Visión cubana del socialismo y la liberación (Fernando Martínez Heredia)

De ProleWiki, la enciclopedia proletaria

Visión cubana del socialismo y la liberación
AutorFernando Martínez Heredia
Escrito en6 de enero de 2009
EditoraCLACSO - Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales
ISBN978-987-722-331-6
Fuentehttp://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/se/20180524041744/Antologia_Fernando_Martinez_Heredia.pdf


  • Escrito en La Habana, el 6 de enero de 2009.
  • Publicado en Martínez Heredia, F. 2009 Andando en la Historia (La Habana: ICIC Juan Marinello / Ruth Casa editorial) pp. 36-64.
  • Fomato (subrayados, indentaciones, listas) añadidos por nosotros.

I. La larga marcha del socialismo y la liberación

La revolución que triunfó en Cuba el 1° de enero de 1959 puede inscribirse en la gran corriente de luchas de liberación de pueblos y naciones que a partir de 1945 conmovía al mundo que comenzarían a llamar tercero. Revoluciones triunfantes y otras que no lo fueron, movimientos nacionalistas e independencias concedidas o arrebatadas que cambiaban el mapa mundial, líderes carismáticos y partidos que estrenaban la política nacional en sus países. El lenguaje de los medios de comunicación se pobló de nuevas palabras, porque había que nombrar a tantos eventos, nuevos Estados y personalidades, que para esos medios nunca habían existido. El mundo exclusivo de los conciertos de las potencias y la fatigosa misión civilizatoria del hombre blanco y superior habían desaparecido cuando los "barbudos" de la Sierra Maestra llegaron a La Habana.

Las ideas también se estaban revolucionando entre 1945 y 1959. A la exigencia de que la democracia fuera efectiva como sistema político se unió la de que la democracia tuviera en cuenta formas de justicia social. Las clases dominantes del capitalismo desarrollado tuvieron –en términos generales– que atener sus políticas sociales y sus discursos a esos reclamos que siguieron a la caída del fascismo. La gran corriente de luchas del Tercer Mundo produjo un desarrollo muy rico del pensamiento anticolonial y antineocolonial, y le otorgó a este un gran prestigio. La mundialización de las ideas políticas dejó de ser sobre todo asunto de consumidores, cuando nuevas fuerzas las rehacían de acuerdo a sus necesidades o elaboraban ideas propias. La diversidad cultural comenzó a tener presencias que nacían de los que fueron colonizados, y que pugnaban contra su reducción al exotismo y las modas dictadas desde los países llamados centrales.

Por su parte, el socialismo soviético y su campo de influencia internacional vivieron paradojas tremendas. En la II Guerra Mundial, la URSS enfrentó la agresión nazi a un costo terrible y fue la protagonista de la victoria de los Aliados; en Europa numerosos sectores burgueses fueron cómplices o colaboradores de los fascistas, mientras muchos comunistas los combatían. Sobrevino un gran auge del prestigio del socialismo y de la URSS, país que ampliaba su campo a gran parte de la Europa oriental y central, mantenía el liderazgo en el movimiento comunista internacional y emergía como una potencia a escala mundial y la única capaz de enfrentarse a Estados Unidos. Pero sucedió un segundo desencuentro histórico entre este campo soviético y comunista y un Tercer Mundo que multiplicaba sus ideas, movimientos de liberación y Estados. La URSS fue saliendo en los años cincuenta de la dictadura descarnada como sistema político, pero no se mostró capaz de retomar un camino de creaciones socialistas. Su política exterior se regía por razones de Estado y por los acuerdos limitadores de su conflicto con Estados Unidos y el campo capitalista. Por consiguiente, aunque resultó un factor positivo para una parte de los Estados y movimientos nacionales del Tercer Mundo, no fue un adalid del anticolonialismo. Por otra parte, el marxismo de la URSS y el movimiento comunista –que era la corriente marxista más fuerte a escala mundial– se mantuvo preso en las cárceles del dogmatismo y el reformismo, en momentos en que era necesario que asumiera al Tercer Mundo en movimiento y le brindara aportes.

Pero ningún evento revolucionario en un país –es decir, un evento capaz de cambiar vidas, relaciones sociales, instituciones y mundo ideal, y establecer un antes y un después– puede explicarse a partir de los movimientos de los "hechos" y de las ideas internacionales que resultan objeto de las selecciones y las comprensiones que se formulan desde la Historia –con sus consecuentes periodizaciones–, por más que esas variables externas tengan un peso influyente, y a veces abrumador. Las revoluciones constituyen un complejo de sucesos y conductas –muchos de ellos inesperados y hasta inconcebibles– que subvierten y derrotan el orden vigente en un país, ensayan a construir un mundo nuevo y ponen en marcha proyectos muy ambiciosos. Para todo esto resultan decisivos las motivaciones, actitudes, hechos, persistencia, creatividad, conciencia y organización de la gente del propio país, los elementos de la cultura propia a los que echan mano los participantes y los otros elementos de esa cultura que les imponen su existencia. Por otra parte, no se debe olvidar que durante el curso del siglo XX se produjeron dos mundializaciones que han expandido la influencia de los aspectos internacionales en el curso de las revoluciones: la definitiva del capitalismo y su cultura, que llevaban siglos en ese proceso, y la de los movimientos y las ideas contra el capitalismo y por la liberación de los pueblos y las personas.

La cubana de 1959 ha sido la última revolución en que el ámbito y los factores nacionales han sido prácticamente los únicos relevantes, a la vez que fue la primera que venció en toda la línea en un país neocolonizado.[1] Además, el triunfo y la permanencia de su poder fue una extraordinaria victoria contra la geopolítica, que no admitía que esos hechos fueran posibles. Pero no puede negarse que durante casi medio siglo la geopolítica ha estado vengándose concienzudamente de aquellos logros cubanos.

Por su carácter de revolución socialista de liberación nacional, la cubana debía explicarse atendiendo a ambos terrenos de los movimientos prácticos y de las ideas. Pero el estatus subalterno de la liberación nacional respecto al socialismo en el campo de las ideas anticapitalistas fue establecido desde hace cerca de un siglo por un marxismo que no ha podido salir del todo de su impronta eurocentrista, hasta el punto que la mayoría de las personas de izquierda de los continentes que fueron colonizados aceptan que la liberación nacional es un peldaño de una escalera simple que conduce al socialismo. No puedo detenerme aquí a criticar una idea errónea que impide plantearse bien –y por tanto pensar y producir ideas válidas– todo un territorio de la realidad y de los combates y los proyectos, que es nada menos que el territorio nuestro. Si asumimos este problema desde una perspectiva más libre a la vez que comprometida –como en su momento hizo Frantz Fanon–, estaremos en mejor posición ante los productos de ciencias sociales y pensamiento de las últimas décadas sobre estudios culturales, estudios postcoloniales y otros, pero sobre todo ante la necesidad impostergable de producir investigaciones y reflexiones propias.

