmático escritor alemán que sobrevive a la Segunda Guerra Mundial y que deberá viajar a la ciudad fronteriza de Santa Teresa —basada en Ciudad Juárez— para ayudar a su sobrino en prisión, acusado del asesinato de cientos de mujeres que han desaparecido allí durante una década. Algunos han juzgado negativamente la obra de Bolaño a partir de dos formas complementarias entre sí: primero, como la articulación de una narrativa mitificante que se inscribe en un horizonte de significación sin historia, y segundo, como un proyecto literario desprovisto de una intención política deliberada, es decir, o como una mitología deshistorizada o como una narrativa despolitizada. Quiero discutir ahora los alcances, pero también los límites, de estas dos líneas críticas no sólo en torno a la obra de Bolaño sino también en relación con otros proyectos literarios que abordan la región fronteriza entre México y Estados Unidos. Esto me permitirá un breve análisis de lo que a mi juicio son algunas de las más efectivas formas de representación de la violencia reciente en Ciudad Juárez, para concluir con una reflexión sobre la función en general de la literatura ante los conflictos armados en la sociedad contemporánea.

1. LA CRÍTICA NEUTRALIZADA

En la crítica de Bolaño que subraya la configuración mitológica de sus estrategias de representación se encuentra el prominente trabajo académico de Ricardo Vigueras-Fernández, quien parte “del hecho innegable de que Juárez ha pasado a ser una construcción imaginaria a partir de realidades que, al ser sobredimensionadas, adquieren una serie de connotaciones que en principio no tenían. En el caso de Juárez, todas estas connotaciones son la miseria, la explotación laboral, la ignorancia, la corrupción política, los feminicidios y, más recientemente, los altos grados de violencia cotidiana que hacen correr la sangre sin que las autoridades resuelvan nunca los crímenes ni detengan culpables”.248 Para Vigueras, mucha de la violencia imaginada se inscribe en una ciudad cuya cotidianidad sociopolítica es igualmente imaginada. Es así que los novelistas terminan por asumir como real las propias ficciones sin referentes que proponen sus libros.

Las representaciones mitológicas de Ciudad Juárez, según Vigueras, son el resultado de una muy peculiar práctica que él denomina “literatura juárica”, es decir, “la que se escribe fuera de Juárez sobre Ciudad Juárez como espacio mítico, no como locación real, y con natural desconocimiento de la vida y la muerte cotidianas en Ciudad Juárez”.249 Así, explica Vigueras, la obra de Bolaño se ha convertido en el significante maestro de esta continua mitificación de Ciudad Juárez presente en prácticamente todos los campos de producción cultural, entre los cuales 2666 sobresale como “la obra maestra de la literatura juárica”.250 Por el contrario, anota el académico, “la literatura juarense es la que habla de Ciudad Juárez y se escribe en Ciudad Juárez”.251 La problemática distinción que Vigueras propone entre la “literatura juárica” y la “literatura juarense” depende categóricamente no sólo de un conocimiento profundo de lo real fronterizo sino también de una ontología de la presencia que vuelve imprescindible la cercanía física con el referente real. Bajo esta exigencia, la literatura juarense únicamente puede escribirse desde Ciudad Juárez para conseguir eludir las construcciones mitológicas que supuestamente caracterizan obras como las de Bolaño. Vigueras acierta en su crítica de las construcciones mitológicas que aparecen en las representaciones exógenas de Ciudad Juárez. Al mismo tiempo, sin embargo, construye un nuevo mito autoritativo: la escritura en Ciudad Juárez como la única representación autorizada para enunciar lo real; el escritor presente en la frontera como el único emisario legítimo de lo real.

Entre la mitología del espacio de enunciación y la imposibilidad política de significarlo, la obra de Bolaño ha producido múltiples interpretaciones que condicionan su potencial crítico. Ya he examinado la narrativa de Bolaño, por el contrario, como ejemplo de una desmitificación política de Ciudad Juárez. Me interesa ahora subrayar la manera en que estas agendas críticas prefiguran condiciones para analizar la literatura sobre Ciudad Juárez. Antes que describir proyectos literarios como el de Bolaño, estas agendas revelan sus propios límites constitutivos: para articular su noción de “literatura juarense”, Vigueras configura un nuevo mito que le permite designar arbitrariamente lo que él considera literatura mitológica.

En la crítica que aborda el tema del narcotráfico y del feminicidio en Ciudad Juárez es común encontrar este tipo de acercamientos teóricos que terminan reproduciendo los fenómenos que se proponían analizar. Ante esta contradicción, me parece oportuno volver a estudiar precisamente las formas de representación literaria que entran en tensión con las dimensiones mitológicas de la narrativa y la posibilidad de generar un conocimiento crítico de las redes políticas que facilitan la violencia en Ciudad Juárez. Me detengo ahora en dos obras literarias que pueden leerse bajo ese propósito: la pieza teatral Hotel Juárez (2003), de Víctor Hugo Rascón Banda (1948-2008), y la novela Policía de Ciudad Juárez (2012) de Miguel Ángel Chávez Díaz de León (1962). Los dos textos, como discutiré más adelante, se estructuran como apropiaciones simbólicas de lo real que articulan un saber crítico de la violencia fronteriza. Y a pesar de estar escritas con recursos mitológicos, las dos obras muestran un énfasis político en sus estrategias de representación desde y sobre Ciudad Juárez. Esto me llevará a señalar, hacia el final de este ensayo, la notable agencia política inscrita en estas prácticas textuales como el componente imprescindible para comprender la historia de las producciones culturales en torno a Ciudad Juárez.

2. EL TEATRO Y LA MATERIALIDAD DEL FEMINICIDIO

Uno de los primeros periodistas en cubrir el feminicidio en Ciudad Juárez fue el estadounidense Charles Bowden, cuyo artículo “While You Were Sleeping” (“Mientras usted dormía”), publicado en 1996 en la influyente revista Harper’s, dio por primer vez visibilidad internacional al fenómeno. El artículo analiza el feminicidio como parte integral de una condición de precariedad social generalizada en Ciudad Juárez, resultado de un proceso de descomposición política y económica radicalizado con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá en 1994. Según Bowden, Ciudad Juárez permitía desde entonces avizorar el futuro de las sociedades posindustriales:

Este futuro está basado en los ricos haciéndose más ricos, los pobres haciéndose más pobres, y el crecimiento industrial produciendo pobreza más rápido que la riqueza que distribuye. Tenemos estos modelos en nuestras cabezas acerca del crecimiento, el desarrollo, la infraestructura. Juárez no se ve como ninguna de estas imágenes y así nuestra habilidad para ver esta ciudad va y viene, [pero] principalmente se va.252

El texto de Bowden ofrece un recorrido crítico por distintos sectores de la ciudad. Su mirada está guiada por el trabajo periodístico de fotógrafos locales que Bowden consulta para comprender las dinámicas de la violencia. Aunque su estilo es personal y subjetivo, inscribiéndose en la tradición del new journalism estadounidense, difícilmente sus comentarios pueden leerse como una narración mitológica. El único momento en el que Bowden se refiere a los asesinatos de un modo mítico es cuando lee en un periódico de Ciudad Juárez una noticia sobre la desaparición de una joven:

Miré a un amigo con el que estaba desayunando y le dije: “¿De qué se trata esto?”. Él me contestó con soltura: “Oh, ellas desaparecen todo el tiempo. Las secuestran, las violan y las matan”. “¿Ellas?” “Oh”, continuó: “Tú sabes, las muchachas jóvenes que trabajan en las maquiladoras, las fábricas extranjeras, las que salen de trabajar cuando todavía está oscuro”. Claro, yo sabía que la violencia es el clima normal en Juárez. Como le dijo un vendedor de fruta a un periódico estadounidense: “Incluso el diablo tiene miedo de vivir aquí”.253

Este comentario, que en buena medida refleja la opinión impresionista del público promedio, aparece en los primeros párrafos del artículo. El resto del texto se presenta como el esfuerzo de Bowden por comprender el fenómeno más allá de esas condiciones mitológicas. A través de sus visitas por la ciudad, la recolección y análisis de datos duros sobre la economía local, nacional e internacional, todo junto con la cuidadosa documentación de primera mano por parte de los fotógrafos juarenses, Bowden integra una intervención en el tema que va más allá de la mera descripción subjetiva de esa violencia con una mirada crítica de las condiciones de posibilidad de la violencia.

Irónicamente, la gran mayoría de los numerosos libros de investigación periodística publicados a lo largo de la siguiente década parecen acometer la misma operación, pero en sentido contrario: a partir de la compleja realidad social de Ciudad Juárez se articula con frecuencia un mito que radicaliza la violencia de género en la ciudad. Entre esos libros, el caso emblemático es sin duda Huesos en el desierto (2002), de Sergio González Rodríguez. Desde la primera página, González Rodríguez afirma que hasta el momento de su escritura —casi una década después de que se comenzaron a reportar los asesinatos en 1993— se había registrado “un centenar de asesinatos en serie” en una “orgía sacrificial de cariz misógino propiciada por las autoridades”.254 A lo largo del libro, González Rodríguez insiste en la existencia del mayor asesino serial de la historia mundial, protegido por el más perverso sistema político y policial del que se tenga memoria. En la academia, el feminicidio es también objeto de esa misma interpretación voluntarista. Al leer 2666, por ejemplo, Jean Franco subraya la violencia de género como una expresión cultural inherente a la sociedad mexicana. Explica Franco:

México representa, de forma exagerada, una hostilidad contra las mujeres que, a pesar del feminismo, a pesar de la adquisición parcial de derechos para las mujeres, está profundamente incrustada. No estamos hablando aquí de un hombre lobo, de un hombre convirtiéndose en lobo, sino de formas extremas de masculinidad que son respaldadas por la sociedad misma. 255

Ante este tipo de análisis que promueve la inverosímil acción de un asesino serial y que acusa la violencia de género como una práctica cultural normalizada por la sociedad misma, la investigadora Molly Molloy contrapone información estadística más precisa para concluir que el feminicidio de Ciudad Juárez es “un mito” discursivo:

De los casi cuatrocientos casos documentados en los archivos de Esther Chávez [una de las principales activistas locales] entre 1990 y 2005, alrededor de tres cuartas partes de los casos fueron violencia doméstica, y los casos fueron esencialmente resueltos. Es decir, el asesino fue identificado como un conocido o pareja doméstica o pariente de la víctima. Sólo alrededor de cien fueron casos completamente irresueltos. Éstos son los casos que han recibido (y continúan recibiendo) la mayoría de la atención mediática, artística y académica. El único estudio estadístico real sobre el tema […] concluyó que la proporción de homicidios femeninos en Ciudad Juárez era menor que en Houston.256

Molloy se refiere aquí a un artículo de Pedro H. Albuquerque y Prasad Vemala, quienes se proponen “analizar críticamente la sabiduría convencional y algunas de las tesis que son comunes en el campo de la literatura”.257 Como nota Molloy, este cuidadoso estudio estadístico muestra que el índice promedio del feminicidio en Ciudad Juárez es similar al de ciudades estadounidenses como Los Ángeles y Houston, e incluso menor que el de varias ciudades del norte de México. Contra la opinión popular, Albuquerque y Vemala explican que la presencia de las maquiladoras no es relevante para el fenómeno, pues sólo un 10% de las víctimas trabajaban en ese sector. El estudio también revela que, a pesar de que los medios y las producciones literarias con frecuencia se enfocan en las víctimas más jóvenes, la realidad es que un 37% de las mujeres asesinadas tenía entre 15 y 24 años, mientras que 47% de las víctimas era mayor de 24 años de edad, muchas de ellas desempleadas y cohabitando con una pareja doméstica fija: “La noción de que las víctimas del feminicidio en Ciudad Juárez son jóvenes trabajadoras de maquiladora desafortunadamente deja fuera del debate a un gran número de víctimas que no encaja en ese estereotipo, contribuyendo a la falta de comprensión del serio problema del feminicidio en la región fronteriza”.258

Es en esa recurrente caracterización falaz de las víctimas que se inscribe el mito del feminicidio que señala Molloy. Cuando desde lo literario se articulan formas de representación que reproducen el estereotipo de la joven mujer victimizada inevitablemente desaparecen las condiciones más significativas del fenómeno: el desempleo, la extrema desigualdad económica, la vulnerabilidad de las instituciones, la corrupción institucional. En su lugar quedan el machismo y la misoginia supuestamente constitutivos de la “cultura” mexicana, el sensacionalismo del cadáver de la joven ultrajada por un fantasioso asesino serial protegido por las altas esferas del poder.

La pieza teatral Hotel Juárez, del escritor chihuahuense Víctor Rascón Banda, responde en parte a esa percepción mitológica del feminicidio. El drama se centra en Ángela, una joven originaria del estado de Durango que es deportada tras una temporada como trabajadora indocumentada en Estados Unidos. Se entiende que ha sido deportada en Ciudad Juárez, donde decide buscar a su hermana Aurora, una joven trabajadora de maquiladora desaparecida semanas antes. Ángela se hospeda en el Hotel Juárez, ubicado marginalmente al sur de la carretera Panamericana, entre los límites de la ciudad y el aeropuerto. Esa zona de Ciudad Juárez se distingue por la desolación desértica que rodea a las colonias residenciales de clase media-baja, a una distancia considerable del centro urbano.

El hotel está estructurado como un sistema de clase que discrimina de acuerdo a la posición política y económica de los huéspedes. Ramsés, un ilusionista charlatán que vive temporalmente allí, explica a Ángela que, en el segundo piso, por ejemplo, está la habitación del gerente, la junior y master suites, donde se hospedan personajes notables como toreros, cantantes, algunos ganaderos que sobreviven las permanentes sequías, y desde luego narcotraficantes, estos últimos “buenos clientes, callados, a la sorda, bien pertrechados”.259 En el tercer piso se hospedan traficantes de personas con grupos de centroamericanos indocumentados. En los siguientes pisos duermen comerciantes de la economía informal: contrabandistas de ropa de segunda mano, importadores de carros usados, vendedores callejeros de drogas sintéticas. En el sexto y último piso, la espiral ascendente de la miseria termina con los huéspedes más pobres: jubilados, mujeres solteras, prostitutas viejas, y entre ellos, Ángela y Ramsés.

El comentario de la distribución social de las habitaciones es revelador: el hotel, como la ciudad entera, vive una segregación radical que discrimina aun entre los sectores marginales. No es lo mismo ser una mujer contrabandista de ropa usada que una mujer desempleada y sin pareja. Los personajes son plenamente conscientes de las capas de miseria que rodean la urbe de casi dos millones de habitantes. Así lo dice Ramsés:

Juárez es una ciudad flotante. Es una ciudad de paso. Pero muchos se quedan. Aquí se van quedando los “sin papeles”, los fracasados, los débiles, los que dudan. Los fuertes pasan. Hay un cinturón color tierra alrededor de la ciudad. Crecen y crecen las colonias sin agua, sin luz, sin calles. Gente que levanta sus casas de cartón y de láminas. Cuando se resignan a quedarse, usan el cemento. Juárez no es la 16 de Septiembre, ni Las Américas, ni el Puente de Santa Fe, ni la carretera Panamericana. Hay otro Juárez que invade el desierto y crece entre dunas, chaparrales y mezquites. Es como un animal que se extiende, como una mancha viva que avanza.260

Es significativo notar que, a pesar de su sordidez, el Hotel Juárez está ubicado en la muy transitable carretera Panamericana, que según Ramsés es todavía parte de la zona urbana. Mientras que la ciudad aún mantiene áreas relativamente funcionales y habitables para la clase media, en los márgenes se encuentran numerosos asentamientos irregulares en condiciones de pobreza extrema que de hecho convierten la estancia en el hotel en un lujo inalcanzable para la mayoría de los fronterizos. A pesar del tremendismo de la trama, las condiciones de pobreza más radical de la ciudad no están representadas directamente. Al no incluir las regiones más precarias de la ciudad, Rascón Banda permite al espectador entrar en una zona ambigua que combina la supervivencia con el desposeimiento y la ilegalidad, donde es posible visualizar dinámicas de opresión y corrupción a manos de los poderes fácticos de la ciudad: políticos, policías y empresarios.

Tal es la situación de Ángela, quien rápidamente se ve asediada primero por Ramsés y después por El Johnny, un chofer al servicio del gerente del hotel y de un comandante de la policía que también se hospeda allí. Los tres se encuentran en medio de una trama política liderados por un “licenciado” que se entiende que trabaja para el Partido Revolucionario Institucional (PRI), el mismo que gobernó el país consecutivamente por 71 años. El licenciado intenta con escaso éxito influir en las elecciones locales donde domina el derechista Partido Acción Nacional (PAN). Más adelante, ese licenciado pide a Ángela, quien ha sido secretaria en Estados Unidos, que traduzca del inglés lo que parece ser un acuerdo por escrito entre traficantes que establece el modo de enviar una cierta “mercancía”, así como el pago por medio de depósitos en cuentas bancarias de Holanda o Suiza.261 Ángela entabla por su parte una amistad con Lupe, una trabajadora de maquiladora que participa en protestas por las condiciones de explotación de la fábrica. Lupe cuenta a Ángela que en la bodega del hotel hay un cuarto donde hay cámaras de video, luces y una cama. El Johnny había ofrecido a Ángela participar en una película pornográfica, por lo que se deduce que ése es su improvisado estudio. Es allí donde el comandante golpea y viola a Rosalba, una joven de quince años que no logró cruzar como indocumentada a Estados Unidos y que consigue alojarse temporalmente con El Johnny. Lupe constata que en ese espacio se escuchan “llantos de mujer”.262

Después de que Ángela traduce el acuerdo entre traficantes, el licenciado ordena su asesinato para asegurar su silencio. El comandante y El Johnny irrumpen en la habitación de ella, donde la encuentran dormida al lado de Ramsés. Amenazando al comandante con una pistola, El Johnny decide dejarlos ir, pues recrimina al comandante haber violado (y probablemente asesinado) a Rosalba. También se revela en este punto que El Johnny y Ramsés son hermanos. Cuando Ángela y Ramsés intentan escapar, el comandante toma otra arma. Entre el fuego cruzado mueren todos excepto El Johnny, quien abandona el cuarto luego de cerrar los ojos al cadáver de su hermano.

Más que el sitio natural de asesinatos en serie, el hotel representa el sitio de la contingencia del delito, pues se encuentra en esa zona liminar entre la urbe funcional y los asentamientos irregulares, con escasa vigilancia policiaca y con un abundante flujo migratorio. Rascón Banda describe de este modo una materialidad del delito como resultado de un contexto en el que el Estado de derecho corrompido y la vulnerabilidad de la migración y de la pobreza son conducentes al crimen. No hay en la pieza teatral la dramatización de una cultura del machismo y la misoginia, sino una experiencia material del machismo y la misoginia facilitada por condiciones sociales que exacerban esos fenómenos.

Publicada en 2003, Hotel Juárez trabaja inevitablemente sobre la cobertura mediática nacional e internacional que se producía en ese momento en torno al feminicidio. Por ello recurre a la figura de la joven trabajadora de la maquiladora como arquetipo de la víctima. No obstante, Rascón Banda también presenta otras condiciones clave del fenómeno: la pobreza, la corrupción policial, la explotación de la mujer, la avaricia de la clase empresarial. Al reproducir una entrevista real que un periodista hizo a un egipcio inculpado por la policía de Juárez como asesino serial, Rascón Banda nota cómo los asesinatos de mu-jeres continuaron a pesar de la detención de ése y otros presuntos asesinos. Desde luego el machismo y la misoginia son también factores relevantes en los crímenes, pero esos fenómenos por sí solos no explican la violencia en Ciudad Juárez. Por ello Rascón Banda sitúa la pieza teatral en un contexto histórico que representa la violencia fronteriza sin sugerir que la sociedad entera es machista y sin la fantasía de un asesino en serie. Hotel Juárez historiza el feminicidio en su contingencia política y económica, en las dinámicas de poder que convierten a la mujer pobre en uno de los grupos sociales más vulnerables de la frontera.

3. LA NOVELA Y LO POLÍTICO DEL NARCO

Cuando describe la presencia del narco en el contexto de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, la antropóloga Rita Segato analiza el surgimiento de un “segundo Estado” o un “Estado paralelo”263 integrado por organizaciones criminales que son al mismo tiempo la condición de posibilidad tanto del feminicidio como del tráfico de drogas en la ciudad fronteriza. Según Segato, el criminal arquetípico de esa frontera puede simbolizarse en la figura de un “Barón feudal y posmoderno”264 que domina la región:

Sin embargo, en el más que terrible orden contemporáneo posmoderno, neoliberal, posestatal, posdemocrático, el Barón se volvió capaz de controlar de forma casi irrestricta su territorio como consecuencia de la acumulación descontrolada característica de la región de expansión fronteriza, exacerbada por la globalización de la economía y las reglas sueltas del mercado neoliberal en vigencia. Su única fuerza reguladora radica en la codicia y en la potencia de rapiña de sus competidores: los otros Barones del lugar.265

Afirmando la lógica operativa del neoliberalismo, este tipo de acercamiento pospolítico establece una narrativa basada en arquetipos como “el Barón” que accionan hipotéticamente en un contexto a priori deshistorizado. Tales modelos explicativos dependen de un Estado fragmentado, disperso y en permanente emergencia política. Una vez borrada la presencia del Estado, estos estudios imaginan jefes criminales que superan al poder oficial que ha sido descalificado de antemano. Así, al convertir el fenómeno en una constante lucha entre criminales rivales, estos análisis, acaso inadvertidamente, despolitizan el tráfico de drogas y a cambio lo moralizan, asumiéndolo como una manifestación del mal en la sociedad contemporánea.

Esta forma de imaginar al narco, como he analizado en este libro, es el resultado directo de un discurso oficial que ha permeado en la sociedad durante décadas y que posiciona al crimen organizado como un enemigo en permanente desafío de la soberanía del Estado. Actualmente, como ya he discutido en detalle, la política antidrogas en México se ha transformado esencialmente en una violenta estrategia de seguridad nacional y consistió, durante la presidencia de Felipe Calderón, en el despliegue de decenas de miles de soldados y policías federales en las ciudades con mayor índice de narcotráfico, Ciudad Juárez la más problemática entre todas. Todavía en 2007 se registraron allí 320 asesinatos, cifra por debajo del promedio sostenido entre 1993 y 2007 con apenas 0.7 asesinatos por día. Después de la llegada del ejército y la policía federal el 28 de marzo de 2007, los asesinatos se incrementaron a más de 1,623 en 2008 (4.4 diarios), 2,754 en 2009 (7.5 diarios), 3,622 en 2010 (9.9 diarios) y finalmente con un descenso a 2,086 en 2011 (5.7 diarios). Así, al menos 10,085 de los más de 121,000 homicidios registrados durante la guerra de Calderón ocurrieron en Ciudad Juárez.266

En ese contexto político convulso se lee Policía de Ciudad Juárez, de Miguel Ángel Chávez Díaz de León. La novela se publicó en 2012, inmediatamente después de los años más conflictivos de la estrategia de Calderón que convirtieron a Juárez en la ciudad más violenta del país. El protagonista es el agente Pablo Faraón, jefe de la “Brigada Listón”, el equipo de policías municipales que acordona las escenas de crímenes con la cinta amarilla que impide el paso a los ciudadanos comunes. El trabajo de Faraón y su compañera Ruth Romo —motejados el “Comandante Amarillo” y la “Teniente Cinta”—267 se ve constantemente interrumpido por la rapiña de los propios agentes de policía, que roban cualquier objeto de valor mientras investigan, y el sensacionalismo de los fotógrafos de prensa, que no dudan en reacomodar cadáveres para mejorar el ángulo de sus imágenes. Faraón es originario de uno de los barrios pobres de Ciudad Juárez, el Arroyo Colorado. A partir de las memorias de Faraón y sus recorridos por las calles, la novela reconstruye décadas de historia fronteriza en la segunda mitad del siglo XX, cuando la ciudad se modernizó y se fue expandiendo a la par de sus zonas industriales y las decenas de colonias nuevas que fueron poblando los márgenes desérticos.

Con la explosión urbana se incrementó también el crimen organizado. Según Faraón, la ciudad estaba controlada por La Regla, una mafia al servicio del cártel Paso del Norte. Repentinamente aparecen el cártel de Durango y su jefe, el “Chavo” Gaitán, que se proponen desplazar a La Regla para controlar el flujo de droga en la ciudad. La novela claramente opera aquí como un roman à clef: el Chavo Gaitán es una referencia directa a Joaquín “El Chapo” Guzmán, supuesto cabecilla del cártel de Sinaloa, mientras que La Regla se corresponde con La Línea, que según el gobierno federal fue en su momento “el brazo operativo del cártel de Juárez”. El grupo se hacía llamar así porque forzaba la alineación de todos los traficantes de droga en la ciudad, sometiéndolos a un mismo mando. Hasta esta parte, Policía de Ciudad Juárez reproduce punto por punto la narrativa oficial sobre el narco en México: Juárez, al igual que ciudades como Tijuana, Michoacán o Monterrey, está siendo disputada por grupos rivales de traficantes que buscan el control de la “plaza”. Temprano en la novela, Faraón explica que La Regla controla “además la mitad de la policía municipal y a una mayoría de los agentes ministeriales del gobierno del Estado, incluyendo a sus mandos principales”.268 Entre los agentes sobornados está el mismo Faraón, quien acepta, junto a su salario, un pago mensual de quince mil pesos. Y aunque nunca le han exigido nada a cambio, “[n]os compran a güevo los de La Regla, si no, triste tu calaca”.269

Como es frecuente en las novelas negras que abordan el tema del narcotráfico, Policía de Ciudad Juárez utiliza recursos narrativos propios del género a pesar de la problemática mitología de sus motivos. Un ejemplo de ello es el medio galón de leche que Faraón encuentra “en mil quinientas de las dos mil y garra de ejecuciones” y que funciona como “mensaje que dejaban los sicarios de La Regla”.270 Siguiendo las convenciones del policial, la novela introduce a un sicópata que va dejando sus huellas en los terribles crímenes que comete. Su nombre es el Atoto (originario de Atotonilco, un pueblo del estado de Guanajuato), ávido bebedor de leche y jefe implacable de La Regla. El Atoto muestra a Faraón su poder al asesinar al comandante de la policía municipal, para luego matar a 35 personas en una rutera (un autobús colectivo), todos, según el Atoto, colaboradores del Chavo Gaitán.

A partir de este momento, sin embargo, la trama da un giro narrativo de la mitología a la política: la policía municipal es desactivada y entrega el control absoluto al ejército mexicano y a la policía federal, quienes toman las calles por órdenes del presidente de la República. Desesperado por la violencia oficial que acecha a los traficantes locales, el Atoto cita a Faraón y le explica la situación real en las calles:

Todo el mundo está sacando marmaja del río revuelto, ya cualquier pinche mocoso se suelta pidiendo cuota y presumen de ser extorsionadores, se ponen a secuestrar como si fueran a comprar pan dulce y nosotros a mate y mate y dándonos en la madre. […] Lo que ves en los periódicos es puro pedo, están cayendo fuertes cargamentos pero los sardos y los federales se quedan con ellos, y luego nos los quieren revender a precio de oro.271

El Atoto asegura que la gente del Chavo Gaitán está siendo igualmente diezmada y extorsionada por las fuerzas federales, por lo que propone un pacto de pacificación entre los dos bandos de traficantes e incluso se ofrecen “para barrer la casa de los pendejos que andan trabajando por su cuenta. Si los de Gaitán cooperan, hasta en dos semanas dejamos a Juárez libre de roñosos”.272 Aunque Faraón sigue creyendo que se trata de una guerra de cárteles, las fuerzas del Estado mantienen una clara supremacía que orilla a las dos organizaciones criminales a buscar una tregua. A cambio de su ayuda, Faraón pide al Atoto que localice a la hija de Ruth, quien desapareció junto con su entonces marido, un comandante de la policía que fue asesinado por órdenes de la misma corporación.

Hacia el final de la novela, Faraón pregunta al Atoto quiénes son los jefes máximos de la organización criminal. La elipsis de la respuesta es sugerente: “Ni te imaginas, más te vale no saber”.273 La novela se resuelve cuando los principales miembros de La Regla son asesinados en un bar de la ciudad. Sólo el Atoto escapa con vida. Al final, el narco se ve obligado a entregar a la hija de Ruth y la novela termina cuando ella y Faraón se dirigen a buscarla. Independientemente de las explicaciones de la violencia que suscita la novela, La Regla ha sido destruida por las fuerzas federales con la intermitente colaboración de los narcos rivales. Pese al poder desmedido que la novela, reproduciendo el discurso oficial, atribuye a los supuestos cárteles de la droga, la realidad final de los traficantes propone un comentario crítico fundamental para comprender el mundo de la droga en México: el poder del Estado siempre prevalece.

4. DE LA MITOLOGÍA A LA POLÍTICA

Como enseña Ernesto Laclau, toda formación discursiva hegemónica se produce a partir de la articulación de una metáfora que sintetiza de modo esencial un proyecto político determinado. La metáfora funciona gracias a un borramiento de las condiciones contingentes de su propia enunciación, pues está basada en cadenas de atributos que se asocian falazmente de forma metonímica pero que se invisibilizan por la misma metáfora. Laclau cita aquí el célebre estudio de Roman Jakobson sobre la estructuración del lenguaje a partir de dos procedimientos basados en la combinación y en la sustitución de elementos lingüísticos. Ambos procedimientos, continúa Jakobson, pueden entenderse respectivamente como recursos de metonimia y metáfora. Laclau retoma la teoría de Jakobson para aplicarla a las formaciones discursivas en la sociedad contemporánea, pero ese proceder analítico resulta también útil para comprender las representaciones de la violencia en la frontera. Tanto el feminicidio como el narcotráfico son metáforas que borran la historia contingente de poder y opresión que las produce para hacer prevalecer una conveniente mitología. Dichas articulaciones mitológicas han sostenido la tesis de que la violencia de género es el resultado de una generalizada práctica del machismo mexicano y de asesinos seriales sin precedente en la historia mundial. Similarmente, el narcotráfico ha sido descrito como la suprema fuerza criminal que rebasa el poder del Estado y que controla gran parte del territorio nacional.

Haciendo eco del pensamiento teórico posestructuralista, Laclau discute la desarticulación crítica de los discursos hegemónicos para revelar las líneas imaginarias del poder que los configuran. Para materializar esa crítica, “la disolución de una formación hegemónica implica la reactivación de la contingencia: el regreso de una fijación metafórica ‘sublime’ a una humilde asociación metonímica”.274 He intentado subrayar en las obras literarias aquí estudiadas esa misma narrativa de la contingencia política que consigue disolver las metáforas de la violencia que predominan en las producciones literarias más recientes. Esa aguda función política de la literatura en la sociedad contemporánea está también activa en el trabajo de autores que han representado el narco por fuera de la inercia mitológica con que nombramos su violencia. En este libro he estudiado las obras de cuatro de ellos: Roberto Bolaño, César López Cuadras, Daniel Sada y Juan Villoro. Asumir el potencial político de estas voces que comienzan a multiplicarse renovará las agendas críticas de la literatura mexicana de nuestro futuro inmediato.

 

 

247. Roberto Bolaño, Entre paréntesis (ed. Ignacio Echevarría, Barcelona: Anagrama, 2004, p. 339).

248. Ricardo Vigueras-Fernández, “Edmond Baudoin y Troub’s en Ciudad Juárez: del mito a la vida cotidiana”, Fronteras metafóricas (comps. Magali Velasco Vargas y Guadalupe Vargas Montero, Ciudad Juárez: Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 2012, pp. 143-159, pp. 145-146).

249. Ibid., p. 147.

250. Ibid., p. 147.

251. Ibid., p. 147.

252. Charles Bowden, “While You Were Sleeping”, The Charles Bowden Reader (eds. Erin Almeranti y Mary Martha Miles, Austin: University of Texas Press, 2010, pp. 105-121, p. 106).

253. Ibid., p. 105.

254. Sergio González Rodríguez, Huesos en el desierto (2002. Barcelona: Anagrama, 2006, p. 11).

255. Jean Franco, Cruel Modernity (Durham, NC: Duke University Press, 2013, pp. 244-245).

256. Christopher Hooks, “Q&A with Molly Molloy: The Story of the Juarez Femicides is a ‘Myth’”, The Texas Observer (9 de enero de 2014), <http://www.texasobserver.org/qa-molly-molloy-story-juarez-femicides-myth/>.

257. Pedro H. Albuquerque y Prasad Vemala, “Femicide Rates in Mexican Cities along the US-Mexico Border: Do the Maquiladora Industries Play a Role?”, Social Science Research Network (3 de junio de 2014), <http://ssrn.com/abstract=1112308> y <http://dx.doi.org/10.2139/ssrn.1112308>, p. 5.

258. Ibid., p. 13.

259. Víctor Hugo Rascón Banda, Hotel Juárez, en Umbral de la memoria. Teatro completo de Víctor Hugo Rascón Banda. Tomo III. El teatro del crimen (comp. Enrique Mijares, Chihuahua: Instituto Chihuahuense de la Cultura, 2010, pp. 433-477, p. 442).

260. Ibid., pp. 457-458.

261. Ibid., p. 460.

262. Ibid., p. 463.

263. Rita Laura Segato, “Territorio, soberanía y crímenes de segundo Estado: la escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez” (Brasilia: Departamento de Antropología, Universidad de Brasilia, 2004, p. 16).

264. Ibid., p. 13.

265. Ibid., p. 13.

266. Estas cifras provienen de Frontera List, el sitio de información sobre narcotráfico y violencia dirigido por la investigadora Molly Molloy: <http://fronteralist.org/category/murder-rate/>. Para un análisis estadístico de los asesinatos atribuidos al narco durante la presidencia de Calderón en Ciudad Juárez y otras entidades del país, véase Escalante Gonzalbo, “Homicidios 2008-2009. La muerte tiene permiso”.