La revolución cubana ha debido referir sus interpretaciones y ubicaciones intelectuales e ideológicas al socialismo. Sus mayores protagonistas –en cuanto pensadores e ideólogos– han tenido que vérselas con esa cuestión; también aquellos que se han dedicado al pensamiento social, los docentes y otros interesados. Un ejemplo:

como siempre debían existir "etapas" previas y "tareas" para completar el capitalismo en el camino hacia el socialismo que emprendieran nuestros países –los que fuimos ascendiendo de "atrasados" y "coloniales y semicoloniales" a "subdesarrollados"–, y como debíamos padecer regímenes "semifeudales" aunque no hubiera feudalismo en nuestra historia, se consideró que la revolución triunfante en Cuba en 1959 tuvo dos etapas: una que va desde aquel 1° de enero hasta octubre de 1960, llamada democrática, agraria y antiimperialista, y una segunda etapa, socialista gracias a los decretos revolucionarios de nacionalización de las grandes empresas capitalistas extranjeras y nacionales. Es impresionante que una explicación tan artificial se repita hasta el día de hoy.

Dedico este breve trabajo a anotar rasgos y problemas que considero principales en cuanto al socialismo y la liberación en la historia cubana, hasta la revolución que triunfó en 1959. Cuba es un laboratorio extraordinario para estudiar el proceso histórico, la naturaleza y los cambios de esos dos movimientos e ideas, y las complejas relaciones que se establecen entre ambos.

  • El proyecto del socialismo revolucionario marxista es hijo de la comprensión del carácter mundial del capitalismo y de la necesidad de que se le enfrente una revolución que no nace de las resistencias de las formas sociales previas, que él aplasta, somete o explota mediante su tipo de dominación, sino de las propias fuerzas sociales que el capitalismo desarrolla, explota y domina para poder ser y expandirse. Esa revolución, que Marx llamó proletaria, encuentra su sentido a escala mundial, aunque se ve precisada a actuar en ámbitos nacionales.
  • La liberación nacional es hija de la comprensión de lo esencial del dominio colonial o neocolonial que es ejercido sobre todos los componentes sociales de un país determinado, de la necesaria unidad de explotados, oprimidos, humillados y ofendidos para lograr movimientos capaces de obtener independencia y soberanía nacionales, y de la insuficiencia de la mera independencia para lograr la justicia social y las libertades reales que exigen los participantes de las revoluciones populares.

A primera vista, la diferencia parece clara: el socialismo es mundial y la liberación es nacional. Pero los procesos reales han diferido en extremo de esa visión tan simple. Casi una centuria de universalización del socialismo revolucionario y la puesta en práctica de la liberación nacional a lo largo del siglo XX registran una multitud de coincidencias, tensiones, conflictos, solidaridades y mutaciones de papeles entre la liberación y el socialismo. Durante varias décadas estos temas han estado en el centro de mis actividades intelectuales; ellas me han llevado, por ejemplo, a valerme de la noción de socialismo cubano.[2] Reitero que me limitaré a presentar un punteo de cuestiones que considero principales, con el objetivo de sumarlas al rico venero de aportes con que ya contamos, tratando de contribuir a la profundización y el debate que nos son vitales en la actualidad. Socialismo y liberación albergan permanencias y cambios, aspectos perimidos y nuevos contenidos, en su transcurso histórico y hoy mismo. Necesitamos identificar y plantear bien, porque este aniversario de la revolución que triunfó en 1959 es también una interrogación hacia el futuro.

II. Independencia, justicia social y liberación nacional

Tanto el independentismo como el socialismo en Cuba han procedido de una diversidad de fuentes. Como todas las ideologías del mundo extraeuropeo sometido a la expansión colonial y cultural capitalista, recibieron gran número de influencias e ideas provenientes del exterior. Pero la particular historia del país fue decisiva para sus asunciones y arraigo en Cuba. La formación económica que existió durante un siglo a partir de los años ochenta del siglo XVIII fue una gran exportadora de azúcar a Europa y Estados Unidos, con relaciones de producción principales basadas en la esclavitud masiva de africanos y sus descendientes; ella registró un formidable dinamismo empresarial, de la sociedad y de las ideas, enorme captación de riquezas e integración al capitalismo mundial. La primera configuración de Cuba como entidad específica viable contenía relaciones sociales de explotación y dominación muy anómalas para un desarrollo capitalista, componentes muy dispares de población y régimen de castas y racismo impuesto, sujeción colonial a España y una presencia muy fuerte de sus nacionales y de intereses y lealtades ligados a ella –además de ser el castellano la lengua dominante–, y rigurosas subordinaciones y compromisos de la clase que regía en la economía para obtener sus ganancias y mantener su poder social. Tantas diferencias y contradicciones parecían negar toda posibilidad de rupturas del orden y cambios políticos profundos mediante acciones colectivas revolucionarias, porque acarrearían desastres para el funcionamiento económico y el orden social vigentes. La clase dominante en Cuba entendió bien esto y fue siempre opuesta o ajena a la independencia.

Desde su origen como movimiento importante en 1868 el independentismo se encontró ante colosales problemas de justicia social. La abolición revolucionaria de la esclavitud fue un gran reto, que comprometía tanto el alcance mismo de la revolución como movimiento e ideales de creación de una nueva nación y de transformación de la sociedad como su capacidad de conducción de los elementos de esa nación y sus relaciones con los cambios o la permanencia en la formación económica. Es obvio que todo esto implicaba si su triunfo sería o no viable, frente al poder de la metrópoli colonial, los numerosos aspectos de las culturas de Cuba que eran opuestos a un régimen de libertad y justicia, y el papel creciente de los Estados Unidos –muy interesados en apoderarse del país– en la economía y los asuntos cubanos. La primera gesta revolucionaria cubana no pudo alcanzar sus fines últimos ni una escala territorial nacional, y confrontó numerosas insuficiencias, pero desplegó desde muy temprano tantas fuerzas políticas y morales, y concitó tanta participación, voluntades, sacrificios y hazañas, que fue capaz de violentar y de quitarle prestigio al mundo de ideas previo a 1868, en cuanto a la imposibilidad de que Cuba fuera para sí, y creara un orden y un Estado con libertades y justicia. Para lograrlo, tuvo que conseguir avances extraordinarios de sus propios contenidos, ideas y creencias, y cambios muy notables entre sus protagonistas. Tuvo que asomarse, en una palabra, a la conversión de la independencia en liberación nacional. Es algo más que un símbolo que el acto inicial de la revolución fuera el alzamiento en el ingenio La Demajagua y su acto final fuera la Protesta de Baraguá.

La segunda revolución sí se encontró abiertamente ante la necesidad de ser de liberación nacional. En el país se había establecido al fin una formación económica plenamente capitalista, pero la clase dominante en la economía no pretendía ser clase nacional, sino mantener sus ganancias a costa de una fuerza de trabajo sometida y con baja calidad de vida para la mayoría de la población, vender cada vez más azúcar crudo a Estados Unidos con pactos comerciales aceptables y otros negocios, y mantener su lugar social privilegiado dentro de un orden político colonial, pero con capacidad de presionar y negociar con la metrópoli y –de ser posible– gozar de un estatuto autonómico. Fue muy positivo para Cuba que aquel sistema tan mezquino no fuera capaz de admitir también una organización política independentista legal y respetuosa del orden vigente.

Ante aquella realidad el independentismo, para ser viable y tener opción de victoria, tenía que partir de los avances registrados en mayor o menor medida durante la primera revolución:

  • lucha armada activa, decidida e intransigente por la independencia total, organizada como República en Armas;
  • abolicionismo revolucionario e integración racial efectiva en el ejército de la revolución;
  • noción y sensibilidad cubana, como representación de mismidad y de entidad política nacional, irreductible y desafiante;
  • republicanismo democrático e ideología radical mambisa.

Partir de ahí, pero de ningún modo limitarse a eso.

La generalización a escala del país y el logro de aquellos objetivos en las nuevas condiciones históricas exigía ahora una revolución muy radical, libre de ataduras con la burguesía de Cuba –fuera en sus modalidades reaccionarias como en las evolucionistas–, que formara un bloque histórico con fuerza suficiente para vencer y sostenerse, al convocar a todo el pueblo a conquistar la república y satisfacer demandas diversas de libertades políticas y justicia social, dándole a ese pueblo un vehículo de protagonismo en la guerra revolucionaria, la gran escuela en la que se volvería capaz de ser cubano, ser ciudadano, adquirir autoestima, capacidades personales y espíritu de colectividad.

Y todo lo anterior era una obligación, no una opción entre dos o más. Porque durante la segunda mitad del siglo XIX los Estados Unidos habían resuelto sus más graves contradicciones internas, ocupado todo su territorio y el que arrebataron a México, experimentado un gran crecimiento poblacional y emprendido un enérgico y sostenido desarrollo de su economía capitalista. En la cuenca del Caribe y Centroamérica habían ido desplazando la presencia británica y comenzaban a desplegar una política expansionista. Los vínculos existentes con Cuba desde la época de las Trece Colonias se habían multiplicado. Todo tipo de relaciones de negocios y sociales vinculadas a ellos se anudaron entre ambos países a lo largo de la centuria, los lazos culturales crecían sin cesar y la situación colonial, las necesidades y las representaciones políticas y del progreso de Cuba alentaban las ideas de tener mayores nexos con el gran vecino, engañosa propuesta que ha logrado repetirse en momentos posteriores. Hacia fines del siglo XIX se habían puesto bases para una sujeción neocolonial de Cuba a los Estados Unidos, pese a ser todavía colonia de España. Es decir, la "fruta" cubana, codiciada setenta años antes por un poder ambicioso pero todavía débil, estaba madurando. Por lo tanto, la segunda revolución cubana tenía que ser no solo para liberarla de España, sino también para impedir que cayera en manos de los Estados Unidos.

José Martí poseyó todas las cualidades necesarias para comprender la situación y aquellas tareas formidables que era necesario emprender, a pesar de que vivía envuelto en los acontecimientos del momento y entre las creencias, ideas y pasiones de los participantes, y combatiendo al poder colonial y a las divisiones, debilidades y prejuicios de los patriotas. Aspectos esenciales de la situación y las tendencias previsibles apenas se esbozaban, el deber ser exigido por los ideales revolucionarios podía chocar con los problemas de estrategia y táctica, y la política práctica estaba llena de urgencias, acciones sistemáticas o insólitas, organización, insuficiencias, decisiones, negociaciones, cuestiones de principio, que debían combinarse o preferir unas frente a otras. A todo eso se enfrentó Martí con una efectividad extraordinaria, al mismo tiempo que creaba un cuerpo de pensamiento propio e instrumentos para desatar y llevar a cabo la revolución. Pero tan valiosa como esos trabajos que no parecen tener parangón fue su capacidad para ir más allá de las tareas y los objetivos cercanos del movimiento, y producir una concepción sobre la república nueva que debía crearse y el mejoramiento nuevo que se iniciaría con la revolución de liberación, tan profunda, abarcadora y trascendente que ha permitido pensar a Cuba como proyecto y sigue proponiendo alcanzar metas hasta la actualidad.

Martí fue también más lejos en otros terrenos, de los que me limito a mencionar dos.

  • La comprensión de la modernidad capitalista desde una concepción anticolonial y con propósitos subversivos, producida por un pensador procedente del mundo colonizado que poseía un dominio extraordinario de la cultura de esa modernidad.
  • Y sus tesis acerca de los rasgos fundamentales de Nuestra América y la necesidad de que emprendiera nuevas revoluciones de un carácter superior a las de independencia, tanto para liquidar las formas poscoloniales de dominación como para lograr transformaciones sociales y humanas de liberación que no intentarían seguir el camino de la modernidad europea, sino caminos propios. Revoluciones que deberían forjar coordinaciones y alcance continental, porque a la vez tendrían la tarea de evitar que el imperialismo norteamericano –Martí analizó este sistema, no se limitó a calificarlo– llegara a ejercer un dominio neocolonial sobre la región. Esta concepción situaba también el papel internacional de la revolución cubana de liberación: enfrentar el expansionismo de Estados Unidos en el Caribe e iniciar las revoluciones de la "Segunda Independencia" y el camino de su unificación.

Sin dudas, Martí fue un individuo excepcional, un ser humano superior. Pero al analizar el medio en que le fue posible descollar tanto, tengo en cuenta la especificidad social, económica y política de la Cuba del siglo XIX respecto a lo que hoy llamamos América Latina y el Caribe, y el mismo rasgo de singularidad de los Estados Unidos respecto al desarrollo del capitalismo mundial, en el mismo período. Martí se las vio con dos desarrollos muy notables de lo que llegarían a ser las dos partes distinguibles del capitalismo mundial, los cuales eran muy complejos para ser entendidos por los conceptos y los tipos que el pensamiento avanzado elaboraba en aquella época. Tuvo que enfrentar los desafíos de las influencias que ambos ejercían sobre él, y el gran reto de comprenderlos, para lanzarse a una política –que debía ser forzosamente muy moderna y a la vez discrepante de la modernidad– destinada a transformar a fondo el medio cubano y evitar que fuera absorbido por el peso, la fuerza y el atractivo del medio norteamericano.

En el último tercio del siglo XIX se desarrollan y arraigan en Europa las distintas ideas y formas de organización socialistas, y su influencia llega a América. Son expresiones de la nueva contradicción principal de las sociedades en que se desarrolla el capitalismo, nuevas explicaciones para las sensibilidades, la conciencia y las luchas por la justicia social, e instrumentos de mundialización distintos a los del capitalismo. En Cuba toman contacto con ellas trabajadores, intelectuales y activistas sociales y políticos, pero su lugar es muy modesto respecto a los conflictos centrales de las relaciones económicas y sociales, y mínimo en los hechos y en el pensamiento de las revoluciones de ese mismo tercio de siglo. Podría afirmarse que los tipos de dominación vigentes en el período y los objetivos de las revoluciones, pese a ser opuestos, coincidieron en este aspecto, controlado por los primeros o soslayado por las segundas. Pero me parece una explicación insuficiente.

El nuevo conflicto social debía ser reprimido o conjurado por el sistema de dominación, fuera cual fuese su modalidad principal. Pero para la revolución popular que era indispensable en Cuba, aquel conflicto era una de las expresiones de la injusticia y la opresión, y uno de los potenciales de trastorno del orden. Estaremos más cerca de entender, a mi juicio, si inscribimos cada aspecto de nuestro decurso histórico en las totalidades a las que pertenece. En realidad, todos los protagonistas y participantes de fila de las revoluciones cubanas de 1868-1898 se vieron envueltos en las cuestiones y conflictos sociales junto a los relativos a la nación, en el curso de sus acciones y en los ideales, las ideologías y las concepciones intelectuales que compartieron, o por las que mantuvieron diferencias, contradicciones y conflictos entre ellos. En ese terreno, como en los demás, se vieron obligados a ser subversivos y originales frente a lo que se considera normal, que es cambiar dentro de lo que se estima posible, pensar dentro de los pensamientos posibles, romper el orden pero elaborar rápidamente un orden nuevo que sea respetable. Y aunque a la larga y después de colosales sacrificios y hazañas fueron capaces de derrotar a la metrópoli colonial, los revolucionarios encontraron férreos límites, tanto por la heterogeneidad de su propio campo –expresada en sus diversidades sociales, de posiciones políticas y de personalidades–, como por el brutal recorte impuesto por la ocupación norteamericana a las consecuencias sociales y políticas que hubiera podido tener la revolución.