267. Miguel Ángel Chávez Díaz de León, Policía de Ciudad Juárez (México: Océano, 2012, p. 8).

268. Ibid., p. 33.

269. Ibid., p. 34.

270. Ibid., p. 33.

271. Ibid., p. 82.

272. Ibid., p. 84.

273. Ibid., p. 119.

274. Ernesto Laclau, The Rhetorical Foundations of Society (Londres y Nueva York: Verso, 2014, p. 63).


JULIÁN CARDONA Y CHARLES BOWDEN, HEREJES PREDICANDO EN EL INFIERNO

“La frontera no siempre ha estado allí”,275 anotan los editores en la presentación de un dosier dedicado a Ciudad Juárez en 2010 en la revista cultural Guaraguao. La afirmación es contundente y significativa pues, a pesar de la convulsión social que se vive en la frontera, el hecho es que Ciudad Juárez, o por lo menos su versión contemporánea, apareció en el horizonte de reflexión académica y periodística global a mediados de la década de los noventa. Dos fenómenos han marcado la imagen que suscita el nombre de Juárez como metáfora trascendente de la modernidad tardía mexicana: los asesinatos de mujeres y el narcotráfico. Ambos problemas se han naturalizado como símbolos de una permisiva violencia que es constitutiva del orden social de la ciudad. El efecto de esta naturalización es desde luego problemático: Ciudad Juárez, como he discutido ya, es un significante vacío que con frecuencia se llena con el reverso negativo de los procesos históricos del país. Pero ese imaginario entra en tensión con un archivo periodístico local cuya importancia no puede exagerarse.

Entre ese archivo, que desde luego incluye el trabajo de numerosos periodistas fronterizos, destaco la colaboración entre el reportero estadounidense Charles Bowden y el fotógrafo mexicano Julián Cardona. El trabajo de ambos, después de casi dos décadas de proyectos entrelazados, se ha convertido en un referente obligado de todo estudioso de la frontera. Los ensayos de Bowden y el periodismo gráfico de Cardona han producido una forma de mirar y un entendimiento alternativo de Ciudad Juárez. Analizo en lo que sigue algunos de los alcances y límites de esa colaboración para así someter a examen esa mirada que en más de un modo ha marcado nuestro conocimiento de la historia reciente de los más insólitos eventos fronterizos de nuestros tiempos.

1. APRENDER A VER

Comencé a trabajar como reportero en El diario de Juárez (actualmente El diario a secas) en 1996, el mismo año en que Bowden publicó “While You Were Sleeping” (“Mientras usted dormía”) en la revista Harper’s. Aquel artículo fue uno de los primeros que llamó la atención internacional que en la siguiente década transformó a Ciudad Juárez en el reducto nacional de la violencia y la marginación. Como la gran mayoría de los fronterizos, yo no conocía la realidad que se describe en ese texto. La profunda descomposición social y la sistémica corrupción de sus estructuras de poder me fueron delineadas a través de la mirada lírica y personal de Bowden. El texto fue polémico y recuerdo las objeciones de varios colegas que consideraban el artículo como la fantasía oportunista de un reportero estadounidense que intenta hacerse un nombre cubriendo una ciudad supuestamente peligrosa. Pero, reporteando al lado de varios de los fotógrafos, entre ellos Cardona, pronto entendí que Juárez escondía unos niveles de complejidad que apenas comenzaban a hacerse visibles. El trabajo de Bowden y de los fotógrafos fue sin duda un parteaguas para la opinión internacional, pero también mostró a los juarenses aspectos desconocidos de su ciudad cuyas posibilidades de representación simplemente ignoraban.

La crónica de Bowden fue el resultado de varias estancias de investigación en Juárez guiadas por fotógrafos de El diario. Julián Cardona aparece en el artículo como uno de los “maestros” que enseñan a Bowden a ver la ciudad de un modo distinto al de la mayoría de los periodistas extranjeros que comenzaron a escribir sobre la frontera a finales de los noventa:

Julián, de alrededor de treinta años, es un hombre flaco, alto y de piernas largas, con una voz profunda. En la calle lo llaman El Compás. Se ríe con facilidad y siempre parece estar observando. Una noche en el periódico, mientras yo avanzaba con dificultad en una densa pila de negativos, me miraba como un juez implacable. Finalmente saqué el negativo de un policía sosteniendo el zapato de una muchacha asesinada que fue encontrada en el desierto. Cardona lo vio y por primera vez se permitió una pequeña sonrisa. “Ésta es una buena imagen”, dijo, casi con alivio.276

Recuerdo escenas casi idénticas: Julián literalmente enseñándome a ver el trabajo cotidiano del equipo de fotógrafos, poniendo a prueba mi sentido periodístico en ciernes ante una imagen que ofrecía por sí sola los elementos esenciales de una crónica. En la fotografía elegida por Bowden, el zapato de una muchacha en manos de un policía en las dunas del desierto de Juárez pone de manifiesto la capacidad de síntesis que Cardona construye en la composición de cada imagen para aprehender la violencia sistémica de la ciudad. Pero esos códigos de composición exigen del público una mirada inteligente y dispuesta a discernir los varios planos captados en cada cuadro. Son el privilegio de una mirada que ha aprendido a expandir sus propios límites.

Slavoj Žižek define la noción de violencia sistémica a la que me refiero aquí como “la violencia inherente en un sistema” que no se reduce a la violencia física directa.277 Las fotografías de Cardona constantemente vuelven visibles las causas y los efectos de esa violencia en una sola imagen. Sin el efectismo de la típica fotografía que retrata los reductos subjetivos de la violencia sistémica (cadáver, destrucción, miseria), el trabajo de Cardona inscribe múltiples aspectos de los sistemas de dominación y explotación que generalmente operan en forma sutil en la sociedad contemporánea. De ese modo, el policía descubriendo el zapato de la mujer ultrajada en el desierto supone distintos niveles de significado que esbozan una o varias tesis sobre las dinámicas de violencia que se ejercen en los sectores más vulnerables de la población, así como la relación que este fenómeno tiene o puede tener con los cuerpos policiales y las demás instituciones oficiales de la frontera.

Desde el inicio de la colaboración, las fotografías de Cardona establecieron con la prosa de Bowden un intenso diálogo intelectual sobre las redes de poder que con frecuencia se dejan de lado en la mayoría de los análisis sobre Ciudad Juárez. Periodista de investigación, autor de más de diez libros sobre desastres ambientales y políticos, Bowden encontró al interlocutor ideal en Cardona, fotógrafo autodidacta con una vasta trayectoria en los medios de comunicación de la ciudad. La férrea independencia de ambos los volvió paradójicamente un equipo. El primer resultado de esta colaboración fue el artículo en Harper’s publicado en 1996. Parte sustancial del material fotográfico que interesó a Bowden en ese texto fue incluido originalmente en una exposición organizada un año antes por los fotógrafos de los principales medios de comunicación de Juárez. Cuenta Bowden:

Nadie en El Paso, separada de México por treinta pies de río, estuvo interesado en exponer su trabajo, así que ellos encontraron una pequeña sala en Juárez y colgaron impresiones grandes [de su trabajo] que en realidad no podían costearse. Llamaron a su exposición Nada que ver”.278

El título Nada que ver cifró la ambigüedad que representó el colectivo fotográfico al mostrar imágenes de un Juárez siniestro, pero silenciado por discursos de poder y por una élite que funda su riqueza en la explotación y la vejación de la población más vulnerable: migrantes sin educación, mujeres obreras de maquiladora, niños expuestos a todo tipo de criminalidad. Hasta la irrupción de esas imágenes, en Juárez no había nada que ver en relación con estos fenómenos ignorados por una sociedad acostumbrada a pasar su mirada por alto. Al volver materialmente ineludible el registro de la devastación radical de la era neoliberal, los fotógrafos modificaron permanentemente los discursos de representación de la política doméstica e internacional sobre enclaves fronterizos como Juárez.

2. EL FUTURO ENTRE NOSOTROS

El trabajo de esos fotógrafos fue la materia prima del libro en el que aparecen las firmas de Bowden y Cardona por primera vez juntas: Juárez: The Laboratory of Our Future (Juárez: el laboratorio de nuestro futuro). Se publicó en 1998, cuando aún faltaba más de una década para que la ciudad entrara en la profunda crisis de violencia y descomposición social que experimenta actualmente y años antes de que aparecieran como paracaidistas los autores de libros que han convertido los asesinatos de mujeres y el narcotráfico en un redituable negocio editorial. Me detengo en una fotografía de esos últimos años del siglo XX.

Observamos el tendedero de una familia humilde en uno de los barrios más cercanos a la línea fronteriza. Cardona entrevistó a la madre de familia que adquiría medias de segunda mano en El Paso, Texas. Después de remendarlas, las medias eran teñidas y secadas al sol en el terregal del patio. La aparición de estas estrategias de supervivencia en los años noventa ya evidenciaban las alternativas al capitalismo tardío emergente en la ciudad.

 


 

En Picture Theory (1994), W. J. T. Mitchell define la noción de “imagentexto” como la materialización de la “escritura” en el sentido que le confería el teórico francés Jacques Derrida. Así, “la escritura, en su forma física y gráfica, es una sutura inseparable de lo visual y lo verbal”.279 En esa tensión no existe necesariamente un balance, sino órdenes de representación que, por momentos, someten la imagen a cierta enunciación textual o, por el contrario, un texto condensado en una composición visual. Según Mitchell, los imagentextos pueden producir dos efectos: o generan un ilusionismo que engaña al espectador y que lo obliga a aceptar el simulacro de su representación en el efectismo de sus recursos; o bien producen un realismo que “se asocia con la capacidad de las fotografías para mostrar la verdad de las cosas” sin imponer un determinado sentido de interpretación al espectador.280

Las fotografías de Cardona deben entenderse como imagentextos que plantean ese efecto de realismo que señala Mitchell. Con sus intervenciones en Juárez: el laboratorio de nuestro futuro Cardona decidió refutar el modelo de economía globalizada defendido en los noventa, entre otros, por Francis Fukuyama, quien en su momento dio por hecho que “la globalización es inevitable” y que “los mercados son los conductores más eficientes del desarrollo económico”.281 Una foto (véase pág. 203) captura el fracaso del capitalismo globalizado en la frontera. Es el momento en que un fotógrafo forense documenta el cadáver de un joven acuchillado más de treinta veces.

 


 

La violencia entre pandillas producía a finales de los años noventa el 40% de los homicidios en la ciudad. La dinámica narrativa de la fotografía es eficaz: Cardona retrata el momento en el que se construye una mirada crítica en torno a un cadáver, el instante en el que una comunidad aprende a ver los efectos de la marginación y la pobreza producto del deterioro económico del México neoliberal.

Bowden estudia las imágenes y conjetura con los fotógrafos que Ciudad Juárez es ante todo el territorio de los más crudos efectos de la globalización, el ground zero de las estructuras neoliberales de gobierno que se impusieron en México a partir del Tratado de Libre Comercio en 1994. Ciudad Juárez como experimento del futuro por venir, escribe Bowden:

Esta vez no sabremos cómo llamarlo, porque en el siglo XX hemos usado todos los nombres: progreso, revuelta, revolución, terrorismo, guerras de liberación nacional, genocidio. Hemos agotado nuestro lenguaje tratando de escribir con palabras lo que sabemos que vendrá.282

La tesis del libro estremece por su puntual clarividencia cuando la ciudad aún no había sido objeto de la inconmensurable atención mediática que la describe actualmente como una de las urbes más violentas del mundo. El futuro estaba ya en los cadáveres de hombres y mujeres asesinados en absoluta impunidad y en una ciudad que apenas entraba en proceso de transformación social, cultural y, sobre todo, política.

El primer trabajo escrito en México sobre el fenómeno del feminicidio fue publicado en 1999 por una editorial independiente de Chihuahua y editado por un grupo de comunicólogas y periodistas fronterizas que titularon al volumen colectivo El silencio que la voz de todas quiebra. Ese mismo año, el sello Planeta puso en circulación Las muertas de Juárez, de Víctor Ronquillo, periodista del Distrito Federal, quien, dicho sea de paso, fue acusado de plagiar partes del primer libro. En los siguientes años fueron apareciendo numerosas obras y reportajes relativos a los asesinatos de mujeres, propulsando un importante debate sobre la violencia de género en la era neoliberal, pero también alimentando un imaginario prejuicioso que insiste en mitologías culturales que en poco o nada contribuyen a esclarecer las causas reales del problema.

Acompañado de imágenes de trece fotógrafos juarenses, un prólogo de Noam Chomsky y un epílogo de Eduardo Galeano, el libro de Bowden fue el primero en reflexionar los entramados del poder hegemónico local y global que condicionan la realidad fronteriza. Chomsky deconstruye los supuestos beneficios del proyecto neoliberal consolidado durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) y, junto con Galeano, denuncia el sistema de inequidad que ha exacerbado la pobreza para la mayoría y el privilegio para una minoría. En las fotografías de este libro, los asesinatos de mujeres asumen una centralidad que reclama su propio espacio de debate y que impone preguntas inaplazables. Las víctimas aparecen en un contexto político, histórico y económico específicos. El feminicidio, explica el libro, no es sino el siniestro efecto del desmantelamiento sistemático de instituciones y del Estado de derecho en el país, lo que acelera el desagarre de un de por sí enfermizo tejido social.

A pesar de la puntual relevancia de Juárez: el laboratorio de nuestro futuro, su lectura pionera de las problemáticas fronterizas se vio afectada por decisiones editoriales que mermaron la circulación del libro y su recepción en general. A la fecha continúa sin reeditarse. Por el contrario, Huesos en el desierto, de Sergio González Rodríguez, publicado en 2002 por la editorial Anagrama, es sin duda la referencia más citada entre círculos intelectuales y académicos. Este ensayo recoge entrevistas, noticias de prensa y expedientes judiciales y forenses complementados por una serie de reflexiones acerca de aspectos culturales y políticos en torno a los asesinatos. Entre las diferentes teorías sobre el feminicidio que propone, González Rodríguez reproduce el testimonio de un agente meritorio de la policía judicial estatal (nombramientos ilegales también conocidos como “madrinas”) y especula que cientos de asesinatos de mujeres fueron perpetrados por dos individuos, “Alejandro Máynez y su ‘primo’ Melchor”,283 coludidos con el jefe del Grupo Especial Antisecuestros de la policía judicial estatal y un directivo de la policía municipal de Ciudad Juárez.284 Hacia las últimas páginas del libro, y como parte de un “posfacio a la tercera edición”, González Rodríguez presenta el argumento de un híbrido entre novela histórica y relato negro y afirma que los cientos de asesinatos de mujeres son en realidad el resultado de un sabotaje político y económico planeado por “un grupo de empresarios y políticos de Ciudad Juárez, con influencia al más alto nivel del país”.285 Ambas explicaciones se revelan mutuamente excluyentes: mientras que la primera teoría denuncia a quienes serían los dos asesinos seriales más importantes de todos los tiempos (a Jack el Destripador sólo se le imputan con certeza cinco de las once mujeres descuartizadas que le atribuye la leyenda), la segunda teoría es en cambio imprecisa y vaga a tal grado que remite al argumento de una película comercial de Hollywood.

Al contrastar Juárez: el laboratorio de nuestro futuro con Huesos en el desierto, encuentro la diferencia esencial entre ambos libros. En las fotografías de Cardona y el texto de Bowden aparece una realidad inmediata retratada sin la ilusión de una o varias teorías que lo expliquen todo. El trabajo de Bowden y Cardona avanza por las calles de Juárez como si fuese el primer día del recorrido para ambos, como si cada mañana estuvieran ante una ciudad desconocida que resiste ser descifrada en su totalidad. Recuerdo en particular una de las fotografías de Cardona, una de las más pequeñas y en apariencia menos llamativas de la colección. Es el interior con paredes límpidas de loseta azul cielo del anfiteatro de Ciudad Juárez. Hay tres cadáveres acostados sobre planchas que por un instante me hacen pensar en un dormitorio universitario compartido. Dos noches antes, seis personas en total habían sido asesinadas en un popular restaurante sobre la avenida Paseo Triunfo de la República. En ese año de 1997 se desataron tiroteos públicos entre supuestos narcotraficantes tras la muerte de Amado Carrillo Fuentes, el jefe del “cártel de Juárez”, que según las autoridades murió durante una cirugía plástica que le cambiaría el rostro y le permitiría evadir la justicia. Los medios locales invirtieron semanas cubriendo la noticia de la balacera. Al llegar a la morgue, de inmediato se nos prohibió el paso. Cardona simplemente caminó hacia el interior. Un funcionario aparece en el fondo de la fotografía (abajo) sin reaccionar a tiempo para detenerlo. El ángulo del cuadro está desnivelado, como si la cámara estuviera a punto de caer hacia la derecha, como si los cadáveres corrieran también el riesgo de deslizarse sobre las planchas. Yo escribí la nota para El diario de Juárez, pero salvo el nombre del supuesto narco que había sido el objetivo de la matanza, la identidad de los otros volvió ese mismo día a un absoluto anonimato que se perdió en los archivos del periódico. Estudiar los brutales efectos de la violencia de género ha sido una consigna necesaria, urgente y dramática para el periodismo local y extranjero, pero ni siquiera un ajuste de cuentas entre supuestos narcotraficantes puede realmente ser dilucidado en toda su extensión, como si lo real del narco nos eludiera constantemente. El veloz ritmo de preguntas articuladas rebasa siempre las posibles respuestas itinerantes de un reportero y un fotógrafo que todos los días vuelven a empezar sin saber mucho de lo que en verdad está ocurriendo en las calles.