La revolución pudo ser nacional y de masas, involucrar a la mayoría de la población en una guerra total y obtener su tenacidad y su sacrificio, resistir el genocidio y formar a miles de cuadros y militantes, porque motivó a muy amplios sectores a partir de sus representaciones de la patria a conquistar, pero también de identidades y demandas de sus grupos sociales de pertenencia, de derechos que se aspiraba a ganar, de igualdad y justicia. Así había sido en la primera revolución de la región, la haitiana de 1791 a 1804, y en todos los casos en que efectivamente hubo una participación popular notable. En innumerables fuentes cubanas de la época puede corroborarse esto. Los principales líderes revolucionarios vivieron esas motivaciones y pensaron acerca de ellas, las incluyeron en su conducción de los participantes y sus llamamientos al pueblo, e incluyeron la satisfacción de los cambios y demandas que implicaban en sus proyectos y sus estrategias. Los escritos y expresiones orales recogidas de Martí, Maceo y Gómez lo muestran claramente.

No se trata entonces, a mi juicio, de medir hasta qué punto alguno de ellos "se acercó al socialismo", o "lo intuyó". El hecho histórico es que en la medida en que eran quiénes fueron –y no a pesar de serlo–, esos revolucionarios no tenían por qué basarse en el pensamiento y los ideales del socialismo europeo, sino en los de una liberación social americana. Esto permite entender las valoraciones que alguna vez hicieron sobre aquel socialismo y sus creadores, pero sobre todo analizar lo que sí efectivamente obraron y pensaron en el terreno de las luchas por la justicia social. A esa luz podría examinarse, por ejemplo, el carácter realmente interracial de la conspiración dirigida por Martí, que permitió desatar la Revolución del 95. O la Invasión de Occidente y el establecimiento en todo el país de un gran instrumento político-militar de composición popular y prácticas muy subversivas, en relación con una concepción de las luchas de clases más inclusiva de los procesos reales a escala de la diversidad de sociedades del mundo y más inclusiva de la diversidad de los grandes grupos sociales que se autoidentifiquen, organicen y actúen como tales.

La Revolución del 95 fue el acontecimiento más trascendental en la formación del pueblo y la nación Estado cubana, y las batallas cívicas por la república durante la ocupación norteamericana generalizaron y afirmaron aún más sus efectos. No puedo describirlos aquí, ni siquiera sucintamente; baste decir que de un modo u otro han estado vigentes hasta hoy. Pero respecto al tema de este trabajo quiero destacar que esa revolución unificó las culturas de la isla a base de una gesta nacional grandiosa y terrible, puso a lo político en el centro de la conciencia social y proveyó a todos de prácticas, conceptos y exigencias de ciudadanía plena en una república democrática, y convirtió al nacionalismo patriótico en la principal ideología. Los componentes étnicos y raciales del país se sometieron de grado a la identidad general de cubanos, y la república absorbió cerca de un millón y medio de inmigrantes sin desnaturalizarse. Pero la soberanía fue sumamente limitada y Cuba sujeta a la dominación neocolonial de Estados Unidos, que perjudicó casi todo, desde el modo de producción hasta la confianza en la capacidad para el autogobierno. La burguesía dominó el Estado por primera en nuestra historia, pero subordinada al imperialismo y sin proyecto de desarrollo nacional. Liberalismo económico a ultranza y racismo completaron la gran frustración de los ideales revolucionarios.

Sin embargo, en la misma inadecuación y contradicciones entre la formación económica y la política, entre la ideología mambisa y la corrupción y el entreguismo republicanos, entre el patriotismo popular y la Enmienda Platt, entre la democracia política y la falta de derechos sociales y laborales, residía un potencial para protestas y eventuales luchas por la soberanía nacional, la democratización verdadera y la justicia social, que estarían en puntos de partida muy superiores a los de la Revolución de 1895. La compleja y delicada hegemonía de la primera república burguesa neocolonial debía moverse en ese terreno e impedir que ese mosaico de disensos y frustraciones se uniera y se pusiera en marcha.

III. Antiimperialismo, socialismo, democracia y nueva institucionalidad

Lo lograron durante más de veinticinco años. Pero la deslegitimación del sistema político después de 1927, la dictadura machadista, el final de 150 años de crecimiento de la exportación de azúcar y una profunda crisis económica exigieron cambios profundos. Entonces sucedió una tercera revolución, entre 1930 y 1935, en la que el antiimperialismo se hizo masivo por primera vez, el pueblo se sintió capaz de gobernarse sin injerencias externas, las ideas y movimientos políticos socialistas como superación del sistema capitalista se arraigaron en Cuba y el orden de la primera república fue abatido y sustituido por una nueva institucionalidad más democrática y participativa, con un peso mayor del Estado. En el curso de esa Revolución del 30, la lucha armada y otras formas de violencia fueron ejercidas por revolucionarios y por diferentes fuerzas opositoras a los gobiernos. El comunismo que se adhería a la III Internacional (IC) y otras posiciones e ideas de lucha social influyeron mucho entre los trabajadores y sectores populares. La oposición a la dictadura se dividió a mediados de 1933, respecto a ser o no antiimperialistas; estos últimos fueron decisivos en el heterogéneo gobierno revolucionario de septiembre de 1993 a enero de 1934, y se enfrentaron con las armas al régimen contrarrevolucionario que se impuso a continuación, tratando de desatar una insurrección. La desobediencia de masas duró más de dos años y tuvo un pico de gran rebelión social en 1933.

Los revolucionarios del treinta se sintieron herederos de la tradición mambisa pero fueron muy críticos de los políticos de la primera república, cuyos rangos altos y una parte de los intermedios procedían en su mayoría de la Revolución del 95. No tenían como meta la independencia, sino la liberación nacional, la justicia social, un nuevo sistema democrático e incluso el socialismo. En cuanto a la liberación, hubo acuerdo en que el país debía ser más soberano y sus instituciones más representativas de ello, aunque la subordinación neocolonial se mantuvo en todo lo esencial. Fuera de esto, las posiciones difirieron, desde los que combinaron una renovación del nacionalismo con el sometimiento al capitalismo neocolonial hasta los que entendieron que bajo ese sistema no habría liberación verdadera y era necesario salir de él. Una parte de estos últimos reivindicaban la conquista o cumplimiento de un destino nacional, que podría expresar la consigna "por la libertad política, la independencia económica y la justicia social". La otra parte, compartiendo el contenido de ese lema, entendía que solo una revolución orientada a implantar el socialismo podría lograr esos objetivos en Cuba.

Estos fueron los años del origen del socialismo en Cuba. El llamado sindicalismo revolucionario –sobre todo de inspiración anarquista– fue la vertiente de organización obrera más combativa y de efectos más trascendentes en el primer cuarto del siglo. Ellos utilizaron mucho el arma de la huelga y difundieron visiones clasistas ajenas al mundo de la política republicana, cuyo impacto fue importante en todo el proceso hasta 1935. El Partido Comunista (PC), fundado en 1925, fue una organización política cuya referencia fundamental eran los trabajadores; en sus primeros diez años logró influir mucho y organizar en alguna medida la protesta y la rebelión de los trabajadores y desempleados, y practicó una línea opuesta a alianzas con otras fuerzas políticas, que aspiraba a dirigir un futuro gran movimiento social dirigido por el proletariado, en una revolución que sería sin embargo democrático burguesa, dada la creencia del PC en que era necesario cumplir las tareas de desarrollo capitalista antes de pretender pasar al socialismo. El PC se sujetó a las orientaciones de la IC –que resultó tan rígida y autoritaria como neófita en los problemas cubanos y la estrategia a seguir–, y eso lo perjudicó bastante. Pero la gran revolución bolchevique y la permanencia de la Unión Soviética fueron polos notables de atracción y de difusión de las ideas comunistas y marxistas, y avivaron la esperanza en que era posible que existieran poderes socialistas.

Hubo dos corrientes diferenciadas en el origen del socialismo en Cuba. La otra, a la que llamo el socialismo cubano, nació también en íntima relación con las corrientes obreras más radicales, e incluso con la creación del PC en 1925, en el caso de Julio Antonio Mella. Este pionero del socialismo cubano –un joven estudiante de origen "ilegítimo" pero no pobre– organizó y se convirtió en el líder del primer movimiento estudiantil relevante en el país, ganó una extraordinaria popularidad con sus campañas contra el conservatismo en la Universidad y el clericalismo, la corrupción política de la república y el dominio imperialista, se ligó al sindicalismo combativo y los trabajadores organizados, y fundó una Universidad Popular para ellos, se sumó a las ideas comunistas y fue uno de los fundadores y dirigentes del PC. Preso y protagonista de una huelga de hambre que multiplicó su fama, el carismático Mella tuvo que exiliarse en México. Allí continuó sus luchas y sus escritos marxistas, fue dirigente del Partido Comunista mexicano –incluso Secretario General varios meses–, pero siempre buscando la revolución en su patria. Mella dirigió una organización que lanzó el primer programa para desatar una insurrección a partir de un frente único de fuerzas opositoras a la dictadura –cuando esa política que impulsó Lenin era abandonada por la IC–, lucha revolucionaria en la que los comunistas debían ganarse el derecho a conducir al pueblo y dirigir una revolución hacia el socialismo. Mella murió asesinado por sicarios del Machadato en enero de 1929, cuando tenía 25 años de edad.

Para llegar a un socialismo cubano cuando todavía no había en Cuba agitación ni chispas de revolución, Mella tuvo que pasar de la reforma universitaria a comprender la esencia de los males de Cuba y hacerse comunista; para ser del todo comunista debió hacerse antiimperialista y no permanecer en el rechazo cultural a los "bárbaros sonidos" del idioma inglés ni el repudio a la gran matanza de 1914-1918, sino comprender en qué consiste el imperialismo y qué hacer para combatirlo, y concluir que el antiimperialismo latinoamericano viable debía ser anticapitalista. Pero todavía debió ir más lejos: la revolución comunista tenía que ser nacional, vivir las ansias de liberación de cada pueblo, aprender a guiar a los explotados y oprimidos para formar una vanguardia revolucionara capaz de atreverse a arrastrar al pueblo a la conquista y el ejercicio del poder. Construir un bloque histórico en el que se vayan fundiendo los ofendidos y los humildes, los excluidos y los que portan intereses socialmente útiles, el nacionalismo y los ideales libertarios. La acción revolucionaria como una escuela en la que todos lleguen a aprender que solo unidos tendrán opción de triunfar y sostenerse, y que la justicia social y el socialismo son el camino y la alternativa que hacen viables las liberaciones.[3] Es impresionante encontrar todas esas ideas estudiando los escritos de Mella, que siguen esperando que se enseñe en las escuelas cubanas su contenido, procedencia revolucionaria, creatividad y organicidad.

Antonio Guiteras fue el más destacado entre los iniciadores del socialismo cubano. He escrito largamente sobre esto, y aquí me limito a apuntar algunas razones para calificarlo así. Comenzó también en el movimiento estudiantil, pero ya en el Directorio de 1927, antidictatorial y de ideas radicales. Sin embargo, el farmacéutico de 20 años se sumergió de inmediato en las provincias y se convirtió en un conspirador contra la tiranía y un organizador de gente del pueblo que ansiaba pelear. A diferencia de Mella, Guiteras nunca perteneció al PC. En Oriente fundó y dirigió Unión Revolucionaria, de lucha armada y con ideología antiimperialista y socialista. Hombre de acción y poseedor de muy amplia cultura, las acciones armadas y su rechazo a la "mediación" imperialista le dieron un enorme prestigio. A la caída del Machadato era el líder revolucionario de izquierda de la provincia oriental. Fue llamado a participar en el gobierno revolucionario de septiembre, y allí comenzó una experiencia práctica que constituyó un salto de avance extraordinario de la liberación y el socialismo en Cuba: defensa a ultranza de la soberanía y derrota de la contrarrevolución, leyes favorables a los trabajadores y desempleados, medidas contra el dominio imperialista que incluyeron la intervención estatal de grandes empresas yanquis, trabajo revolucionario en las fuerzas armadas, iniciativas de reforma agraria, intentos de formar un bloque revolucionario antiimperialista. Y todo lo hizo divulgando expresamente la necesidad de que los derechos de los obreros y los campesinos predominaran contra el afán de lucro de burgueses e imperialistas.

En la última fase de su vida –enero de 1934 a mayo de 1935–, Guiteras fue el protagonista principal del campo revolucionario, como el coronel Batista lo era en el campo contrarrevolucionario. Su organización Joven Cuba, sus acciones y sus escritos tenían como objetivo la insurrección armada para tomar el poder e implantar una dictadura revolucionaria que consumara la liberación nacional de Cuba y construyera una sociedad socialista. Es decir, Guiteras reunió en su política y sus ideas el mayor avance registrado por la cultura revolucionara cubana hasta ese momento, la liberación nacional antiimperialista martiana y la ideología mambisa, con una forma cubana de lucha comunista por el socialismo. Es natural que una propuesta tan subversiva fuera oscurecida y tratada de olvidar en los años siguientes, como fue natural que los nuevos combatientes y pensadores de la insurrección de los años cincuenta lo reivindicaran como su antecedente junto a las revoluciones del siglo XIX, porque Guiteras es el enlace por excelencia entre las fuentes del socialismo y la liberación cubanos.

La mejor prueba de la importancia y profundidad de la Revolución del 30 en nuestra historia es que entre 1934 y 1935 la contrarrevolución ganó sus batallas, pero nunca pudo imponer un orden reaccionario permanente. Las demandas asumidas por las mayorías y las grandes transformaciones ideológicas a las que me he referido obligaron al sistema a una reformulación de la hegemonía por lo menos tan compleja como la que siguió a la Revolución del 95, pero ahora admitiendo instituciones, relaciones e ideas que en buena parte eran potencialmente peligrosas. En el campo de las ideas y representaciones, el nacionalismo siguió siendo un componente básico de la conciencia cívica, pero dejó de ser ajeno o contraponerse a las luchas sindicales o por la igualdad racial. La justicia social fue admitida declarativamente como un ideal a alcanzar; gran número de organizaciones sociales y políticas la esgrimían en pos de sus demandas específicas o la defendían en general. El socialismo fue utilizado en el lenguaje político postrevolucionario y aceptado como una ideología a tener en cuenta en la mayor parte de los medios públicos y en la conciencia común. Después de 1945 se intentó satanizarlo en el marco de la "guerra fría", pero siempre hubo socialistas –del PC o ajenos a él—que siguieron sosteniéndolo como ideal de sociedad a alcanzar. El antiimperialismo permaneció como una fuerza latente a consecuencia de la conciencia ganada, pero su uso público disminuyó.