 


 

3. LA MUERTE O EL EXILIO

El siguiente libro de Bowden y Cardona fue Exodus/Éxodo (2008), un exhaustivo viaje transfronterizo siguiendo los flujos masivos de migrantes hacia el norte. El proyecto surgió de un artículo firmado por ambos que se publicó en la influyente revista Mother Jones. Las fotografías de Cardona y el ensayo de Bowden ilustran dos décadas en distintos puntos de la frontera entre México y Estados Unidos, para luego adentrarse en algunas de las ciudades estadounidenses (Nueva Orleans, Houston, Phoenix) donde los migrantes han tenido una presencia económica y cultural importante (fotografía de abajo). Luego, de regreso a sus lugares de origen, como el estado de Oaxaca, en el sur del país, donde Cardona documentó las mansiones construidas con dinero que los migrantes envían a sus familiares (véase fotografía pág. 209) y que se ha vuelto una de las más grandes fuentes de ingreso a nivel nacional.

 


 


 

Las imágenes en blanco y negro muestran finalmente el solitario y peligroso viaje de los migrantes por los desiertos de Arizona en los cruces de Altar o Sásabe, mientras que en otras son detenidos por agentes de la Border Patrol y en otras más los Minutemen aguardan al acecho para hacer sus propios arrestos ilegales.

La fotografía de la portada (véase pág. 210) es tal vez uno de los más poderosos comentarios sobre el tema de la migración que yo he visto jamás: un páramo del desierto convertido en un basurero improvisado, saturado por los despojos que van quedando en el trayecto de los migrantes. Mochilas, zapatos, botellas de plástico vacías, ropa para personas de todas las edades cubren casi por completo la arena ardiente de día y gélida de noche.

La continua tragedia migratoria tiene fecha exacta de inicio. Los interminables empleos de las maquiladoras fueron una ilusión que el Tratado de Libre Comercio desmanteló a lo largo de la frontera en 1994. Estados Unidos endureció su política migratoria unos meses antes: el 19 septiembre de 1993, como Cardona anota con precisión en el epílogo de Exodus, la porosa línea fronteriza entre Juárez y El Paso se cerró para siempre.

 


 

Cardona recuerda que antes de la operación “Hold the Line” era posible cruzar el Río Bravo en un neumático. El viaje de apenas unos minutos costaba dos dólares. Muchos jóvenes juarenses lo hacían para ir a fiestas o a conciertos de rock en El Paso. Repentinamente, esa mañana de septiembre, Ciudad Juárez se transformó:

Hombres que cruzaban a diario para trabajar en construcción, agricultura o jardinería ahora tiraban piedras a agentes de la Patrulla Fronteriza cubiertos con máscaras antigás y equipo para repeler protestas en el puente Santa Fe. Una semana después de comenzado el bloqueo, el precio para ser llevado a Estados Unidos subió de veinte a cien dólares. Los inmigrantes encontraron rutas más secretas y peligrosas, como túneles de drenaje bajo el río hacia El Paso. Tres meses y medio más tarde, el TLC (Tratado de Libre Comercio) entró en vigor y bloqueos similares fueron puestos en marcha en las zonas urbanas de toda la frontera entre México y Estados Unidos.286

Según Bowden y Cardona, la ola migrante constituye el mayor éxodo en la historia universal. El desplazamiento masivo es tal vez el signo más evidente del fracaso social del capitalismo tardío y su dimensión de explotación más irrefutable. El ensayo de Bowden se intercala con una reflexión sobre la Revolución mexicana y sus posibilidades de resistencia en el cuerpo mismo de aquellos campesinos que nunca recibieron la justicia social prometida por los caudillos de 1910. La migración, escribe Bowden, es la única vía posible para continuar las exigencias pendientes de aquella lucha traicionada por las clases políticas y militares de México.

A partir de 1993 comenzaron a documentarse las desapariciones de mujeres. En 1997 se desató la violencia en las calles que, entre otros incidentes, incluyó el asesinato de las seis personas en aquel restaurante que mencioné antes. El laboratorio de nuestro futuro que fue Juárez a finales de los noventa se había convertido una década más tarde en “la ciudad del crimen”, Murder City (2010), como se titula el último libro en colaboración de Bowden y Cardona. El arco histórico de criminalidad que enmarca el trabajo de ambos selló el vaticinio de lo anticipado por las cámaras de los fotógrafos juarenses: una ciudad a punto de despeñarse en una ola interminable de violencia. Murder City retoma la crónica de la ciudad durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012), quien ordenó una “guerra” contra el narcotráfico a finales de 2007 con un estado de sitio nacional por medio del despliegue de contingentes del ejército y la policía federal que únicamente en Ciudad Juárez sumaron casi diez mil elementos.

Ese año la cifra total de asesinatos en Ciudad Juárez no rebasó las cuatrocientas víctimas. En 2010 la realidad era otra: 3,622 asesinatos. De acuerdo con un estudio hecho por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Social, el aumento de más del 800% en la tasa de asesinatos convirtió a Juárez en “la metrópoli más violenta a nivel mundial”.287 Entre 2009 y 2010 se cometieron en Juárez más de 190 asesinatos por cada 100,000 habitantes, según ese documento. En la misma proporción, le seguían en 2009 San Pedro de Sula, Honduras y San Salvador, con 119 y 95 asesinatos, respectivamente. “Mucho tiene que ver que algunos militares han sido cooptados por el narcotráfico, por lo que es necesario analizar su salida de Juárez”, declaró José Antonio Ortega Sánchez, presidente de esa asociación civil.288

Para esos años, el fenómeno del feminicidio ya era sólo una fracción del caos. Como argumenta Bowden en Murder City, el número de asesinatos de mujeres representa apenas el 10 o 12% de los homicidios registrados en la ciudad cada año. A la par de la necesidad de denunciar los sistémicos crímenes contra mujeres, es importante advertir que los homicidios de hombres ocurren en el mismo vacío de orden judicial y en la más desfondada impunidad. Escribe Bowden:

ignorar a los muertos permite a los Estados Unidos ignorar el fracaso de sus modelos de libre comercio, los cuales en Juárez están produciendo pobres y gente muerta más rápido que cualquier otro producto. Por supuesto que los asesinatos de mujeres en Juárez son escasamente investigados o resueltos. Los asesinatos en Juárez siempre son poco indagados, así que, en la muerte, las mujeres finalmente reciben el mismo trato que los hombres muertos.289

Una de las fotografías de Cardona incluida en Murder City (véase pág. 213) sintetiza la realidad extrema de esos años: el póster de una hermosa mujer impreso, una modelo de cabello voluminoso y ondulado, pero con el rostro resquebrajado por el papel maltratado y con un orificio de bala atravesando la comisura de sus labios entreabiertos. Dentro del hueco se ve la tierra parda. Pareciera que el póster fue arrancado a tiros de una pared y lanzado a la terracería.

 


 

Julián lo encontró en una casa donde en 2004 la policía federal desenterró los cadáveres de doce personas. Un informante transmitió en una grabación uno de los homicidios a la agencia estadounidense de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), que optó por no hacer nada hasta que agentes de la DEA fueron atacados por el friendly fire de policías que trabajaban con los narcotraficantes involucrados. En otra fotografía, esa misma casa aparece revuelta, con paredes cuarteadas, basura y desperdicios.

La imagen del póster baleado se reprodujo en la portada del primer número de la revista británica Frontline, fundada por corresponsales extranjeros. Esa primera edición presentó un desplegado con una selección de fotografías de Cardona acompañadas de un texto suyo titulado “J-war-ez”. Emulando el típico acento de un hablante nativo del inglés, Cardona convierte el mismo nombre de Ciudad Juárez en el sitio de una supuesta guerra. Pero la violencia en la frontera permanece en un doble registro material y simbólico en la fotografía. Juárez, diríamos en primera instancia, es el lugar donde incluso el rostro impreso de una mujer se expone a recibir un balazo. Pero, en una segunda interpretación, la fotografía articula un comentario sobre las formas de representación de la violencia misma. La responsabilidad criminal de la omisión de los agentes estadounidenses queda fuera del cuadro y en cambio sólo aparece ese símbolo de la violencia de género que informa el trabajo superficial de numerosos periodistas y académicos. La fotografía de Cardona no captura entonces el supuesto machismo generalizado en la sociedad fronteriza, como supondrían las opiniones más apresuradas, sino el proceso terminado de reificación de una metáfora cuya contingencia histórica ha sido borrada. Literalmente no hay nada que ver en la fotografía, pues las relaciones de poder que produjeron los asesinatos en esa casa permanecen fuera de nuestro alcance. La fotografía llega tarde al lugar de los hechos, cuando los distintos factores que produjeron los asesinatos ya se han condensado en la metáfora del feminicidio. Con toda la fuerza de su realismo, la fotografía nos recuerda que estamos ante una imagen prefabricada, y que los verdaderos protagonistas de la trama permanecen en una impunidad invisible. Después de comprender, paradójicamente, que no hay nada que ver, nuestra mirada busca los bordes de la fotografía. Allí, nos dice el trabajo de Julián Cardona, aguarda la contingencia de nuestro presente aún por descubrir.

4. LA HEREJÍA DOCUMENTADA

En el texto de Frontline, Cardona habla con un activista de derechos humanos que omite su nombre pero que refuta la tesis del gobierno federal y la supuesta “guerra” contra las drogas. No se trata del cártel de Sinaloa y su jefe Joaquín “El Chapo” Guzmán tratando de arrebatar la plaza al cártel de Juárez. Ni siquiera ocurrió una lucha entre cárteles. Lo que ocurrió fue una confrontación entre fuerzas federales que llegaron para arrebatar el control del narcotráfico y el narcomenudeo local a “La Línea”, una organización integrada por policías municipales y estatales corruptos. Juárez ya no es sólo uno de los corredores predilectos para el tráfico de drogas. En la última década se transformó en una zona de alto consumo y de organizaciones criminales que ya no respondían al sometimiento histórico en que las fuerzas federales mantuvieron a los narcos de las décadas de 1970 y 1980. Es significativo el aumento dramático de denuncias de todo tipo de crímenes y delitos cometidos por soldados y agentes federales, o por comandos de sicarios armados que operaban sin el menor contratiempo en una ciudad tomada por diez mil soldados y policías federales. Concluye el texto de Julián:

¿Y si El Chapo no está detrás de esto, entonces quién? “Es el ejército, estúpido.” Esto es lo que se escucha en la calle. La búsqueda de una respuesta verdadera a esta pregunta es un motivo suficiente para seguir escribiendo la historia desde aquí.290

Las ideas de Cardona y Bowden establecen un análisis que se corresponde. Según Bowden, existen dos versiones discursivas de México. Por un lado, está el México del valiente presidente Calderón que ha decidido no tolerar más a las organizaciones de narcotraficantes, arriesgando su capital político por el bien de la nación. Visto desde Estados Unidos, este México aparece como una república “hermana” donde existe una funcional sociedad civil, leyes y su correspondiente Estado de derecho. Pero ese México simplemente “no existe”.291 En la segunda versión de México, escribe Bowden:

la guerra es por las drogas, por la enorme cantidad de dinero que se genera en las drogas, donde la policía y el ejército luchan por su parte de las ganancias, donde la prensa es controlada con el asesinato de reporteros y con banquetes hechos de una consistente dieta de sobornos, y donde la línea entre el gobierno y el mundo de la droga nunca ha existido.292

Los dos periodistas suscriben una corriente crítica que explora la centralidad de la clase política, del ejército y de las corporaciones policiacas en la evolución del narco. En su paso como corresponsal por Ciudad Juárez, el reportero británico Ed Vulliamy se entrevistó con Cardona, quien detalló el trabajo periodístico que en ese momento hacía en colaboración con el reportero juarense Ignacio Alvarado. La tesis de ambos, anota Vulliamy, aparecía entonces como una “herejía”:

El ejército mexicano, sospechan, podría estar usando la crisis para facilitar, o incluso involucrarse en una campaña de lo que llaman “limpia social” del basurero humano: los indeseables, los drogadictos, los vagos y los ladronzuelos o más que ladronzuelos. El ejército prácticamente no disipó esta idea cuando, en una conferencia de prensa el 1° de abril de 2008, Jorge Juárez Loera, el general a cargo del enésimo distrito militar (del que Juárez forma parte), describió cada muerte ocurrida bajo su vigilancia como “un delincuente menos”.293

El trabajo de Cardona y Bowden, junto con el de otros reporteros como Ignacio Alvarado, recibe escasa atención mediática si se les compara con los libros de periodistas que, como en el caso de Diego Enrique Osorno, Anabel Hernández y Alejandro Almazán, por mencionar a los más visibles, reproducen la lógica oficial que insiste en que la violencia es el producto directo de una supuesta lucha de cárteles que dominan en ciertas zonas del país y que sobrepasan el poder del Estado. Contra la opinión de reconocidos periodistas legitimados por los propios discursos oficiales, el trabajo de Bowden y Cardona es en efecto lo más cercano a una herejía periodística que refuta el credo de los cárteles que suscribe la mayoría en México.

Entre todo, es justo reconocer la validez de cierta corriente crítica que ha señalado con razón algunas limitaciones y efectos improductivos en el trabajo de Bowden y Cardona. Para el investigador y activista juarense Willivaldo Delgadillo, por ejemplo, libros como Juárez: el laboratorio de nuestro futuro han sido responsables de la “construcción de una mirada” que ha generado una leyenda negra sobre la frontera, cuya “visión apocalíptica posiciona a lugares como Juárez como el principio del fin del mundo”.294 Investigaciones periodísticas a la manera de Murder City ciertamente corren el riesgo de generalizar una problemática producida en condiciones históricas y políticas precisas, pero que en ciertos momentos de su lectura parece consustancial y constitutiva de la sociedad fronteriza misma. El extremo de esta mirada está quizá presente en el libro Dreamland: The Way Out of Juárez (2010), en el cual Bowden utiliza la noción ahistórica y despolitizada del sueño como metáfora para explicar las dinámicas del crimen en la ciudad y así no sorprende entonces que describa los crímenes en Ciudad Juárez “como una desviación del orden natural de las cosas”.295 Por otro lado, los análisis de Bowden pueden caer en contradicciones e incluso reiterar la mitología oficial de la lucha de cárteles y llegar a señalar, como ocurre en ese mismo libro, que “el poder de la industria de la droga ha excedido el poder del Estado”.296

Sin embargo, los señalamientos en apariencia exagerados y tremendistas de los libros de Bowden y Cardona tienen un sólido fundamento en la experiencia inmediata de lo real. En su reporte México: nuevos informes de violaciones de derechos humanos a manos del ejército, publicado en 2009, Amnistía Internacional hace un llamado público para que en el contexto de la supuesta guerra contra el narco se entienda que

el delito no se combate con más delito, y la gravedad de una crisis no puede convertirse en una justificación del uso de métodos ilegales, ni en un pretexto para cerrar los ojos ante la comisión de abusos. El objetivo de este informe es poner de manifiesto un grave panorama de violaciones de derechos humanos perpetradas recientemente por miembros del ejército mexicano y pedir que las autoridades civiles y militares tomen de inmediato medidas eficaces para poner fin y remediar estos abusos.297

La ONG documenta cientos de denuncias de casos en que ciudadanos de Juárez y de otras partes del país fueron secuestrados, torturados y asesinados a manos de soldados enviados por Calderón en lo que se denominó como el Operativo Conjunto Chihuahua para atacar a los supuestos cárteles de la droga. La Comisión Estatal de los Derechos Humanos recibió en esos años más de 1,450 denuncias de desapariciones, torturas y cateos ilegales.298 Lo peor del reporte de Amnistía Internacional, sin embargo, es lo que no consigue documentar: “Amnistía Internacional cree que estas cifras no reflejan el verdadero número de casos de tortura, desaparición forzada y homicidio ilegítimo, que es mucho mayor”.299

Cité al principio de este ensayo la frase punzocortante “la frontera no siempre ha estado allí” y me apresuré a explicar en estas páginas cómo Ciudad Juárez apareció en el horizonte del mundo contemporáneo circa 1996, entre otras causas porque periodistas como Charles Bowden y Julián Cardona recorrieron juntos sus calles y escribieron lo que vieron. Pero es necesario reconocer el impreciso determinismo de mi interpretación, la reductiva fuerza de esa frase. Ciudad Juárez siempre ha estado allí, pero su visibilidad intermitente a lo largo de la la historia fronteriza nos ha deslumbrado con su relevancia clave del devenir de ese país que apenas cuenta con dos siglos de haberse inventado y que ya ha tenido que venir a guarecerse a su frontera cuando se desatan las tormentas. Me basta con recordar dos episodios que no por obvios dejan de ser trascendentes: el carruaje apremiado (que Alejo Carpentier llamaría “real maravilloso”) que el 14 de agosto de 1865 llevó a Paso del Norte a Benito Juárez (cuyo apellido renombraría la ciudad), el único presidente indio de nuestra historia, que trajo consigo además la capital portátil del país para que no quedara en manos de los franceses que ocupaban la Ciudad de México; y la mañana del 8 de mayo de 1911, cuando los valientes soldados de la primera revolución del siglo XX cumplieron las órdenes de Pancho Villa y Pascual Orozco (las mismas órdenes que el temeroso Francisco I. Madero quiso frenar) para arrebatar a las fuerzas federales el control de Ciudad Juárez y forzar con ello la renuncia incondicional de Porfirio Díaz. Casi un siglo más tarde, Ciudad Juárez volvió a incendiarse para jugarse en ella el destino del país y el de esa supuesta “guerra” contra el narco que no es sino el desesperado intento de un Estado que busca recobrar su soberanía perdida ante los emergentes pactos mafiosos entre policías, empresarios y políticos locales que, como en Michoacán o en Tamaulipas, han intentado crear territorios autónomos al fuero federal. Entre otros periodistas comprometidos como Ignacio Alvarado, José Pérez Espino, Bárbara Vázquez, Jaime Bailleres, Alfredo Carbajal y Sandra Rodríguez, Julián Cardona y Charles Bowden nos enseñaron a ver esta ciudad en llamas por medio de su trabajo y a pesar de su trabajo mismo. No sé si la han entendido. No sé si se puede entender verdaderamente una ciudad, pero sé que su trabajo ha conseguido significarla, que no es sino otra manera más torpe de decir que han conocido sus calles, que han hablado con su gente y que han hecho las preguntas correctas.