Lo fundamental de un compromiso que conservaba la esencia del sistema de dominación fue la elaboración de un sistema político y un cuerpo institucional y legal realmente muy avanzados. Desde 1934 se siguió promulgando leyes que reconocían derechos sociales, y a fines de la década una convención constituyente muy plural elaboró una carta magna que recogía de un modo u otro gran parte de las demandas de la revolución y daba base institucional a un sistema político, social y administrativo muy elaborado, con normas muy avanzadas respecto a las libertades y sus garantías, las cuestiones sociales y la organización de la sociedad. La segunda república burguesa neocolonial tuvo instituciones y prácticas de democracia a un grado muy superior a lo que Cuba había conocido. Grandes partidos pluriclasistas con estructuras y realidad permanente en todo el país eran protagonistas de un medio político que incluía a otras organizaciones menores, y que sostenía ricas y complejas relaciones con una sociedad civil sumamente desarrollada, y los poderes ejecutivo y legislativo eran activísimos. Existía una notable libertad de expresión dentro del sistema y las prácticas del capitalismo, y toda aquella vida pública y sus conflictos eran objeto de consumo de masas a través de los medios. El Estado tenía una presencia y funciones mucho mayores que antes; aparecía como mediador entre las clases sociales e intervenía en la economía con controles y algunas instituciones propias. El liberalismo perdió peso e influencia frente a un democratismo que tenía expresiones intelectuales y motivaba actitudes políticas.

Esas dimensiones política e ideológica eran profundamente incongruentes con la formación económica y la explotación y la miseria que regían en la sociedad. Aquellas cumplían funciones de establecer consensos, confundir, entretener o mantener divididos a los explotados y dominados, y eso amortiguaba bien las graves contradicciones y el potencial de conflictos existente. Pero no dejaban de constituir una escuela de ciudadanía que formaba individuos, grupos y conciencia nacional, y traían consigo el riesgo implícito de que el nivel de demandas populares y de rebeldías pudiera crecer muy bruscamente si situaciones conflictivas o grandes agravios se salían del control de los dominantes.

El mundo concreto de esa segunda república incluía leyes complementarias a la Constitución que al no aprobarse impedían aplicar preceptos cruciales, como una reforma agraria, normas que no eran efectivas, como la carrera administrativa o el control del Congreso sobre el presupuesto, instituciones como el Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales y el Tribunal de Cuentas, que no frenaban las arbitrariedades y el incumplimiento del ordenamiento legal, ni la colosal corrupción administrativa. Esas realidades generaron una nueva versión de la frustración vivida en la primera república, ahora referida a los ideales de la Revolución del 30, que contenían elementos mucho más ambiciosos que los de 1902. Ese malestar de la sociedad era por tanto potencialmente peligroso para la existencia del capitalismo neocolonial. La república cubana nació marcada, retada por la frustración de una gran gesta revolucionaria y un proyecto nacional popular de liberación, pero pareció estabilizarse durante un cuarto de siglo de reconstrucción y de gran expansión económica. La Revolución del 30 transformó el agotamiento del modelo económico colonial-neocolonial y su salida dictatorial en una gigantesca conmoción, que modificó los términos de dominación del sistema.

Por sus logros, pero sobre todo por la conciencia y las ansias que no satisfizo, la segunda república no podía ocultar a un análisis lúcido y severo que la solución para las amplias mayorías y para el logro pleno de la nación exigía una revolución que abatiera el sistema vigente con objetivos antiimperialistas y anticapitalistas. Pero mientras aquel orden republicano funcionó y su reproducción predominó, su propia naturaleza generaba la creencia más extendida entre los que eran activos en las luchas por cambios para el país y la gente: que estos podían obtenerse por vías institucionales, mediante luchas cívicas y dentro de las reglas del juego político, sin apelar a vías revolucionarias ni a la violencia política.

IV. Una revolución socialista de liberación nacional

La ruptura de la institucionalidad y la dictadura establecida a partir del 10 de marzo de 1952 no parecieron suficientes para quebrantar el funcionamiento del sistema de dominación, a pesar del gran repudio que provocó aquel hecho. Como sucede en numerosos momentos de la historia, el acontecimiento trascendental que fue el asalto al Moncada no resultó comprendido de inmediato –y el gobierno pudo creer que había limitado su significado–; solo en el segundo semestre de 1955 se hizo ostensible que el movimiento que había nacido de aquellos hechos podía llegar a ser una presencia importante en la política cubana.

Pero no expondré aquí los acontecimientos y los procesos vividos desde entonces hasta hoy en Cuba, porque son en sí mismos bastante conocidos y porque eso haría demasiado extenso este trabajo. Ruego tener esto en cuenta ante esa ausencia, y ante las menciones que hago de algunos de ellos en el curso de lo que resta del texto.

El movimiento insurreccional de los años cincuenta albergaba muy fuertes visiones de socialismo cubano y de sus nexos íntimos con la liberación nacional. Es muy comprensible que así fuera, dada la densidad que tuvo la historia de protestas, rebeldías y acciones colectivas revolucionarias en Cuba entre 1868 y 1959, si vemos el período en perspectiva histórica, y dadas su gran coherencia y su enorme vocación de sentirse continuadores, herederos y llamados a consumar los esfuerzos y los proyectos anteriores, si desde aquella perspectiva no exageramos la entidad y el papel de sus divisiones internas, errores e insuficiencias. Confiar en que la deslegitimación del sistema político de la segunda república en 1952 no tendría mayores consecuencias fue el error del siglo XX de la burguesía de Cuba y del imperialismo norteamericano, al cual no sobrevivieron. Cuando las voluntades organizadas, audaces y dispuestas a pelear, con un cuerpo de ideas muy definidas, organizaron el Movimiento 26 de Julio y combinaron las tareas conspirativas para la insurrección con la vinculación a las protestas sociales y el inmenso malestar político de 1955 y 1956, pudieron levantarse contra el sistema, a pesar de su inicial debilidad, porque se apoderaron de todo el potencial subversivo que hasta entonces neutralizaba la hegemonía burguesa neocolonial, y de toda la historia revolucionaria del país. A esa luz es más fácil comprender el carácter de La Historia me absolverá (Castro Ruz, 2001 [1953]).

Los textos de la insurrección –documentos de organizaciones, artículos publicados, cartas y mensajes políticos y personales, anotaciones de pensamiento o proyectos, comunicaciones orales– abundan en el uso de conceptos de liberación, antiimperialismo, socialismo, nacionalismo revolucionario, latinoamericanismo, democracia. Por lo general no pretenden someterse a definiciones, pero los autores los utilizan con propiedad y desenvoltura, y los ligan entre sí. Es que un punto central de la ideología de la insurrección era "no volver al 9 de marzo", es decir, no regresar a la institucionalidad ni a los empeños cívicos de cambiar a Cuba dentro de las reglas del juego de la segunda república. Ese proyecto de consumación de la nación cubana y de liberación de su pueblo exigió visiones que no cabían dentro del orden burgués neocolonial, ni dentro de la mayor parte de las ideas que disentían de él. Ya están disponibles cientos de documentos y un buen número de monografías sumamente valiosas acerca de este período; sin embargo, su conocimiento no está establecido con firmeza de síntesis, pese a ser de importancia crucial para comprender la revolución y sus ideas dominantes. No es posible seguir reduciendo a destellos luminosos y pasto de citas lo que fue creación heroica y contiene una organicidad, aunque no la hicieran expresa los que vivieron aquel proceso. Más grave aún son las ausencias en los terrenos de la docencia y la divulgación sistemática de la gran mayoría de esos textos y de valoraciones acerca de su naturaleza y su significación histórica.