5. CODA CON VÍSCERA Y POESÍA

Bowden y Cardona trabajaron juntos en varias exposiciones fotográficas acompañadas por ensayos narrativos. Una de las más exitosas fue la exposición La historia del futuro, que incluyó un ensayo del propio Cardona. En ese texto, Cardona concluye: “Juárez sopla como cortante viento helado y se filtra por las ventanas de nuestras almas en demanda de nuestra atención. Abrazamos sus imágenes como sustitutos de nuestros propios vacíos, pero se diluyen al instante en nuestra confortable realidad. No descubrimos a Juárez, Juárez nos descubre”.300 El reconocimiento internacional no se ha hecho esperar para ambos. Cardona recibió la Cultural Freedom Fellowship de la Fundación Lannan en 2004.301 En 2013 el Instituto para las Artes y los Medios de la California State University, Northridge, adquirió más de 8,500 imágenes digitalizadas y alrededor de más de nueve mil fotografías en film del acervo personal de Cardona.302 El prolífico trabajo de Bowden apareció con frecuencia en los principales medios de Estados Unidos. Bowden recibió numerosas distinciones y, como recuerda la revista The New Yorker, por su “lírica austera” fue considerado “un periodista de sangre y vísceras con una sensibilidad de poeta”.303

Durante el trayecto por los territorios tocados por la migración, Bowden ensayó esbozos biográficos sobre Cardona, su trayectoria como fotógrafo en la frontera y algunos de los rasgos más decisivos de su personalidad. Por momentos observa a su compañero de viaje de esos años y anota: “Él capturará la eternidad, esa belleza entre el hedor y el polvo y la tierra y el vidrio roto y los labios pintados de las jovencitas que se ofrecen en los portales”.304 Al terminar su última colaboración para Murder City en 2008, Bowden agregó una nota final en la que cuenta cómo Molly Molloy, investigadora y bibliotecaria de New Mexico State University, terminó exasperada por el “torrente de muerte”305 que se esforzó en registrar ese año, tal y como había venido haciendo en años pasados desde su sitio de internet “Frontera List”, que ha proporcionado información clave para libros como Murder City. Escribe Bowden:

La fatiga de documentar las muertes es una experiencia común. Recuerdo a mi amigo, el fotógrafo Julián Cardona, a principios de junio [de 2008] después del asesinato a balazos de una niña de doce años, diciéndome: “no puedo hacer esto más, es una causa perdida”. Y por un breve tiempo, dejó de tomar fotografías. Y entonces, desde luego, volvió a hacerlo.

Yo mantuve un archivo con notas periodísticas hasta mayo o junio, cuando alcanzó mil quinientas páginas a renglón cerrado. Y tiré la toalla.

Crucé el puente de Juárez a El Paso en junio o a principios de julio jurando que nunca regresaría. Pero regresé. Y Julián Cardona y Molly Molloy también continuaron con su trabajo.306

Mientras dormía, Charles Bowden murió el 30 de agosto de 2014. Lo visité en su casa de Tucson en 2009. Nos presentó, vía correo electrónico, Julián Cardona. De nuestra conversación, recuerdo sobre todo su indignación constante por la violencia en Juárez y todo el trabajo periodístico que nos quedaba por hacer. Me incluyó en esa consigna y de hecho intentó convencerme de investigar algunos temas. No lo hice. Julián Cardona y Molly Molloy continúan con su trabajo.

 

 

275. Daniel Gamper y Luis Alfonso Herrera Robles, “Editorial”, Guaraguao. Revista de Cultura Latinoamericana, 34 (verano de 2010), pp. 5-6, p. 5.

276. Charles Bowden, “While You Were Sleeping”, The Charles Bowden Reader (eds. Erin Almeranti y Mary Martha Miles, Austin: University of Texas Press, 2010, pp. 105-121, p. 109).

277. Slavoj Žižek, Violence (Nueva York: Picador, 2008, p. 9).

278. Bowden, op. cit., p. 106.

279. W. J. T. Mitchell, Picture Theory (Chicago: The University of Chicago Press, 1994, p. 95).

280. Ibid., p. 325.

281. Francis Fukuyama, “Fukuyama revisa su Fin de la historia”, Milenio semanal, 112 (25 de octubre de 1999).

282. Charles Bowden, Juárez: The Laboratory of Our Future (Nueva York: Aperture, 1998, p. 117).

283. Esta versión ha sido criticada por el periodista juarense José Pérez Espino, quien señala inconsistencias en Huesos en el desierto: “González Rodríguez prefirió imaginar que investigar. Es probable que algunos de los homicidios no esclarecidos los hayan perpetrado sicarios de la mafia. Pero es insostenible la versión de que los casi 300 casos [ahora más de 500] sean crímenes ‘rituales’ cometidos por ‘dos personas’. Sus afirmaciones a la prensa contradicen lo publicado en su propio libro, del cual se desprende que en Ciudad Juárez han ocurrido homicidios por las más variadas causas: motivos pasionales, por violencia intrafamiliar o enfrentamientos entre pandillas, por ejemplo”. Véase José Pérez Espino, “La invención de mitos en los medios y la lucrativa teoría de la conspiración”, Derechos Humanos. Órgano Informativo de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México, 12.73 (mayo-junio de 2005), pp. 63-70, p. 64.

284. Sergio González Rodríguez, Huesos en el desierto (2002, Barcelona: Anagrama, 2006, p. 172).

285. Ibid., XX.

286. Charles Bowden y Julián Cardona, Exodus/Éxodo (Austin: University of Texas Press, 2008, p. 265).

287. Martha Elba Figueroa, “De lejos, siguen a Juárez otras ciudades violentas”, El Diario (11 de enero de 2010), <http://demojado.blogspot.com/2010/01/de-lejos-siguen-juarez-otras-ciudades.html>.

288. Ibidem.

289. Charles Bowden, Murder City: Ciudad Juárez and the Global Economy’s New Killing Fields (Nueva York: Nation Books, 2010, p. 14). [Hay trad. cast.: La ciudad del crimen: Ciudad Juárez y los nuevos campos de exterminio de la economía global, Barcelona, Debate, 2011.]

290. Julián Cardona, “J-war-ez”, Frontline (verano de 2009), pp. 9-12, p. 9.

291. Bowden, op. cit., p. 18.

292. Ibid., énfasis en el original.

293. Ed Vulliamy, “Mientras Juárez cae”, Letras Libres, trad. Marianela Santoveña (marzo de 2011), pp. 60-67, p. 63.

294. Willivaldo Delgadillo, “Fabulando a Juárez: notas sobre la construcción de una mirada”. Resumen de ponencia ofrecida durante el XVIII Congreso de Literatura Mexicana Contemporánea en la Universidad de Texas en El Paso (7-9 de marzo de 2013), <http://ia.utep.edu/Portals/1462/RESÚMENES%20DE%20INVESTIGACIÓN.pdf>.

295. Charles Bowden y Alice Leora Briggs, Dreamland: The Way Ouf of Juárez (Austin: University of Texas Press, 2010, p. 10).

296. Ibid., p. 2.

297. Amnistía Internacional, México: nuevos informes de violaciones de derechos humanos a manos del ejército (Madrid: Editorial Amnistía Internacional, 2009, p. 7).

298. Luis Carlos Cano, “Sumas mil 450 quejas vs. Ejército”, El Universal (10 de septiembre de 2009), <http://www.eluniversal.com.mx/estados/73044.htm>.

299. Amnistía Internacional, op. cit., p. 6.

300. Julián Cardona, “World Class City”, The History of the Future/La historia del futuro (ed. Nancy Sutor. Santa Fe, NM: Lannan Foundation, 2008, p. 24). Una frase de esta cita fue la idea seminal del documental “If Images Could Fill Our Empty Spaces” de la periodista Alice Driver, un acercamiento a la violencia en Ciudad Juárez basada en el trabajo de Bowden y Cardona entre otros. El documental está disponible en el siguiente sitio de internet: <http://alicelaureldriver.com/documentary-film-if-images-could-fill-our-empty-spaces/>.

301. Véanse los detalles del reconocimiento en la página oficial de la Lannan Foundation: <http://www.lannan.org/cultural-freedom/detail/julian-cardona-awarded-2004-cultural-freedom-fellowship>.

302. Véase el anuncio oficial de la adquisición del acervo: <http://csunshinetoday.csun.edu/arts-and-culture/csun-acquires-works-by-mexican-photographer-julian-cardona/>.

303. Meredith Blake, “The Exchange: Charles Bowden on Juárez, ‘Murder City’”, The New Yorker (24 de mayo de 2010), <http://www.newyorker.com/online/blogs/books/2010/05/the-exchange-charles-bowden-on-jurez-murder-city.html>.

304. Bowden, Exodus, op. cit., pp. 186-187.

305. Bowden, Murder City, op. cit., p. 319.

306. Ibid., pp. 319-320.

¿QUIÉN CONTROLA LA PLAZA?: LA CIUDAD, EL ESTADO Y EL CRIMEN ORGANIZADO

En 2014, durante la etapa más álgida del conflicto armado en el estado de Michoacán, la llamada “Tierra Caliente” del sur de México, el reportero José Gil Olmos, de la revista política Proceso, resumió la situación de radical emergencia al anotar que, en ese momento, “había por lo menos doce organizaciones legales e ilegales fuertemente armadas dispuestas a disparar en cualquier momento: las policías comunitarias, las autodefensas ciudadanas, los grupos criminales La Familia Michoacana, Los Caballeros Templarios, Los Zetas, el cártel Jalisco Nueva Generación y el cártel del Golfo, además del Ejército y las policías estatal, municipal y federal”.307

Tal multiplicidad de fuerzas armadas estimuló la imaginación crítica de periodistas, intelectuales y académicos desde muy distintos enfoques. Claudio Lomnitz, por ejemplo, subrayó la erosión del orden comunitario causada por las distintas organizaciones de narcotráfico que transitaron por la Tierra Caliente michoacana. En su interpretación “en clave antropológica”, Lomnitz aboga por una recomposición de las relaciones comunitarias, pues el tejido mismo ha quedado dañado por el control itinerante que ejercieron primero Los Zetas, luego La Familia y finalmente Los Caballeros Templarios.308 Rossana Reguillo, por su parte, hizo eco de una opinión infundada, pero muy generalizada, sobre “la posibilidad de que en México se produjera una articulación entre narco y guerrillas”.309 En el extremo opuesto, Antonio Navalón observó las autodefensas como una fuerza positiva, pues según él habían iniciado una revolución que posicionaba a los combatientes como “los zapatistas del siglo 21”.310 Con mayor gravedad, Héctor Aguilar Camín explicó a su vez la causalidad del conflicto como parte de “la segunda guerra en su territorio que Estados Unidos le impone a México” y que “permitió la formación de un Estado paralelo en un territorio donde el que gobierna es el crimen organizado”.311 Así, en esa región bajo el supuesto dominio simultáneo de Estados Unidos, el Estado mexicano y el Estado paralelo del “crimen organizado”, cuyos cárteles gobiernan mientras se combaten mutuamente, determinar quién realmente detentaba el control en ese año resultaba una tarea imposible. Si nos atenemos a las opiniones antes citadas, en Michoacán todos y nadie controlaban la “plaza”, como se nombra en los medios de comunicación a las ciudades y regiones bajo control del crimen organizado. En la multiplicidad de fuerzas encontradas, cada interpretación cancela la anterior. Y entonces: ¿quién controlaba la “plaza” michoacana?

Dos hechos complicaron todavía más una posible respuesta. Primero, la portada de la misma revista Proceso del 18 de mayo de 2014, y su encabezado, “Las autodefensas domesticadas”, que explica la conversión de “los zapatistas del siglo 21” en una policía rural por orden del gobierno federal a sólo quince meses de haber aparecido en el horizonte político del conflicto. En investigaciones anteriores Proceso había reportado que las autodefensas estaban siendo respaldadas, protegidas y finalmente neutralizadas por el gobierno federal. El 27 de junio de 2014 el gobierno asestó el mayor golpe simbólico a las autodefensas con la captura y encarcelamiento de su principal líder, el doctor José Manuel Mireles, acusado de portación ilegal de armas reservadas para las Fuerzas Armadas. Como se ha señalado en los medios de comunicación, existen documentos oficiales que prueban que las autoridades federales autorizaron a Mireles personalmente para portar ese tipo de armas de fuego. Según el exgobernador de Michoacán, Leonel Godoy, la estrategia de Peña Nieto fue selectiva al capturar a Mireles. “Los auténticos autodefensas”, dijo Godoy en una entrevista, “fueron encarcelados y algunos otros asesinados por parte de aquellos que ahora son parte del crimen organizado”.312 Mireles fue liberado bajo fianza el 12 de mayo de 2017, casi tres años después de su detención. Su proceso penal aún no ha concluido.

El segundo de estos hechos, todavía más importante, es la captura en marzo de 2015 de Servando Gómez Martínez, alias “La Tuta”, en su momento el máximo líder de Los Caballeros Templarios, que repitió el ciclo de ascenso y caída de los capos que ha sido una constante histórica del narcotráfico en México desde la década de 1970. En una de las últimas declaraciones tras su detención, “La Tuta” definió así las actividades de Los Caballeros Templarios: “De delincuencia organizada no tenemos nada […] Será desorganizada la pinche delincuencia”. Y no sin ironía, agregó: “lideré una banda de pendejos”.313

“La Tuta”, quien llevaba meses escondido en una cueva habitada por murciélagos, fue arrestado en un puesto de hot dogs justo antes de la visita oficial a Inglaterra del presidente mexicano Enrique Peña Nieto. La detención coincidió además con los cuestionados nombramientos de Arely Gómez como titular de la Procuraduría General de la República (PGR) y de Eduardo Medida Mora como ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Entre otros señalamientos críticos, se subrayó que la procuradora es hermana de Leopoldo Gómez, vicepresidente de Televisa, mientras que Medina Mora había sido acusado de graves violaciones a los derechos humanos como funcionario público, además de que su íntima amistad con Bernardo Gómez, otro vicepresidente de la misma empresa Televisa, también generaba serios conflictos de interés.314 La coincidencia entre las maniobras policiales y los cuestionables nombramientos políticos remitía también en ese momento a la segunda detención de Joaquín “El Chapo” Guzmán, lograda en 2014, tres días después de la visita oficial del presidente Barack Obama en México durante la cual destacó la política de seguridad nacional del gobierno de Peña Nieto.

Sorprendentemente, en estas agendas críticas sobre el narcotráfico en México predomina ese modelo de interpretación que describe el fenómeno como una compleja estructura económica trasnacional que desborda las estructuras de Estado en la era neoliberal. Saturada de un léxico teórico proveniente de la antropología, la sociología, la economía, la filosofía e incluso la religión, el narcotráfico es estudiado por estos especialistas como el resultado de una caída estructural del Estado, este último reemplazado por “televisoras oligopólicas o empresas criminales trasnacionales”, como advierte el académico experto en seguridad Edgardo Buscaglia.315 A esos “vacíos de poder”, como los llama Buscaglia, se debe que los narcotraficantes mexicanos, según la Secretaría de Relaciones Exteriores, supuestamente hayan extendido sus operaciones “en por lo menos 46 países, tan lejanos como Corea del Norte, Togo, Costa de Marfil, Egipto, Turquía, Malasia y Nueva Zelanda”.316

¿Cómo se explica que la captura de los capos y el permanente estado de guerra en el que se atacan sin tregua los supuestos cárteles no interrumpa la hegemonía de los criminales mexicanos a nivel nacional y global? Como creo haber hecho ya evidente, la noción de “plaza” opera como un significante vacío estructurado como una función narrativa desprovista de contenido específico. Es el lugar del caos, de la ruptura comunitaria, del control neoliberal de criminales trasnacionales, del dominio de los monopolios de la comunicación, de la ocupación del imperialismo estadounidense, e incluso de una segunda irrupción de la Revolución mexicana.