Cuba no estaba predestinada a ser un país socialista. La república de 1902, con democracia política y capitalismo neocolonial y liberal, fue conquistada por las revoluciones de 1868-1898. Un mar de sangre clausuró la posibilidad de que Cuba fuera incorporada a los Estados Unidos, pero no pudo evitar la relación neocolonial. La ciudadanía fue una inmensa conquista popular, pero no se pudo lograr una reforma agraria ni desterrar el racismo. Vimos como en el decurso de medio siglo se transformaron numerosos aspectos, pero lo esencial del sistema se mantuvo. En 1959 el entusiasmo revolucionario era universal y la confianza en las propias fuerzas crecía cada día. Pero todavía podría el historiador registrar la existencia de opciones para el destino de aquel proceso. En teoría, Cuba podía volver al régimen democrático que era esencial a la segunda república y profundizarlo, tratando de hacer efectivas sus normas y honestos sus gobiernos. Pero la alternativa práctica no estaba allí.

Solo la elección de destruir el aparato militar, represivo y político del sistema, puesta en práctica desde el 1° de enero de 1959, hizo viable al proyecto revolucionario. Solo la decisión de transformar a fondo las estructuras de dominación sobre la economía, la propiedad y las relaciones sociales ligadas a ellas –reforma agraria, recuperación de bienes malversados, sector estatal siempre creciente, leyes revolucionarias– le dio suelo al nuevo poder y consumó su conducción del pueblo, a la vez que este se lanzaba a la participación política masiva en todas las tareas y recibía las armas. Solo violentando los resultados esperables de la fiesta de la libertad y la democracia, poniendo el poder al servicio de la liberación de las mayorías de la explotación capitalista y la miseria, y de la conquista de la plena soberanía nacional, se hizo real la unidad de los revolucionarios y se forjó un nuevo bloque popular. La revolución multiplicó su fuerza y su legitimidad, y se tornó capaz de vencer a sus descomunales enemigos y de cambiar la vida, las relaciones, las instituciones y el mundo espiritual de la gente y del país.

Fue un proceso ininterrumpido, con fiebre de nacer y ser, más que de ponerse nombre. Cuando tuvo que hacerlo, en vísperas de una batalla decisiva, Fidel Castro, el llamado a hacerlo por sus hechos, sus ideas y su liderazgo, dijo: "esta es la Revolución socialista y democrática de los humildes, con los humildes y para los humildes" (Castro Ruz, 1961). El analista lo dice de otro modo, una revolución socialista de liberación nacional. La conciencia del carácter y el contenido del proceso revolucionario se fue creando en las luchas, aprendizajes y experiencias, con los materiales previos siempre presentes, pero con nuevos materiales que resultaron decisivos, porque el objeto del pensamiento y los ideales del socialismo y de la liberación se habían ampliado bruscamente al mismo tiempo que tendían a unirse, mientras lo nunca soñado se ponía a la orden del día.

Las victorias y las inmensas transformaciones de los primeros años del poder revolucionario fueron calificadas después como el triunfo y la implantación del socialismo en Cuba. Esto provenía de su contenido real, pero también del deseo de formar parte de un proceso mundial de cambios que acabaría con las opresiones del capitalismo y el colonialismo, y abriría un mundo de oportunidades nuevas para los países y las personas. La concreción más poderosa e influyente que parecía tener ese proceso era la Unión Soviética, que lideraba un grupo de países y un sector muy numeroso de partidos políticos a escala mundial, campo y movimiento que reivindicaban el comunismo, y ser los herederos de la Revolución bolchevique y las ideas de Marx, Engels y Lenin. Cuba necesitó y obtuvo relaciones y alianza con la URSS que muy pronto se volvieron de un peso inmenso, dadas las formidables agresiones de Estados Unidos y la naturaleza de la economía cubana. Parecían unirse felizmente los ideales y las necesidades. Pero pronto se hizo visible que las prácticas y las ideas del socialismo cubano contenían diferencias e incluso contradicciones con la ideología de aquel país y del movimiento comunista que conducía, y con la política exterior soviética.

El proceso de sectarismo en las Organizaciones Revolucionarias Integradas (1961-1962) y la Crisis de Octubre de ese último año hicieron palpables aquellas diferencias y contradicciones. A lo largo de la década se repitió esa constatación, en cuanto a la estrategia económica y de construcción socialista cubana, la organización política, la cultura, el pensamiento marxista y otros ámbitos. También fue real –aunque quizás menos obvio– que la posición política e ideológica y el ejemplo cubanos implicaban un polo diferente de atracción y potencial formación de un frente de países y movimientos independientes de la URSS, que conjugaran con acierto el socialismo y la liberación desde América Latina y el Tercer Mundo, un movimiento y un cuerpo de ideas basado en un internacionalismo anticapitalista y de liberación realmente revolucionario y en proyectos de transformaciones sociales realmente socialistas-comunistas. La revolución cubana confrontó entonces, además de sus enemigos y dificultades internos y externos, el hecho de constituir una herejía para el llamado campo socialista y su teoría. El pensamiento de Fidel Castro y el de Ernesto Che Guevara son las expresiones más notables de esa herejía.

Las acciones revolucionarias cubanas plasmaron una visión propia del socialismo y de la liberación nacional en incontables terrenos, recogida también en cientos de discursos, documentos políticos y otros escritos. Todos los revolucionarios cubanos secundaron aquellas prácticas. Pero en el campo de las ideas hubo serias diferencias entre nosotros, que se expresaron en divergencias y debates. Cuba enriqueció el acervo mundial de las revoluciones y del conocimiento del mundo contemporáneo en esa primera etapa de la revolución en el poder que terminó a inicios de los años setenta. Aunque en la segunda etapa –la que va de ese momento a inicios de los años noventa– Cuba debió sujetarse al predominio de la influencia soviética en diversos campos, mantuvo su régimen, dirigentes y personalidad propios, y numerosas políticas y actuaciones autónomas. Esto resultó decisivo para nuestra revolución y para la sobrevivencia nacional cuando la URSS y los demás regímenes no capitalistas de Europa se autodestruyeron como tales y dañaron profundamente el prestigio mundial del socialismo, y Cuba debió enfrentar una crisis demoledora de su economía –que dependía sobremanera de las relaciones con la URSS, un deterioro muy fuerte de la calidad de la vida y graves peligros en cuanto a seguridad nacional.

Sintetizo las que me parecen características principales del socialismo cubano de este me dio siglo.