Históricamente, sin embargo, la “plaza” del crimen organizado aparece en un horizonte de significación política muy distinto. La noción emergió a finales de la década de 1970 como la concesión que el Estado mexicano permitía a determinados grupos de traficantes para operar bajo el control oficial. En las siguientes dos décadas, esa misma noción se ha redefinido como el centro de articulación de los supuestos “cárteles de la droga”, estructuras criminales que se piensan como alternativas al Estado. Para concluir este libro, me interesa analizar las estrategias de representación que convirtieron la noción de “plaza” en el lugar del narco más allá del dominio estatal, según se lee en investigaciones periodísticas y narrativas de ficción sobre el tráfico de drogas en ciudades como Juárez, Culiacán o Tijuana. A contracorriente de quienes las consideran como las zonas donde el narcotráfico ha superado al poder del Estado, discutiré cómo esas ciudades designan en realidad espacios en contingencia en los que se activa una multiplicidad de actores, organizaciones e instituciones que involucran alianzas entre políticos, policías, militares, empresarios y traficantes. En tal espacio de contingencia estará en juego una definición efectiva de la soberanía del Estado mexicano ante el campo criminal, sobre todo de su sistema jurídico-policial luego de dos décadas de transformaciones neoliberales. De ese modo, propongo entonces reinsertar la “plaza” del narcotráfico en un complejo horizonte histórico y político. Con ello señalaré finalmente que toda “plaza”, es decir, toda ciudad y región donde se visibiliza el estado de excepción sobre las economías clandestinas del país, es necesariamente el lugar de soberanía del sistema jurídico-policial que, aunque fragmentado en las distintas regiones conflictivas del país, se reafirma como la expresión de la hegemonía estatal por encima del crimen organizado. Así, entenderé finalmente que aquello que llamamos “narco” se localiza políticamente en el interior de estructuras de Estado y no en la exterioridad de la economía global ni en la agencia inmoral de los traficantes.

Entre 1975 y 1978, como expliqué al inicio de este libro, los gobiernos de México y Estados Unidos llevaron a cabo la “Operación Cóndor” para destruir los sembradíos de mariguana y adormidera en el llamado “triángulo dorado”, el sistema montañoso que cruza los estados de Sinaloa, Chihuahua y Durango. Hasta ese momento la sierra era el lugar natural del campesinado productor de droga en México desde finales del siglo XIX y principios del XX. La Operación Cóndor, sin embargo, lejos de significar el desmantelamiento del narcotráfico en la zona rural, tuvo dos efectos contraproducentes: primero, el éxodo masivo de alrededor de cien mil campesinos hacia las principales ciudades de Sinaloa, en particular a Culiacán, Guasave y Guamúchil;317 y segundo, la reubicación de los principales jefes del narcotráfico para conformar la llamada “federación” del narco con base en Guadalajara, en el estado de Jalisco, la primera “plaza” del narcotráfico moderno en la era del PRI. En esa ciudad, estratégicamente ubicada en el centro del país y relativamente cerca de la Ciudad de México, se instaló una estructura criminal nacional administrada por el expolicía sinaloense Miguel Ángel Félix Gallardo, entre otros traficantes, pero disciplinada directamente por la Dirección Federal de Seguridad (DFS), la impune policía política del sistema. Este reacomodo estratégico permitió al Estado el control del narco en todo el país. Así lo explica Sergio Aguayo:

Dicha ciudad (Guadalajara) ofrecía no sólo buen clima y una excelente ubicación geográfica, sino también la presencia de una fuerza policiaca dispuesta a protegerlos y una añeja cultura de la violencia que garantizaba el flujo constante de reclutas para sus organizaciones.318

Pero no fue sino hasta la publicación de Druglord. The Life and Death of a Mexican Kingpin (1990), del reportero estadounidense Terrence Poppa, que se planteó la pregunta crucial sobre el narcotráfico mexicano: “¿Quién está manejando la plaza?”.319 Este libro, acaso el primer “manual de usuario”320 del narcotráfico, es la primera investigación periodística sobre las dinámicas operativas de las organizaciones criminales en las principales “plazas”. Poppa llegó al tema a partir de una serie de reportajes sobre corrupción oficial en el estado fronterizo de Chihuahua que en parte condujeron al arresto de un traficante local. Fue en ese momento, escribe Poppa, que comprendió que “su educación respecto a la verdadera naturaleza del sistema político mexicano había comenzado”.321 Cuando sus investigaciones lo llevaron a entrevistar al traficante Pablo Acosta en la ciudad de Ojinaga, ese proceso alcanzó un grado de conocimiento del Estado mexicano hasta entonces adquirido por unos cuantos periodistas mexicanos, como Julio Scherer, quien había sido difamado y expulsado del periódico Excélsior en su confrontación con el presidente Luis Echeverría, y Manuel Buendía, quien fue asesinado en represalia a sus revelaciones relativas a la profunda corrupción de la Dirección Federal de Seguridad. Sin esa familiaridad con el sistema político mexicano, Poppa consiguió un conocimiento privilegiado sobre el narco en México siguiendo la cadena de causalidad entre el ascenso de ciertos traficantes en sus “plazas”, su aparente control del negocio dentro de los límites de esas ciudades y su estrepitosa caída a manos de policías y militares.

Pero la pregunta “¿quién está manejando la plaza?” es de una simpleza engañosa. Según explica Poppa, la plaza en esos años no era el dominio de un traficante, sino la concesión que el sistema político mexicano había hecho a un determinado grupo para que administrara las operaciones relacionadas con la droga. Al investigar la historia delictiva del traficante Pablo Acosta en la ciudad de Ojinaga, Poppa dedujo las dos principales responsabilidades del titular de la plaza: mantener un flujo de dinero constante y proveer de información a la policía federal sobre cualquier otra actividad ilegal por fuera de la organización criminal autorizada. Escribe Poppa:

Usualmente, las autoridades protegen a su hombre de sus rivales; otras veces no lo hacen, prefiriendo una variedad de selección natural para determinar quién debería encargarse de la plaza. Si las autoridades arrestan o matan al titular de la plaza, es porque usualmente ha dejado de hacer sus pagos o porque su nombre ha comenzado a aparecer en la prensa con demasiada frecuencia y el traficante se ha convertido en un lastre. A veces la presión internacional es tan fuerte que el gobierno se ve obligado a accionar en contra de un individuo en específico sin importar cuánto dinero genera para sus patrones.322

Es clave aquí comprender que manejar la plaza no significaba controlar la plaza. El traficante era entonces apenas el administrador de una estructura y de un espacio que podía perder en cualquier momento, incluso a pesar de su propio éxito en el negocio. Las revelaciones de Poppa, inéditas en el contexto periodístico de la época, llamaron la atención del gobierno federal y de la opinión nacional e internacional a tal grado que un operativo militar asesinó a Pablo Acosta y destruyó su organización en 1987. Como el mismo Poppa comprendió por medio de su investigación periodística, el sistema político eliminaba de ese modo a los traficantes que atraían demasiada luz pública al discreto control oficial sobre las “plazas”.

Pese a su redituable efectividad, ese régimen disciplinario se interrumpió decisivamente a finales de la década de 1980. La hegemonía que ejerció el sistema político mexicano sobre el tráfico de drogas sufrió una transformación profunda con la incorporación de la nueva agenda de seguridad nacional durante la era neoliberal del PRI que alteró la disciplina vertical sobre las “plazas” hasta el punto que una multiplicidad de actores reclamó su propia agencia en tensión con las instituciones policiales y políticas. Y aunque ese equilibrio de fuerzas sin duda modificó los alcances de la soberanía estatal, la “plaza” del narco no ha dejado de ser el espacio disciplinario de la soberanía oficial.

Quisiera resumir, a modo de conclusión, los principales argumentos del presente libro. La emergencia del discurso securitario sobre el “narco” en la esfera pública acompaña la desarticulación de la soberanía estatal producida por el auge del neoliberalismo desde finales de los ochenta. Pero lo que es crucial comprender aquí es que ese discurso securitario no surgió a partir de la “amenaza” del “narco”, sino que en gran medida el securitarismo configuró al narco como objeto discursivo. Más allá de la materialidad del tráfico de drogas, lo que con frecuencia denominamos “narco” es la invención discursiva de una política estatal que responde a intereses geopolíticos específicos.

Este tránsito hacia la supuesta emergencia de la seguridad nacional puede entenderse en tres etapas de profunda discontinuidad cuyo devenir depende de la manera en que se introdujo la noción misma de seguridad nacional. En la primera etapa, décadas antes de la introducción del neoliberalismo en la región y más bien durante los albores de la Guerra Fría, se registra en México la aparición del securitarismo en 1947 con la creación de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) bajo la presidencia de Miguel Alemán y con la asistencia del Buró Federal de Investigaciones (FBI) estadounidense. No es una simple coincidencia, como ya discutí al inicio de este libro, que ése sea el mismo año en que el Congreso de Estados Unidos aprobó la Ley de Seguridad Nacional (National Security Act) para articular la estrategia anticomunista que habría de definir la geopolítica global durante los siguientes cuarenta años, además de que ese mismo año se fundó también la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de ese país. En ese contexto, el propósito de la DFS mexicana, como explica el académico y diplomático canadiense Peter Dale Scott, “no era contener la violencia atribuida al narcotráfico, sino por el contrario administrarla y [ulteriormente] desatar la violencia en contra de la izquierda procomunista”.323 En pocos años, la DFS atacó y neutralizó movimientos guerrilleros, organizaciones estudiantiles y sindicales al mismo tiempo que dominó organizaciones de traficantes. La DFS precedió, de hecho, a la DEA (que no fue creada en Estados Unidos sino hasta 1973) como una agencia cuya función esencial fue a la vez la neutralización de la disidencia política y la creación de una nueva política antidroga. Son ésos los años en que el sistema político y policial del gobierno federal controló de forma brutal y absoluta las “plazas” del narcotráfico, como mencioné antes.

Ante el agotamiento de la bipolaridad global de la Guerra Fría con la desintegración de la Unión Soviética, la era neoliberal resignificó la agenda securitaria desde Estados Unidos. Fue entonces que el presidente Ronald Reagan firmó en 1986 la Directiva de Seguridad Nacional 221 para designar el tráfico de drogas como la nueva amenaza de seguridad nacional. Este evento tuvo al menos dos efectos en México: primero, el cierre de la DFS en 1985 tras el asesinato del agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena, supuestamente ordenado por traficantes mexicanos pero con el consentimiento de la CIA de Estados Unidos, según investigaciones periodísticas recientes;324 y segundo, la creación del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) en 1989 para reemplazar a la DFS. La desaparición de la DFS implicó el desmantelamiento de las estructuras políticas y policiales que hasta entonces habían subordinado a los grupos de traficantes al poder federal, mientras que la creación del CISEN condujo al sistema político mexicano a considerar el tráfico de drogas como una amenaza permanente de seguridad nacional que requería de una acción policial y militar inmediata.

Las distintas emergencias atribuidas al narcotráfico a partir del giro securitario de finales de los ochenta en México han sido conflictos construidos desde las estrategias de representación concebidas deliberadamente por los sistemas políticos de Estados Unidos y México. En un sentido estricto, el “narco” nunca ha sido una verdadera amenaza para ninguno de los dos países. Advierte Astorga: “Atribuirle decenas de miles de miembros a una organización determinada es una simple fantasía de las autoridades, lo que a su vez alimenta las fantasías populares, las mitologías”.325 Esa fantasía tiene actualmente un uso político específico: ha permitido al actual gobierno federal en México, bajo el falaz discurso de seguridad nacional, restablecer controles policiales en distintas ciudades del país donde grupos políticos y empresariales habían detentado el control de las economías clandestinas negando al gobierno federal cualquier privilegio y ganancia.

La tercera y última fase de esta emergencia de seguridad nacional se expresa en la ola de violencia sin precedentes con la militarización iniciada por el entonces presidente Felipe Calderón en 2008. La estrategia consistió en la movilización de miles de soldados y policías federales a las ciudades con mayor tráfico de drogas en lo que fue sin duda una violenta reconfiguración de las “plazas” por todo el país. En otras palabras, la “guerra contra las drogas” de Calderón no respondió a una violencia causada por los supuestos “cárteles”. Carente de causas reales, la violencia se desató después del arribo a las “plazas” de los contingentes militares y policiales. Su presencia fue el factor de cambio determinante, la verdadera condición de posibilidad de la violencia en ciudades como Juárez.

Sin el trabajo policial de la DFS, el CISEN y su agenda securitaria han convertido el fenómeno del tráfico de drogas en el objeto de una permanente campaña militar y policial que ya nos ha acostumbrado a sus saldos desproporcionados de violencia. La explicación oficial sobre las supuestas “guerras” entre “cárteles” persiste, pero el ejercicio de la soberanía no hace sino reafirmar el estado de excepción del sistema político mexicano. Aunque discontinuo y fragmentado en distintas zonas de poder en la era neoliberal, ese estado de excepción sigue siendo la condición de posibilidad del crimen organizado. Como señala el filósofo Giorgio Agamben, el estado de excepción es el resultado de un principio de anomia, o estado de suspensión de la ley, que se sustenta en la imposición dialéctica de la decisión soberana (autorictas) y de la acción jurídica (potestas) del Estado. Ese doble sistema jurídico-político, basado intermitentemente en un principio de soberanía y en un marco legal activo, es lo que aparece cuando dispersamos la niebla de la estrategia discursiva del securitarismo. En el conflicto armado de Michoacán, por ejemplo, fue el gobierno federal el que mantuvo el control del estado de excepción. Lo mismo puede extrapolarse al resto del país: en la cuestión del narcotráfico, el Estado no ha perdido ni su soberanía ni tampoco la facultad de aplicar, cuando así lo juzga políticamente conveniente, el sistema jurídico del país.

Para entender los alcances de la geopolítica securitaria basta recordar cómo en un texto de 1986 Noam Chomsky consideró la política de seguridad nacional estadounidense en Centroamérica durante la Guerra Fría como “un sistema de management global”.326 Y ya para 1989, el mismo año de la creación del CISEN en México, la politóloga Waltraud Morales advertía que la guerra contra las drogas fue desde entonces “muy efectiva como principio de legitimación pública en Estados Unidos”.327 Tan efectiva que el ciudadano estadounidense promedio “ha aceptado el vínculo oficial ideológico de las drogas con el terrorismo como una conspiración comunista global o como una amenaza de seguridad nacional válida por sí misma”.328 La política securitaria antidrogas, como ya hemos visto, ha servido igualmente como principio de legitimación pública del sistema político en México y ha sido asimilada en las más recientes reconfiguraciones de los imaginarios culturales en torno al narcotráfico en el hemisferio.

El antropólogo y geógrafo David Harvey nota que el llamado de Henri Lefebvre para reclamar el “derecho a la ciudad” es en realidad “un significante vacío” que sólo puede activarse desde distintos espacios contingentes de pulsión política.329 Los imaginarios políticos y culturales que he estudiado a lo largo de estas páginas han conseguido, por momentos, dotar de significado la noción de “plaza” que se manipula desde un discurso oficial como el lugar del poder sin límites del narco. Estos imaginarios sobre el “narco”, desde luego, borran la historia de los controles oficiales sobre las “plazas”, las largas incursiones de la soberanía del Estado por encima de nuestra precaria sociedad. La agenda por venir de nuestros mejores periodistas, académicos, narradores, cineastas, músicos y artistas conceptuales es imaginar esa revolución urbana que nuestras ciudades tienen aún pendiente para retomar el control democrático de éstas desde un poder más legítimo, ajeno a los grupos de traficantes y ciertamente más allá de la criminalidad de los sistemas políticos que nos gobiernan.

 

 

307. José Gil Olmos, “El fatídico experimento de Peña Nieto”, Proceso (3 de marzo de 2015), <http://www.proceso.com.mx/?p=397455>.

308. Claudio Lomnitz, “Tierra Caliente: lectura en clave antropológica”, La Jornada (22 de enero de 2014), <http://www.jornada.unam.mx/2014/01/22/opinion/021a2pol>.

309. Rossana Reguillo, “Algunas razones para mi ‘aparente rendición’”, Nuestra aparente rendición (29 de agosto de 2011), <http://nuestraaparenterendicion.com/index.php/nuestra-aparente-rendicion/primer-aniversario/item/483-algunas-razones-para-mi-“aparente-rendición”-rossana-reguillo#.VPvpTUJGjdk>.

310. Antonio Navalón, “Los zapatistas del siglo 21”, El País (3 de febrero de 2014), <http://internacional.elpais.com/internacional/2014/02/03/actualidad/1391398145_430792.html>.

311. Héctor Aguilar Camín, “La guerra perdida de México”, Milenio (6 de marzo de 2015), <http://www.milenio.com/firmas/hector_aguilar_camin_dia-con-dia/guerra-perdida-Mexico_18_476532362.html>.

312. Francisco Castellanos J., “Liberación de Mireles evidencia que el gobierno actuó de manera selectiva: Leonel Godoy”, Proceso (12 de mayo de 2017), <http://www.proceso.com.mx/486309/liberacion-mireles-evidencia-gobierno-actuo-manera-selectiva-leonel-godoy>.

313. Andrea Noel, “‘La Tuta’ vivía en una cueva cuando fue capturado”, Vice (4 de marzo de 2015), <http://www.vice.com/es_mx/read/la-tuta-viva-en-una-cueva-y-fue-atrapado-gracias-a-un-pastel-que-le-llevo-su-novia>.

314. Eduardo Medina Mora fue director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) y secretario de Seguridad Pública durante la presidencia de Vicente Fox (2000-2006). Posteriormente fue el titular de la Procuraduría General de la República durante la presidencia de Felipe Calderón (2006-2012). Su nombramiento como ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación fue denunciado por organizaciones civiles, académicos, activistas y periodistas, además de una petición en Change.org que reunió casi 45,000 firmas. Véase Tania L. Montalvo, “5 argumentos en contra de Medina Mora en la Corte y las respuestas del exprocurador”, Animal político (10 de marzo de 2015), <http://www.animalpolitico.com/2015/03/5-razones-por-las-que-organizaciones-y-academicos-se-oponen-que-medina-mora-sea-ministro-de-la-corte/>.

315. Edgardo Buscaglia, Vacíos de poder en México (México: Debate, 2013, p. 13).

316. Ibid., p. 49.

317. Javier Cabrera Martínez, “Operación ‘Cóndor’ causó éxodo de capos y civiles”, El Universal (22 de diciembre de 2006), <http://archivo.eluniversal.com.mx/estados/63346.html>.

318. Sergio Aguayo, La charola. Una historia de los servicios de inteligencia en México (México: Grijalbo, 2001, p. 222).

319. Terrence Poppa, Druglord. The Life and Death of a Mexican Kingpin (El Paso, Texas: Cinco Puntos Press, 2010, p. 42).

320. Ibid., p. XI.

321. Ibid., p. XVI.

322. Poppa, op. cit., p. 43.

323. Peter Dale Scott, “Drugs, Anti-Communism and Extra-Legal Repression in Mexico”, Government of the Shadows. Parapolitics and Criminal Sovereignty (ed. Eric Wilson, Nueva York: Pluto Press, 2009, pp. 173-194, p. 178).

324. Véase en particular el reportaje narrativo “Blood on the Corn” de Charles Bowden, publicado póstumamente. En ese texto, Bowden entrevista al funcionario de la DEA encargado de la investigación del asesinato de Camarena. Según el funcionario, la CIA ordenó el secuestro y el asesinato de Camarena porque éste obtuvo información que vinculaba al gobierno del presidente Ronald Reagan con la venta de cocaína crack en California para financiar la guerrilla contra en Nicaragua durante los años álgidos de la Guerra Fría. Véase Charles Bowden, “Blood on the Corn”, Matter (17 de noviembre de 2014), <https://medium.com/matter/blood-on-the-corn-52ac13f7e643#.hb14eozep>.

325. Luis Astorga, Seguridad, traficantes y militares. El poder y la sombra (México: Tusquets, 2007, p. 52).

326. Noam Chomsky, On Power and Ideology. The Managua Lectures (Chicago: Haymarket Books, 2015, p. 134). [Hay trad. cast.: Sobre el poder y la ideología, Madrid, Machado, 1989.]

327. Waltraud Morales, “The War on Drugs: A New U.S. National Security Doctrine?”, Third World Quarterly, 11.3 (julio de 1989), pp. 147-169, p. 167.

328. Ibid.

329. David Harvey, Rebel Cities. From the Right to the City to the Urban Revolution (Nueva York: Verso, 2012, p. XV). [Hay trad. cast.: Ciudades rebeldes: del derecho de la ciudad a la revolución urbana, Madrid, Akal, 2014.]


EPÍlOGOLA NUEVA “GUERRA DE CÁRTELES”. NI ES NUEVA, NI ES GUERRA, NI ES ENTRE CÁRTELES

Cuando la reportera Miroslava Breach fue asesinada impunemente en la ciudad de Chihuahua el 23 de marzo de 2017, los principales medios de comunicación de inmediato hablaron de la supuesta “guerra de cárteles” y de la escasa o nula protección que las autoridades del estado de Chihuahua habían brindado a la periodista luego de haber sido amenazada repetidamente. Las notas periodísticas mencionaron eso en parte porque eso fue lo que las fuentes oficiales les dijeron. El gobernador de Chihuahua, Javier Corral, por ejemplo, afirmó en una rueda de prensa horas después del asesinato que las investigaciones preliminares responsabilizaban al “crimen organizado” y a la “narcopolítica” local.330

Lo que pasó inadvertido fue que las autoridades determinaron con insólita velocidad el móvil del asesinato. Más aún, esa primera información funcionó como principio de organización expositiva del caso. Según las autoridades, Breach habría sido asesinada por esa entelequia, el “crimen organizado” —tan parecida a un comodín—, y tocaba ahora a las mismas instancias oficiales resolver el crimen, como si esto fuera una novela policial. En otras palabras: nadie entre las autoridades puede ser responsable; sólo entre los miembros del “crimen organizado” están los asesinos, materiales e intelectuales. Notemos que las autoridades que dicen esto aprovechan para distanciarse de toda relación con el asesinato y se eximen automáticamente del mismo crimen que juzgan.

Con lamentable docilidad, los medios se encargaron de legitimar la versión oficial. Al día siguiente del asesinato, el viernes 24 de marzo, por ejemplo, el reportero Alberto Nájar publicó en BBC Mundo el supuesto contexto en el que reporteaba Breach: “Las montañas de Chihuahua se convirtieron en campo de batalla entre los cárteles de Sinaloa y Juárez. La disputa fue para controlar uno de los corredores de droga más importantes del norte mexicano”.331 Ese “contexto”, no está de más recordarlo, fue la recurrente explicación que el gobierno de Felipe Calderón utilizó durante su sexenio para atribuir a los “cárteles” la responsabilidad de los 121,000 homicidios y de las más de 30,000 desapariciones forzadas cometidos entre 2008 y 2012.

En la misma nota de BBC Mundo, Nájar recuerda que Breach también cubría cuestiones ecológicas, como la tala ilegal de árboles en la sierra Tarahumara, y la manera en que comunidades enteras habían sido desplazadas con violencia de sus hogares. Con una lógica dudosa, Nájar afirma de inmediato que esas comunidades fueron atacadas por “bandas de narcotráfico”. No se explica por qué a los “cárteles”, que supuestamente están ocupados en una sangrienta guerra en las montañas, les puede interesar la tala de árboles y las tierras de las remotas comunidades tarahumaras. ¿Los árboles y los tarahumaras son un obstáculo para el “corredor de droga más importante del norte mexicano”?

Como han reportado los periodistas Ignacio Alvarado, Dawn Paley y Federico Mastrogiovanni, mucha de la violencia atribuida a los “cárteles” con frecuencia tiene que ver con estrategias oficiales de apropiación y explotación ilegal de tierras ricas en recursos naturales. Convendría pensar más allá de la “narcopolítica” de Chihuahua y considerar con mayor profundidad esta posibilidad.

Esto hace Olga Alicia Aragón en un reportaje publicado el 31 de marzo en la revista Newsweek en español. Aragón recoge las declaraciones oficiales, pero no las da por ciertas:

Miroslava Breach Velducea fue asesinada por su trabajo de investigación periodística que le permitió documentar el enriquecimiento ilícito del exgobernador César Duarte y dejar al descubierto algunas redes criminales de narcotraficantes y políticos, tanto del Partido Revolucionario Institucional como de Acción Nacional, que controlan estructuras de gobierno y grandes zonas del estado.332

Todavía más importante, en mi opinión, resulta someter a examen lo dicho por el gobernador de Chihuahua sobre la presunta responsabilidad de la “narcopolítica” en la región. Continúa Aragón:

Corral Jurado se ha referido sobre todo al reportaje que Breach publicó en La Jornada el viernes 4 de marzo de 2016 (“Impone el crimen organizado candidatos a ediles en Chihuahua”). Pero la periodista no sólo documentó los vínculos del PRI con el narcotráfico, sino que amplió su investigación a la estructura política del Partido Acción Nacional.333

Si como ha denunciado la organización Artículo 19, siete de cada diez agresiones en contra de periodistas en México son perpetradas por agentes del Estado, ¿cómo aceptar que funcionarios públicos hagan prevalecer la narrativa oficial sobre los “narcos” que asesinan periodistas? Desde su creación en 2010, la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos cometidos contra la Libertad de Expresión sólo se ha ocupado de 48 casos y ha logrado apenas tres sentencias. Como afirma Ana Cristina Ruelas, directora de Artículo 19 en México y Centroamérica, “el Estado no se quiere investigar a sí mismo”.334

Desde luego que en el caso de Miroslava Breach es posible que estén involucrados delincuentes que actúan en complicidad con autoridades estatales. Pero esa relación de “complicidad” con frecuencia se pretende como la acción del “crimen organizado” que supuestamente corrompe a algunos funcionarios corruptos, mientras que se asume que el sistema político en general permanece a salvo de esa corrupción. El 17 de abril, el gobernador Corral afirmó que ya se había “detectado al autor material, copartícipes, y por supuesto al autor intelectual” del crimen.335 La exterioridad política que supone la identidad de esos supuestos “autores” del crimen ya implica la misma narrativa que separa convenientemente a “ellos” (los “malosos”, diría Vicente Fox) de “nosotros” (la clase gobernante).

Quiero terminar este libro articulando una mirada crítica sobre el verdadero contexto político en que ocurrió este crimen: la supuesta nueva “guerra de cárteles” que habría comenzado en el estado de Chihuahua desde mediados de 2016. En su columna semanal publicada el 6 de marzo de 2017 en el periódico El Universal, el conocido analista de seguridad Alejandro Hope presentó un alarmante panorama en Ciudad Juárez, basándose en el número de asesinatos que se iba rápidamente acumulando ese año. Hope registraba 138 asesinatos entre enero y febrero de 2017, lo que representaba, según sus datos, un aumento del 146% en comparación con el mismo periodo en 2016. El analista interpretó tajantemente la información titulando su columna sin ambigüedad alguna “La guerra regresa a Ciudad Juárez”. “¿Qué está pasando?”, se preguntaba Hope. “¿Qué explica esta oleada de violencia en esta ciudad, que hasta hace pocos meses era presentada como modelo de pacificación?”336 Su análisis, basado pretendidamente en “fuentes juarenses” que no identificaba, apuntaba hacia una “combinación de cuatro factores”. Primero, un supuesto conflicto por el control del “cártel de Sinaloa” tras la detención y extradición de Joaquín “El Chapo” Guzmán; segundo, la reaparición en las calles juarenses de “La Línea, el brazo militar del cártel de Juárez”, pero esta vez suplementado por una pandilla “transfronteriza” llamada “Barrio Azteca”; tercero, la supuesta llegada del “cártel de Jalisco Nueva Generación”, que se propondría controlar el tráfico de metanfetamina desde Juárez hacia Estados Unidos; y finalmente, en cuarto lugar, Hope concedía importancia a la tensión política entre el gobernador panista Javier Corral y el presidente municipal de Ciudad Juárez, Armando Cabada. Como posible solución, Hope juzgaba que “algo más de tropa y algo más de voluntad y una dosis de rendición de cuentas”337 podrían pacificar a Juárez de nuevo, como ya ha ocurrido antes, según él, en ciudades tan conflictivas como Tijuana, Monterrey y la propia Juárez. La columna circuló en las redes sociales incluso entre periodistas e intelectuales juarenses como una advertencia ante la escalada de violencia que se está viviendo en la ciudad.

Ciertamente el número de asesinatos durante esas semanas en Ciudad Juárez es un asunto preocupante. También lo es observar la escasa memoria histórica que nos permite olvidar los brutales efectos de la supuesta “guerra contra el narco” que el presidente Felipe Calderón acuñó durante su sexenio como lema de su gobierno securitario. No debería sorprendernos que Hope, funcionario del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) entre 2008 y 2011, es decir, durante los años álgidos de la “guerra” contra el narco, haga uso del vocabulario oficial para considerar la posibilidad de una nueva “guerra” en Ciudad Juárez protagonizada por los supuestos “cárteles” de la droga. La presencia del ejército y la policía federal, ciertamente “algo más de tropa” como pide Hope, no pacificó la ciudad en esos años de violencia extrema, sino que más bien fue el factor de cambio que precipitó la oleada de asesinatos sin precedentes históricos. En Juárez no hubo “guerra” hasta la llegada del contingente federal enviado por Calderón a detener una “guerra de cárteles” que nadie podía ver en las calles y que no produjo ningún alza en el número de asesinatos ese año de la militarización ni en toda la década anterior.

La posición acrítica de analistas como Alejandro Hope puede explicarse en parte por el hecho de que sus argumentos ante la inminencia de una supuesta nueva guerra de “cárteles” reproducen información filtrada desde instituciones federales y estatales a los medios de comunicación. Revisémoslos uno por uno. La tensión entre el gobernador Corral y el alcalde de Juárez se ha ventilado públicamente desde las elecciones estatales, ya con un recurrente intercambio de acusaciones de vínculos con el narcotráfico, ya por medio de las ya casi folclóricas narcomantas.338 Los indicios de una supuesta nueva guerra de “cárteles” son un poco más difíciles de rastrear, pero la información es también materia pública. La guerra interna del “cártel de Sinaloa” fue primero anunciada por el secretario estatal de seguridad pública de Sinaloa, el general Genaro Robles Casillas, durante la primera semana de febrero, cuando los hijos del “Chapo” dijeron en una carta, supuestamente firmada por ellos y enviada a los medios de comunicación, que habían sido atacados por otro miembro de la organización.339 En octubre de 2016, el exfiscal general de Chihuahua, y ahora también exsecretario de seguridad pública de Juárez, Jorge González Nicolás, confirmó por su parte que estaba por comenzar una nueva confrontación entre “La Línea” y el “cártel de Sinaloa”, pues según dijo, “los grupos [de traficantes] aún no dejan Chihuahua y no lo van a hacer”. González ofreció esta declaración al reportero Luis Chaparro, complementando así una entrevista que ese reportero hizo a un supuesto jefe sicario de “La Línea” que pronosticó igualmente una nueva “guerra” entre los narcos juarenses y los sinaloenses. Según el sicario, adelantándose al análisis de Hope, “la paz en Ciudad Juárez está por terminar”.340

Pero la guerra por venir se anunció en realidad tres meses antes con una importante variación: el 5 de julio de 2016, el todavía fiscal de Chihuahua, Jorge González Nicolás, dijo a los medios de comunicación que, según inteligencia militar, Rafael Caro Quintero, uno de los mayores traficantes en la historia del país, liberado en 2013 después de 28 años en prisión, planeaba atacar Ciudad Juárez, aliado con el “cártel de los Beltrán Leyva”, para disputar el control de la ciudad que, de acuerdo con el gobierno del estado, todavía detenta el “cártel de Sinaloa”.341 La noticia dio continuidad a información previa: el 11 de mayo de 2016 el Departamento del Tesoro de Estados Unidos declaró haber detectado “actividad criminal” de Caro Quintero y su novia en México.342 La amenaza se materializó el 11 de julio de 2016 mediante una “narcomanta”, firmada con el nombre de Caro Quintero, que advertía una próxima “limpia” e imponía un plazo de una semana al entonces fiscal González Nicolás para que renunciara a su cargo.

La construcción de esta línea narrativa oficial, sin embargo, entró en crisis con una inesperada entrevista que el envejecido Caro Quintero, de 64 años de edad, concedió a la revista Proceso el mismo mes de julio de 2016, a unas semanas de aparecida la narcomanta en Chihuahua firmada con su nombre. Ante Proceso, Caro Quintero negó estar planeando una nueva guerra de cárteles y pidió perdón a las sociedades de México y Estados Unidos por sus delitos de antaño.343 Desmentido el plan invasor del viejo narco, una nueva amenaza apareció a principios de febrero: según Will R. Glaspy, jefe de división de la DEA en El Paso, Texas, el cártel Jalisco Nueva Generación habría desatado otra guerra en Ciudad Juárez: “En este corredor Juárez-El Paso estamos comenzando a hacer confiscaciones y algunos arrestos ligados al CJNG”, aseguró el agente de la DEA durante una entrevista con un reportero de la misma revista Proceso.344

Las inconsistencias entre las supuestas amenazas de traficantes y cárteles que alternativamente planean atacar Ciudad Juárez dejan en evidencia la dudosa información que proviene principalmente de fuentes oficiales. Ya he analizado el efecto de diseminación de información oficial entre periodistas supuestamente críticos del gobierno. Me interesa ahora terminar anotando algunos movimientos recientes de la estrategia oficial que parecen manufacturar un nuevo consenso en la opinión pública para justificar otra oleada de violencia en la que probablemente se vean involucradas las fuerzas armadas del país. Pero la narrativa oficial es contradictoria en sus múltiples reinvenciones, por decir lo menos. Repasemos su lógica fallida. En julio de 2016, el fiscal de Chihuahua nos dijo que Ciudad Juárez estaba en manos del “cártel de Sinaloa” desde que éste habría derrotado a “La Línea” durante la “guerra” del sexenio de Calderón y que Caro Quintero estaba listo para invadir la ciudad, según lo habría confirmado el traficante con su narcomanta. Para octubre de ese mismo año, la fiscalía desistió de inculpar a Caro Quintero tras el desmentido personal del traficante y optó por buscar una nueva fuerza invasora: la próxima guerra sería entre “La Línea”, que resurgía de las cenizas, y la fuerza de ocupación del “cártel de Sinaloa”. Desde febrero de 2017, sin embargo, se supone que debemos ahora temer el asedio inminente del “cártel de Jalisco Nueva Generación”. Y, para agregar a nuestra confusión, el 7 de marzo de 2017 la empresa privada estadounidense Stratfor Global Intelligence —la llamada “CIA en la sombra”— publicó un reporte vaticinando un alza en la violencia debido a que los cárteles en realidad ya no pelean entre sí como gigantes enardecidos, sino que se han fragmentado en pequeñas pandillas fuera de control. Al final de cuentas, según la inteligencia estadounidense, no serían ni “La Línea”, ni el “cártel de Sinaloa”, ni el “cártel Jalisco Nueva Generación”, ni Corral contra Cabada, ni Caro Quintero ni su novia, los protagonistas de la “nueva” guerra: serán minicárteles sin dios ni capo los que encabezarían, según Stratfor, una “balcanización” de la violencia, aludiendo al colapso de la antigua Yugoslavia en la década de los noventa.345

Desde la “guerra” de Calderón, la agenda securitaria en México ha movilizado militares y policías para confrontar guerras entre “cárteles” que nunca antes habían existido pero que, según el discurso oficial, son las únicas responsables de las decenas de miles de matanzas por todo el país. Esta nueva “guerra de cárteles” ni es nueva, ni es guerra, ni es entre cárteles. Es el permanente estado de excepción del sistema político que lleva más de medio siglo ejerciendo su violento control y soberanía sobre el crimen organizado en México. Entre otros posibles trasfondos, además, se encuentra la línea de investigación que han señalado con puntualidad periodistas como Ignacio Alvarado, Dawn Paley y Federico Mastrogiovanni: las “guerras de cárteles” muy probablemente esconden la estrategia del gobierno federal para facilitar la apropiación ilegal de territorios del país ricos en recursos naturales ahora abiertos para la explotación de compañías trasnacionales con la aquiescencia de diversos grupos de interés político y empresarial en México.