  • Ante todo, ser de liberación nacional, para eliminar todo dominio extranjero, garantizar la soberanía y la autodeterminación –una tarea permanente que es muy difícil y compleja–, y hacer al pueblo sentirse dueño de su propio país y de un ambicioso proyecto social compartido a escala nacional.
  • Ser un proceso de distribuciones sucesivas y sistemáticas de la riqueza social, regidas por el ideal socialista y la justicia social, principio mantenido en las circunstancias más duras o disímiles, que mantiene efectos muy profundos en la vida material y espiritual de las personas y las familias, y en las relaciones entre economía y sociedad.
  • Ser antiimperialista y latinoamericanista, rasgo esencial para la liberación de Cuba, cemento de la unidad popular nacional y de una vocación de unión continental, que identifica y denuncia la esencia del capitalismo contemporáneo –enemigo de los pueblos a escala planetaria– y no le hace concesiones, y tiene una política latinoamericana muy activa, basada en hermandad entre revolucionarios, alianzas, colaboración o intercambios.
  • Ser internacionalista, gigantesca ampliación y cambio de naturaleza de las prácticas y las ideas modernas de filantropía y de ayuda a otros pueblos, que potencia la fraternidad entre los pueblos del mundo que fue colonizado, hayan o no completado su liberación, y les permite movilizar recursos y hacer políticas superiores a sus medios propios; es un paso efectivo de avance para el socialismo y la liberación en el mundo, y una gran escuela de desarrollo humano y revolucionario para los cubanos.

En las últimas décadas se han agudizado las contradicciones entre tantos logros y nuevos horizontes que se abren ante los seres humanos y el carácter centralizador, parasitario, recolonizador, criminal y excluyente del gran capitalismo, portador de una cultura del más profundo egoísmo, afán de lucro, individualismo, miedo, indiferencia por la suerte de los demás. También han hecho crisis las ideologías que simplificaban las grandes contradicciones sociales y sus soluciones, y los regímenes que se oponían al capitalismo pero cada vez se diferenciaban menos de él y perdían la batalla de la creación de una nueva cultura. Todo eso hace obvia la necesidad de repensar los ámbitos y rasgos de la liberación y el socialismo, y el contenido de ambos conceptos. No pretendo intentarlo aquí. Me limitaré a terminar mi texto con algunos comentarios acerca del socialismo en Cuba contemporánea.

Cuba ha tenido que lidiar a la vez con el capitalismo más desarrollado y con los problemas del subdesarrollo, con fuertes tendencias internas burocráticas y con el plano inclinado hacia el capitalismo constituido por las relaciones mercantiles, con la agresión sistemática de los imperialistas de Estados Unidos y con las profundas deformaciones e insuficiencias de nuestros aliados, con la centralización, el unanimismo y otras deformaciones propias y con la tremenda ofensiva cultural mundial del capitalismo. Sin paz, recursos, ni soledad suficientes, el experimento de la transición socialista cubana siempre se ha visto forzado a ser creativo y a unir la flexibilidad a los principios.

El desarrollo como meta del país y como ideal ha vivido siempre las tensiones de insuficiencias insalvables, del cierre de oportunidades y espacios que padece la mayoría de los países a escala mundial, y de las necesidades de la defensa de la revolución y de sus principios. Fidel enunció hace 40 años una idea que a mi juicio es básica: para los subdesarrollados, el socialismo es condición del desarrollo, y no el desarrollo la condición del socialismo. En realidad, la creencia en que la economía debe regir al socialismo –expresada en formas grotescas o sutiles–, en el papel inapelable que tendrían sus "leyes" autónomas y en la correspondencia obligada entre la "base material" y las relaciones sociales principales, es quizás la más extendida entre las deformaciones del ideal socialista. Ir más allá de lo posible es el sello de la revolución socialista, que solo puede existir y avanzar mediante una época prolongada de predominio del factor subjetivo. El poder tiene que ser un puesto de mando sobre la economía. Las relaciones, tensiones y contradicciones entre el poder y el proyecto, la dominación y la libertad, la unidad y las diversidades, las relaciones económicas y la igualdad de oportunidades, la autoridad y la participación, son temas –entre otros– del socialismo cubano, que ya no es solo una visión, porque cuenta con una gran acumulación cultural de experiencias, subjetividades, conocimientos y preguntas.

No quiero concluir sin llamar la atención sobre una cuestión importante. En los años setenta el socialismo fue convertido en un vocablo ineludible y un paraíso hueco, fue aireado y participó en los encendidos debates durante el proceso de rectificación después de 1985, pero comenzó a desaparecer del discurso cívico hace quince años, en medio de la gran crisis. Lo mantuvo vivo la conjunción de las enérgicas iniciativas de la dirección revolucionaria –en defensa de los intereses y las oportunidades de la gente común y la permanencia de la transición socialista– con un profundo saber popular, que lo defiende porque sigue siendo el mejor nombre para sus necesidades, esperanzas e ideales. En los últimos años viene regresando el concepto de socialismo, motivado por los avances populares en América Latina y por la conciencia en Cuba de que estamos en una coyuntura que irá exigiendo definiciones. Por otra parte, la naturaleza actual del capitalismo no deja más alternativa que rendirse a él o luchar por el socialismo. Pero hoy ya no es posible postular simplemente el socialismo. Hay que enfrentar las dudas y los desafíos, saldar las cuentas históricas, superar su insuficiencia y sus desvaríos, rediscutir y hacer avanzar su teoría marxista –tan necesaria ante el páramo que ha llegado a ser el pensamiento social–, partir de las realidades actuales cómo son, sin ceguera ni ocultamientos, con el fin de cambiarlas hasta sus raíces. No sucumbir al pesimismo, ni a engaños triunfalistas. Es indispensable reformular y profundizar el proyecto socialista, con gran audacia, creatividad y compromiso.

Bibliografía

  • Arboleya, J. 2008 La revolución del otro mundo. Cuba y Estados Unidos en el horizonte del siglo XXI (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales).
  • Castro Ruz, F. 1961 "Discurso pronunciado por Fidel Castro Ruz, el día 16 de abril" en <http://www.cuba.cu/gobierno/ discursos/1961/esp/f160461e.html> acceso 16 de abril de 2018.
  • Castro Ruz, F. 2001 [1953] La Historia me absolverá (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales).
  • Martínez Heredia, F. 1988 Desafíos del socialismo cubano (La Habana: Centro de Estudios sobre América).
  • Martínez Heredia, F. 2007 La Revolución cubana del 30. Ensayos (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales / Ruth Casa editorial).
  1. Este último rasgo ha sido expuesto muy bien por Jesús Arboleya (2008) en La revolución del otro mundo. Una breve digresión necesaria. Después de colocar mi primera nota al pie, comencé a advertir que debía dar cuenta de un extenso repertorio de aportes muy relevantes de la ciencia histórica respecto a los temas y problemas de Cuba que vengo tratando, y quizás ir anotando también fuentes que permitieran constatar que ellos fueron objeto de identificación, criterios, ideologías y análisis en muchos casos profundos, por parte de protagonistas y otros actores de aquellos procesos. Pero esa tarea es imposible cumplirla, dadas la entidad y el tamaño de este trabajo, y el tiempo con que cuento. Por ello –y por no ser parcial en cualquier selección que emprendiera– decidí prescindir de un aparato bibliográfico y de documentos. Me limito a reconocer la necesidad y la justicia de tener en cuenta ese extraordinario venero, y la procedencia de utilizarlo para precisar, apoyar o contradecir este texto.
  2. Mi primer libro publicado en Cuba con identificación de autor fue Desafíos del socialismo cubano (Martínez Heredia, 1988).
  3. Desde los dos puntos hasta aquí, esta tomado casi textualmente de Martínez Heredia (2007: 32-33).