Ante la permanente crisis de legitimidad en todos los niveles de gobierno, nuestros gobernantes insisten en poner sobre la marcha la misma estrategia discursiva que genera la explicación virtual de un clima de violencia descontrolado. Esta explicación no es otra cosa que un control político de la opinión pública para facilitar la tolerancia colectiva de esas oleadas de violencia que de otro modo resultarían inaceptables. Mi interés aquí no es determinar la facticidad de las amenazas virtuales sobre ciudades como Juárez, sino comprender que el éxito político de estas estrategias radica precisamente en la indistinción entre lo real y lo meramente discursivo. Como enseña el sociólogo Phillip Abrams, lo que llamamos “Estado” legitima su monopolio de la violencia y su uso criminal del ejército y las policías por medio de una mitificación de su poder que silencia toda protesta. Así, escribe Abrams, el mito del Estado “disculpa el uso de la fuerza y nos convence a casi todos de que el destino de las víctimas es justo y necesario”.346

En la torpeza discursiva de nuestro sistema político, el mito del “narco” debería caer por el propio peso de su ridícula incoherencia. Pero la explicación virtual de las “guerras de cárteles”, siempre por comenzar de nuevo con protagonistas de identidad cambiante y volátil, prevalece precisamente por su coordinada, aunque ilógica, insistencia: fiscales, jefes de policía, agentes de la DEA y analistas de seguridad, todos al unísono, repiten la estructura esencial de la trama: los “cárteles”, no importa cuáles, entrarán en una guerra y causarán un número indeterminado pero elevado de homicidios. Resulta inexplicable que la confundida inteligencia equivoque constantemente el nombre de los cárteles en pugna, pero no su capacidad de destrucción. Si bien la “guerra de cárteles” es virtual, no lo son los cadáveres que deja a su paso ni tampoco la explotación ilegal de nuestros recursos naturales allí donde supuestamente reina la violencia de los “narcos”. Y tampoco lo son las fuerzas militares y policiacas cuyo despliegue coincide puntualmente con el inicio de las masacres en los lugares a los que arriban.

Frente a nuestro desconcierto y horror ante la violencia, el discurso oficial sabe acostumbrarnos a la línea central de su trama. Lo que comienza como meras declaraciones de algunos funcionarios se convierte pronto, como ha ocurrido en las últimas dos décadas, en todo un campo de producción cultural: las novelas, la música, el cine, el arte conceptual, el periodismo narrativo y la mayoría del trabajo académico que estudia y significa el fenómeno del narco aceptan las “guerras de cárteles” como algo real. Mientras la militarización de nuestras ciudades avanza destruyendo familias y comunidades enteras, apropiándose de nuestros más importantes yacimientos de recursos naturales, nuestra clase intelectual se entretiene imaginando interminables guerras entre narcotraficantes que el sistema político ha inventado astutamente para eludir todo examen crítico. ¿Qué nos dirá nuestra intelligentsia de la nueva “guerra” que se avecina en Ciudad Juárez y, con seguridad, en otras partes del territorio nacional? Nuestra clase intelectual tiene una nueva oportunidad para aprender a distinguir si los combatientes son sólo esos inagotables traficantes de rostro intercambiable o el sistema político que los nombra.

 

 

330. Véase, por ejemplo, la entrevista que Carmen Aristegui hizo al gobernador de Chihuahua, Javier Corral, menos de veinticuatro horas después del asesinato de Breach. Sin una investigación policial de por medio, Corral establece de inmediato la narrativa de que la periodista fue asesinada en un contexto de “narcopolítica”: <http://aristeguinoticias.com/2403/multimedia/miroslava-breach-recibio-amenazas-tras-reportajes-sobre-narco-politica/>.

331. Alberto Nájar, “Miroslava Breach, la periodista ‘incómoda’ asesinada en México cuando llevaba a su hijo a la escuela”, BBC Mundo (24 de marzo de 2017), <http://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-39376671>.

332. Olga Alicia Aragón, “La trama en el asesinato de Miroslava”, Newsweek en español (31 de marzo de 2017), <http://nwnoticias.com/#!/noticias/la-trama-en-el-asesinato-de-miroslava>.

333. Ibid.

334. EFE, “Artículo 19: Funcionarios, la mayor amenaza para prensa mexicana”, La Opinión (6 de abril de 2017), <https://laopinion.com/2017/04/06/articulo-19-funcionarios-la-mayor-amenaza-para-prensa-mexicana/>.

335. Redacción. “Identificados, autores intelectuales y materiales del asesinato de Miroslava Breach: Corral”, Proceso (17 de abril de 2017), <http://www.proceso.com.mx/482623/identificados-autores-intelectuales-materiales-del-asesinato-miroslava-breach-corral>.

336. Alejandro Hope, “La guerra regresa a Ciudad Juárez”, El Universal (6 de marzo de 2017), <http://www.eluniversal.com.mx/entrada-de-opinion/columna/alejandro-hope/nacion/2017/03/6/la-guerra-regresa-ciudad-juarez>.

337. Ibid.

338. Gabriela Minjáres, “Aparecen panorámicos contra Javier Corral”, El Diario (9 de mayo de 2016), <http://diario.mx/micrositios/Elecciones-2016/Estado/2016-05-09_4d83ffd2/aparecen_panoramicos_contra_javier_corral/>.

339. EFE, “Heridos los hijos de ‘El Chapo’ en una emboscada en plena guerra interna del cártel de Sinaloa”, La Vanguardia (9 de febrero de 2017), <http://www.lavanguardia.com/internacional/20170209/414176267650/heridos-hijos-chapo-emboscada-plena-guerra-interna-cartel-sinaloa.html>.

340. Luis Chaparro, “Jefe sicario: Viene otra ‘guerra’ en Ciudad Juárez”, El Universal (20 de octubre de 2016), <http://www.eluniversal.com.mx/articulo/periodismo-de-investigacion/2016/10/20/jefe-sicario-viene-otra-guerra-en-ciudad-juarez>.

341. Redacción, “Caro Quintero, liberado en este sexenio, se une a la guerra: va a pelearse Chihuahua, dice Fiscal”, Sin embargo (5 de julio de 2016), <http://www.sinembargo.mx/05-07-2016/3062898>.

342. Redacción, “Caro Quintero sigue operando, dice EU” La Jornada (11 de mayo de 2016), <http://www.jornada.unam.mx/ultimas/2016/05/11/senala-eu-a-pareja-de-caro-quintero-como-cabecilla-del-narco>.

343. Redacción, “Caro Quintero: ‘No estoy en guerra con El Chapo; ya no soy narco’, Proceso (25 de julio de 2016), <http://www.proceso.com.mx/448465/caro-quintero-estoy-en-guerra-chapo-ya-narco>.

344. J. Jesús Esquivel, “El cártel de Jalisco se cierne sobre Ciudad Juárez”, Proceso (11 de febrero de 2017), <http://www.proceso.com.mx/474104/cartel-jalisco-se-cierne-ciudad-juarez>.

345. Juliana Henao, “Fragmentación de cárteles desata la violencia”, El Diario de El Paso (7 de marzo de 2017), <http://diario.mx/El_Paso/2017-03-06_2d6df576/fragmentacion-de-carteles-desata-la-narcoviolencia/>.

346. Philip Abrams, “Notes on the Difficulty of Studying the State (1977)”, Journal of Historical Sociology, 1.1 (marzo de 1988), pp. 58-89, p. 77.


AGRADECIMIENTOS

El presente libro no se habría escrito sin el imprescindible trabajo de los periodistas juarenses Ignacio Alvarado y Julián Cardona, de quienes tuve la suerte de aprender durante mis años como reportero en El diario de Ciudad Juárez. Con ellos comprendí por primera vez los alcances del discurso oficial y la mitología de los “cárteles”. Agradezco su generosidad, su amistad, su integridad profesional y su combativo reporteo, que sigue siendo a la fecha uno de los mejores ejemplos del periodismo de investigación en México y Latinoamérica.

El periodismo ha sido y será siempre una función crucial de mi trabajo intelectual. Las ideas de estas páginas han sido inspiradas y mejoradas —acaso inadvertidamente para ellos— por el diálogo y la amistad de los periodistas de la revista Proceso, en especial por Homero Campa, Rafael Rodríguez Castañeda, Alejandro Gutiérrez, Arturo Rodríguez, Alejandro Saldívar, Álvaro Delgado y José Gil Olmos.

Agradezco también el estimulante intercambio de ideas y la amistad de los periodistas Sergio Rodríguez Blanco y Federico Mastrogiovanni, que me ofrecieron la invaluable oportunidad de enseñar seminarios sobre periodismo y literatura en la Universidad Iberoamericana durante el año académico 2016-2017. Esos seminarios, dirigidos en parte a los inteligentes e inquisitivos periodistas del extraordinario programa Prensa y Democracia (PRENDE) de la Ibero, fueron clave para el desarrollo de muchas de las propuestas de este libro.

Esta obra es también resultado directo de mi trabajo académico como profesor de literatura y cultura latinoamericana en la City University of New York (CUNY). Mis ideas deben mucho al generoso apoyo, el rico diálogo y las agudas observaciones de mis colegas y amigos Magdalena Perkowska, José del Valle, Fernando Degiovanni y Álvaro Baquero. En el mundo académico fuera de CUNY, mi trabajo ha contado con la luminosa conversación y la amistad de Ignacio Sánchez Prado, Oswaldo Estrada, Irma Cantú, Cristina Carrasco, Tamara Williams, Viviane Mahieux, José Ramón Ruisánchez, Dante Salgado, Marta Piña, Jorge García, Mabel Moraña, Sara Poot-Herrera, Raquel Serur, Jacobo Sefamí, Stuart Day, Pedro Ángel Palou, Sophie Esch, Brian Price, Rafael Acosta y Bruno Ríos.

En la Ciudad de México, mientras terminaba el manuscrito, mis principales interlocutores fueron Juan Villoro y David Miklos. Sus comentarios dieron hondura intelectual a mi libro y su amistad hizo la experiencia de escritura significativamente más feliz.

Agradezco la amistad, la camaradería y el brillante trabajo editorial de Rafael Lemus, que mejoró sustancialmente cada página del presente libro.

En mi escritura están siempre presentes mis maestros: Rosario Espinoza, Rosendo Zavala y Ricardo Zavala.

Sin el amor de Sarah Pollack, Ximena Zavala, Mateo Zavala y Diana Zavala ninguna palabra tendría jamás sentido.


NOTA EDITORIAL

Las primeras versiones de estos ensayos, publicadas por separado, fueron revisadas, expandidas y adaptadas para integrarse en el proyecto general del presente libro. Ésta es la procedencia original de esas primeras versiones, siguiendo el orden propuesto por el índice:

DE LA PRIMERA PARTE, “LA DESPOLITIZACIÓN DE LA NARCOCULTURA”

“Cadáveres sin historia: la despolitización de la narconovela negra mexicana contemporánea”, Senderos de violencia. Senderos de violencia. Latinoamérica y sus narrativas armadas, ed. Oswaldo Estrada. (Valencia: Albatros, Serie Palabras de América, 2015, pp. 43-57).

“Crónicas despolitizadas: seguridad, política y los imaginarios periodísticos sobre el narco en México”. En camas separadas: historia y literatura en el México del siglo XX, ed. David Miklos (México: Tusquets, 2016, pp. 193-223).

El Cártel, Narcos, Sicario: las políticas de representación del discurso de seguridad nacional”, Newsweek en español (17 de enero de 2016), <http://nwnoticias.com/#!/noticias/el-cartel-narcos-sicario>.

DE LA SEGUNDA PARTE, “LOS CÁRTELES NO EXISTEN (PERO LA VIOLENCIA DE ESTADO SÍ)”

“Las razones de Estado del narco: soberanía y biopolítica en la narrativa mexicana contemporánea”, Heridas abiertas: biopolítica y representación en América Latina, eds. Mabel Moraña e Ignacio Sánchez Prado (Madrid: Iberoamericana-Vervuert, 2014, pp. 182-202).

“El Chapo, fetiche de la corrupción oficial”, Proceso, 2050 (4 de febrero de 2016).

“El poder de los capitales alinea a Trump”, Newsweek en español (17 de noviembre de 2016).

DE LA TERCERA PARTE, “CUATRO ESCRITORES CONTRA EL ‘NARCO’”

“César López Cuadras, maestro secreto de la narconarrativa”, Confabulario (3 de agosto de 2014), <http://confabulario.eluniversal.com.mx/cesar-lopez-cuadras-maestro-secreto-de-la-narconarrativa/>

“El retorno de lo político: Daniel Sada y la violencia de Estado”, Proceso, 1991 (28 de diciembre de 2014), pp. 58-61.

2666 y el rostro del narco”, Confabulario (14 de julio de 2013), <http://confabulario.eluniversal.com.mx/2666-y-el-rostro-del-narco/>.

“De capos, sicarios, cárteles y otras ficciones: Roberto Bolaño y la repolitización de la narconovela Mexicana”, Istor. Revista de Historia Internacional, XV.57 (2014), pp. 145-157.

“Un país demasiado parecido a sí mismo: Juan Villoro ante el narco”, Casa de las Américas, 274 (enero-marzo de 2014), pp. 74-81.

DE LA CUARTA PARTE, “TRAFICANTES, SOLDADOS Y POLICÍAS EN LA FRONTERA”

“Líneas imaginarias del poder: política y mitología en la literatura sobre Ciudad Juárez”, Afpunmapu / Fronteras / Borderland. Poética de los confines: Chile-México, eds. Tatiana Calderón Le Joliff y Edith Mora Ordóñez (Valparaíso, Chile: Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2015, pp. 45-61).

“Herejes predicando en el infierno: Julián Cardona y Charles Bowden en Ciudad Juárez”, La Habana elegante, 55. ed. Marco A. Martínez (primavera-verano de 2014), <http://www.habanaelegante.com/Spring_Summer_2014/Dossier_Zavala.html>.

“¿Quién controla la plaza?: La ciudad del crimen organizado y sus imaginarios culturales”, Dimensiones del latinoamericanismo, ed. Mabel Moraña (en prensa).


Oswaldo Zavala (Ciudad Juárez, 1975) es narrador, periodista y profesor en The College of Staten Island y en The Graduate Center, City University of New York. Es autor de la novela Siembra de nubes (2011) y de los ensayos La modernidad insufrible: Roberto Bolaño en los límites de la literatura latinoamericana contemporánea (2015) y Volver a la modernidad: genealogías de la literatura mexicana de fin de siglo (2017). Colabora regularmente en la revista Proceso.


 

ÍNDICE

Portadilla

 

Introducción: La invención de un enemigo formidable

1. LA DESPOLITIZACIÓN DE LA NARCOCULTURA

Cadáveres sin historia: la narconovela negra y el inexistente reino del narco

Crónicas neutralizadas: los imaginarios periodísticos sobre el tráfico de drogas

El Cártel, Narcos, Sicario: el discurso de seguridad nacional en el cine y la televisión estadounidenses

2. LOS CÁRTELES NO EXISTEN (PERO LA VIOLENCIA DE ESTADO SÍ)

Las razones de Estado sobre el tráfico de drogas: soberanía y biopolítica en la narconarrativa mexicana contemporánea

La recaptura del Chapo y la conquista mediática del Estado

Trump llegó tarde al fin del mundo: Estados Unidos, el “narco” y la reforma energética en México

3. CUATRO ESCRITORES CONTRA EL “NARCO”

César López Cuadras y la precariedad del traficante

Daniel Sada y el retorno de lo político

Roberto Bolaño y el rostro del “narco”

Juan Villoro y el país demasiado parecido a sí mismo

4. TRAFICANTES, SOLDADOS Y POLICÍAS EN LA FRONTERA

Líneas imaginarias del poder: política y mitología en la literatura sobre Ciudad Juárez

Julián Cardona y Charles Bowden, herejes predicando en el infierno

¿Quién controla la plaza?: la ciudad, el Estado y el crimen organizado

Epílogo: La nueva “guerra de cárteles”. Ni es nueva, ni es guerra, ni es entre cárteles

Agradecimientos

Nota editorial

 

Biografía

Colofón


 

 

 

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